La inexplicada amabilidad del mundo
Un periódico de Manchester publicó un comentario bastante bueno sobre mí. Decía que he demostrado que «el poder tiene razón» y que por eso Napoleón tiene razón y que cualquier comerciante fraudulento también tiene razón.
CHARLES DARWIN1
Wesley Autrey estaba esperando el metro con sus dos pequeñas hijas cuando de pronto un joven, junto a él, empezó a temblar, tuvo espasmos, cayó al suelo de espaldas y comenzó a agitar los brazos y las piernas estirados hacia arriba como un escarabajo. Un buen centenar de personas se agolpaban en el andén, pero la mayoría desvió la mirada. Sólo dos mujeres acudieron en ayuda del joven. Pero Autrey fue más rápido. Con gran presencia de ánimo pidió un bolígrafo que introdujo entre los dientes del desconocido para que no se mordiera la lengua durante el ataque de epilepsia. Cuando poco después le pasaron los espasmos, el joven blanco se puso en pie, y Autrey creyó que podría proseguir su viaje en el metro de Nueva York.
Un temblor y la luz de unos faros anunciaron la llegada del convoy. En ese momento el epiléptico volvió a tambalearse. Avanzó a trompicones hasta el borde del andén, tropezó y cayó a las vías. Autrey pidió a una de las mujeres que habían ofrecido su ayuda que vigilara a sus hijas y saltó a las vías. El convoy ya estaba entrando, a Autrey no le quedó ni una fracción de segundo para pensar. Aferró al caído y trató de levantarlo hasta el andén. Pero el muchacho pesaba demasiado. Entonces Autrey lo arrastró entre los rieles y se echó sobre él. El epiléptico pataleó, Autrey lo empujó hacia abajo con todas sus fuerzas. Cuando su frente se topó con algo frío, Autrey apretó la cabeza contra el hombro del otro. Entre su coronilla y el tren quedaron exactamente dos dedos de separación.
Cinco vagones pasaron rodando por encima de él. Luego se detuvo el convoy y Autrey escuchó los gritos de sus hijas. Cuando más tarde un equipo de salvamento liberó a los dos hombres de entre las ruedas, de la gorra de Autrey goteaba aceite de máquinas. Los enfermeros no comprobaron sino unas cuantas contusiones en el epiléptico. Autrey rehusó la ayuda médica. De todas formas, él mismo no creía haber hecho nada especial, aunque sabía perfectamente que acababa de arriesgar su vida. «Yo sólo vi que una persona necesitaba ayuda, e hice lo que había que hacer.»2
Quien se imagine a Autrey como un defensor probo y taciturno de la justicia y la equidad, como un héroe de películas del Oeste al estilo de Gary Cooper, se equivoca. Y tampoco encaja en absoluto en el clisé del hombre de sangre fría que con cara de mártir se sacrifica ostensiblemente por los demás. Wesley Autrey es un hombre de complexión atlética, y quien se lo encuentre en su barrio de Harlem vestido con ropa deportiva y una gorra de béisbol puesta al revés, podría tomarlo por un cantante de rap. Sólo unas cuantas canas en su barba delatan sus 51 años.
Su valerosa acción en la estación del metro de la calle 137 de Manhattan aquel 2 de enero de 2007 lo convirtió en un héroe que recibió elogios en todo el país. Fue invitado a programas de entrevistas y a la Casa Blanca, y Autrey hablaba con tanta vivacidad y elocuencia y tan seguro de sí mismo como si desde siempre hubiera estado acostumbrado a presentarse ante grandes públicos. Pero en realidad se ganaba la vida trabajando como obrero de la construcción y tiempo atrás se había desempeñado durante tres años como empleado de correos de tercera clase en la Marina de EE.UU.3 Y si alguien se comportaba torpemente en sus entrevistas eran personalidades como el presentador David Letterman, que en su programa intentó disimular, con chistes malos, que no estaba a la altura de la elocuencia de su invitado y dijo: Autrey es un tipo «enrollado».
Los medios y los políticos lo enaltecieron como un ejemplo. Y cuando Autrey entraba en la estación del metro de la calle 137, los transeúntes intentaban una y otra vez tocarlo, como queriendo convencerse de que efectivamente se trataba de un hombre de carne y hueso.
De todas formas, nadie parecía darse cuenta de lo perturbadora que era al mismo tiempo una proeza como la de Autrey. ¿Qué impulsa a un padre, en presencia de sus hijas de sólo cuatro y seis años de edad, a arriesgar su vida por un desconocido?
El héroe de al lado
Por más que millones de telespectadores admirasen a Autrey, su hazaña significó un auténtico desafío para la ciencia, según cuyas explicaciones tradicionales lo ocurrido en la estación del metro de la calle 137 nunca debió haber tenido lugar. En los estudios sobre el comportamiento humano se había impuesto, durante los últimos decenios, una imagen del hombre que nos presentaba como seres profundamente egoístas. Los biólogos nos veían programados para reproducirnos del mejor modo posible; los psicólogos evolucionistas, para alcanzar un estatus. Los economistas, sin duda los más influyentes de todos los investigadores sociales, comprendían la actividad humana prioritariamente como una aspiración a la comodidad y al bienestar. Todas las disciplinas se basaban de forma unánime en el supuesto de que «primero son mis dientes que mis parientes» y de que el altruismo es una ilusión.
Los investigadores se dieron cuenta perfectamente de las dificultades que podían derivarse de una proeza semejante. Pero el hecho es que no sólo los hombres, sino también los animales trabajan conjuntamente de forma armoniosa. El pez limpiador, por ejemplo, se mete en las fauces de peces depredadores, que podrían engullirlo cerrando bruscamente el morro, y se come los parásitos que éstos tienen allí. El cabracho y la murena dejan que lo haga.
Las hormigas, abejas, avispas y termitas viven, a su vez, en comunidades de millones de individuos y demuestran que la cooperación en grandes grupos puede tener éxitos espectaculares.4 Y así como cada uno de estos insectos parece insignificante visto aisladamente, sus comunidades resultan impresionantes. Según algunas estimaciones, la mitad de la biomasa de los trópicos la conforman las termitas. O sea que estos insectos sociales pesan juntos tanto como todos los demás animales que pueblan África, Asia meridional y América Central y del Sur. Ni siquiera la propagación de nuestra propia especie ha alcanzado tales dimensiones. Los siete mil millones de seres humanos que pueblan la Tierra sólo llegan juntos al peso de todos los demás vertebrados. En cambio, el homo sapiens domina el planeta y ha creado organizaciones que abarcan el mundo entero. Sin nuestra capacidad para trabajar conjuntamente, este avance hubiera sido inimaginable.
Todo esto apenas podría comprenderse si cada cual sólo tuviera en mente sus propios intereses. Y así, los investigadores del comportamiento humano se han pasado decenios estudiando el problema de cómo podrían surgir comunidades si cada acto debiera pagarse con una ventaja personal.
Y ¿cómo pueden explicar con sus tesis el hecho de que siempre haya hombres que prestan su ayuda a otros de forma altruista y hasta arriesgan su vida al hacerlo, como Autrey? Tal vez los héroes sean raros, pero no se los puede considerar simplemente como excepciones.
Al fin y al cabo, en la Segunda Guerra Mundial varios miles de personas arriesgaron sus vidas para salvar judíos de los campos de concentración. Y un elevadísimo número de ciudadanos se muestran dispuestos a soportar dolores por los demás: es así como más de tres millones de alemanes se han inscrito como donantes de médula ósea para ayudar a desconocidos enfermos de leucemia. Y en los Estados Unidos son muy concurridas las páginas web en las que aparecen voluntarios que ofrecen uno de sus riñones para efectuar transplantes, sin pedir nada a cambio. Esta modalidad de donación de órganos a desconocidos está prohibida en Alemania.
Menos espectaculares, pero tanto más importantes para nuestra vida en comunidad son las innumerables situaciones cotidianas que tampoco se condicen con la imagen del hombre sempiternamente egoísta. ¿Por qué, por ejemplo, damos propinas aunque sepamos que nunca más volveremos al local donde las hemos dado? ¿por qué cuando vemos correr por la calle a un niño desconocido nos precipitamos detrás de él? Tampoco resulta fácil reconocer el egoísmo en personas que durante años cuidan a parientes postrados o donan dinero de forma anónima para socorrer a los damnificados por terremotos o sacrifican su tiempo libre en un cargo honorífico, como lo hace casi una tercera parte de los alemanes. Y Alemania tendría ahora otro aspecto si hace veinte años cientos de manifestantes primero, y luego decenas de miles no se hubieran enfrentado los días lunes a la Stasi, la policía estatal de la RDA, para ayudar a sus conciudadanos.
Y es que la disponibilidad a ayudar a los demás sigue incluso aumentando. Por ejemplo, hoy se comprometen a aceptar cargos honoríficos casi dos millones más de personas que hace diez años.5 Y en Internet prosperan formas totalmente nuevas de cooperación y altruismo en las que expertos del mundo entero ofrecen su fuerza de trabajo. Así surgieron casi de la noche a la mañana los diez millones de artículos de la Wikipedia y los programas gratuitos «open-source» (de código abierto), que le hacen una seria competencia a transnacionales como Microsoft.
Resulta fácil olvidar que los investigadores fracasan al tratar de resolver muchos enigmas científicos. Pero los actos altruistas difíciles de explicar y siempre presentes plantean preguntas relacionadas con nuestra capacidad de comprendernos. ¿Cuán egoístas y altruistas pueden ser los humanos? ¿En qué circunstancias posponen sus propios intereses? ¿Cómo puede fomentarse el compromiso con los demás?
A menudo nos quejamos del egoísmo de nuestros contemporáneos. Pero tal vez con la amabilidad de los hombres ocurra lo mismo que con el aire. Nos movemos todo el tiempo en él, por eso olvidamos fácilmente que existe. Sólo cuando nos falta lo notamos. A quien sale de un restaurante donde lo han atendido bien sin dejar propina, todos lo consideran un caradura.
El problema Madre Teresa
Aclaremos primero qué son el egoísmo y el altruismo. En la vida cotidiana solemos dar a estas palabras una connotación moral, guiándonos por las motivaciones de quienes actúan. Tildamos de «egoísta» a una persona que, en nuestra opinión, sólo piensa en su propio beneficio. Llamamos «altruista», en cambio, a quien sólo quiere lo mejor para los demás y absolutamente nada para sí mismo. Según este criterio, quien da su última camisa a un mendigo porque al hacerlo se siente bien, no sería un altruista. Pues aunque el donante se quede desnudo, no se habrá desvestido por el mendigo, sino por sentirse bien él mismo.
De acuerdo con esta definición, casi siempre tendrá razón quien vea al hombre como un puro egoísta. Pues al fin y al cabo, podemos suponer que todo benefactor siente satisfacción, orgullo u otro sentimiento edificante como recompensa por sus buenas obras. En la mayoría de los casos, tampoco debería faltar el reconocimiento del prójimo. Y ¿no dicen acaso muchos contemporáneos dispuestos a cooperar que solamente ayudar a los demás da sentido a sus vidas? Según esto, quienes actúan de forma altruista sólo más sutilmente parecen ser más egoístas que otros.
Pero planteado así, el problema es demasiado superficial. Pues en primer lugar no se da respuesta a la pregunta de por qué nos sentimos bien cuando hacemos algo por otros. Y en segundo lugar: si alguien siente una gran satisfacción después de hacer una obra buena, esto no significa, en definitiva, que sólo haya actuado de forma altruista porque quería sentirse bien. En su uso cotidiano, nuestra lengua es defectiva porque no conocemos las verdaderas motivaciones de los demás. Y esto no tiene por qué deberse a que no sean honestos. Con frecuencia, una persona no sabe ella misma exactamente por qué hace ciertas cosas y deja de hacer otras.
Por eso resulta tan difícil refutar el argumento de que los altruistas se preocupan de los demás sólo por su satisfacción personal. A algunos cínicos les gusta afirmar que ni siquiera la Madre Teresa actuaba por altruismo, y dicen que a la religiosa que recogía a los moribundos en las calles de Calcuta, lavaba las heridas a los leprosos y vivía en chabolas por voluntad propia, simplemente le hacía bien socorrer a los más pobres.6
Ahora sabemos muchísimas cosas sobre el alma de la Madre Teresa, que durante decenios exploró su mundo interior sin cortapisas. Hace poco salieron a la luz pública sus Diarios y su correspondencia confidencial. Estos documentos demuestran cuán atormentadamente se interrogaba a sí misma y exploraba su vida la Premio Nobel de la Paz.7 La religiosa que se había consagrado por entero al servicio de Jesús, se sintió durante años abandonada por Dios y hasta llegó a dudar de su existencia. Y desconfiaba todavía más de sus propios sentimientos. «En mi interior hace un frío glacial», escribió en cierta ocasión. Así pues, ni siquiera estos apuntes íntimos nos aclaran qué motivaba exactamente a la Madre Teresa. Es evidente que ella misma tampoco lo sabía.
De todas formas, hay casos en los que podemos excluir casi con seguridad la esperanza puesta en el reconocimiento y en los buenos sentimientos. Por ejemplo, ¿arriesgó acaso Wesley Autrey su vida por el muchacho epiléptico porque deseaba que lo ensalzaran como un héroe? Ya el ritmo mismo de los acontecimientos hace que esto sea poco probable: cuando en una fracción de segundo decidió saltar a las vías, Autrey no tuvo oportunidad para pensar en cómo se sentiría después de concluir con éxito su buena obra. E incluso si hubiera tenido tiempo de hacerlo, ante un riesgo tan grande de perecer, la perspectiva de estrechar quizá más tarde la mano del presidente habría sido una motivación muy débil.
Un papel igualmente secundario debieron de desempeñar el honor, el sentimiento del deber o la conciencia moral en ese instante crítico, pues el momento de terror fue demasiado breve para ese tipo de reflexiones tan complejas. Autrey sólo pudo, pues, haber puesto en juego su vida por motivaciones situadas fuera de su persona, y también actuó de modo totalmente altruista según el lenguaje cotidiano.
Sin embargo, ¿es acaso menos digna de elogio la acción de alguien que, tras madura reflexión, se arriesgó por ejemplo a acoger a un judío perseguido y salvarlo así de los esbirros perseguidores? ¿O lo es quizá incluso más?
Cada día una docena de buenas obras
No llegaremos, pues, muy lejos si utilizamos unas cuantas motivaciones poco claras como medida para calibrar el egoísmo y el altruismo. Vale más observar qué efectos produce en cada caso la respectiva manera de actuar. Cada acto tiene sus costes y cabe esperar que produzca beneficios. Y la pregunta de quién carga con los costes y quién disfruta de los beneficios revela enseguida si una persona se comporta de modo egoísta o altruista. Un egoísta disfruta de unos beneficios que otros pagan. De manera extremadamente egoísta se comporta, por ejemplo, un ladrón. En cambio, un altruista asume unos costes determinados para procurar beneficios a otros; cuando regala algo sin esperar nada a cambio, por ejemplo.
Esta definición la utilizan también quienes investigan el comportamiento humano. Es sencilla y útil, porque permite observar los costes y los beneficios contraponiéndolos a motivaciones a menudo desconocidas. De todos modos, un altruista no tiene por qué pagar necesariamente algo por sus obras. Basta con que asuma un riesgo por otra persona. Wesley Autrey salió ileso de debajo del convoy que había pasado encima de él. Pero como la proeza también hubiera podido terminar de otra manera, Autrey actuó de manera altruista.
El altruismo tampoco significa que alguien tenga que sacrificarse por un necesitado. Cuando por otros renunciamos a alguna pequeña ventaja nos comportamos de manera altruista según la definición científica. El beneficiario tampoco tiene por qué ser forzosamente una persona concreta. A menudo actuamos de modo altruista por el bienestar de un grupo, o incluso por un principio abstracto, como puede ser, por ejemplo, la justicia. Aunque como miembro de un grupo un benefactor participe del beneficio común —por ejemplo, cuando llevamos voluntariamente basura a reciclar— se estará comportando de modo altruista en la medida en que sus costes (la pérdida de tiempo) prevalecen sobre el beneficio propio (un medio ambiente ligeramente menos contaminado).
Ya sea que devolvamos el dinero cuando la cajera se equivoca en favor nuestro al contar, ya sea que recibamos un paquete que le llega al vecino ausente, ya sea que un padre acepte ser elegido en el comité consultivo de padres de familia en un centro de estudios; quien actúa así carga con los costes mientras otros se benefician. Vistas así las cosas, nuestra vida cotidiana está llena de actos altruistas más pequeños, y a veces también más grandes. Como es sabido, un boy-scout debe realizar «cada día una obra buena». De hecho, la mayoría de las personas optan diariamente docenas de veces por el altruismo.
¿Es el sexo la solución?
Quien descarte los ejemplos arriba mencionados por considerarlos triviales, olvida lo difícil que resulta explicarlos. Esto lo admiten incluso los escépticos, que no creen en los actos altruistas y se complacen en argumentar que los costes y los beneficios no son muy claramente definibles. Ese padre de familia al parecer tan preocupado por el bienestar de los escolares podría, en realidad, querer congraciarse con el director para potenciar los progresos de su propio hijo. «Rasca a un altruista y verás sangrar a un hipócrita», escribió bromeando el biólogo evolucionista Michael Ghiselin.8
¿En qué consisten, pues, los costes y los beneficios? Es fácil darse cuenta de por qué la manera más corriente de medir ambas cosas muy a menudo no funciona. Al «dar» y «tomar» pensamos habitualmente en bienes o en tiempo. Y solemos preguntarnos: ¿cuánto tiempo nos costaría hacernos con un bien determinado? La mayoría de las personas calculan así cuando les pedimos un favor. La economía tradicional y la política que invoca teorías económicas reposan, con mayor razón, sobre una comprensión puramente material de los costes y los beneficios.
Sin embargo, quien desee resolver el enigma del altruismo a partir de esta base acabará enredándose irremediablemente en una serie de absurdos. Si a todos los hombres sólo les importara hacerse ricos con el menor esfuerzo posible, ni un solo niño habría venido al mundo desde que se inventaron los anticonceptivos eficaces. Es evidente que el bullicio de los bebés procura a sus padres una ganancia que no se puede expresar en dinero y por la que están dispuestos a pagar el equivalente de horas de trabajo inusitadas en la habitación de los niños y varios miles de euros al año. Y nadie afirmaría que la gente crea una familia por altruismo.
Los biólogos evolucionistas han encontrado una medida más sensata para calcular los costes y los beneficios. Como todos los organismos, el hombre también está programado para reproducir sus genes. Visto así, parecerá beneficioso todo cuanto, a la larga, esté al servicio de este objetivo. En cambio, al individuo le surgen costes cuando algo disminuye sus perspectivas de tener descendencia. Por consiguiente, un egoísta aumentará sus propias posibilidades de reproducirse al disminuir las de otros. Los altruistas harían exactamente lo contrario.
La ventaja genética postulada por el evolucionismo explica muchas cosas de manera más plausible que la contabilidad de los economistas, centrada pura y simplemente en lo material; por ejemplo, el vivo interés de la gente por el sexo, por el que más de un hombre, como es sabido, está incluso dispuesto a invertir dinero. Tampoco llama la atención que la gente luche por conseguir un estatus, si se piensa que el prestigio sólo puede favorecer la reproducción. Al fin y al cabo, los símbolos del estatus seducen a las parejas atractivas tanto como la luz a las polillas. Cierto es que quienes conducen un Porsche tampoco procrearán más hijos o hijos más sanos que otros hombres: la programación evolucionista es un remanente del pasado. Se desarrolló en una época en que, efectivamente, el estatus aumentaba el número de descendientes. Pese a todo, hasta hoy determina nuestro comportamiento.
La lucha por tener oportunidades de reproducirse también explica, pues, a primera vista, un comportamiento extraño. Además, este postulado biológico evolucionista permite echar una mirada al futuro: si un determinado comportamiento innato aumenta el número de descendientes, se transmitirá espontáneamente a la generación siguiente. Pues los padres que tengan los factores genéticos correspondientes sacarán adelante con gran esfuerzo un número de hijos muy superior al promedio que, a su vez, serán portadores de esos genes.
Y como la ventaja genética postulada por el evolucionismo se va sumando de generación en generación, al principio puede ser incluso muy pequeña. Quien tenga genes con una ventaja un poquito mayor que otros estará en una situación parecida a la de un ahorrador que, en la época de Cristóbal Colón, hubiera invertido tan sólo un céntimo en uno de los bancos que acababan de fundarse. Aun contando la devaluación del dinero, sus descendientes dispondrían ahora de más de diez millones de euros, si no hubiera habido reformas monetarias. En la evolución, una ventaja genética produce intereses a plazos muchísimo más largos.
La decadencia de los guerreros nobles
De este modo la teoría evolucionista brinda su argumento más sólido a los escépticos, que niegan tajantemente el altruismo: si el altruismo supone actuar contra los intereses biológicos propios, ¿cómo puede existir a la larga semejante desventaja evolucionista? Los altruistas asumen los costes en forma de menores oportunidades de reproducirse; los beneficios pasan a otro que, a cambio, saca adelante a un número mayor de hijos. Ya Charles Darwin, el padre de la teoría evolucionista moderna, advirtió este problema. En un mundo en el que se lucha sin piedad en una carrera en pos de los recursos le parecía que había poco espacio para el desprendimiento. Darwin ilustró esta amarga tesis con el ejemplo de un pueblo de guerreros: «El que estaba dispuesto a entregar su vida antes que traicionar a sus compañeros (...) con frecuencia no dejaba descendientes que heredasen su noble naturaleza. Los más valientes, que en la guerra siempre estaban dispuestos a ponerse al frente de sus compañeros(...), acababan muriendo en mayor número que los demás.»9 Unas cuantas generaciones después, los altruistas se extinguirían.
Vistos así, nunca hubieran podido imponerse los factores genéticos del altruismo. Según los escépticos, esto ni siquiera podía aplicarse a ejemplos tan dramáticos como la autoinmolación de un soldado, pues en la evolución cuentan incluso las desventajas mínimas. Quien cuida a gente mayor, tiene menos tiempo para buscar novia. Quien hace donativos anónimos y hasta quien devuelve un cambio mal contado, cuenta con menos medios para atender a sus hijos. Y Wesley Autrey dejó atrás incluso a sus propias hijas para arriesgar su vida por un desconocido.
De todas formas, los escépticos se han metido de este modo en un callejón sin salida. Si se suman simplemente las ventajas biológicas evidentes de un acto, no debería de haber gente que cuide ancianos o haga donaciones o sea como Autrey. ¿Yerra la realidad cuando no quiere adaptarse a la teoría?
Pese a todo, hasta ahora es muy común afirmar, citando a Darwin, que en todo momento cada cual se preocupa sólo por su propio bienestar. Quien desee justificar de este modo actos despiadados o incluso inmorales, les dará así una capa de barniz científico. Es una retórica tan antigua como la teoría evolucionista misma. El filósofo inglés Herbert Spencer, un contemporáneo de Darwin firme adalid del liberalismo político, acuñó la fórmula «Survival of the Fittest» «supervivencia de los más adaptados». En libros que se vendían, Spencer fue el primero en deducir de la teoría de la evolución normas para la vida en comunidad. Así pues, resulta contraproducente y malo preocuparse por individuos más débiles. Pues « la naturaleza aspira en su totalidad a liberarse de ellos, a liberar al mundo de ellos y crear espacio para los mejores.»10
Estas ideas reaparecen en Mi lucha de Hitler como «lucha por la «existencia». Pero Spencer también era un autor muy leído en el mundo de las finanzas. Y John Rockefeller, que a principios del siglo XX se convirtió en el hombre más rico de todos los tiempos al hacer primero que toda Norteamérica dependiera de su Standard Oil Company y defender luego el monopolio con todos los medios posibles, invocaba el egoísmo supuestamente natural. Haciéndole eco, la supervivencia de los más adaptados se manifiesta en el crecimiento de las grandes empresas, «el efecto de las leyes de la naturaleza y la ley de Dios.»11 Y cuando Michael Douglas, alias el especulador Gordon Gekko, con su legendaria frase «la codicia es buena, la codicia está bien y funciona», condensó en la película Wall Street (1987) el «espíritu de la época» el «Zeitgeist» de los decenios anteriores, se refirió también a la biología: «la codicia capta la esencia del espíritu de la evolución».
El dilema de Darwin
La objeción más frecuente contra esa simple visión darwinista afirma que la equidad y la disponibilidad a ayudar nos han sido inculcadas contra nuestra naturaleza, y que la moral no es sino un producto de nuestra cultura. Así argumentan la mayoría de los sociólogos, pero también muchos biólogos evolucionistas.12 Sin embargo, esta tesis no nos lleva muy lejos, pues no aclara en absoluto por qué los hombres, en caso de peligro serio, acatan las normas que les enseñaron en su día. Si esto le promete una ventaja, un egoísta debería simplemente olvidar su buena habitación de niño.
Entonces podríamos suponer que los preceptos morales nos fueron inculcados indeleblemente en la infancia mediante un mecanismo misterioso. Pero así y todo el problema sigue sin resolverse. Quien entiende la moral como producto de la cultura, no hace sino trasladar el enigma al pasado. Al fin y al cabo, algo debió de inducir a nuestros ancestros a enseñar, en contra de sus intereses biológicos propios, cierta dosis de altruismo a sus hijos.
Y este comportamiento desfavorable para ellos tuvo que mantenerse, además, durante varias generaciones. El deprimente argumento de Darwin no puede, pues, debilitarse con la referencia a la cultura. Los guerreros dispuestos a inmolarse tenían peores oportunidades de reproducirse, al margen de que vinieran al mundo con su nobleza de ánimo o que la aprendieran.
Charles Darwin no encontró la solución a este dilema. En el año 1902, el príncipe ruso Piotr Kropotkin, escritor, sabio universal y anarquista, demostró de forma por demás convincente que, en muchas especies animales y también en el hombre, la ayuda mutua aumenta la buena salud biológica de un grupo. Aunque tampoco pudo refutar la objeción de Darwin de que en el interior de una comunidad, los altruistas se hallan peor situados que los egoístas. Y no en última instancia porque el aristócrata del imperio zarista que simpatizaba con los radicales de izquierda era un personaje marginal en la tradición científica, su obra fue pronto olvidada.13
Sin embargo, los continuadores de Darwin en Europa occidental y Norteamérica sólo dieron con una solución plausible: el altruismo era sin duda explicable, pero únicamente entre parientes. Pues si un padre renuncia a algo por su hija, su actitud favorecerá la perpetuación de sus genes. Si preocuparse por su familia es algo innato en el padre, también transmitirá este factor genético. Y no solamente en la sucesión directa pueden transmitirse genes que favorezcan el sacrificio en el interior de la parentela. Pues también la tía que se sacrifica por su sobrino tiene una ventaja biológica. Según las leyes de la genética, una cuarta parte de los genes de él son también de ella. De suerte que si se hace cargo de dos sobrinos suyos a la vez, hará por la transmisión de su genoma exactamente lo mismo que si se hiciera cargo de uno de sus propios hijos.
Al genetista inglés John Haldane, a quien debemos esta reflexión, le preguntaron en cierta ocasión si estaría dispuesto a saltar a un río de aguas frías para salvar a su hermano de perecer ahogado. «No», respondió, «pero por dos hermanos u ocho primos daría mi vida».14 Desde una perspectiva estadística, la pervivencia de todos sus genes estaría así asegurada.
Los partidarios de estas ideas se denominaban «sociobiólogos». Lograron explicar el altruismo en las comunidades de hormigas. Resultaba evidente que, por regla general, estos insectos sociales están más dispuestos a sacrificarse por otros cuanto mayor es el grado de parentesco que los une. Conociendo el número de genes comunes puede incluso calcularse cuánto hacen una hormiga, o también una abeja o una avispa, por una de sus congéneres, de modo no distinto a como Haldane calculó lo que haría al ser interrogado sobre el caso de su hermano. Animados por estos éxitos, los sociobiólogos intentaron seriamente lo que Haldane dijo que estaba dispuesto a hacer sólo por soltar una agudeza: aplicaron sus teorías al ser humano.
Lamentablemente, así dejaron sin respuesta la pregunta que de verdad interesaba. Pues un grupo de hombres no es una colonia de hormigas en la que todos están emparentados. Quien desee comprender nuestra vida en comunidad, deberá explicar por qué compartimos cosas con personas situadas fuera de la familia y nos preocupamos por ellas. Pero en vez de enfrentarse a este problema, los sociobiólogos se limitaron a discutir sobre aquello que podían solucionar con su actitud: el altruismo dentro de la familia.
Lo que recomienda Groucho Marx
Para eludir el problema, los sociobiólogos postularon que no podía haber altruismo fuera del parentesco. Decían que cuando los hombres hacen algo por otros, se limitan a especular con un negocio. Y cuando parecen actuar de modo equitativo y generoso, lo hacen para disimular que en realidad van en pos de sus propios intereses de manera tanto más taimada. Al fin y al cabo, Groucho Marx ya había comentado sarcásticamente que «El secreto del éxito son la honradez y la obsequiosidad, si logras simularlas, lo habrás conseguido.»
En 1976 apareció el libro El gen egoísta y convirtió a su autor, Richard Dawkins, en el más conocido de todos los sociobiólogos. Con esa obra, redactada en un estilo brillante, Dawkins escribió no sólo un superventas, sino que también marcó a toda una generación de biólogos e investigadores del comportamiento. Hasta hoy, las frases de Dawkins se encuentran tanto en artículos especializados como en libros de divulgación. Entre los admiradores del libro figuraba también Jeffrey Skilling, que en su condición de presidente del directorio de la gran empresa petrolera texana Enron fue responsable del fraude de contabilidad más grande de la historia de la economía. En cierta ocasión confesó que El gen egoísta era su libro preferido y su principal fuente de inspiración.15
Dawkins, que posteriormente destacó como un virulento crítico de la religión, supo encontrar palabras enjundiosas para las fórmulas de sus colegas: «somos máquinas de supervivencia, robots programados ciegamente para la conservación de las moléculas egoístas llamadas genes». Y como nuestros genes han sobrevivido en un mundo de intensa lucha por la existencia, como en Chicago sobrevivieron los gánsteres que tenían éxito, no se puede esperar clemencia de ellos ni de nosotros, los hombres. Pues «el egoísmo del gen dará origen habitualmente al comportamiento egoísta del individuo.»
La biografía del padre espiritual de la sociobiología hace que este tipo de frases estridentes parezcan sospechosas: John Haldane, que supuestamente no quería lanzarse a un río de aguas frías para salvar a su hermano, se preocupaba en realidad mucho por el bienestar de su prójimo. En su condición de marxista convencido servía a su partido trabajando como redactor en jefe del periódico Daily Worker, lo que no contribuyó precisamente a acelerar su carrera científica. Esta ocupación no le impidió a Haldane llegar a ser uno de los biólogos más famosos de su tiempo y, finalmente, miembro de la Royal Society. Apoyó a los republicanos en la Guerra Civil española, escribió más de una docena de libros en los que expuso al gran público sus teorías científicas y sus ideas acerca de una sociedad mejor, e incluso fue autor de un libro para niños. El terror del imperio estalinista lo llevó más tarde a abandonar el partido comunista, y en 1950 abandonó también Inglaterra, pues quería contribuir al desarrollo de la paupérrima India, entonces ya independiente. Allí se volvió vegetariano. Incluso en su testamento, en el que legó su cadáver a una escuela de medicina de provincia, se pone de manifiesto su altruismo: «No tengo más usos que darle a este cuerpo y quiero que sea útil a otros. Los gastos de su refrigeración serán la primera cantidad que se descuente de mi legado póstumo».16
El altruista incomprendido
Hace tiempo que es un lugar común asociar el nombre de Charles Darwin al principio de «devorar o ser devorado», a la lucha despiadada de todos contra todos. Sin embargo, esto en realidad distorsiona lo que entre la opinión pública en general e incluso entre los científicos se conoce con el nombre de «darwinismo»: las enseñanzas del biólogo inglés. Cuando aún vivía su fundador, la teoría evolucionista era utilizada indiscriminadamente para todo tipo de interpretaciones políticas posibles, algo que disgustaba en grado sumo a Darwin. La cita que figura al principio del presente capítulo proviene de una carta que envió en 1860 a su amigo el geólogo Charles Lyell. Rebosante de sarcasmo se queja Darwin en ella de la manera como el periódico «Manchester Guardian» acogió su recién publicado libro El origen de las especies. Con mayor razón, después de su muerte cayeron en el olvido algunas de sus ideas centrales y otras no fueron tomadas en serio.
Presentado a menudo como predicador del egoísmo, Charles Darwin era en realidad un hombre extremadamente sensible. Durante su viaje de circunnavegación a bordo del Beagle, cuando en cierta ocasión paseaba por las calles de una ciudad costera del Brasil, oyó unos gemidos atormentados; probablemente estaban torturando a un esclavo en algún lugar detrás de un muro, y él, Darwin, estaba inerme y ni siquiera podía protestar. Este recuerdo aún lo perseguía muchos años después y lo torturaba cada vez que oía algún grito lejano.17 «No quiero ir nunca más a un país donde haya esclavitud», escribió más tarde sobre ese viaje.»18
En Down, una aldea del sur de Inglaterra en la que vivió desde su regreso en 1842 hasta su muerte, fundó Darwin una «Friendly Society» que prestaba ayuda a los braceros del campo empobrecidos. Ni siquiera soportaba ver sufrir animales, comentaba su hijo. «Un día volvió a casa pálido y extenuado porque había visto cómo maltrataban a un caballo.»19 Y cuando se enteró de que un campesino había dejado morir de hambre unas ovejas, reunió pruebas y llevó el asunto ante el juez de paz, con lo que se hizo impopular en la aldea.
¿Cómo podía Darwin combinar su altruismo con sus conocimientos científicos? Era un investigador sumamente meticuloso y poseía demasiada experiencia vital para tomar en serio su juego mental sobre la extinción de los guerreros nobles. Ya durante su viaje en el Beagle fue anotando sucesos que difícilmente serían compatibles con una naturaleza puramente egoísta del ser humano.
Darwin, que por entonces tenía 21 años, vio en Tierra del Fuego los hombres más extraños que jamás había visto. Así describió su visión de un salvaje: «Era un fueguino desnudo, su larga cabellera ondeaba al viento, su cara estaba embadurnada de tierra. De pie en lo alto de una roca, hacía gestos y emitía sonidos que, comparados con los de los animales domésticos, resultan mucho más comprensibles.»20 Los habitantes de Tierra del Fuego a menudo pasaban hambre y combatían por sus escasos recursos. Darwin plantó huertos de verduras y hortalizas para mejorar siquiera un poco su alimentación.
Sin embargo, esos hombres, que según la primera impresión de Darwin más bien parecían animales, tenían un gran sentido de la justicia. Eso lo advirtió el joven investigador cuando en febrero de 1834 una pequeña flota de canoas se acercó al Beagle. «Le di a un hombre una gran escarpia, un regalo sumamente valioso, sin insinuar con ningún gesto que yo esperaba un regalo suyo a cambio. Pero él levantó en seguida dos pescados y me los alcanzó ensartados en la punta de su venablo. Los fueguinos también estaban dispuestos a renunciar a ciertas cosas entre ellos: «Si un regalo destinado a una canoa caía cerca de otra, siempre era entregado a su verdadero destinatario.»
Este comportamiento de los indios tenía muy poco que ver con una lucha de todos contra todos. También parecía apenas concebible que hubieran copiado de otra cultura su sentido de la justicia. Pues los fueguinos vivían totalmente aislados en su isla. ¿De dónde provenía, pues, su moral?
Esta pregunta debió de perseguir a Darwin la mitad de su vida, pues volvió a ella cuatro decenios después de su viaje en el Beagle. En su obra de madurez La descendencia del hombre, le dedica varios capítulos. En ellos planteó la audaz teoría de que las facultades intelectuales y las preferencias se desarrollaban en el curso de la evolución exactamente como el crecimiento del cuerpo. Así, había un «instinto social» innato a muchos animales, que los llevaba a buscar la compañía de sus congéneres y a sentir simpatía por ellos. En un ser tan extremadamente desarrollado como el hombre, este instinto condujo «inevitablemente» a un sentimiento innato de la justicia y la moral.21 Justamente por eso el comportamiento altruista no había desaparecido en el curso de las generaciones: la proclividad innata a buscar compañía obligaba al hombre a ser temporalmente altruista.
Darwin no pudo prever qué revolución espiritual acabarían produciendo estas ideas. Tampoco tenía muy claro qué componentes integraban exactamente ese instinto social ni cómo podía generar equidad y bondad. Especuló con la idea de que los hombres primitivos desarrollaron virtudes porque deseaban recibir elogios. Y como no dio otras explicaciones, sus seguidores pudieron desechar como una aberración de su maestro la idea de que los hombres se preocupan de modo natural por los demás.
Sin embargo, con esta teoría Darwin se adelantó más de un siglo a su época. Sólo hoy empezamos a comprender hasta qué punto los impulsos altruistas marcan nuestros pensamientos y actos, cómo se originan y cómo, a la larga, nos resultan útiles. Así se perfila una nueva imagen del homo sapiens mucho más amable que las anteriores. Estos descubrimientos cambiarán las reglas de juego de nuestra vida en comunidad.