¿Qué es el humanismo?1Esa es la pregunta que plantea David Nobbs en la novela cómica de 1983 Second from Last in the Sack Race [Penúltimo en la carrera de sacos], en la reunión inaugural de la Sociedad Humanista Bisexual de la Escuela Elemental Thurmarsh («bisexual» porque incluye a chicos y chicas). La pregunta causa el caos.
Una chica responde que se trata del intento renacentista de escapar de la Edad Media. Se refiere al renacimiento literario y cultural llevado a cabo por enérgicos intelectuales de espíritu indomable en ciudades italianas como Florencia en los siglos XIV y XV. Pero eso no es correcto, replica otro miembro de la sociedad. Humanismo significa «ser amable, bueno con los animales y las cosas y participar en actos cívicos, y visitar ancianos y cosas así».
Un tercer miembro responde, mordaz, que eso es confundir humanista con humanitario. Un cuarto se queja de que están perdiendo el tiempo. El humanitario se indigna: «¿Estás diciendo que vendar animales heridos y cuidar de los ancianos y las cosas es una pérdida de tiempo?».
El mordaz introduce ahora una definición propia. «Es una filosofía que rechaza lo sobrenatural, que ve al hombre como un objeto natural y afirma la dignidad esencial del ser humano; su valía y su capacidad de realizarse mediante el uso de la razón y del método científico.» Esta definición es, en general, bien recibida hasta que alguien objeta que hay gente que cree en Dios y se hace llamar humanista. La reunión acaba con todo el mundo más confuso de lo que estaba al principio.
Pero los estudiantes de Thurmarsh no tenían de qué preocuparse: todos ellos estaban en la pista correcta. Todas sus descripciones —y aun otras— contribuyen a una imagen más plena y rica de lo que significa humanismo, y de lo que los humanistas han hecho, estudiado y creído a lo largo de los siglos.
Así pues, como bien sabía el estudiante que hablaba de una visión no sobrenatural de la vida, muchos humanistas modernos son personas que prefieren vivir sin creencias religiosas y realizar sus elecciones morales basándose en la empatía, la razón y cierto sentido de responsabilidad hacia los demás seres vivos. El escritor Kurt Vonnegut resumía su visión del mundo: «Soy un humanista —decía—, lo que significa, en parte, que he intentado comportarme decentemente sin esperar recompensas ni castigos tras mi muerte».2
No obstante, el otro estudiante de Thurmarsh tenía también razón al decir que algunos humanistas tenían creencias religiosas. Aún se los podía considerar humanistas, en tanto se centraban predominantemente en las vidas y experiencias de las personas aquí, en la Tierra, más que en instituciones o doctrinas, o que en la teología o el más allá.
Otros significados no tienen nada que ver con cuestiones religiosas. Un filósofo humanista, por ejemplo, es uno que pone a la persona viva en el centro de todas las cosas, en lugar de deconstruir a esa persona en sistemas de palabras, signos o principios abstractos. Un arquitecto humanista diseña edificios a escala humana, de modo que no abrumen ni frustren a quienes viven en ellos. De igual modo puede existir medicina, política o educación humanista; tenemos humanismo en literatura, fotografía y cine. En todos estos casos, se coloca al individuo en lo alto de la lista de preocupaciones, no subordinado a ningún concepto o ideal más amplio. Esto está más cerca de lo que quería decir el estudiante «humanitario».
Pero ¿qué pasa con aquellos eruditos de la Italia de los siglos XIV y XV, aquellos de los que hablaba el primer estudiante de la sociedad? Aquellos eran humanistas de otro tipo: traducían y editaban libros, enseñaban a estudiantes, intercambiaban cartas con amigos intelectuales, discutían interpretaciones, hacían avanzar la vida intelectual y, en general, hablaban y escribían mucho. Resumiendo, eran especialistas en humanidades (studia humanitatis, ‘estudios humanos’). A partir de este término en latín fueron conocidos en italiano como umanisti, de modo que también ellos son humanistas; en inglés estadounidense aún se los llama así. Muchos han compartido los intereses éticos de otros tipos de humanistas, creyendo que el aprendizaje y la enseñanza de las humanidades permiten una vida más virtuosa y civilizada. Los profesores de humanidades todavía lo creen, en una forma modernizada. Al introducir a los estudiantes en las experiencias literarias y culturales, y en las herramientas del análisis crítico, desean ayudarles a adquirir una mayor sensibilidad a las perspectivas de otras personas; una comprensión más sutil de cómo se desarrollan los acontecimientos políticos e históricos y un enfoque más juicioso y reflexivo de la vida en general. Esperan cultivar la humanitas, que en latín significa «ser humano», pero con las connotaciones de refinamiento, cultura, elocuencia, generosidad y buena educación.3
Humanistas religiosos, no religiosos, filosóficos, prácticos y profesores de humanidades: ¿qué tienen todos estos significados en común, si es que tienen algo? La respuesta está ahí mismo, en el nombre: todos ellos se centran en la dimensión humana de la vida.
¿Qué es esa dimensión? Puede ser difícil de definir, pero oscila entre el reino físico de la materia y cualquier reino puramente espiritual o divino que se pueda creer que existe. Los humanos estamos hechos de materia, por supuesto, como todo lo que nos rodea. En el otro extremo del espectro, podemos (según creen algunos) conectar de alguna manera con el reino numinoso. Sin embargo, al mismo tiempo ocupamos un campo de la realidad que no es ni completamente físico ni completamente espiritual. Es aquí donde practicamos la cultura, el pensamiento, la moralidad, el rito y el arte: actividades que son (en su mayoría, aunque no del todo) distintivas de nuestra especie. Es aquí donde invertimos gran parte de nuestro tiempo y energía: nos dedicamos a hablar, contar historias, crear imágenes o maquetas, elaborar juicios éticos y luchar por hacer lo correcto, negociar acuerdos sociales, adorar en templos, iglesias o bosques sagrados, transmitir recuerdos, enseñar, tocar música, contar chistes y hacer payasadas para divertir a los demás, tratar de razonar las cosas y, en general, siendo el tipo de seres que somos. Este es el reino que los humanistas de todo tipo colocan en el centro de sus desvelos.
Así, mientras los científicos estudian el mundo físico y los teólogos, el divino, los «humanistas de las humanidades» estudian el mundo humano del arte, la historia y la cultura. Los humanistas no religiosos realizan sus elecciones morales basándose en el bienestar humano, no en la doctrina divina. Los humanistas religiosos también se centran en el bienestar humano, pero dentro del contexto de una fe. Los humanistas filosóficos y de otros tipos comparan constantemente sus ideas con la experiencia de las personas reales.
El enfoque centrado en el ser humano4se revela en una cita de hace unos 2.500 años, del filósofo griego Protágoras: «El hombre es la medida de todas las cosas». Puede parecer arrogante, pero no hay necesidad de interpretarlo como que todo el universo debe conformarse a nuestras ideas, ni mucho menos que tengamos derecho a dominar a otras formas de vida. Podemos interpretarlo como que, cual humanos, experimentamos nuestra realidad de un modo humano. Conocemos (y nos preocupamos por) las cosas humanas; son importantes para nosotros, así que tomémoslas en serio.
Ciertamente, bajo esta definición casi todo lo que hacemos puede parecer un tanto humanista. Otras definiciones propuestas han sido incluso más generalizadoras. He aquí al novelista E. M. Forster (un escritor profundamente «humano», miembro de organizaciones humanistas) respondiendo a la pregunta de qué significa para él el término:
Le haríamos mejor servicio al humanismo recitando una lista de las cosas que uno ha disfrutado o encontrado interesantes, de las personas que lo han ayudado y de las personas a las que uno ha amado y tratado de ayudar. La lista no sería dramática, carecería de la sonoridad de un credo y de la solemnidad de una ley, pero podría recitarse con confianza, porque serían la gratitud y la esperanza humanas las que estarían hablando.5
Esto es encantador, pero también se acerca mucho a desistir de toda definición. Aun así, la negativa de Forster a pronunciarse de modo dogmático o abstracto sobre el humanismo es, en sí misma, una actitud típicamente humanista. Para él se trata de un asunto puramente personal... y esa es la cuestión. El humanismo a menudo es personal, dado que trata de personas.

También para mí es algo personal. He sido por largo tiempo una humanista en el sentido no religioso. Me he vuelto cada vez más humanista en mis ideas filosóficas y políticas, valorando más las vidas individuales que las grandes ideas que antes encontraba emocionantes. Y tras años de leer y escribir sobre humanistas históricos (los «humanistas de humanidades»), me fascinan los cimientos comunes que constituyen los estudios humanos.
Tengo suerte de haber podido vivir mi humanismo sin muchas interferencias. Para muchas personas, el humanismo es algo por lo que arriesgan sus vidas, y no hay nada más personal que eso. Y allá donde el humanismo no se entiende bien, tales riesgos pueden exacerbarse, como lo demuestra la reciente experiencia de un joven humanista en Gran Bretaña.
Hamza bin Walayat procede de Pakistán, pero en 2017 vivía en el Reino Unido y solicitó permiso para permanecer en la nación, alegando que sus creencias humanistas y su ruptura con el islam le habían acarreado amenazas de muerte en su país de origen, especialmente por parte de su propia familia. Temía que, si lo deportaban, pudieran matarlo. Era un temor razonable: el humanismo está prohibido por blasfemo en Pakistán (como en varios otros países) y puede ser castigado incluso con la muerte. En la práctica, humanistas pakistaníes han sido linchados principalmente por turbas enfurecidas mientras las autoridades miran hacia otro lado. Un caso famoso se dio ese mismo año de 2017: el estudiante Mashal Khan, que publicaba en las redes sociales con el seudónimo «El Humanista», fue asesinado a golpes por sus compañeros de estudios.6
Cuando el personal del Ministerio del Interior británico entrevistó a Hamza para evaluar su solicitud, le pidieron que justificara su temor a ser perseguido como humanista dando una definición de la palabra. En su respuesta mencionó los valores de los pensadores ilustrados del siglo XVIII. Fue una excelente respuesta: gran parte del pensamiento ilustrado fue humanista en modos que encajaban con varias de las definiciones de los estudiantes de Thurmarsh. Pero los evaluadores, ya sea por ignorancia o porque buscaban excusas para pillarlo desprevenido, esperaban una respuesta que contuviera nombres de filósofos griegos antiguos, concretamente Platón y Aristóteles. Lo cual es extraño, porque ni Platón ni Aristóteles se mencionan mucho en los libros sobre humanismo, por la buena razón de que (en la mayoría de los aspectos) no fueron muy humanistas. El Ministerio del Interior concluyó, sin embargo, que era Hamza quien no era humanista y rechazó su solicitud.
La organización Humanists UK y otros simpatizantes se hicieron eco de su caso.7Señalaron que la elección de filósofos del ministerio había sido errónea. De un modo más general, sostuvieron que el humanismo no es un sistema de creencias basado en un canon de autoridades.8Un humanista no necesita saber sobre pensadores particulares del modo en que, por ejemplo, se espera que un marxista sepa sobre Marx. Los humanistas suelen rechazar la idea de adherirse a «escrituras» ideológicas. Con tanto apoyo y una argumentación sólida, Hamza obtuvo el derecho a permanecer en el Reino Unido en mayo de 2019. Pasó a formar parte de la junta directiva de Humanists UK, y, tras su victoria, se añadió una introducción al pensamiento humanista a la formación de los evaluadores del Ministerio del Interior.9
Así pues, el humanismo es personal, y es una nube semántica de significados e implicaciones, ninguno de los cuales está ligado a un teórico o practicante concreto. Además, hasta hace poco tiempo, los humanistas rara vez se reunían en grupos formales, y muchos no empleaban el término «humanista» para referirse a sí mismos. Incluso si estaban contentos de ser umanisti, no hablaron de «humanismo» como concepto o práctica general hasta el siglo XIX (hay algo cálido y humanista en el hecho de que las personas precedan al concepto en varios siglos). Todo esto resulta un poco nebuloso, y sin embargo creo que existe una tradición humanista coherente y compartida, y que tiene sentido considerar a todas estas personas como conjunto. Están vinculadas por hilos variados pero importantes. Son los hilos que quiero enhebrar en este libro y, al hacerlo, me guío por otra gran frase humanista de E. M. Forster: «¡Tan solo conecta!».
Este es el epígrafe y el estribillo recurrente de su novela de 1910 Regreso a Howards End, y Forster quiso decir muchas cosas con ello. Quiso decir que debemos fijarnos en los vínculos que nos conectan más que en las divisiones; que debemos tratar de apreciar los puntos de vista de otras personas sobre el mundo, además de los nuestros, y que debemos evitar nuestra fragmentación interior, causada por el autoengaño y la hipocresía. Estoy de acuerdo con todo ello y lo tomo como un estímulo para contar una historia del humanismo con un espíritu más de conexión que de división.
También en el espíritu de E. M. Forster, escribiré más sobre humanistas que sobre «ismos». Espero que, como yo, te sientas intrigado y a veces inspirado por estas historias de aventuras, disputas, esfuerzos y tribulaciones de los humanistas, mientras encuentran su camino a través de un mundo que a menudo los ha tratado con incomprensión o algo peor. Cierto es que algunos tuvieron buenas experiencias, y encontraron envidiables refugios en entornos académicos o cortesanos, pero rara vez podían contar con esas posiciones durante mucho tiempo, y otros soportaron vidas enteras de problemática marginalidad. A lo largo de los siglos, los humanistas han sido exiliados o vagabundos eruditos, viviendo de su ingenio y sus palabras. A inicios de la era moderna muchos cayeron en desgracia ante la Inquisición u otros sabuesos de la herejía. Otros buscaron seguridad ocultando lo que realmente pensaban, a veces con tanta eficacia que todavía no tenemos ni idea. Hasta bien entrado el siglo XIX, los humanistas no religiosos (a menudo llamados «librepensadores») podían ser vilipendiados, proscritos, encarcelados y privados de sus derechos. En el siglo XX se les prohibió hablar abiertamente, se les dijo que no tenían ninguna esperanza de presentarse a cargos públicos; fueron perseguidos, procesados y encarcelados. Incluso ahora, en el siglo XXI, siguen sufriendo todo esto.
El humanismo provoca fuertes reacciones. Se centra en el factor humano, pero ese factor es complejo y nos concierne a cada uno de nosotros íntimamente: ser un humano es un rompecabezas y un desafío constantes. Con tanto en juego con respecto a nuestras ideas sobre nosotros mismos, no es sorprendente que quienes son sinceros sobre sus puntos de vista humanistas sean víctimas, especialmente en situaciones en las que la imposición de la conformidad religiosa o política es fuerte. Sin embargo, lentamente, en silencio y con contratiempos, muchas generaciones de estos obstinados humanistas han defendido sus puntos de vista con elocuencia y razón, y sus ideas impregnan ahora muchas sociedades, ya sean reconocidas como tales o no.
Las personas que conoceremos en este libro vivieron durante el período en que el humanismo estaba tomando las formas que reconocemos hoy en día. Mi historia abarca siete siglos en particular, desde el XIV hasta nuestros días. La mayoría (no todos) de los personajes del presente libro vivieron en ese período; también la mayoría (no todos) fueron europeos. He limitado así la historia en parte porque sucedieron muchas cosas interesantes en ese marco, y en parte porque ofrece una cierta continuidad: muchas de estas personas conocían y respondían al trabajo de las demás, incluso cuando no podían encontrarse. Tomar esta porción de la historia y la geografía ayuda a extraer algunas de las ideas más concentradas del pensamiento humanista, así como a ver cómo estas han evolucionado.
Pero mi historia siempre debe situarse mentalmente en el contexto de otra más amplia, larga y completa: la de las vidas y pensamientos de humanistas de todo el mundo. El pensamiento humanista ha surgido de muchas culturas y épocas. Estoy segura de que ha existido, de cierta forma, desde que nuestra especie comenzó a reflexionar sobre sí misma y a considerar sus elecciones y responsabilidades en este mundo.
Por lo tanto, antes de empezar, hagamos un recorrido por ese horizonte más amplio y conozcamos algunas de las ideas humanistas clave a lo largo del camino.
Podemos empezar con la primera posibilidad mencionada por los chicos de la sociedad de Thurmarsh: entender la vida humana de forma no sobrenatural. De todas las visiones que surgieron en esa reunión, esta es la que tiene el pedigrí registrado más antiguo. La primera discusión de visiones materialistas (que sepamos) surgió en la India, como parte de la escuela de pensamiento chárvaka fundada por el pensador Brihaspati en algún momento anterior al siglo VI a. C.10Los seguidores de esta escuela creían que, cuando nuestros cuerpos mueren, ese es también nuestro final definitivo. Una cita del filósofo Ajita Kesakambalī dice:
Los seres humanos se componen de los cuatro elementos primarios. Al morir, la parte de la tierra retorna a su estado anterior y se funde con la sustancia de la tierra. La parte del fuego retorna a su estado anterior y se funde con la sustancia del fuego. La parte líquida retorna a su estado anterior y se funde con la sustancia líquida. La parte del viento retorna a su estado anterior y se funde con la sustancia del viento. Las facultades sensoriales se esparcen por el espacio. [...] Con la destrucción del cuerpo, tanto el sabio como el tonto son aniquilados y destruidos por igual. Nadie existe después de la muerte.11
Un siglo más tarde, un pensamiento similar aparece en la ciudad costera de Abdera, en el noreste de Grecia, hogar del filósofo Demócrito, quien sostenía que todos los entes de la naturaleza están compuestos por átomos, partículas indivisibles que se combinan de diversas formas para formar todos los objetos que hemos tocado o visto jamás. Y que también estamos hechos de estas partículas, tanto mental como físicamente. Mientras vivimos, se combinan para formar nuestros pensamientos y experiencias sensoriales. Cuando morimos, se separan y van a formar otras cosas. Ese es el final de los pensamientos y las experiencias; por lo tanto, también nosotros terminamos.

¿Es esto humanista? ¿No es sencillamente deprimente? No. En realidad ofrece consecuencias alentadoras y reconfortantes para nuestras vidas. Si nada de mí sobrevivirá a una vida posterior, no tiene sentido que viva con miedo, preocupándome por lo que los dioses puedan hacerme o por los tormentos o aventuras que me puedan esperar en el futuro. La teoría atómica hizo que Demócrito fuera tan alegre que se le conoció como «el filósofo risueño»: liberado del pavor cósmico, fue capaz de reírse de las debilidades humanas en lugar de llorar por ellas como hacían otros.
Demócrito transmitió sus ideas. Entre los que las adoptaron se encontraba Epicuro, que fundó una comunidad de estudiantes y amigos afines en su escuela de Atenas, conocida como «el Jardín». Los epicúreos buscaban la felicidad principalmente disfrutando de sus amistades, comiendo una dieta modesta de gachas y cultivando la serenidad mental. Un componente clave de esta última, como escribió Epicuro en una carta, era evitar «esas falsas ideas sobre los dioses y la muerte, que son la principal fuente de perturbaciones mentales».12
Luego estaba Protágoras, el de la «medida humana», que también procedía de Abdera y conocía personalmente a Demócrito. Su discurso de medirlo todo por la vara humana ya se consideraba perturbador en su época, pero fue aún más famoso por escribir un libro sobre los dioses, que al parecer comenzaba de esta sorprendente manera:
Acerca de los dioses no puedo saber ni cómo son ni cómo no son. Porque muchos son los impedimentos para saberlo: la oscuridad del tema y lo breve que es la vida humana.13
Teniendo en cuenta este comienzo, sería interesante saber cómo prosiguió Protágoras el resto del libro. Pero el golpe ya está ahí, en esta apertura: puede que haya dioses y puede que no, pero para nosotros son seres dudosos e indetectables. El argumento que siguió fue probablemente que no necesitamos desperdiciar nuestras breves vidas preocupándonos por ellos: lo que nos debe interesar son nuestras vidas terrenales mientras duren. Es, de nuevo, otra forma de decir que la medida correcta para nosotros es la humana.

La razón por la que no sabemos lo que sigue en el libro es que no ha sobrevivido nada más allá de esas pocas líneas, y sospechamos bastante el porqué. El biógrafo Diógenes Laercio14cuenta que, tan pronto como apareció la obra de Protágoras sobre los dioses, «fue desterrado de Atenas. Y los atenienses quemaron sus libros en el ágora, después de ordenar por medio del pregonero que los entregaran todos los que los habían comprado». Tampoco sobrevive nada escrito directamente por Demócrito, ni por miembros de la escuela chárvaka, y tal vez se deba a razones similares. De Epicuro tenemos algunas cartas, pero sus enseñanzas también fueron convertidas en verso por un romano posterior, Lucrecio, en el largo poema De rerum natura (De la naturaleza de las cosas). También este poema estuvo a punto de perderse, pero una copia posterior sobrevivió en un monasterio, en el que fue hallada en el siglo XV por coleccionistas de libros humanistas, y puesta de nuevo en circulación. Y así, tras todos estos momentos de fragilidad, tras todas estas cuasipérdidas, las ideas de Demócrito sobrevivieron hasta nuestra era y pudieron ser puestas en hermosas palabras por la autora estadounidense Zora Neale Hurston en sus memorias de 1942, Dust Tracks on a Road [Huellas de polvo en una carretera]:
¿Por qué temer? La materia de mi ser está siempre cambiando, siempre en movimiento, pero nunca perdida; así que, ¿qué necesidad hay de denominaciones y credos para negarme el consuelo de todos mis semejantes? El amplio cinturón del universo no necesita anillos de dedo. Soy una con el infinito y no necesito otra garantía.15
La tradición también pervive en las palabras de una campaña de carteles de 2009 en el Reino Unido, apoyada por la British Humanist Association (ahora Humanists UK).16El mensaje, que aparecía en los laterales de los autobuses y en otros lugares, era una afirmación de tranquilidad mental de Demócrito: «Probablemente no hay Dios. Deja de preocuparte y disfruta de tu vida». La idea se le ocurrió a Ariane Sherine, una joven escritora y cómica que quería ofrecer un mensaje alternativo y tranquilizador tras ver autobuses con un anuncio de una organización religiosa evangélica, cuya página web amenazaba a los pecadores con una eternidad en el infierno.
Este cambio de enfoque hacia el aquí y el ahora sigue siendo uno de los principios clave de las organizaciones humanistas modernas. Incluso se formuló como algo que suena muy poco humanista: un «credo» o declaración de creencias fundamentales.17Su autor fue Robert G. Ingersoll, un librepensador (o humanista no religioso) estadounidense del siglo XIX. Dice así:
La felicidad es el único bien.
El momento de ser feliz es ahora.
El lugar para ser feliz es aquí.
Ingersoll termina con la importantísima frase final:
La manera de ser feliz es hacer que los demás lo sean.
Esa última parte nos lleva a una segunda gran idea humanista: el significado de nuestras vidas se encuentra en nuestras conexiones y vínculos mutuos.
Este principio de interconexión humana se expresó con claridad en una obra de Publio Terencio Africano, más conocido solamente como Terencio.18El Africano se refiere a su origen, ya que nació, probablemente en esclavitud, alrededor del año 190 a. C. en Cartago o cerca de ella, en el norte de África; más tarde halló la fama en Roma como escritor de comedias. Uno de sus personajes dice (e incluyo el latín porque todavía se cita a menudo en el original):
Homo sum, humani nihil a me alienum puto.
O:
Soy humano y nada humano me resulta ajeno.
En realidad, la frase es un chiste. El personaje que la pronuncia es famoso por ser un vecino entrometido: es como responde cuando alguien le pregunta por qué no puede ocuparse de sus propios asuntos. Estoy segura de que tuvo mucho éxito, de que pilló al público con la guardia baja y se mofó de tantas profundidades filosóficas. También a mí me hace gracia pensar que una frase citada como algo serio durante tantos siglos comenzó su andadura como una réplica de comedia. Sin embargo, resume a la perfección una creencia humanista esencial: que todos estamos atados a la vida de los demás. Somos seres sociables por naturaleza, y todos podemos reconocer algo de nosotros mismos en las experiencias de los otros, incluso en las de personas que nos parecen muy diferentes.
Una idea similar procede del otro extremo, el meridional, del continente africano, reflejada en la palabra nguni bantú ubuntu, así como en términos equivalentes en otros idiomas de la zona.19Hace referencia a la red de relaciones humanas que conectan a los individuos en una comunidad, grande o pequeña. El difunto arzobispo Desmond Tutu, que presidió la Comisión por la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica durante la transición del país para salir del apartheid, en los noventa, citó el ubuntu, junto con sus principios cristianos, como la inspiración para su enfoque.20Él creía que las relaciones de opresión del apartheid habían perjudicado tanto a opresores como a oprimidos, al destruir los vínculos naturales de humanidad que deberían existir dentro de y entre las personas. Su objetivo era crear un proceso que restableciera esas conexiones, en lugar de centrarse en vengar los errores. Definió ubuntu con estas palabras: «Pertenecemos a un conjunto de vidas. Decimos: “Una persona es persona a través de otras personas”».
En otra parte del mundo, la humanidad compartida también se considera crucial: forma parte de la antigua tradición china de la filosofía confucianista. Kongzi (el maestro Kong, o Confucio, como lo conocieron los europeos) vivió un poco antes que Demócrito y Protágoras, y transmitió una gran cantidad de consejos para la mejora personal a sus seguidores. Durante los años posteriores a su muerte, en el 479 a. C., esos seguidores recopilaron y ampliaron sus dichos para dar forma a las Analectas, que abarcan cuestiones de moralidad, etiqueta social, consejos políticos y conocimientos filosóficos de todo tipo. Un término clave que aparece en la colección es ren. Esto puede traducirse de diversas formas, como «benevolencia», «bondad», «virtud», «sabiduría ética» o simplemente «humanidad», porque es lo que uno cultiva si quiere llegar a ser más plena y profundamente humano.21Es un significado muy cercano al de humanitas.
Cuando los discípulos pidieron a Confucio que diera una explicación más completa de ren y que ofreciese una sola palabra que fuera una buena guía para la vida, él respondió shu: una red de reciprocidad entre personas.22 Shu, dijo, significa que no debes hacer a los demás lo que no quisieras que te hicieran a ti. Si suena familiar es porque es un principio que se encuentra en muchas otras tradiciones religiosas y éticas de todo el mundo, a veces llamado «la regla de oro». El teólogo judío Hillel el Viejo afirmó: «Lo que es odioso para ti, no le hagas a otro; esa es toda la Torá, y el resto es su interpretación. Ve a estudiar».23El Mahābhārata hindú y las escrituras cristianas le dan la vuelta a la situación: haz a los demás lo que te gustaría que te hicieran a ti; aunque, como señaló jovialmente George Bernard Shaw, esta versión es menos fiable porque «sus gustos pueden diferir».24
Todas estas son maneras de decir que nuestra vida moral debe estar arraigada en la conexión mutua entre las personas. Es el sentimiento de compañerismo, el no ser observados ni juzgados según estándares divinos, lo que fundamenta nuestra ética. La buena noticia es que parecemos (de modo mayoritario) sentir de modo espontáneo esa chispa básica de compañerismo, porque somos seres altamente socializados que han crecido profundamente conectados con las personas que nos rodean.
Uno de los seguidores posteriores de Confucio, Mengzi (o maestro Meng, o Mencio), hizo de este reconocimiento espontáneo el punto de partida para toda una teoría de la bondad humana. Invitaba a sus lectores a encontrar su fuente en ellos mismos. Imagina que un día sales y ves a un niño pequeño a punto de caer a un estanque. ¿Qué sentirías? Casi con seguridad tendrías el impulso de saltar y salvarlo. No lo precede ningún cálculo o razonamiento, y no requiere ningún mandamiento. Esa es la «semilla» de una vida moral, aunque todavía hay que reflexionar sobre ella y desarrollarla para que se convierta en una ética plena.25
La necesidad de germinar y cultivar nuestro potencial de esta manera es otra idea que atraviesa toda la tradición humanista. Es por ello por lo que la educación es de suma importancia. De niños aprendemos de padres y maestros; más tarde continuamos desarrollándonos a través de la experiencia y el estudio posterior. Podemos ser humanos sin una educación avanzada, por supuesto, pero si queremos desarrollar nuestro ren o humanitas al máximo, un buen mentor y ampliar nuestra perspectiva resultan valiosísimos.
Una buena educación es especialmente importante para aquellos que gestionarán la política y la administración de todos los demás. Confucio y sus seguidores insistían en que líderes y funcionarios debían formarse para sus tareas mediante un aprendizaje largo y minucioso.26Debían aprender a hablar bien y a conocer las tradiciones de su carrera, así como empaparse en literatura y otras humanidades. Tener personas refinadas al mando es bueno para toda la sociedad, afirmaba Confucio, porque los líderes virtuosos inspiran a los demás a ponerse a la altura de esos estándares.
En Grecia, Protágoras también creía en la educación, y era lógico, porque se ganaba bien la vida (demasiado bien, según algunos) como tutor nómada, preparando a jóvenes para carreras políticas o jurídicas, enseñándoles a hablar y argumentar de manera persuasiva.27Incluso afirmaba poder enseñarles a ser virtuosos: podía ayudar a sus estudiantes a «adquirir un carácter bueno y noble, digno de los honorarios que cobro y aun más».
A fin de atraer nuevos estudiantes, Protágoras contaba una historia que demostraba por qué la educación era vital. En los albores de la humanidad, decía, la gente no tenía cualidades especiales de ningún tipo, hasta que los titanes Prometeo y Epimeteo robaron el fuego de los dioses y se lo entregaron a los humanos, junto con las artes de la agricultura, la costura, la construcción, el lenguaje y la cultura, e incluso la observancia religiosa. El mito del robo de Prometeo y su castigo se ha narrado muchas veces, pero la versión de Protágoras incluye algunos extras.28Cuando Zeus ve lo sucedido, añade un don extra, gratuito: la capacidad de formar amistades y otros vínculos sociales. Ahora los humanos pueden cooperar. Pero no tan rápido: de momento solo tienen capacidad para estas cosas. Tienen una semilla. Para desarrollar una sociedad verdaderamente próspera y bien administrada, los humanos deben hacer crecer esa semilla mediante el aprendizaje y la enseñanza mutua. Esto es algo de lo que debemos hacernos cargo nosotros. Los dioses nos colman de regalos, pero no son nada a menos que descubramos cómo colaborar para usarlos juntos.
Tras el amor de los humanistas por la educación hay un enorme optimismo sobre lo que esta puede ofrecernos. Quizá al principio seamos bastante buenos, pero podemos ser mejores. Nuestros logros existentes están ahí para que los aprovechemos; mientras tanto, también podemos disfrutar contemplando lo que ya hemos hecho.
Así pues, las alegres letanías que celebraban las excelencias humanas se convirtieron en un género favorito de la escritura humanista. El estadista romano Cicerón escribió un diálogo con una sección que alababa la excelencia humana; otros siguieron su ejemplo.29El género alcanzó su apogeo en Italia con obras como De dignitate et excellentia hominis (Sobre el valor y la excelencia humanos), escrita en la década de 1450 por el diplomático, historiador, biógrafo y traductor Giannozzo Manetti.30Basta con mirar, dice Manetti, las cosas hermosas que hemos creado. Mira nuestros edificios, desde las pirámides a la cúpula de la catedral construida recientemente por Filippo Brunelleschi en Florencia; las puertas del baptisterio de bronce dorado de Lorenzo Ghiberti, las pinturas de Giotto, la poesía de Homero o Virgilio, las historias de Heródoto y otros... Por no hablar siquiera de los filósofos que investigaron la naturaleza, o los médicos, o Arquímedes, que estudió los movimientos de los planetas.
Nuestros, ciertamente, son esos inventos: son humanos porque son aquellos que se consideran hechos por humanos. Todas las casas, todos los pueblos, todas las ciudades, todas las estructuras de la tierra. [...] Nuestras son las pinturas; nuestras, las esculturas; nuestras son las artesanías; nuestras, las ciencias, y nuestro, el conocimiento. [...] Nuestros son todo tipo de idiomas diferentes, y varios alfabetos.31
Manetti celebra los placeres físicos de la vida, y también los más refinados, que se obtienen al emplear al máximo nuestras capacidades mentales y espirituales: «¡Cuán gran placer procede de nuestras facultades de evaluación, memoria y comprensión!».32Hace que el corazón del lector se hinche de orgullo. Pero son nuestras actividades las que elogia, por lo que esto implica que debemos seguir trabajando para mejorarlas, en lugar de sentarnos y acicalarnos. Estamos construyendo una especie de segunda creación humana, para complementar la hecha por Dios. Además, nosotros mismos somos un trabajo en progreso. Aún nos queda mucho por hacer.
Manetti, Terencio, Protágoras, Confucio: todos ellos tejieron los hilos de la tradición humanista a lo largo de milenios y en diferentes culturas. Comparten el interés por lo que los humanos podemos hacer y la esperanza de que podamos hacer aún más. A menudo dan gran valor al estudio y al conocimiento. Se inclinan hacia una ética basada en las relaciones con los demás y en la existencia mundana y mortal, más que en una expectativa de vida futura. Y todos buscan «conectar»: vivir bien dentro de nuestras redes culturales y morales, y en contacto con ese gran «haz de vida» del que todos emergemos y que es nuestra fuente de propósito y significado.
El pensamiento humanista es mucho más que esto, y en este libro encontraremos muchas más corrientes y más tipos de humanistas. Pero primero hay que contar una historia complementaria.
Todo este tiempo, junto a la tradición humanista ha discurrido una sombra. Es igualmente amplia y larga, y podríamos llamarla tradición antihumanista.
Mientras los humanistas celebran los elementos de la felicidad y la excelencia humanas, los antihumanistas se sientan a su lado contando con el mismo entusiasmo nuestras miserias y fracasos. Señalan las muchas formas en las que nos quedamos cortos y la insuficiencia de nuestros talentos y habilidades para afrontar los problemas o encontrar sentido a la vida. A los antihumanistas a menudo les disgusta la idea de disfrutar de los placeres terrenales. En cambio, abogan por alterar nuestra existencia de alguna manera radical, ya sea alejándonos del mundo material o reestructurando dramáticamente nuestra política (o a nosotros mismos). En ética, consideran que una buena disposición o los vínculos personales son menos importantes que obedecer las reglas de una autoridad mayor, ya sea sagrada o secular. Y lejos de alabar nuestros mejores logros como base para mejoras futuras, tienden a sentir que lo que los humanos necesitan principalmente es ser humillados.
En el pensamiento confuciano, por ejemplo, la filosofía propugnada por Mencio halló su contrapeso en la de otro pensador, Xun Zi, quien describió la naturaleza humana como «detestable» en su estado original.33Para él, solo podría mejorarse remodelándola, como cuando un carretero moldea la madera con vapor. Estaba de acuerdo con Mencio en que la educación era útil, pero, mientras que este creía que la necesitábamos para hacer crecer nuestras semillas naturales de virtud, Xun Zi creía que necesitábamos que nos alejara por completo de nuestra forma espontánea.
También el cristianismo ofrecía ambas opciones. Algunos de los primeros cristianos eran extremadamente humanistas: para ellos, alabar a los humanos era también una forma de alabar a Dios, ya que, después de todo, Él nos hizo así. El teólogo del siglo IV Nemesio de Emesa se parece mucho a Manetti cuando escribe sobre el ser humano:
¿Quién podría expresar las ventajas de este ser vivo? Cruza los mares, se adentra en la contemplación de los cielos, reconoce los movimientos de las estrellas [...] no piensa en las bestias salvajes ni en los monstruos marinos; controla todas las ciencias, oficios y procedimientos; conversa por escrito más allá del horizonte con aquellos con quienes desea hacerlo.34
Pero unos años más tarde, el influyente colega teólogo de Nemesio, Agustín de Hipona, formuló el concepto de pecado original, que afirma que todos nacemos fundamentalmente equivocados (gracias a Adán y Eva), y que incluso los bebés recién nacidos comienzan la vida bajo una condición defectuosa, por la cual sería mejor que pasaran sus vidas buscando la redención.35
El ataque más devastador a la autoestima humana fue escrito en la década de 1190 por el cardenal Lotario dei Segni, antes de convertirse en el papa Inocencio III: un tratado titulado De miseria humanae conditionis [Sobre la miseria del hombre].36Este tratado fue el objetivo principal de la obra posterior de Manetti, quien trató de refutarlo punto por punto. El cardenal y futuro papa cuenta una historia sombría, describiendo la naturaleza básica y desagradable de la existencia humana desde la concepción. Nunca olvides, advierte, que comienzas como limo, barro y semillas inmundas, unidas en un momento de lujuria. Mientras eres un feto en el útero te alimentas de un fluido materno sangriento tan vil que puede matar la hierba, arruinar los viñedos y contagiar rabia a los perros. Entonces naces desnudo o, peor aún, envuelto por el amnios materno. Creces hasta adoptar la ridícula forma de un árbol al revés: tu cabello parece raíces enredadas; tu torso, un tronco, y tus piernas dos ramas. ¿Te enorgulleces de escalar montañas, navegar por el mar, cortar y pulir piedras para hacer gemas, construir con hierro o madera, tejer ropa con hilos o pensar profundamente en la vida? No deberías hacerlo: toda esta es una actividad inútil, que probablemente realizas por avaricia o vanidad. La vida real consiste en trabajo, ansiedad y sufrimiento hasta que mueres, tras lo cual tu alma puede acabar ardiendo en el infierno mientras tu cuerpo alimenta el hambre de los gusanos. «¡Oh indignidad vil de la condición humana, oh, indigna condición de la vileza humana!»
El propósito de este festival de terror es despertarnos con una bofetada para que comprendamos la necesidad de transformarnos. Debería alejarnos de lo que Agustín había llamado la Ciudad del Hombre y encaminarnos hacia la Ciudad de Dios. Lo que consideramos placeres y logros en este mundo son solo vanidades. «No busquéis satisfacción en la tierra, no esperéis nada de la humanidad —escribió mucho más tarde el místico y matemático Blaise Pascal—.37Solo en Dios está tu bien.» En conferencias entre 1901-1902, el filósofo William James analizó cómo funciona esta maniobra en dos pasos de la religión: primero nos hace sentir incómodos, como que «hay algo que no va bien en nosotros». Entonces la religión proporciona la solución: «La sensación de quedar liberados de aquello que no va bien mediante la conexión adecuada con los poderes superiores».38
Sin embargo, no ocurre solo en la religión. La política también puede hacerlo. En el siglo XX, los fascistas comenzaron diciendo que algo andaba muy mal en la sociedad actual, pero que podía solucionarse si toda la vida personal se subordinaba a los intereses del Estado nacional. Los regímenes comunistas también diagnosticaron errores en el sistema capitalista preexistente y propusieron solucionarlos con una revolución. La nueva sociedad podría necesitar, durante un tiempo, ser apuntalada por la fuerza, pero valdría la pena, puesto que conduciría a la población hacia la tierra ideológicamente prometida, un estado de gracia en el que no existirían más desigualdades ni sufrimientos. Ambos sistemas eran oficialmente no deístas, pero solo en el sentido de que reemplazaban a Dios con algo igualmente trascendente: el Estado nacionalista o la teoría marxista, más un culto a la personalidad centrado en el líder. Quitaron las libertades y los valores humanos ordinarios y ofrecieron a cambio la oportunidad de ser elevados a un nivel superior de significado o de libertad «verdadera».39Siempre que vemos líderes o ideologías que anulan la conciencia, la libertad y el razonamiento de seres humanos reales con la promesa de algo superior, es señal de que el antihumanismo está en ascenso.
La oposición entre humanismo y antihumanismo nunca se ha mapeado con precisión en la oposición entre religión y duda: así como algunos ateos son antihumanistas, la mayoría de las religiones continúan teniendo elementos humanistas que nos llevan a un lugar muy diferente del del dilema «incorrección/salvación». A menudo se produce un acto de equilibrio. Incluso Inocencio III tenía, al parecer, la intención de escribir un tratado complementario sobre la excelencia humana, para acompañar el de la miseria, aunque, entre perseguir herejes y lanzar cruzadas (dos actividades en las que se mostró especialmente diestro), nunca llegó a hacerlo. Los seres humanos hemos bailado una larga danza con nosotros mismos: los pensamientos humanistas y antihumanistas han trabajado en oposición, pero al hacerlo también se han renovado y energizado mutuamente.
A menudo ambos coexisten en la misma persona. Yo, para ser sincera, tengo algo de ambos. Cuando las cosas tienen mala pinta en el mundo humano, con esa sensación de que la guerra, la tiranía, la intolerancia, la codicia y la depredación ambiental campan sin control, mi antihumanista interior susurra insultos acerca de la maldad humana. Pierdo la esperanza. En otras ocasiones, sin embargo, oigo (por ejemplo) hablar de equipos de científicos que han colaborado y han diseñado y lanzado un nuevo tipo de telescopio espacial, tan potente que puede mostrarnos partes remotas del universo tal como eran hace 13.500 millones de años, relativamente poco después del big bang, y pienso: ¡qué animales extraordinarios somos para poder hacer eso! O me quedo mirando las vidrieras de color azul celeste de la catedral de Chartres, en Francia, realizadas en los siglos XII y XIII por artesanos desaparecidos hace mucho tiempo: ¡qué experiencia, qué devoción! O simplemente soy testigo de uno de los pequeños o grandes actos de bondad o heroísmo que las personas realizan todos los días entre sí. Entonces me convierto en una optimista y una humanista total.
Tener este equilibrio en nuestra psique no es malo. El antihumanismo es útil al recordarnos que no debemos ser vanidosos ni complacientes; ofrece un tonificante realismo acerca de lo que tenemos de débil y nefasto. Nos recuerda que no debemos ser ingenuos, y nos prepara para la probabilidad de que, en cualquier momento, nosotros y nuestros semejantes hagamos algo estúpido o malvado. Obliga al humanismo a seguir trabajando para justificarse.
Mientras tanto, el humanismo nos advierte contra el abandono de las tareas de nuestro mundo actual en favor de paraísos ilusorios, sean en esta Tierra o en otro lugar. Ayuda a contrarrestar las embriagadoras promesas de los extremistas y protege de la desesperación que puede derivar de obsesionarnos demasiado con nuestros defectos. En lugar de un derrotismo que culpa de todos los problemas a Dios, a nuestra propia biología o a la inevitabilidad histórica, nos recuerda nuestra responsabilidad humana por lo que hacemos con nuestras vidas y nos insta a mantener nuestra atención en los retos terrenales y en nuestro bienestar compartido.
Así que es bueno mantener el equilibrio... aunque sobre todo soy una humanista, y creo que el humanismo ondea la mejor bandera.
Digo esto con cautela, ya que, en cualquier caso, los humanistas, por naturaleza, rara vez ondean banderas. Pero si bordaron palabras en una pancarta, esas palabras podrían denotar tres principios en especial: librepensamiento, investigación y esperanza. Estos principios adoptan diferentes formas, dependiendo de qué tipo de humanista sea cada uno («investigar» significará una cosa para un estudioso de las humanidades y otra para un defensor de la ética no religiosa), pero aparecen una y otra vez en las muchas historias humanistas que encontraremos en las próximas páginas.
Librepensamiento, porque los humanistas, encuadrados en muchos tipos diferentes, prefieren guiar sus vidas por su propia conciencia moral, o por la evidencia, o por sus responsabilidades sociales o políticas hacia los demás, en lugar de por dogmas justificados únicamente por referencia a la autoridad.
Investigación, porque los humanistas creen en el estudio y la educación, y tratan de practicar el razonamiento crítico, que aplican a los textos sagrados y a cualquier otra fuente que se considere incuestionable.
Y esperanza, porque los humanistas creen que, a pesar de los fallos, es humanamente posible que logremos cosas valiosas durante nuestra breve existencia en la Tierra, ya sea en la literatura, el arte o la investigación histórica, o en el fomento del conocimiento científico, o en la mejora del bienestar de nosotros mismos y de otros seres vivos.
En el tiempo que he trabajado en este libro, se han dado en el mundo siniestros movimientos. Los líderes nacionalistas y populistas parecen estar en auge; los tambores de guerra están sonando, y resulta difícil no caer en la desesperación por nuestro futuro humano y planetario. Sigo convencida de que estas cosas no deben hacernos renunciar al librepensamiento, la investigación o la esperanza. Al contrario: creo que los necesitamos más que nunca. Esta creencia impulsa cuanto leerás aquí.
Y ahora, por si acaso creemos que nosotros lo pasamos mal, volvamos a la Europa meridional del siglo XIV. Sumergidos en el desorden, la enfermedad, el sufrimiento y la pérdida, unos pocos entusiastas recogieron los fragmentos de un pasado más lejano y los utilizaron para planificar un nuevo comienzo. Al hacerlo, también hicieron algo nuevo de sí mismos: se convirtieron en los primeros de los grandes humanistas literarios.