Una luz débil se mecía en la oscuridad mortecina, proyectando un círculo pálido que crecía y se encogía sobre el mármol azul extraído de un mundo devastado hacía mucho tiempo. El zumbido de un motor gravítico serraba la quietud de la sala abandonada, aunque no era lo bastante fuerte como para desterrar la paz secular que reinaba en ella. La lámpara era tan tenue como la luz de una vela, oscurecida en gran medida por el farol de hierro que la enmarcaba. Los ángulos del servocráneo que sostenía el farol acotaban aún más el resplandor, pero, incluso bajo la endeble luminosidad, las motas de oro relucían en la piedra, que despertaba durante unos fugaces instantes bajo su caricia para destellar con la riqueza de una nebulosa, antes de que el servocráneo siguiera su camino y la gloria del pavimento volviera a perderse en la oscuridad.
La solitaria figura de un hombre caminaba al borde de la luz. Aunque a veces se veía completamente envuelta en ella, a menudo quedaba reducida a un simple cúmulo de sombras. La capucha de su túnica casera le cubría la cabeza y unas sandalias tejidas con cuerda trenzada perseguían la luz con paso firme. El círculo iluminado era pequeño, pero el eco de los pasos del hombre delataba la inmensidad del espacio que atravesaba. No era mucho lo que se podía discernir de él. Era un sacerdote, pero, aparte de eso, poco más podía decirse. Sin duda, para un observador ocasional no resultaría en absoluto evidente que se trataba del militante apostólico del Regente Imperial. No vestía como normalmente lo harían los hombres que ostentaban su cargo, con brocados y joyas. No parecía exaltado y, desde luego, no lo estaba. Para él, y para aquellas pobres almas a las que ofrecía el sufragio de la bendición del Emperador, era simplemente Mathieu.
Mathieu era un hombre de fe y, personalmente, los Space Marines le parecían impíos, ignorantes de la verdadera majestuosidad de la divinidad del Emperador. Pero, aún así, el Mortuis Ad Monumentum poseía un aire de santidad. Por eso le gustaba.
Más allá del golpeteo del calzado del sacerdote y del quejido del servocráneo, el silencio en el Mortuis Ad Monumentum era tan absoluto y la sensación de aislamiento tan completa que ni siquiera lo perturbaba el murmullo de fondo procedente de los gigantescos motores que impulsaban a la Honor de Macragge a través de la disformidad. El resto de la nave vibraba, unas veces con violencia, otras con suavidad. Pero, aunque el gruñido de sus sistemas siempre estaba presente, no se oía por donde él caminaba. La quietud de la vetusta sala no lo permitía. En sus confines, el tiempo contenía la respiración.
Desde que había sido rescatado del Torbellino, Mathieu había pasado sus días más tranquilos explorando aquella sala, cuya característica más singular eran las estatuas que abarrotaban sus márgenes. Estas no estaban dispuestas en grupos pequeños, de una o dos, como efigies a las que se concede un espacio para que se las contemple y admire, ni estaban instaladas en nichos, como elementos decorativos o conmemorativos. No, había innumerables figuras, aunque en algunos espacios había grupos de hasta cuarenta. Todas eran de Adeptus Astartes enfundados en armaduras ancestrales. Quizá en otro tiempo estuvieron dispuestas con cuidado, pero entonces no, por lo que cuanto más se adentraba uno en la sala, más confusa parecía su disposición. Cuando los Red Corsairs capturaron la nave, tal era su rencor que habían perdido el control y habían destruido las estatuas más próximas a las puertas. Sin embargo, muchas habían quedado intactas, como si la furia de los renegados se hubiera agotado antes de culminar aquel acto de destrucción. No obstante, él tenía la impresión de que algunos de los daños eran muy antiguos. Por ejemplo, había un lugar donde montones desordenados de extremidades se acumulaban en torno a un desagradable parche en la pared. Muy probablemente indicaba una brecha en el casco que databa de tiempos remotos. Por ende, daba por hecho que esas estatuas habían sufrido daños mucho antes de que los Red Corsairs irrumpieran en la sala y ejercieran su violencia antes de retirarse, hastiados, derrotados por la ingente cantidad de monumentos.
Los guerreros que conmemoraban las estatuas habían muerto diez mil años antes del nacimiento de Mathieu. Quizá incluso hubieran caído en las guerras libradas por el Emperador durante la creación del propio Imperio. Había transcurrido una cantidad ingente de años, difícil de imaginar, y, sin embargo, el ser que entonces había dirigido a esos mismos guerreros muertos volvía ahora a comandar la nave.
Al sacerdote lo aturdía saberse siervo de un hijo del Emperador. No acababa de creérselo, ni siquiera después de todo lo que había ocurrido, de todo lo que había visto.
Se detuvo en medio de la oscuridad, junto a varias estatuas apiñadas. La brillante piedra blanca se teñía de gris en la penumbra. En ese momento, tuvo la aterradora idea de que habían cobrado vida y se habían reunido allí para bloquearle el paso, como una tropa de fantasmas enfurecidos por su transgresión. Hizo a un lado esa idea e ignoró la extraña sensación de miedo que le subía por la espalda. Se había desviado del camino habitual, nada más. Resultaba fácil perderse en una sala de casi un kilómetro de largo y algo menos de ancho.
El servocráneo que lo acompañaba se acercó, dejando entrever las grandes iniciales, HV, grabadas en su frente. Lo llamaba solo por la letra V; no se atrevía a hacerlo por su nombre.
—V —dijo. Su voz era pura, tanto que cortaba las sombras y espantaba la oscuridad. Él era un hombre modesto, joven y delgado, pero tenía una voz extraordinaria, que era un arma más poderosa que la pistola láser que llevaba en la cadera izquierda o que la espada sierra que empuñaba en combate. Si bien era dominante ante sus congregaciones, parecía diminuta ante un pasado ya difunto; pero, cual campana de plata que repica en las profundidades de un bosque inmerso en el invierno, era clara, brillante y encantadora.
V emitió una melodía apagada y llena de estática para expresar su reconocimiento.
—Asciende quince metros. Eleva la lámpara y desplázala de izquierda a derecha.
Los motores se activaron y el servocráneo se elevó hacia las altas oquedades del Monumentum. La luz abandonó a Mathieu y en su lugar apuntó hacia las figuras inmóviles que lo rodeaban. Cuando V se daba la vuelta, los rostros de piedra se iban asomando desde la oscuridad, como si aprovecharan la oportunidad de ser recordados antes de volver a ahogarse en la negrura. Por un momento, el miedo volvió a apoderarse de él. No supo bien dónde estaba hasta que la pálida luz de V iluminó a un capitán de los Space Marines de una época ya olvidada, cuyo brazo derecho, que sostenía orgullosamente en alto, estaba roto a la altura del codo. Esta estatua sí la reconocía.
El sacerdote respiró aliviado.
—Desciende a la altura original. Gira la linterna hacia abajo para iluminar mi camino. Procede.
V expresó su conformidad con un sonido entrecortado. Aunque la señal poseía cierto grado de musicalidad, la modesta unidad de transmisión era, como mínimo, de quinta mano, una pieza reciclada, como el resto de accesorios del servocráneo, y el exceso de uso había embotado sus armonías.
—Dirígete a la ermita, más deprisa ahora. Se me acaba el tiempo para completar esta tarea.
V se inclinó para dar media vuelta y siguió adelante. Él aceleró el paso para seguirlo.
Los marines del Adeptus Astartes fingían desdeñar el culto. De hecho, en el Adeptus Ministorum era bien sabido que no consideraban al Emperador un dios; y este era un hecho del que él había sido consciente durante todos sus años de vocación. Sin embargo, la verdad había resultado no ser tan simple. En la nave había muchos santuarios, decorados cariñosamente con imágenes de la muerte, que contenían los huesos de sus héroes en relicarios que rivalizaban en ostentación con los del santo más alabado. El culto de los Ultramarines era fuerte, pese a que no profesaban su devoción. En capillas que renegaban de la religión, sus sacerdotes, con máscaras de calaveras, proclamaban a voz en grito la naturaleza humana del Emperador y de los primarcas mientras los veneraban como dioses, excepto en el nombre. Practicaban el honor, el deber y la obediencia con una devoción fanática.
Mathieu pensaba que en sus prácticas había un elemento de ceguera deliberada.
La reacción del Adeptus Astartes ante la figura de Roboute Guilliman rozaba el sobrecogimiento. Desde el principio, el propio Guilliman le había advertido que no lo tratara de manera reverencial, que no era el hijo de ningún dios. Es más, el sacerdote había sido testigo de lo mucho que se molestaba el primarca con quienes no atendían a sus palabras. Y, sin embargo, esos descreídos hijos suyos apenas podían ocultar su fervor al mirarlo.
Él había hecho lo que le habían dicho que hiciera. Lo conmovía ver al hombre que Guilliman deseaba ser, pero su familiaridad con el primarca era, en gran medida, fingida porque ¿cómo podía uno ser amigo de un dios? Él veneraba al primarca, sincera y profundamente.
El enorme acorazado llevaba poco tiempo en manos de Guilliman, pero el militante-apostólico Geestan no había tardado en labrarse un pequeño reino en la aguja del palacio del primarca tras su restitución. Aunque en aquel entonces ya agonizaba, Geestan había reclamado para sí los que, a su juicio, eran unos aposentos adecuadamente lujosos y había reconvertido la habitación más grande en una capilla dedicada al Culto Imperial. Era ordinaria, centrada en exceso en las expresiones de riqueza e influencia, en vez de en la fe. Mathieu había hecho todo lo posible por hacerla más austera. Había retirado algunos de los elementos más vulgares y había sustituido las estatuas de cardenales de la antigüedad por las de sus santos favoritos. Entonces, una escultura del Emperador en la Gloria se alzaba orgullosa, espada en mano, sobre el altar. El sacerdote la había sustituido por una efigie del Emperador en Servicio, un cadáver con una mueca de dolor atado al Trono de Oro. Siempre había preferido esa representación, ya que honraba el gran sacrificio que el Emperador había hecho en beneficio de su especie. El servicio del Emperador de la Humanidad era mucho más importante que sus otras facetas, como guerrero, gobernante, científico o vidente. Así pues, él siempre había intentado seguir el ejemplo del Emperador en Servicio, renunciando a las pocas comodidades que tenía para ayudar a la masa sufriente de la humanidad.
La capilla estaba mancillada por las deshonestidades de hombres santos, de las que Geestan no había estado exento. Él, en cambio, prefería celebrar el culto con la tripulación servil de la nave en sus iglesias aceitosas, como había hecho en secreto mientras languidecían bajo el azote de los Corsairs. Mantenía la capilla privada porque era lo que se esperaba de él, pero rara vez rezaba allí.
Para sus prácticas, acudía a este monumento de culto desierto dedicado a hombres irreligiosos.
Al fondo de la sala había un pequeño osario, donde los huesos de los héroes caídos se fundían formando desagradables patrones. Cuando lo descubrió, una densa capa de polvo cubría toda la decoración. Nadie había estado allí desde hacía mucho tiempo.
Bajo las miradas sin ojos de los cráneos de los transhumanos, él había colocado un sencillo altar de madera, también con la efigie del Emperador en Servicio. Dispuestas a su alrededor había estatuas más pequeñas de los nueve primarcas leales, como era habitual encontrar en cualquier lugar sagrado. La que representaba a Roboute Guilliman era tres veces más grande que las demás. Mathieu hizo una genuflexión tanto ante el Emperador como ante su Hijo Vengador, aunque el primarca bien podría dispararle por hacerlo.
Permaneció arrodillado un rato y rezó a las estatuas: primero al Emperador, luego a sus hijos y, por último, a Guilliman. Se puso en pie y sacó treinta y seis velas de una gran caja de municiones, que añadió a los cientos de bastidores que ocupaban los extremos de la habitación. Cuando terminó de colocarlas sobre sus soportes, encendió una pequeña llama de prometio y fue prendiendo las mechas, una por una, mientras susurraba con solemnidad sobre cada una de ellas.
—Que el Emperador vele por ti —susurró—. Que el Emperador vele por ti.
Cada vela representaba el anhelo de la plegaria de un sirviente en algún lugar, de esas personas corrientes que constituían la mayoría de la ciudadanía imperial y que, sin embargo, carecían de voz. Cuando alguien le pedía la bendición de la luz, él nunca la negaba, por muy noble o humilde que fuera la persona, sino que prometía encender una por cada petición que recibía. Había tantas súplicas y eran tantos los que sufrían, incluso en el pequeño mundo de una nave espacial, que no podía siquiera albergar la esperanza de mantener su promesa. Finalmente, a instancia de sus diáconos, había accedido a que lo ayudaran. Y pese a que siempre se había negado a tener sirvientes o servidores, lo preocupaba la facilidad con la que se había acostumbrado a ellos. No quería acabar como otros altos eclesiásticos, con hogares abarrotados de miles de siervos, y temía que este fuera solo el primer paso en esa dirección.
Cuando se sorprendió a sí mismo dando por sentada la presencia de los sirvientes, hizo penitencia, castigándose de tal manera que llegó a poner a prueba la capacidad de su autoflagelador. Tras su flagelación, había preparado esta ermita para su uso personal, la había excavado con sus propias manos, había fregado los suelos, fabricado los objetos de culto y limpiado los huesos de los muertos honrados. Al acabar, había colocado con reverencia un bastidor de velas idéntico para mostrar su sinceridad, de modo que ahora eran dos las que ardían por cada una de las almas perdidas: una arriba, encendida en nombre de sus sirvientes, y otra abajo, encendida en su nombre.
Al llegar a su eremitorio, estaba a oscuras. Apagaba los cirios cuando se marchaba y volvía a encenderlos cuando volvía, hasta que se consumían por completo. Siempre había más con los que reemplazarlos.
—El Señor Guilliman me eligió por mi humildad —dijo para sí. Con mano firme, fue rozando cada vara de cera con la antorcha de prometio. Tenía la otra mano tan apretada entre los ropajes que los nudillos se le veían blancos a la luz de las velas. Su autoflagelador estaba funcionando a una intensidad casi agónica. Dejó que el dolor le recorriera el cuerpo y lo purificara de sus pensamientos egoístas—. Oh, Emperador, no permitas que me pierda en este oficio. No permitas que me condene olvidando tu gracia y el propósito que fijaste para mí. Permíteme estar libre de orgullo. Permíteme ser sincero en mis propósitos. Permíteme ayudar a Lord Guilliman a ver la verdad de tu luz. Ayúdame, oh, Amo de la Humanidad, a cumplir la labor que me encomendaste.
Al cabo de una hora, había terminado. Sacó un sanctus astrogator de la túnica y dejó que le indicara la posición más probable de Terra. Aunque no estaba seguro de si realmente funcionaba en la disformidad, atendió a su sugerencia e hizo una genuflexión en la dirección del hogar ancestral de la humanidad, donde el Emperador habitaba sumido en un majestuoso dolor.
Hecho esto, se dirigió a su escritorio.
Encendió seis grandes cirios que se encontraban en las aberturas de un par de calaveras. Habían pertenecido a personas sencillas, martirizadas en el anonimato por los merodeadores del Caos. Dio las gracias a cada una de ellas por brindarle luz en la oscuridad. Luego se sentó y abrió el tomo de cuero que descansaba sobre el escritorio. La vitela era suave y de color crema, mucho mejor que cualquiera que hubiera tocado antes. Ser la herramienta del primarca tenía sus ventajas. El libro se abrió en la portada, donde aparecía la leyenda «La Gran Guerra de la Plaga». Pasó la página y echó un vistazo a los capítulos que ya había concluido, pero cuyas ilustraciones seguían siendo solo bosquejos. Antes de plasmar sus pensamientos en esta historia, solía redactarlos y editarlos en unos pliegos de cordel hasta que consideraba que estaban listos para ser incluidos en esta redacción final. Hoy era un día trascendental. La siguiente parte de su testamento estaba terminada y finalmente podía pasar a la posteridad.
Guilliman apenas le exigía nada. La valoración que había hecho sobre la función del militante apostólico como portavoz había sido atinada. De vez en cuando se le pedía que aconsejara al primarca sobre cómo manejar la institución de la Iglesia, o que dirigiera oratorias a una u otra congregación, aunque a menudo el mismo primarca reescribía sus sermones.
A su manera, el sacerdote dedicaba su tiempo al servicio del Emperador. Al igual que había hecho antes de la dramática reconquista de la Honor de Macragge, solía pasear entre los siervos del capítulo y de la nave repartiendo limosna o asistencia y ofreciéndoles consuelo espiritual. En las capillas deslucidas de las cubiertas inferiores hablaba de la misericordia del Emperador. A los humanos normales y corrientes que formaban parte de la flota se les disuadía de realizar demostraciones religiosas, puesto que el culto público era algo que desagradaba a los Ultramarines; pero no se les prohibía tener sus creencias, como habían hecho, bajo pena de muerte, sus amos temporales. Él les ofrecía consuelo como mejor sabía. Sus vidas eran duras y se compadecía de ellos.
Escribía cuando podría, en parte imitando servilmente al santo primarca, quien pasaba todos sus ratos libres en su scriptorium. Pero lo hacía, sobre todo, porque creía que las hazañas de Roboute Guilliman debían quedar recogidas para los fieles por uno de ellos y que no solo fueran preservadas en la oscuridad del Librarius de los Ultramarines.
Mathieu pasó a la siguiente página en blanco y abrió el tintero. Apartó la vista del libro, con los dedos extendidos sobre el papel, y esperó un momento para serenarse, aclarar la mente y preparar su alma para la sagrada tarea. Solo entonces cogió la pluma, introdujo la punta en la tinta negra y escribió con meticulosidad un florido título:
«El triunfo del Santo Guilliman frente a los horrores de los poderes inmundos en Espandor.»
Trazó las letras lentamente y fue llenando las burbujas de cada una de ellas con adornos decorativos. Más adelante, si la escritura resistía el escrutinio de su ojo crítico, dedicaría sus esfuerzos a tareas de iluminación e ilustraría el documento con bellas imágenes. Por ahora, se limitó a esbozar algunas ideas, aunque de forma muy suave, para poder borrarlas con facilidad. Hecho esto, por un instante se planteó si debía nombrarse a sí mismo como autor del capítulo. Vaciló un momento, decidió que sí lo haría y empezó a escribir antes de cambiar de opinión.
«Relatado por el Militante Apostólico Frater Mathieu de la Acronite Mendicants, postulante de tercera línea, quien estuvo presente físicamente durante la campaña.»
Se arrepintió de su vanidad en cuanto terminó de escribir esa frase. Antes de empezar a redactar cada entrega, libraba la misma infructuosa lucha interna. Había incluido su nombre bajo el título de cada uno de los capítulos, consciente de lo disgregados que podían acabar los documentos con el paso del tiempo. Aunque había estado en Espandor y su intención era hacer referencia a lugares que había visto con sus propios ojos, no había necesidad de atribuirse el escrito; mucho menos, de señalar quién era y quién había sido. Su historia carecía de importancia, lo que importaba era la historia del primarca; sin embargo, ansiaba que se lo reconociera como su autor. En aquella frase había un doble motivo de orgullo: declarar su elevado rango y recalcar sus orígenes humildes para que todos supieran lo alto que había llegado.
Meditó un momento y pidió perdón al Emperador. Finalmente, decidió escribir todo el relato de la guerra antes de eliminar su nombre. Ese era el camino. Continuaría su debate ritual hasta el final y luego lo borraría de la narración.
Respirando con serenidad para no alterar su caligrafía, comenzó su relato:
«En Espandor, el Santo Guilliman repelió a las fuerzas del temible primarca Mortarion, condenado sea a sufrir eternamente los castigos del Emperador por su traición. Con gran vigor e inteligencia, el Regente Imperial Guilliman, el último y más fiel de los hijos del Dios Emperador viviente, enfrentó sus fuerzas a las de los innombrables y los echó del mundo y de los planetas concomitantes que lo rodeaban. En los sistemas estelares cercanos atacó con una certeza de victoria tan agresiva que logró expulsar a las naves caídas del enemigo y levantar el bloqueo, brindando alivio a Espandor. Se retomaron las ciudades y, en todas ellas, el Santo Guilliman lloró al ver los templos de su padre profanados y a los siervos de Terra menguados por la enfermedad y por la guerra, hasta el extremo de que solo una décima parte de los pueblos que antes vivían en Espandor pudieron permanecer al servicio del Santo Guilliman, de Ultramar y de aquel que gobierna desde Terra.
Durante quince días, el primarca luchó por todo Espandor, derrocando la hegemonía de demonios y de Heretic Astartes por igual. Mediante una astuta estrategia, los fue conduciendo ante él, dividiendo sus fuerzas y aniquilándolos, poco a poco, con su furia. Con ataques relámpago y asaltos sorpresa, dividió al enemigo y así lo venció. En las Torres de Priandor abatió a los corroídos gólems demoníacos de la caída Legio Onerus. El río de Gangatellium se tiñó de negro, con un icor demoníaco tan denso que para purificar sus aguas fueron necesarias las oraciones de veintidós altos cardenales. En las provincias de Berenica, Ebora e Iorscira el enemigo fue vencido y aniquilado. Tan raudo y terrible era el avance del primarca que todos huían en desbandada ante su presencia, ya fueran demonios, mortales o legionarios inmortales. El primarca lideraba cada una de las acometidas con la flameante espada de su padre en ristre. En torno al Santo Guilliman, la protección de los ángeles y los santos del Emperador ardía intensamente en un terrible nimbo, que iluminaba las almas de los fieles con una gran fortaleza y asolaba a los siervos del enemigo cuando brillaba sobre ellos. Los secuaces del Señor de la Plaga, que se alimentan de la desesperación y la desesperanza, conocieron estas en carne propia. ¡Así es! Y de ese modo su piel humeaba al entrar en contacto con la luz y su armamento desaparecía; y los seres mecánicos, que no debían existir, quedaban reducidos a partes vaporosas y eran expulsados de este reino para siempre.
Siete batallas libró el primarca en desafío al impío número del Señor de la Plaga (pues el siete otorga poder al Señor de la Plaga). La séptima batalla fue la más grandiosa de todas.
Al comienzo de cada combate, Guilliman marchaba ante sus ejércitos y pronunciaba estas palabras para que todos las oyeran:
—¡Soy el primarca Roboute Guilliman, la furia del Emperador! Estos mundos se encuentran bajo mi protección. Seréis expulsados y derrotados, y todos los vuestros serán aniquilados. No habrá piedad para vosotros, que habéis dado la espalda a la santa luz de Terra y desafiado la gracia divina del Emperador. Os interpelo y os exhorto: traed ante mí al architraidor Mortarion, mi hermano, primarca caído y alto demonio; me lo llevaré y lo mataré, y vuestras multitudes conocerán la misericordia de una muerte rápida.
Yo, Militante Apostólico Mathieu, conozco la veracidad de estos relatos, pues estuve allí al lado del Santo primarca y luché junto a él en nombre del Emperador».
Naturalmente, no era así como Guilliman habría descrito sus desafíos. Quizá hubiera cierta floritura en la narración de las muestras de poder del primarca, pero estaba convencido de que el Emperador luchaba junto a su hijo. Casi podía verlo. Algún día este creería en la verdad de la naturaleza de su padre y daría las gracias a Mathieu por mostrarle el camino de la fe. Si bien lo que escribía podía no ser realmente exacto, era veraz, de eso estaba seguro.
Estos pequeños añadidos no le molestaban en absoluto, pero había algo que sí le causaba inquietud.
Su vergonzoso orgullo había aflorado una vez más. Se mordió el labio con angustia mientras releía las líneas en las que se mencionaba a sí mismo. Había luchado allí. El nombre del Emperador había estado siempre en sus labios. Eso, más que los proyectiles de luz que había disparado su arma sagrada, había derrotado a muchos seres malvados. Sin embargo, él no había sido el único. Muchos otros guerreros fieles del Imperio habían brindado sus oraciones y sus proyectiles láser a la carga. No había registro de sus nombres, así que ¿por qué debía haberlo del suyo? Pero ¿acaso era tan malo que relatara su humilde participación en estas contiendas? En muchas hagiografías, el narrador obsequiaba al lector con sus propias hazañas al lado de los santos. Por otra parte, ¿cuántos relatos había leído en los que el narrador y la narración parecían no guardar relación porque el escritor se había dejado vencer por la modestia, solo por honrar mejor a su sujeto, incluso cuando sus hazañas habían sido incluso mayores que las de Mathieu?
El cuello se le enrojeció. Estuvo tentado de tachar la última frase. No había sido su intención incluirla. El orgullo le había movido la mano. Sostuvo la pluma sobre la línea ofensiva.
Otro recuerdo lo detuvo. Tras la batalla de la Torre Helada, en el abrasador ecuador de Espandor, Guilliman le había dicho que había luchado bien. El primarca le había conferido su aprobación. ¿No se había ganado el derecho a celebrarlo, aunque fuera un poco?
Decidió dejar la pregunta de lado por el momento. Pronto debía presentarse en las cubiertas inferiores y quería terminar antes de irse. Una rápida descarga del autoflagelador lo obligó a centrarse de nuevo. En cuanto el dolor se desvaneció, reanudó su trabajo. El rasgueo de la pluma lo hipnotizó y lo sumió en el ritmo del narrador.
«El poder del enemigo se fue quebrando gradualmente. En Espandor no se libró una gloriosa batalla final, pues el enemigo, en su cobardía, no se dejó llevar a la batalla, optando en su lugar por los caminos tranquilos de la enfermedad y la desesperación. Fueron necesarias cientos de escaramuzas desesperadas para erradicarlos. La lucha fue sucia y dura, y, por momentos, parecía no tener fin. La enfermedad y las afecciones del alma hicieron mella en todos, menos en los más fieles siervos del Emperador. Pero, por su misericordia, las fuerzas del mal no son infinitas en número, y así fue como Espandor fue retomada, parte por parte, hasta que solo quedaron pequeños grupos de enemigos sobre su tierra sagrada. Las líneas de asedio de las huestes vengadoras los cercaron e identificaron para depurarlos a su debido tiempo.
El primarca encomendó a sus lugartenientes las tareas finales en Espandor. La guerra se extendió por todo el firmamento, desde Talasa hasta Iax, y por todos los lugares ubicados entre ambos sistemas. En referencia a esto, el sabio Lord Guilliman dijo a sus generales:
—Un solo hombre nunca podrá estar en todos los sitios, pero puede moverse con rapidez y desatar todo su poderío sobre los lugares más débiles y, de ese modo, aplicando la debida presión, fracturar los muros del enemigo y destruir sus líneas de suministro. Así triunfaremos y purificaremos Ultramar.
Y, tras pronunciar estas palabras, se despidió y, con él, el ochenta y nueve coma tres por ciento de sus ejércitos. Desde los bosques asolados de Espandor, el Lord primarca Roboute Guilliman partió al frente de una poderosa hueste rumbo a Parmenio, donde las fuerzas del temible Caos se reunían en gran multitud».
Pensó que así era mejor. Más honesto.
«Una horrible tempestad azotaba la disformidad durante el viaje del santo primarca. La gran embarcación Adarnaton se perdió con todos sus tripulantes y otras acabaron dispersas por todas partes. La luz del Astronomicón titilaba débilmente y quedó oculta durante un tiempo, lo que hizo que la flota se dividiera. ¡Oh! Y, entonces, los sagrados campos Geller se rompieron y los demonios causaron estragos entre las naves de los siervos del Emperador, y, luchando junto a sus hijos y a hombres menores, el primarca los expulsó de su nave y con su ejemplo inspiró a otros a hacer lo mismo.
Los fieles rezaron a gritos a su Emperador mientras luchaban, y la luz del Astronomicón volvió a arder. La disformidad se calmó y los demonios que quedaron sucumbieron a las llamas de los himnos de los fieles. Pronto no quedó ninguna criatura impura. Quienes se habían visto afectados por enfermedades antinaturales se curaron milagrosamente y quienes se encontraban al borde de la muerte se levantaron y sanaron.
Yo lo vi. Yo estuve allí».
Hizo una mueca. Lo había vuelto a hacer. Esta vez, aumentó tanto la potencia de su dispositivo de autocastigo que gritó en cuanto se activó.
«Entonces, la inmensidad del empíreo se apaciguó hasta alcanzar una calma perfecta, pues el Emperador de toda la Humanidad así lo había ordenado y, a su debido tiempo, la flota del primarca se trasladó al Sistema Tuesen, que se encuentra a poca distancia del Sistema Parmenio, y allí se reagrupó con gran alivio, ya que las naves que se creían perdidas volvieron al redil y las pérdidas quedaron subsanadas.
Se ordenó la realización de diversos proyectos a fin de que la flota volviera a estar en condiciones y se decretó una parada de tres semanas terranas.
Al noveno día hubo gran regocijo cuando el cielo se rasgó y de la disformidad emergieron ciento una naves al servicio del Dios Emperador. Muchos hijos leales de los hombres habían viajado desde todos los rincones del Imperium, como por casualidad, y, por esta buena fortuna, la hueste de guerra de Guilliman se vio enormemente fortalecida. Aprovechando su oportunidad, el primarca ordenó a todos sus astrópatas que transmitieran un mensaje tranquilizador, dado que la disformidad estaba en calma, y les pidió que convocaran a cuantos pudieran para ayudar a Ultramar, pues muchos hombres y máquinas de guerra habían acudido ya a su llamada. Pero quería más y, desde las flotas y los grupos de batalla de la Cruzada Indomitus, obtuvo su respuesta cuando varios millones de guerreros prometieron su ayuda.
Y, entonces, el santísimo primarca se retiró un tiempo a su strategium y se entregó a sus pensamientos. Diez horas más tarde, salió con la promesa de la victoria en el rostro y una luz brillante en torno a su cabeza.
—Decidles a mis mejores astrópatas que se comuniquen con sus hermanos en la fortaleza estelar de Galatan y que les pidan que la sitúen en órbita alrededor del mundo principal de Parmenio. Que descarguen su fuego sobre los incrédulos y los infieles, ya que, de esta forma, estoy seguro de poder destruir a mi hermano y deshacer las obras del infame Dios de la Plaga.
La brecha inmaterial se abrió sin incidentes y, en perfecta formación, las naves volvieron a surcar los mares del empíreo, donde es posible contemplar la luz del Emperador y su ojo está sobre todos.
Parmenio se encontraba a solo dos semanas de travesía desde Tuesen y, allí, en el empíreo, la luz del faro resplandecía intensamente y los mares de almas que separaban ambos sistemas estaban en calma, de modo que el navegante de la Honor de Macragge, el inmenso transporte del primarca, bajó de su navigatorium para hablar con asombro y fe de las imágenes que había visto en las corrientes de ese Otro Lugar. Visiones de ángeles y de santos, de muros de oro que detenían unas mareas del mal que nos ahogarían a todos y arrancarían las almas de nuestros cuerpos.
Por la gracia del Emperador, el intercambio de mensajes entre la flota y la fortaleza de Galatan, cuyo mando ostentaba aquel día el Señor del Capítulo Bardan Dovaro, de los Novamarines, tuvo éxito. Dovaro prometió lealtad y obediencia inmediata, a la vez que ofrecía sus más sinceras disculpas. La fortaleza estelar, que entonces se encontraba estacionada en Drohl, era tan inmensa que se movía con suma lentitud, por lo que acabó retrasándose. Debido a su enorme poderío, había supuesto un gran esfuerzo sacarla de Drohl y trasladarla hasta Parmenio, ya que eran muchos los cañones con los que contaba y muy numerosas las huestes de guerreros del Emperador que transportaba. El Hijo Vengador decidió no esperar, pero le pidió a Dovaro que fuera tan rápido como pudiera y que, a su llegada, desplegara el poder ancestral de Galatan y lo pusiera al servicio del Imperio.
Guilliman se había propuesto movilizar con presteza a la mayor parte de sus ejércitos y dirigirse al planeta principal del Sistema Parmenio, donde el enemigo se congregaba de forma casi exclusiva, y allí salvar a tantas personas leales al Imperio como le fuera posible de una muerte dolorosa y del anatema del alma. La victoria estaba asegurada por Su decreto, pues el Emperador protege, como bien saben todos los hombres y mujeres fieles».