3

LA GARRA DEL ÁGUILA

Si una sola familia es eliminada por las otras, los gigantes de piedra se despertarán para restablecer el orden. Pobres de los inconscientes que rompan el equilibrio instaurado por nuestros padres fundadores.

Mitos primitivos arkanianos,

Tradición de los oradores del Coro,

Arkane

Por la estrecha ventana, Oziel veía parcialmente la plaza de las Estatuas. Allí se erigían los gigantes de piedra de una vara de alto que representaban a los fundadores de Arkane, acompañados por sus animales simbólicos. Por secretas ironías del destino, el dragón, que era gigantesco, permanecía fuera del campo de visión de la cautiva. Podía contemplar el águila, el delfín, el lobo, el corridán, el oso y el orbal, más o menos imponentes, más o menos prestigiosos, pero el emblema de su familia parecía haber desaparecido ya de los Altos, como si los conspiradores lo hubieran abatido.

La puerta maciza de la habitación y los barrotes gruesos de la ventana impedían cualquier posibilidad de huida. Sylver y sus esbirros le habían retirado la espada antes de conducirla a un edificio de la ciudad vieja por un laberinto de túneles subterráneos que conectaba con los cimientos y las bodegas de la construcción. Luego, habían subido por una escalera de piedra de caracol bañada de un agrio hedor de podrido y orina. En la segunda planta, Sylver había arrastrado a la joven a una habitación oscura en la que había una cama con dosel, alfombras gastadas, una mesa y dos bancos.

—Bienvenida a mi nido de amor —le había gruñido el hijo del Águila con una sonrisa espantosa.

El olor del supuesto nido de amor recordaba más bien al de un establo. Había ordenado a sus hombres que esperaran en el rellano, había cerrado la puerta y se había acercado a Oziel con una mirada lasciva. Como creía que se disponía a tirarse sobre ella, esta se había preparado para defenderse, arañar y morder, pero Sylver se había limitado a quitarse la capa, desabrocharse las calzas, bajárselas por los muslos y exhibir su miembro viril, de un blanco enfermizo surcado de grandes venas oscuras.

—Contempla a tu nuevo maestro, Oziel del Dragón. Dentro de poco, recibirás su visita. Tengo que resolver unos asuntos urgentes y quiero tomarme mi tiempo contigo. Todo mi tiempo. Mientras tanto, permanecerás aquí encerrada. Una sirvienta te traerá la comida. No intentes huir: para empezar, tres guardias permanecerán delante de tu puerta día y noche, no olvides que el destino de tus padres está en tus manos. —Mientras hablaba y presionaba con la punta del índice el pubis de la joven a través de la tela de su vestido, su aliento caliente y cargado le lamía la frente—. Entre tus muslos, debería decir.

No había podido evitar escupirle a la cara. El duro rostro del hijo del Águila se había crispado de sorpresa y de ira. No se secó la saliva que le serpenteaba por la parte baja de la mejilla y le goteaba por el mentón, se limitó a hundir los dedos en los dobleces del vestido y a apretarlos en el bajo vientre de su prisionera como si fueran una pinza, hasta que un dolor fuerte le atravesó la nuca.

—Ese viejo búho de Xaron tenía razón: habrá que domarte. Mejor así: disfrutaré muchísimo enseñándote a ser dócil. Viéndote arrastrarte a mis pies.

La había soltado, se había subido las calzas y había salido sin añadir ni una palabra.

El chirrido de un candado sonó, la puerta se abrió con un crujido y dejó paso a una joven y regordeta criada de la casa del Águila. Esta se inclinó antes de cruzar la habitación y colocar sobre la mesa una bandeja de madera que contenía un plato hondo humeante, una copa rellena de fruta y de trozos de carne seca, un cántaro de terracota y un vaso de metal. Se arregló el cabello rubio que tiraba a pelirrojo y su traje naranja antes de enderezarse y dirigir la mirada a Oziel.

—Su comida, señora…

—Gracias. Puede retirarse.

La criada se quedó plantada en medio de la habitación, los ojos le revoleteaban de un punto a otro del cuarto como si fueran pájaros atemorizados.

—Ya no necesito sus servicios —continuó Oziel con un gesto determinado del brazo—. Váyase, necesito estar sola.

La criada dudó antes de pronunciar las palabras que le afloraban a los labios.

—Usted es una dama del Dragón, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabe?

—La vi durante una recepción en la finca del Águila. Recuerdo que los señores Sylver y Jiun casi se matan por usted. Se cuentan cosas muy extrañas sobre su familia…

Oziel vaciló un momento entre enfadada y apenada; el rumor de la desgracia del Dragón se había extendido por los Altos.

—Se dice que no hay ningún superviviente de su casa —insistió la criada—. Ahora sé que es mentira, puesto que la tengo delante y no cabe duda de que usted está viva.

—Mis padres… —El murmullo de Oziel se le escapó de la boca como un pensamiento perdido—. Ellos también siguen vivos.

Al menos quería convencerse de ello. Mientras le quedara un soplo de vida, el patriarca Nunzio intentaría cambiar el destino como pudiera, buscaría las palabras justas para convencer a los patriarcas de las otras familias de que la eliminación del Dragón se volvería tarde o temprano contra los conspiradores.

—Más bien se cuenta que sus cuerpos están expuestos en la Puerta de los Suplicios.

Las palabras de la criada se clavaron como flechas envenenadas en el pecho y el vientre de Oziel.

—Eso no es lo que me dijo.

Las dudas le agrietaron la voz.

—¿Quién se lo dijo? ¿El señor Sylver por casualidad?

Oziel asintió con la cabeza. La criada se acercó a ella y, por encima de su hombro, miró la puerta entreabierta antes de susurrar:

—Miente como un bellaco. Le hace creer que tiene a sus padres solo para obligarla a abrirse de piernas.

—No siente mucha estima por su amo.

Una mueca de desprecio torció la boca de la criada.

—Toma cuando quiere y donde quiere a las criadas que sufren la desgracia de gustarle. En cualquier lugar. Lo hace sin miramientos, rápido, como un animal. Ha preñado a más de treinta que cazó en el dominio y las ha expulsado a niveles inferiores. Yo misma ingerí las hierbas que provocan abortos. Entre nosotras, lo llamamos el Aguijón. Y eso sin hablar de las cortesanas que recibe en esta habitación: he visto cómo algunas salían en un estado deplorable, casi sin poder andar. Temo por usted, señora.

—¿Por qué sigue a su servicio?

La sirvienta escrutó a Oziel tan triste como indignada y con un poco de impertinencia.

—¿Usted no conoce la ley que existe para los sirvientes? Podemos permanecer en los Altos con la condición de trabajar para una casa. Si nos echan, nos reconducen a los niveles inferiores. Y si somos mujeres sin protección, nuestro único destino es acabar como prostitutas. Entonces, sí, prefiero sufrir de vez en cuando los asaltos del señor Aguijón en lugar de terminar en un burdel miserable de los Labores o de los Bajos. Disculpe mi lenguaje, dama.

Oziel había pasado buenos momentos con algunos sirvientes del Dragón: Laudine, Brat, Elvon, Polzine… pero nunca se había interesado por sus condiciones de vida ni por las leyes implacables que controlaban su sumisión, su eficacia y su deferencia.

—Sería una pena que ese patán profanase una flor como usted, dama.

—¿Cómo…?

Un guarda entró de golpe en la habitación y gritó a la sirvienta:

—¿Qué haces?

—Estoy intentando convencer a la señora para que se coma lo que le he traído —respondió sin volverse—. El señor Sylver me ha encargado que cuide de ella.

El guarda se retiró después de farfullar unas palabras y guardarse la garra a medio sacar en la vaina de cuero curva que colgaba de su cinturón.

—¿Cómo podría escapar de él? —retomó Oziel.

—Un hijo del Águila nunca suelta a su presa.

—Mejor morir a que me posea ese monstruo.

—Mientras haya vida… Ya vendrán días mejores. Piense que es solo una época mala que hay que pasar. Apriete los dientes y piense en otra cosa mientras él acaba su pequeño asalto. En general, y esa es la única ventaja, no dura mucho.

Oziel agarró a la sirvienta por el antebrazo.

—¿Cómo se llama?

—Haldre.

—¿Me haría un favor?

En el rostro redondo de Haldre se dibujó cierto orgullo atemorizado.

—Si es factible y no es muy peligroso, señora…

—¿Puede informarse sobre lo que realmente les ha ocurrido a mis padres, el patriarca Nunzio y la dama Albae?

—Mañana por la mañana voy al mercado, aprovecharé para echar un vistazo a la Puerta de los Suplicios antes de traerle la primera comida del día. Pero ¿qué cambiará para usted?

Los dedos de Oziel apretaron el antebrazo de la sirvienta. La decisión se le impuso como una evidencia. Existía otro superviviente de la casa del Dragón, Matteo, el primogénito condenado al exilio perpetuo en los Fondos de Arkane. Tenía que encontrar la forma de avisarlo. Si había sobrevivido, querría vengar al Dragón, devolverle su lugar y restaurar su honor en los Altos, restableciendo así el equilibrio de los orígenes.

—Si los han matado, intentaré escapar; si no lo consigo, me suicidaré.

Haldre asintió con solemnidad.

—Haré todo lo posible. Mientras tanto, prométame que comerá todo lo que hay en la bandeja.

Oziel daba vueltas en la cama sin conseguir conciliar el sueño. El rostro pálido y congelado de Ulio atormentaba todos sus pensamientos. Rememoraba el calor de sus manos en su piel, la caricia de su aliento sobre su nuca, la voz grave que recitaba un pasaje de los relatos de la Fundación, su enfurruñamiento cuando le hacía bajar la guardia y colocaba la punta de su espada sobre el peto, sus locas cabalgadas sobre los caminos de tierra de la finca, sus confidencias y sus ataques de risa nocturnos y sus ojos, que se buscaban sin cesar por encima de la gran mesa del comedor o en la sala austera de la torre angular. Sus otros hermanos y hermanas, sus cuñados y cuñadas y sus sobrinos eran vagas siluetas eclipsadas por la luz de Ulio. Quería seguir creyendo que estaba vivo, que la visión de su cuerpo inerte había sido solo un espejismo, una pesadilla, o que lo había confundido con otro hermano o con un sirviente. Sin embargo, la implacable realidad la agarró, le hizo un nudo en el estómago, le apretó la garganta y la dejó sin aliento entre las sábanas ásperas. Soñaba con meterse en agua hirviendo para lavarse el barro del alma, el olor de la sangre que la impregnaba hasta los huesos, el recuerdo de la finca devastada, de los cuerpos desperdigados en los jardines, en los caminos, en los pasillos, en las habitaciones… Se obligó a engullir los alimentos que le había dejado Haldre, pero la comida, insípida, le pesaba en el estómago como una piedra.

Unos ruidos de pasos y de voces estropearon la paz de la noche. Se enderezó preocupada y luchó contra unas repentinas y violentas ganas de vomitar. La puerta se abrió estrepitosamente. Con una antorcha en la mano, Sylver entró en la habitación y se acercó a la cama titubeando y esparciendo un repugnante olor a alcohol mezclado con sudor y sangre. Unas manchas púrpuras ensuciaban su capa, sus botas y su jubón. Le costó muchísimo colocar la antorcha en el soporte de la pared y quitarse la ropa. Una serie de gruñidos apuntalaban sus gestos.

—¡Cerrad la puerta, maldita sea! —gritó a los hombres que permanecían en el rellano.

Después del portazo, se peleó un buen rato con su jubón, sus botas y sus calzas. Oziel permanecía encogida bajo las sábanas, aguantando la respiración y temblando de pánico.

—Desnúdate.

La orden de Sylver tuvo el efecto de un latigazo. Se acurrucó en las sábanas y hundió las uñas en las palmas de sus manos hasta que se arañó la piel. Oh, Diosas, ¿por qué no se entregó a Ulio? Su hermano le habría demostrado amor y respeto, mientras que el hijo del Águila se disponía a montarla como a un animal, a mancillarla y a humillarla. No se movió, estaba paralizada de miedo. Al ignorar el destino del patriarca Nunzio y de la dama Albae, su venerada madre, era incapaz de ordenar sus pensamientos. ¿Firmaría su sentencia de muerte si se resistía? ¿Tenía que comportarse como le sugirió Haldre: apretando los dientes y pensando en otra cosa mientras esperaba que acabase su tarea?

Sylver levantó las sábanas, la descubrió y la azotó sin miramientos entre los omóplatos.

—¿A qué estás esperando?

La agarró del hombro para impedir que se diera la vuelta. La piel blanca del hijo del Águila resaltaba en la penumbra, que apenas conseguía repeler la llama moribunda de la antorcha. Cerró los brazos sobre su pecho con un gemido.

—De acuerdo, yo me encargaré —gruñó Sylver, cuyos dedos gruesos treparon bajo un tirante de sus enaguas y tiraron hacia arriba para arrancarlas.

La tela resistió. Él suspiró, se inclinó hacia un lado y se incorporó armado con su garra, cuya hoja curva reflejó la luz agonizante de la antorcha. La deslizó sin delicadeza bajo la tela. Oziel se estremeció cuando el hierro le rozó la piel. Jadeando, resoplando como un caballo de carga, Sylver rompió metódicamente las enaguas en trozos. Ella se dejó desnudar sin reaccionar por miedo a que él perdiera el control de sus actos con el mínimo movimiento o el mínimo temblor. Le caían lágrimas ardientes por las sienes.

Soltó la garra después de acabar su obra y contempló un momento el cuerpo de su presa.

—¡Qué bella eres, Oziel del Dragón, la mujer más bella que jamás haya tenido, una diosa!

Quiso besarla; ella se volvió. Él soltó una carcajada.

—Tenemos toda la noche…

Todas sus palabras iban acompañadas de un hedor a bilis y a alcohol. Volvió a la carga varias veces y ella forcejeó todas ellas para evitar que le capturara la boca. Su resistencia avivó el deseo del hijo del Águila. Se tumbó sobre ella, la agarró de las muñecas, le aplastó los brazos contra el colchón y, con la rodilla, le separó las piernas. Ella se revolvió sin conseguir liberarse. Algo duro y amenazante se insinuó en los suaves dobleces de su tela. Intentó penetrarla con un brusco golpe de pelvis, pero, gracias a la energía de la desesperación, Oziel consiguió tumbarlo con tal vigor que el hombre perdió el equilibrio, rodó sobre la cama y cayó con fuerza sobre el suelo.

—¡Pequeña zorra! —ladró, enredado en la ropa que cubría la alfombra—. ¡Tus padres morirán mañana si vuelves a darme otro golpe así! Y créeme: sufrirán mucho antes de morir.

La mano de Oziel tocó un objeto sobre la sábana: la garra del Águila. Se la había olvidado sobre la cama. La agarró y la escondió bajo sus caderas. El contacto con el acero frío la tranquilizó, enardeciéndola. Sylver volvió a tumbarse sobre ella y comenzó a amasarle un seno como si estuviera palpando la carne de un animal que se vendía en el mercado del Phage.

—Sé buena, bonita, sé buena…

No se defendió cuando montó a horcajadas sobre ella y dejó caer todo su peso.

—Así está mejor.

El hijo del Águila temblaba de deseo, los gruñidos salpicaban sus espiraciones.

—Dame tu flor, Oziel del Dragón.

Se colocó para poseerla. Ella rodeó el mango de la garra con la mano. Pensó en sus padres antes de levantar el arma y, con un gesto tan rápido como preciso, clavó la punta de la hoja en el cuello de su agresor. Aprovechó el sobresalto de Sylver para hundir el hierro en la herida lo más profundamente posible. Este se enderezó y permaneció un momento atónito hasta que se dio cuenta de que el objeto que le obstruía la garganta era su propia garra. Estremecido por espasmos de terror, se desplomó con torpeza sobre el costado mientras escupía un río de sangre. Sus ojos, agrandados por la incredulidad, se posaron furtivamente sobre Oziel antes de que se le quedaran en blanco.

Ella aguantó la respiración para comprobar que los sonidos de la lucha no hubieran alertado a los guardias. La sangre manaba a chorros desde el cuello de Sylver y aumentaba el charco sobre la sábana. Retiró la hoja con un golpe seco. El crujido del hierro sobre las vértebras lo remató. Sintió el deseo furioso de cortar el pene ya flácido e inofensivo del hijo del Águila y de metérselo en la boca. Desistió, tenía algo mejor que hacer: pensar en cómo salir de esa habitación, saber qué les había pasado a sus padres y bajar a los Fondos para informar a su hermano mayor Matteo del infortunio del Dragón.

Esperó a que la antorcha se apagara por completo para levantarse y ponerse su vestido. El frío de la noche le cubrió la piel de escalofríos. Los listones del suelo crujían bajo sus pies. Se acercó lo más discretamente posible a la puerta, la única salida de la habitación, y apoyó la oreja en la madera lisa. Si los guardias se adormecían, aprovecharía para huir, pero sus susurros indicaban que permanecían despiertos. Algunos chillidos de borrachos subían de la plaza de las Estatuas.

Volvió a sentarse en el borde de la cama. El olor melifluo de la sangre tapaba el del alcohol, mezclado con bilis y sudor frío. Tiró la sábana por encima del cadáver de Sylver. Trazó distintas hipótesis y se quedó con la única que consideraba verdaderamente factible. No sabía si podría confiar en la complicidad y lealtad de Haldre, pero no tenía otra opción. Necesitaba que la sirvienta fuera la primera en entrar en la habitación. Si un guardia pedía hablar con el hijo del Águila durante la noche por cualquier otra razón, se descubriría su crimen y sufriría el castigo reservado a los que asesinaban a un heredero de la familia gobernante.

Ajustó la sábana y el travesaño para disimular la mancha de sangre y dar la impresión de que Sylver estaba durmiendo. Luego, aguardó el alba, a veces sentada a los pies de la cama, otras de pie contra la ventana o esbozando movimientos para calentarse las piernas y los brazos entumecidos. Nunca antes una noche le había parecido tan larga. Perdida en sus recuerdos y pensamientos, temiendo en todo momento que irrumpieran por sorpresa los guardias, resistiéndose a la llamada cautivadora del sueño, sintió un indescriptible alivio cuando la luz del amanecer difuminó el brillo de las estrellas.

El sol aún no había aparecido en el horizonte cuando llamaron a su puerta. Oziel fue a abrir esperando que los guardias no se alarmaran por el silencio de su maestro. Haldre permanecía en el rellano con una bandeja que contenía una bola de pan, trozos de carne y un cántaro de vino. Los soldados desplegados en la penumbra no prestaron atención a las dos mujeres. La sirvienta entró en la habitación, cerró con cuidado la puerta detrás de ella y escudriñó un instante a Oziel antes de colocar la bandeja sobre la mesa y mirar hacia la cama.

—¿Está durmiendo?

Desconcertada por el silencio prolongado de la cautiva, Haldre frunció el ceño.

—¿Lo ha…?

La sirvienta distinguió la garra manchada de sangre seca abandonada en la alfombra y volvió a mirar a Oziel con los ojos llenos de una incredulidad teñida de miedo.

—Este olor… ¿Qué ha pasado?

—Lo he matado con su propia garra.

Aunque Oziel confesara en voz baja, la verdad estalló como un trueno. Haldre, atónita, se acercó a la cama, levantó la sábana y contempló el cuerpo congelado del hijo del Águila.

—Este monstruo ya no hará daño a nadie —murmuró—. Ha vengado a todas las mujeres que ha maltratado. No creía que algún día tuviera el placer de verlo sangrar como un animal en un matadero. —Bajó la sábana antes de darse la vuelta—. Sin embargo, usted parece endeble comparada con esta bestia. Necesita salir de aquí. Si cae en manos de sus hermanos, prolongarán su suplicio durante días. Son igual que él.

—Lo he pensado: solo tengo una forma de huir. —Oziel se acercó a la sirvienta y esperó un tiempo antes de seguir—. Poniéndome su ropa y aprovechando la penumbra del rellano para engañar a los guardias.

Haldre se puso tensa de pronto y retorció nerviosa una de las mechas que le caían de la cofia.

—Me acusarán de complicidad…

—No si la ato y la amordazo. Podrá decir que la he amenazado con la garra y que no tuvo elección. Tiene que decidirse ya o los guardias se intrigarán por su larga ausencia.

Los ojos de la sirvienta se escondieron y se evadieron por la ventana.

—De acuerdo —acabó consintiendo con una voz sorda—. Muchas mujeres estamos en deuda con usted. Será mi forma de saldarla. Pero soy un poco más corpulenta…

—¿Sabe algo de mis padres?

—Nada: me sustituyeron para el mercado y he estado muy ocupada como para ir a la Puerta de los Suplicios. Debo… debo confesarle, señora, que estoy casi muerta de miedo.

—Yo, en cambio, creo que está demostrando una gran…

Haldre interrumpió a Oziel con un gesto del brazo.

—Vamos, rápido, antes de que cambie de opinión.

—Deme su ropa y sus zapatos. Voy a hacerle una marca en el cuello como si la hubiera amenazado y obligado.

La sirvienta se desvistió. Llevaba, bajo su uniforme protocolario, unas enaguas cortas hechas con una tela basta que no escondía mucho de sus piernas gruesas y blancas. Su pelo rubio y rojizo, liberado de la cofia, cayó como cascadas brillantes por sus hombros. Oziel le apoyó la hoja de la garra a un lado de la garganta hasta conseguir una marca roja muy visible. La criada soltó un gemido ahogado. Después, la heredera del Dragón se quitó su vestido y se puso el atuendo y los botines de Haldre. Como la ropa le quedaba demasiado grande, esta la ayudó a ajustarse el cinturón de cuero flexible de la falda, así como a ajustarse las mangas y el cuello de la camisa y a atarse las tiras de la cofia.

Oziel recortó las bandas de tela de su vestido, anudó de pies y manos a la sirvienta y la amarró a los pies de la cama antes de meterle una mordaza en la boca. Luego, deslizó la garra por el cuello de la camisa y la amarró al cinturón de las enaguas. El hierro se le clavó en la piel y le hizo daño en las costillas.

—Gracias y buena suerte.

Haldre le respondió con una sonrisa que le hizo parecer una gárgola debido a la molesta presencia de la mordaza y a sus ojos desorbitados. Oziel echó un último vistazo a la sirvienta acurrucada contra la cama, llegó delante de la puerta y respiró con fuerza antes de colocar la mano sobre la manija.

Se acercó cabizbaja al rellano y se dirigió a la escalera, ignorando las siluetas de los soldados del Águila agazapados en los umbríos rincones mientras se esforzaba por mantener el control de sus movimientos.

—Has tardado —gruñó una voz adormecida—. ¿No ha tenido suficiente con la doncella del Dragón? ¿A ti también te ha tocado?

Esperó a estar al nivel de la escalera para responder.

—Está durmiendo. He hablado con la dama…

—¿No quieres hablar conmigo?

Bajó los primeros escalones.

—No tengo tiempo.

—Espera… Oye, pero… ¡Vuelve aquí!

Se remangó la falda para acelerar el paso. Por encima de ella sonaron gritos, crujidos y traqueteos.

—¡Diosas! ¡La hija del Dragón ha amordazado a la criada!

—¡Ha matado al maestro Sylver!

—¡Atrápenla!

Mientras el tumulto se amplificaba en la segunda planta, cruzó en tres zancadas el rellano de la primera y se lanzó a las escaleras tenebrosas. Los soldados empezaron a perseguirla. El repiqueteo de sus botas sobre los escalones de piedra se hacía cada vez más fuerte. Al llegar a la planta baja, iluminada por los rayos de luz que caían de las lucernas estrechas, se metió en el pasillo que daba al exterior esperando que el portón no estuviera cerrado.

Le costó tirar el pesado batiente de madera reforzado por travesaños metálicos. Cuando los soldados no habían alcanzado aún la entrada del pasillo, ella consiguió deslizarse por el resquicio. Un gigante de piedra se alzaba unos veinte pasos delante de ella: el patriarca del Corridán, reconocible por su enorme maza y por el pequeño animal moteado enrollado hecho un ovillo a sus pies. Al otro lado de la plaza de las Estatuas, detrás de los gigantes del Dragón y del Delfín, se extendía el barrio de los financieros y de los joyeros, un entramado de callejuelas donde le sería más fácil escapar de sus perseguidores.

No había nadie alrededor. Los Altos no habían salido aún de su letargo nocturno. Sacó la garra, que le molestaba al moverse. La hoja le había cortado el costado, unos hilos de sangre caliente y aterciopelada serpenteaban a lo largo de su cadera. Corrió entre los gigantescos zócalos, separados los unos de los otros por unos cuarenta pasos. No necesitó mirar hacia atrás para darse cuenta de que los soldados también habían llegado a la plaza. Agotada por la noche en vela, se esforzó por olvidar el dolor que le subía por las piernas y el pecho y cruzó la plaza sin aminorar la velocidad. Le pareció distinguir a su izquierda al gigante de piedra de su familia, con el dragón púrpura de alas extendidas posado en su hombro. Sus perseguidores se habían dado cuenta de que estaba conduciéndolos al laberíntico barrio de los joyeros. Sus gritos estallaban detrás de ella como truenos. Con la garra en la mano, entró en una callejuela aún llena de luz nocturna y delimitada a cada lado por tiendas, la mayoría cerradas. Caminó en zigzag entre esportilleros del Gremio de los Transportistas, que andaban en fila a cada lado del estrecho pasaje. Sus cargas voluminosas rozaban las fachadas y los forzaban a pararse de vez en cuando para dejar pasar a uno de sus compañeros que venían en el otro sentido.

Oziel se sintió más convencida de su propósito al escuchar los chillidos de los soldados que iban detrás. Se encontró en un cruce. La callejuela de la derecha le pareció un poco menos congestionada. Recorrió unos cien pasos antes de entrar aleatoriamente en varios pasajes tenebrosos y desiertos. Los gritos y los chasquidos de las botas solo eran ahora zumbidos lejanos absorbidos por el rumor de los Altos. Al fin pudo reducir la velocidad de su carrera y recuperar la respiración. Los zapatos de Haldre le irritaban los tobillos y los pies. Subió una primera escalera y cruzó varias terrazas seguidas. No reconocía el lugar. Distinguió, por encima de los tejados, una sombra negra y fija. La muralla se alzaba un poco más lejos. Por la posición del sol, cuyo disco pálido aparecía por encima de la línea almenada, se encontraba en algún punto entre la parte norte de los Altos y las casas del Delfín y del Lobo. Decidió ir a los pies de la muralla y recorrerla hasta la Puerta de los Suplicios, situada un poco más al oeste entre los territorios del Águila y el Oso. Recorrió una serie de callejones de escaleras y de terrazas antes de llegar a la ancha avenida circular rodeada de arbentes que bordeaban la muralla. Las ruedas revestidas de hierro de las carretas del Gremio de los Transportistas rechinaban sobre los adoquines. La mayoría de las entregas tenían lugar al alba, antes de que los habitantes y los carruajes de las familias gobernantes se adueñaran de las calles y las plazas.

Tras asegurarse de que ningún soldado del Águila deambulaba por los alrededores, Oziel volvió a meterse la garra en la ropa y subió la avenida en dirección oeste. Anduvo más de una legua antes de distinguir el arco redondo de los Suplicios, donde se ejecutaba a los criminales de los Altos. Las empalizadas se elevaban en el centro de la explanada que separaba el monumento de la muralla. Con el corazón acelerado, Oziel se mezcló en el oleaje de curiosos, sirvientes de distintas casas que se reconocían por sus libreas, mirones de ambos sexos con rasgos aún hinchados por el sueño. Los condenados, unos veinte, yacían desnudos, con los brazos y las piernas atados en cruz a la madera por clavos de cabeza redonda y ancha en unas tablas mantenidas en vertical por un sistema complejo de cuerdas, poleas y soportes. Algunos de ellos emitían resoplidos desgarradores. Los más resistentes tardarían tres días en morir.

A Oziel se le heló la sangre cuando su mirada se posó en el rostro torcido y marcado por el sufrimiento de la dama Albae, crucificada en una tabla. Al ver los ojos fijos y abiertos de su madre perdió toda esperanza. Apretó los puños para no romper a llorar delante del cuerpo delgado y deformado de la dama Albae, cuyo cabello gris, como una capa irrisoria balanceada por la brisa de la mañana, le ocultaba una parte de los hombros y del pecho. En la tabla vecina yacía el patriarca Nunzio, también desnudo. Las sangre seca le manchaba la parte alta de los muslos. Lo habían castrado con el fin de retirar su dignidad de hombre y de mostrar a los habitantes de los Altos la irreversible humillación del Dragón. Aún brillaban rayos de vida en sus ojos claros, que se agrandaron exageradamente cuando Oziel se quedó inmóvil delante de él. El padre y la hija se miraron en silencio, luego Nunzio intentó hablar pero solo se le escapó un gimoteo de los labios entreabiertos. Esta vez, no pudo reprimir las lágrimas. Sacó sus últimas fuerzas para dirigirle una sonrisa. Ella se le acercó y murmuró:

—Encontraré a Matteo, padre. Él os vengará.

Asintió, bajando los párpados, y lanzó un largo suspiro antes de que su cabeza, como un títere con los hilos cortados, se desplomara sobre su pecho. Oziel no tuvo tiempo de recogerse delante del cadáver, pues unos curiosos la empujaron sin miramientos para disfrutar del espectáculo de un patriarca mutilado y ejecutado como un vulgar ladrón.

—¿Estás seguro de que es él? —preguntó una mujer.

Un hombre se acercó a Nunzio y le señaló el pubis con el índice.

—Mira: lleva el sello del Dragón.

—¡Ella también! —exclamó una sirvienta señalando a la señora Albae.

—¿Por qué los han matado? Creía que las siete familias no podían atacarse entre ellas…

Oziel se alejó para evitar que su dolor y sus lágrimas llamaran la atención.

Por el otro lado del arco de piedra, algunos soldados del Águila, acompañados de sicarios y de cavadores, se habían desplegado en una red de eslabones apretados.

—¡Ahí está! —gritó una voz.

Quiso dar media vuelta, volver a la explanada de las horcas, pero una segunda escuadra, que surgió por detrás, le cortó cualquier retirada. Buscó desesperadamente una salida con la mirada.

En vano.

El círculo amarillo anaranjado se estrechó inevitablemente sobre ella.

Empuñó la garra bajo su ropa: se la clavaría en el corazón antes de que la capturaran los soldados del Águila.