1

MIEDO INDIVIDUAL Y REACCIONES

¿Por qué hablamos de trincheras cuando nos referimos a nuestros miedos?

Las trincheras tuvieron su desgraciado momento de gloria en la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Alemania fue la que inicialmente las utilizó y Francia después siguió el mismo esquema. En breve, las nuevas armas de fuego facilitaron su creación: una ametralladora ubicada en la parte alta de la trinchera podía acabar con batallones en minutos. Una trinchera era un agujero cavado en la tierra en terrenos elevados que les daba a los ejércitos ventaja en el campo de batalla. Esos agujeros podían ser de muchos kilómetros y, en teoría, les ayudaban a resistir y enfrentarse al enemigo.

En la práctica, se convirtieron en lugares donde convivían con las ratas, la falta de comida y de higiene y, especialmente, la enfermedad física y mental. Las neurosis de combate provocaron que los soldados se quedaran paralizados por el miedo a la espera del obús que podía matarlos. La trinchera se convirtió en una trampa.

Construidas para proteger, se volvieron zanjas llenas de angustia y terror, donde la parálisis era la norma.

EL INSTINTO DE SUPERVIVENCIA

Las trincheras fueron en su día un elemento táctico, pero también el lugar por excelencia en el que el instinto de supervivencia humano se manifestó con crudeza y sin filtros.

Los soldados tuvieron que adaptarse a las condiciones extremas y a menudo inhumanas de la vida diaria, metidos en aquellas zanjas. Se trataba, ante todo, de sobrevivir y dominar constantemente el miedo, esperando la caída de un proyectil o el momento de repeler un ataque sorpresa. Estaban preparados para el combate, para el manejo de las armas; pero el ser humano tenía que lidiar también con un enemigo interior: el miedo, algo con lo que todos nacemos y que nos acompaña durante toda la vida.

Comenzaremos hablando del más útil de los miedos, ese instinto de supervivencia con el que nacemos.

El miedo es un mecanismo que viene de fábrica, incorporado en ese envoltorio que nos acompaña en la vida que es el cuerpo. No solo es un viejo amigo de la humanidad, sino que es algo mucho más importante: su salvador. Si no fuera por él, nos extinguiríamos, porque nos ha permitido sobrevivir a lo largo de la historia. Ese miedo nos alerta del peligro real de perder la vida. Lo llamamos «instinto básico de supervivencia».

Consiste en un pequeño mecanismo disparador que se activa en situaciones de peligro, poniendo en marcha un proceso complejo que es a la vez biológico y psíquico y que nos obliga a estar vivos, porque supedita la vida a la muerte o la desaparición. Si se nos presenta una amenaza, nuestro cuerpo arranca como si fuera un vehículo automático y teledirigido. Se enciende con esa llave incorporada que llevamos y que activa la amígdala, situada en una parte del cerebro que se llama sistema límbico, un motor responsable de nuestras emociones, memoria e instintos (comportamiento). O sea, una interesante red de neuronas interconectadas que nos llevan a decidir nuestra reacción frente al miedo: atacar, huir, quedarnos paralizados o controlar la situación.

Ese chispazo desencadena una estimulación hormonal, liberando la conocida adrenalina y la noradrenalina en la sangre a modo de gasolina o electricidad, una energía que recorre nuestro organismo y prepara el cuerpo para el ataque o la huida. Todo esto conlleva un subidón de la frecuencia cardíaca, la respiración rápida y la dilatación de las pupilas. Vamos, que ese motor está en marcha y a todo tren, en alerta máxima. A esto los expertos le llaman activar el sistema simpático.

El reporterismo de guerra es una profesión que contraviene este instinto primario, como muchas otras en las que se trabaja en zona hostil (soldados, médicos, espías, personal humanitario). El cuerpo te pide ponerte a cubierto, como es lógico, pero nosotros obligamos a la mente a hacer lo contrario e ir hacia el peligro. Lo nuestro consiste en algo tan ilógico como empeñarnos en ir a ese lugar del que todo el mundo sale corriendo, en contra de las señales que te lanza tu propio organismo para poner pies en polvorosa como cualquier mortal.

Recuerdo aquel día que crucé de forma ilegal la frontera entre Líbano y Siria en mitad de la noche de un frío invierno de 2011. Me acompañaba un joven que formaba parte de la insurgencia y que tenía la terrible misión de cruzar a periodistas, guerrilleros y armas de noche y de forma ilegal, fuera del control del régimen del presidente Bashar al Assad, contra el que libraban una guerra abierta. El chaval me recibió hecho un manojo de nervios y con el corazón a todo tren, con el motor arrancado y el organismo en alerta completa. Recuerdo hasta el día de hoy el fuerte olor que desprendía: no era sudor o mugre, ¡era puro miedo! Podía oler y sentir su terror a dos metros de su cuerpo, lo cual me preocupó bastante.

Había estallado la revolución, los ciudadanos querían libertad, igualdad de oportunidades, el fin del abuso de poder de la secta minoritaria pero dominante, los alauitas. Las plazas de algunas ciudades se llenaban de jóvenes valientes que creían que iban a derrocar a su dictador, como había pasado en Túnez, Egipto y Libia. Y yo quería entrar y contarlo. Conseguí un buen contacto para hacerlo con la red de personas que se encargaban de ayudar a la prensa internacional. Me dijeron que fuera a una casa en el norte del Líbano y de allí me llevaron a las tres de la mañana a campo abierto, donde me dejaron con este chico que iba abrigadísimo, vestido con varias capas de ropa. Yo iba sola y llevaba una simple y vieja mochila; mi atuendo era por completo de negro, incluido un hiyab (pañuelo musulmán) para pasar desapercibida.

Solo lo supe después pero, al parecer, era una misión suicida, pues el chico y yo nos jugábamos la vida y teníamos que atravesar el campo a oscuras y a pie, en silencio total. Apostados en mitad del campo con gafas infrarrojas nocturnas, había tumbados y escondidos francotiradores y tropas de las temidas milicias libanesas de Hezbollah (aliados del Gobierno sirio) que disparaban a todo lo que se movía. A la voz de ¡ya! cruzamos y corrimos semiagachados en mitad de la noche. «Get down! (¡Agáchate!)», me decía entre susurros nerviosos; y así recuerdo caminar sintiendo esa energía de su sistema simpático, el olor de los cedros y la vegetación nocturna.

Yo estaba tan alerta y con las orejas tan abiertas, buscando sonidos extraños que delataran la amenaza, que casi podía escuchar a las plantas hacer la fotosíntesis. Caminamos una media hora, quizás fue menos, pero sudábamos a mares a pesar de la nieve y el frío del invierno. El corazón se nos aceleró cuando vimos una luz a lo lejos, una linterna lejana. El chico se paró, me miró con sus pupilas dilatadas y tocándome el brazo para tranquilizarme me dijo: «Friend» (amigo). Era otro miembro de la insurgencia que nos esperaba con una motocicleta mal camuflada con arbustos rotos. En aquel momento el chico se relajó por fin. Pude sentir su alivio y paz interior. «¡Estoy vivo!», debió de pensar. Muchos de aquellos chavales murieron en los primeros años de guerra, bien a causa de los disparos o mutilados muchos por minas que el Gobierno de Bashar al Assad instaló en aquellas fronteras para impedir la entrada de informadores, combatientes, terroristas, armas y dinero del enemigo.

¿Cómo pudimos procesar el miedo? Fue el fisiólogo Walter Cannon, experto en biopsicología de la emoción, quien acuñó la extendida teoría de reacción de la «lucha o huida» frente al miedo como respuesta a una situación de estrés. Por ejemplo, en la guerra, si suenan los aviones que vienen a bombardear, lo más común es mirar al cielo, accionar las piernas y salir en dirección contraria o buscar un refugio.

Nosotros, aquel día, sentimos miedo, porque es importante vivir el miedo y sentirlo; no hacerlo es considerado una patología, una enfermedad. Nuestro cuerpo se había preparado previamente: habíamos aumentado nuestros sentidos de alerta, la tensión muscular, la frecuencia cardíaca y los niveles de glucosa en la sangre para mejorar el rendimiento físico y mental. Estábamos preparados y con el motor en marcha. Pero ¿qué determinó nuestra reacción? ¿Por qué ninguno de los dos nos quedamos paralizados y abandonamos aquel momento tan peligroso? ¿Qué otros factores influyen a la hora de tomar una decisión u otra?

Más allá del simple instinto de supervivencia, hay muchos otros que entran en juego. Nuestra querida amígdala está conectada con nuestra memoria y con nuestras emociones, y todo lo que hemos aprendido o vivido con anterioridad (incluida la cultura, sociedad, religión y contexto político en el que vivimos) influye mucho a la hora de determinar qué haremos cuando tengamos que enfrentarnos a un peligro. De modo que memoria y emociones juntas, mezcladas en la coctelera del sistema límbico, deciden nuestra reacción frente a una amenaza, pero también frente un cambio o transformación que nosotros consideremos un peligro para nuestra vida o nuestros intereses.

En aquella ocasión ignoramos el instinto básico de supervivencia, y dimos prioridad a las emociones y a la memoria. No decidimos atacar, ni luchar, ni huir; decidimos controlar la reacción, atravesar ese campo viviendo junto al miedo.

Nuestro propósito nos hizo tomar el control de la situación y de nuestra reacción y mi comportamiento en concreto estuvo influenciado por: 1. Mi determinación por cubrir aquella guerra. 2. La memoria de haber cubierto otras con peligro y haber sobrevivido. 3. Crecer como profesional y obtener una exclusiva. 4. Un objetivo humano global, grabar crímenes contra la humanidad y contarlos. Todo aquello condicionó mi respuesta y activó mis piernas, mi mente y mi organismo hacia la acción.

Cada uno de nosotros reaccionaría de forma distinta frente a un peligro similar. Está claro que si estamos en Kiev (Ucrania) y suenan los aviones rusos que vienen a bombardear, salimos todos corriendo al refugio. Pero pongamos que estamos en las Ramblas de Barcelona, y descubrimos al carterista que viene a robarnos y se abalanza sobre nosotros. ¿Salimos corriendo? ¿Le retenemos por la fuerza? ¿Le derribamos? Todo depende.

Así actúa el miedo:

1. Se presenta una amenaza/cambio que nos asusta.

2. Empezamos a reaccionar.

3. Evaluamos/sopesamos opciones.

4. Nuestro disco duro busca en la memoria y en las emociones.

5. Reacción: lucha/huida/parálisis/control

Recuerdo una historia conmovedora de la que fui testigo en la localidad de Al-Qusayr (Siria). Ese día yo estaba en el hospital cuando cayó una bomba en una rotonda cercana, donde casualmente un padre y su hijo iban circulando con un coche. Ellos resultaron ilesos, pero la explosión hirió a un vecino que iba caminando. No solo no lo abandonaron para ir a cubierto y salvar la vida, sino que pararon, lo recogieron para auxiliarle y lo subieron al coche.

Lo llevaron a toda prisa al hospital donde presencié cómo los enfermeros lo sacaban en camilla y lo entraban para curarle y salvarle la vida. Acto seguido, ellos continuaron su camino y cayó una segunda bomba sobre el coche del hombre compasivo y su hijo; el impacto fulminó de inmediato a ambos matándolos de un ataque al corazón. Yo no lo sabía, pero cuando cae una bomba desde un avión no siempre mata destrozando el cuerpo: el gran impacto y la onda expansiva son suficientes para paralizar los latidos y el bombeo de la sangre de un ser humano.

En este caso, los buenos samaritanos actuaron en contra de su instinto de supervivencia, llevados por su memoria (influenciada por su la compasión, parte de la cultura y religión musulmana) y sus emociones (el amor al prójimo).

LA REACCIÓN DE ATAQUE: LA VIOLENCIA

Entre las diversas reacciones que podemos tener frente al miedo está la de plantar cara a nuestra amenaza. Puede ocurrir de muy diversas formas, pero distinguiremos la civilizada y la violenta.

Responderemos de forma civilizada ante una amenaza si nuestra mente tiene en la memoria que «la violencia no lleva a ningún sitio»; esto ha podido llegar a nuestro cerebro a través de experiencias propias o de experiencias colectivas (como haber sufrido una guerra en el país recientemente). También es posible que hayamos sido criados en ambientes donde la violencia no se practica de forma habitual.

De ese modo, si viene un ladrón en las Ramblas de Barcelona, evaluaremos tranquilamente nuestras opciones; miraremos a nuestro alrededor a ver si hay policía o gritaremos para recibir ayuda de las personas que estén a nuestro alrededor. El problema está si encaramos el miedo reaccionando con un ataque que no sea moderado ni racional. O sea, pegarle un guantazo, tirarle al suelo, sentarnos encima e insultarle, haciéndole saber lo hartos que estamos de que nos roben en las Ramblas.

Lo correcto aquí es enfrentarnos a nuestras amenazas conteniendo la violencia. Esto no siempre es fácil de controlar en el ser humano, porque la violencia es muy apetecible para el ego, pero también impredecible. Una vez prendido el mecanismo violento, he comprobado que siempre trae consigo una concatenación de acontecimientos nefastos, tanto en una guerra como en nuestros conflictos cotidianos; es como si al lanzar el primer ataque tuviera un efecto dominó adverso y a menudo mortal.

He observado que la reacción violenta frente al miedo se usa en dos ocasiones. La primera, cuando un ser humano no tiene nada que perder; y la segunda, cuando se siente superior.

Cuando no se tiene que perder, pongamos el caso de un delincuente que entra en una farmacia a robar. Levanta el arma y le dan el botín, pero acto seguido dispara y mata al farmacéutico sin necesidad alguna, sin piedad ni empatía. De acuerdo con expertos criminólogos que trabajan con este tipo de casos, lo más común es que este individuo acumule una serie de miedos relacionados con la incapacidad de integrarse plenamente en una sociedad que le desprecia.

Seguramente procede de un entorno de pobreza extrema, carece de educación y sufre desempleo de forma continuada; ha nacido en un ambiente violento o ha sufrido múltiples traumas en su infancia. Es un marginado, vive estigmatizado y no consigue reintegrarse en la sociedad y cumplir las necesidades que nos impone la vida moderna (autorrealización, valoración, justicia social); por lo tanto, no tiene nada que perder, le da igual robar o matar, y ninguno de sus miedos está resuelto.

Otro ejemplo serían los jóvenes manifestantes de la plaza Tahrir en Egipto, o en Túnez o Siria, cualquier país con levantamientos populares acallados a sangre y fuego: no tenían nada que perder.

Son sociedades en las que el miedo a no prosperar se vive como algo insoportable, donde la población coge las piedras primero y las armas después. Sienten que la injusticia social les impide alcanzar los objetivos que les permitan tener una vida que les impone el sistema. Muchos no pueden alcanzar la posición social que les posibilite casarse o tener hijos o el trabajo que se merecen por los estudios que han cursado. En ciertos países musulmanes más extremistas, casarse es especialmente importante, porque solo se accede a las relaciones sexuales a través del matrimonio, y si no ahorran una dote es imposible. En ese caso, se une la frustración política a la frustración sexual, que es un cóctel molotov.

Este miedo a no tener justicia social y revolverse con violencia no es nuevo ni pertenece a una nueva categoría de guerras contemporáneas: ya se viene produciendo desde la Revolución francesa o incluso en la Edad Media en el caso de guerras contra el señor feudal. Si no tienes nada que perder, eliges el ataque, desafiar al poder establecido y jugarte la vida antes que vivir sin justicia y libertad. Nada que ver con los primeros miedos de la historia: comer, dormir y permanecer vivo.

La segunda ocasión en la que se usa la violencia es cuando el ser humano mira a su alrededor, observa el contexto, sopesa las opciones y se siente seguro y superior para atacar. Pongamos, por ejemplo, un choque entre coches; si uno de los conductores baja y comienza a gritar, espera un poco a ver quién sale del otro coche siniestrado. Si se trata de alguien de aspecto vulnerable, el agresor no siente el miedo que sentiría si en lugar de eso sale un señor tatuado, con un bate en la mano y más músculos que Dwayne Johnson.

En el caso de la guerra entre Israel y Gaza, está claro que Israel ha emprendido la campaña militar tras los ataques del 7 de octubre de 2023 porque tiene medios militares y económicos superiores. Por dar solo un dato, el Ejército israelí cuenta con ciento setenta mil soldados activos y trescientos mil reservistas, mientras que Hamás no llega a los cuarenta mil combatientes. Hay que añadir que Hamás, seguramente, la empezó porque sintió que no tiene nada que perder, que es también un desencadenante de la violencia (aunque la pérdida en vidas humanas le ha costado muy cara).

Una vez me sucedió una cosa en Túnez que me hizo pensar cómo el miedo afecta en la reacción violenta. Era 2011 y yo estaba cerca de la frontera de Ras Ejder, colindante con Libia, en el norte de África. Las revoluciones árabes habían comenzado y las milicias rebeldes se habían sublevado contra el dictador Muamar el Gadafi. Yo cubría el inicio de la revolución, y la gente huía de Trípoli, la capital, por aquella frontera donde esperaba la prensa.

A las doce de la noche y mientras cenaba algo rápido con un compañero, vimos una manifestación de refugiados y decidí grabarla como hubiera hecho en mi país. Mientras estaba mirando por el objetivo y sin verlo venir, alguien me agarró por la espalda y me pegó un buen golpe con el codo que me dobló hacia delante. Luego, me cogió la cámara, la elevó por los aires y la estrelló contra el suelo. Mi preciada herramienta de trabajo acabó hecha pedazos allí mismo, todo mi mundo y mi medio de vida, años de inversión destrozados. No pude reaccionar porque estaba rota de dolor, rodeada de un centenar de hombres furiosos y, aunque deseaba enfrentarme a él, no pude moverme ni quejarme. Mi frustración fue enorme.

Cuando hui y me calmé, comprendí que aquel hombre actuó movido por un miedo inmenso. Pensó y se imaginó —sin preguntar— que mis imágenes las iban a ver los secuaces del régimen de Gadafi, que saldrían en las noticias de su país y que le identificarían como opositor; el ejército del dictador buscaría a su familia para tomar represalias, violar a su mujer e hijas o bien encerrar o matar a los varones. Es algo que ese hombre sabía que era una realidad en su país, donde no solo se metía en prisión de por vida a los enemigos en la cárcel de Abu Salim, sino que, además, cuando ya no cabían, se les ejecutaban en masa en el patio para enterrarlos en fosas comunes y dejar sitio libre a los que iban entrando. Aquel hombre tenía el miedo calado en la memoria a hierro y fuego y había actuado con un conjunto de ideas ancladas en su memoria y conocimiento. Mi cámara y yo constituíamos una amenaza y un peligro.

Gadafi era un maestro en la manipulación humana de primera mano, experto en miedo y en instaurarlo durante décadas entre sus oponentes, como cualquier otro régimen autoritario. Se ha demostrado científicamente que la población que vive sometida a dictaduras que usan la coacción y la violencia extrema sufre patologías mentales particulares que pueden llegar a pervivir durante años, e incluso incrustarse en la mente de varias generaciones.

Por lo tanto, la memoria juega un papel igualmente enorme en el comportamiento del ser humano a la hora de afrontar un peligro. La mente evalúa, juzga y actúa pensando en si realmente tenemos las herramientas o no para afrontar lo que se nos viene encima. Nuestro amigo agresor evaluó el peligro, vio una mujer sola rodeada de un centenar de hombres, vio la oportunidad de pegarme por detrás y envió a su cuerpo a eliminar el objeto que amenazaba su vida y su supervivencia: mi cámara.

¿Cómo reaccionar correctamente frente a una supuesta amenaza, real o imaginaria?

Siempre que queramos lidiar con un miedo lo más importante es no dejar que nos controle. Si es el miedo el que nos maneja como una marioneta y se descontrola llevándonos a la violencia, podemos terminar haciendo cosas que no tengan vuelta atrás. ¿No podría aquel hombre haberme hablado, haberme pedido simplemente borrar las imágenes? ¿No podría haber intentado dialogar? No había ninguna razón que se lo impidiera, ni urgencia.

En un momento de peligro, todos tenemos un superpoder que solo conoceremos en ese momento: la lucidez. Cuando nos encontramos una situación de amenaza, contamos con la capacidad de pensar como no lo hemos hecho nunca. Nuestra mente evalúa, juzga y actúa pensando en si realmente tenemos las herramientas o no para afrontar lo que se nos viene encima. A través de observaciones empíricas, teorías psicológicas y biológicas, se ha demostrado que el hambre y el miedo pueden inducir a una mayor lucidez mental. Las condiciones extremas activan respuestas fisiológicas y psicológicas que están diseñadas para mejorar la supervivencia.

Si lo vemos desde una perspectiva evolutiva, el hambre y el miedo siempre han sido señales para conservar energía o para prepararse y usarla de manera eficiente. El miedo puede agudizar la percepción y la atención hacia detalles cruciales para la supervivencia, mientras que el hambre podría hacer que el organismo esté más atento y eficiente en la búsqueda de alimento.

Hay testimonios de personas que, en situaciones de peligro extremo como un accidente muy grave o una competición de alto rendimiento, experimentan una percepción agudizada y una capacidad mejorada para tomar decisiones rápidas y precisas. Pero, como todo en la vida, la exposición prolongada a condiciones duras puede tener efectos perjudiciales sobre la salud física y mental; todo hay que llevarlo a la moderación, porque el estrés crónico puede conducirnos a problemas de salud graves, incluyendo deterioro cognitivo, ansiedad, depresión y enfermedades físicas.

Como conclusión, cuando estamos expuestos a una amenaza, la mente tiene un superpoder: te revela pensamientos y soluciones de forma más rápida y te ofrece una alta gama de posibilidades, entre la que debes decidir la mejor para ti. La violencia no lo es.

Cuando el cuerpo te pide atacar frente a una amenaza, evalúa las consecuencias. Tu mente está preparada para pensar con claridad y a una velocidad de vértigo. Encuentra tu superpoder de concentración. Piensa antes de actuar.

EL MIEDO COMO ORIGEN Y ALIMENTO DE ODIO

Durante las guerras convencionales del siglo XX, la trinchera era una división física y psicológica entre «nosotros» y «ellos». Los pobres soldados, enfermeras o doctores que estaban allí dentro sentían la amenaza física que representaba el «otro» y que les podía enviar una bomba en cualquier momento. Seguramente, aparte del miedo a morir, sufrían la tortura psicológica de vivir con la sensación de ser odiados y, por lo tanto, deshumanizados. Para el enemigo no eran nadie, nada. Eso produce un miedo atroz.

Deshumanizar y despojar al «otro» de toda nuestra empatía humana es una herramienta esencial del odio: usada por todos los bandos en conflicto, justifica la violencia y da el visto bueno a cometer barbaridades, perpetrar masacres, arruinar a los tuyos, aplastar sin piedad al enemigo. En el momento en el que carece de valor moral, humano, alma, amor… ya puedes convertirlo en polvo. A mí me llama la atención cómo, a lo largo de la historia, se ha usado el recurso semántico de llamar de una determinada manera al «otro», de modo que carezca incluso del privilegio de denominarse «ser humano» y pase a ser un animal o insecto.

A esto ha contribuido la propaganda de guerra, que ha hecho un daño mayúsculo exacerbando estos miedos y odios con palabras, retratando al enemigo como moralmente inferior o monstruoso. Recuerdo, por ejemplo, el caso de la Radio de las Mil Colinas de Ruanda, que lanzaba proclama tras proclama llamando a aplastar a las «cucarachas» tutsis (genocidio de 1994), indicando incluso las direcciones a donde ir a perpetrar las inmundas masacres y crímenes contra la humanidad.

Como cuenta el escritor italiano Giovanni Ricci, en los tiempos de lucha en España contra los musulmanes, los cristianos acuñaron términos contra ellos del estilo «perros del infierno», «afeminados», «cerdos» o «escorpiones». Durante el reinado de la reina cristiana Isabel la Católica en España, la población se solía referir a los judíos como perros; aún hoy en día, para calificar a alguien que representa a un traidor se le llama «perro judío», un insulto usado por el español de a pie en pleno siglo XXI sin darse cuenta en absoluto de la carga antisemita del término. La reina Isabel obligó a convertirse a musulmanes y judíos de España en aquel entonces, y los que no cedieron fueron expulsados, no sin violencia ni masacres de por medio.

Por lo tanto, como reacción al miedo, el odio merece un capítulo aparte: es un componente emocional muy fuerte que pesa enormemente en la reacción frente a la amenaza en una guerra o en la vida real. Puede ir sumado perfectamente a los miedos político-históricos y pertenecientes al contexto sociocultural en los que vivimos, creando una escalera de «razones» para odiarse.

El odio procede de una combinación de recuerdos y de emociones. La guerra es uno de los lugares donde más claro puede verse, aunque también lo he observado con virulencia en los conflictos familiares y en nuestras comunidades o «tribus», donde la tormenta emocional es devastadora y las emociones más fuertes. Allí donde los lazos entre hermanos y vecinos son más importantes, el odio entre los más allegados desata huracanes imparables con consecuencias nefastas, que pueden llegar a pasar de generación en generación. Se acumula en la memoria colectiva e histórica, y el hecho de sentirse traicionado por «uno de los nuestros» puede dejar secuelas psicológicas de por vida.

La comunidad es una estructura muy útil y desde tiempos prehistóricos se ha revelado como una estrategia evolutiva maravillosa. La formación de comunidades o tribus es esencial para la supervivencia de la especie humana; trabajar unidos nos ha permitido ser más eficientes, cazar mejor, recolectar alimentos, protegernos de los depredadores y del clima. Esta cooperación nos ha ayudado a existir como especie porque ha aumentado nuestras probabilidades de supervivencia individual y colectiva.

Aunque vivamos en un mundo con Ejércitos tecnológicamente avanzados, misiles teledirigidos y drones que matan por nosotros, aún hay países en el mundo que mantienen un sistema de organización tribal, como Libia en estos momentos. En el año 2011 cubrí la caída de Muamar el Gadafi en ese país y pude apreciar cómo recuperaba ese modo de organización a través de clanes, un sistema de gobierno anterior a la época del dictador.

Allí conviven muchas tribus-comunidades con sus respectivas milicias (katibas, en árabe) armadas, que se reparten el territorio y legislan, pactan y hacen negocios con quienes les conviene. Tratan con los terroristas del Daesh (Estado Islámico) o con los de Al Qaeda, con las milicias rusas de Wagner, con la Organización de Naciones Unidas (ONU), y un largo etcétera de actores presentes en ese territorio. Y esto en pleno siglo XXI y obviando al Gobierno legítimo que instauró la ONU en Trípoli para poner un poco de orden.

Podemos construir artefactos militares ultraavanzados, generar imágenes y textos con inteligencia artificial, fabricar microchips para el cerebro. Pero no hemos abandonado la necesidad de depender del otro; al contrario, la hemos aumentado.

Generando comunidades y comprobando que funcionan, resulta que ya no podemos vivir sin ellas. Sentirse parte de una comunidad puede ayudar a los individuos a enfrentar mejor el estrés, la adversidad y el aislamiento. El ser humano ha desarrollado necesidades básicas de sociabilidad y de amor sin las que ya no puede vivir porque se deprime; entramos en ansiedad, angustia y hasta podemos llegar al suicidio si no hay aprobación o sentimiento de pertenencia, si nos rechazan.

Por eso, si hay una traición dentro de la familia, las consecuencias son devastadoras. La familia y la tribu son esas personas en las que confías porque desde pequeño han satisfecho tus necesidades físicas y de seguridad, pero también las afectivas. Los quieres desde la infancia y estás convencido de que el amor, la seguridad e incluso el alimento ha venido o viene de ellos; si toda esta red tan segura, esos «pilares» se caen, todo el mundo se derrumba bajo tus pies.

Las comunidades también tienen una gran responsabilidad: la transmisión de conocimientos, tradiciones y cultura de generación en generación. Por lo tanto, igual que la valentía se aprende, el odio también se aprende.

La comunidad y la tribu construyen también «nuestro yo», y nos enseñan nuestros valores y creencias. Transmiten actitudes y emociones a través de nuestras familias, grupos sociales, nuestros medios de comunicación, culturas o religión. Un ejemplo son los prejuicios y estereotipos que se perpetúan en el tiempo, que son ejemplos de cómo se inculcan las actitudes de odio, que pueden llegar a ser intergeneracionales.

Un caso particular de odio remarcable es el eterno conflicto de Israel y Palestina. Hace poco estuve en Israel tras los ataques del 7 de octubre de 2023 perpetrados por Hamás. Fue una experiencia enriquecedora, porque es hoy la guerra más antigua de Oriente Medio y, en cierto modo, tiene para cualquier investigador un magnetismo casi mágico, ya que uno de los epicentros de este conflicto esten un lugar sagrado para medio mundo, como es Jerusalén.

Allí está el Santo Sepulcro, tumba de Jesús y lugar de su crucifixión. A solo unas calles, vemos el Muro de las Lamentaciones de los judíos, parte de su segundo templo original; y casi contigua al muro, está la mezquita de Al-Aqsa y la cúpula de la Roca, lugar de culto del islam porque es donde supuestamente Mahoma ascendió al cielo. Toda esta conexión entre la vida y la muerte para gran parte de la humanidad creyente se concentra en apenas cinco kilómetros cuadrados en los que el odio se puede oler con tanta intensidad como el aroma del kebab, de los altramuces o de los dulces de miel recién hechos.

Estamos hablando de una guerra que acumula un gran número de eventos sangrientos cometidos durante décadas por uno y otro lado. La larga lista de recuerdos negativos almacenados en las mentes de los judíos y de los palestinos, sumado a las emociones por la muerte de seres queridos o conocidos, crea reacciones que llevan al odio. Esto es: ineludiblemente conduce a la violencia y al ataque como reacción al miedo a ser aniquilados mutuamente.

Los judíos se remiten a sus propias memorias anteriores a la creación del Estado de Israel (1948): el Holocausto en campos de concentración y de exterminio, donde murieron seis millones de personas. El miedo a desaparecer ha pasado de generación en generación y sigue vigente, reforzando su condición de pueblo elegido/víctimas perseguidas. El hecho de que Irán haya declarado abiertamente su deseo de que el Estado de Israel desaparezca de la faz de la tierra les sigue dando la razón y reforzando este fuerte sentimiento de estar perseguidos constantemente, bajo la amenaza continua del exterminio.

Muchos israelíes, a los que se han unido judíos reservistas del mundo entero como voluntarios del Ejército, han elegido en la guerra de Gaza su propia reacción contra el miedo: coger las armas y matar a un enemigo que perciben como una amenaza a su propia supervivencia. Y si hay niños y mujeres, el sacrificio les vale la pena de todos modos.

A menudo, la condición humana sigue entendiendo la violencia como una herramienta más del arsenal conductual del que disponemos para sobrevivir.

Si preguntamos al otro lado, cualquier combatiente palestino de Hamás nos dirá que no tienen otra opción que luchar; que la violencia es la única salida y que la crueldad y el odio que han percibido durante décadas (humillaciones, desalojo) es la misma que ellos devuelven como víctimas, con la idéntica carencia de empatía por la condición humana que los de enfrente.

Miles de personas murieron en el castigo colectivo impuesto por el presidente Benjamin Netanyahu contra los palestinos de Gaza, poniendo su crueldad a la altura de la de su enemigo. El conflicto más duradero de Oriente Medio en manos de dos locos al volante: de uno y de otro lado, espiral sin fin. El Gobierno de Netanyahu está lleno de ministros nacionalistas, ultraderechistas, racistas y que proclaman la supremacía del Estado de Israel. Una diputada de su partido, Distel-Atbaryan, pidió incluso «borrar a toda Gaza de la faz de la tierra», defendiendo una «fuerza israelí vengativa y cruel» que acabara con los «monstruos».

En ambas partes, el odio está tan arraigado en las mentes de esos seres humanos como su cuerpo a esa Tierra Santa que juran y perjuran no abandonar jamás. Ha echado raíces.

Ya no se trata de miedos individuales, sino que se han convertido en miedos colectivos y heredados, pertenecientes e inherentes a la identidad de dos pueblos antagonistas (yo judío, yo palestino), que sencillamente se está resolviendo con respuestas también colectivas. Y hay que añadir que muchos individuos de uno y otro lado pueden no estar de acuerdo, pero igualmente mueren por ello.

Las dos partes se equivocan en elegir al miedo como origen, motor y alimento de un odio que no cesa. ¿No pasaría la solución por abordar el conflicto desde el punto de vista psicológico, analizando la condición humana, los miedos de ambos, la negociación y la escucha como única vía para la paz? El mundo parece no estar por la labor.

Trata de no perpetuar el miedo y el odio de generación en generación. Los que llegan después no tienen culpa de tus acciones o las de tus antepasados.

LA REACCIÓN DE HUIDA: LAS TRAMPAS DE LA MENTE

Hemos visto hasta ahora que el miedo es una herramienta muy útil incorporada a nuestro organismo (cuerpo y mente), y que puede llevarnos a reaccionar con un ataque, pero también con la huida, la parálisis o el control.

En el caso de la huida, lo más común es salir corriendo, pero esto no siempre es posible. En las trincheras, por ejemplo, los soldados vivían atrapados y en condiciones de higiene deplorables, rodeados de ratas, lodo y descomposición, perdiendo toda dignidad humana. Algunos se volvían completamente locos, allí atrapados, porque se tenían que enfrentar no solo al miedo físico a las heridas o la muerte, sino también al temor psicológico de ser reducidos a un estado animal. Muchos acababan poniéndose enfermos y desarrollando patologías para poder evadirse de la dura realidad.

Frente a una situación de peligro, no siempre podemos huir físicamente. Y entonces hay otra forma en la que la mente trata de escapar al dolor más compleja y sibilina: huye para adentro, con las trampas que nos tiende nuestra propia psique. A veces nuestro cerebro, a falta de elementos a mano y herramientas conocidas, construye y fabrica otros subterfugios para sobrevivir a un momento terrible que no puede soportar. Son reacciones patológicas cercanas a la locura, como el trastorno obsesivo compulsivo (TOC), que es un mecanismo mecánico e involuntario (que suele ser hereditario o desarrollarse en una situación grave de estrés), o la disociación.

En relación con el TOC, recuerdo el caso de Aisha, una joven de Al-Qusayr (Siria). Cuando la conocí era una chica llena de energía y de luz, pero, lamentablemente, la vi envejecer de golpe por culpa de la guerra y de los horrores que presenció. Tenía un cuerpo de una muchacha de dieciséis años, pero su mirada hundida era la de una mujer de cincuenta. Se dedicaba a dibujar los carteles de las manifestaciones de protesta contra el régimen sirio, pero, con el tiempo, comenzó a ayudar en el hospital haciendo de enfermera voluntaria; allí se enfrentaba cada día a escenas dantescas y, por supuesto, vio morir a mucha gente.

Como evasión al horror, el cerebro de Aisha desarrolló un TOC nervioso relacionado con el instinto de supervivencia, una especie de método casero para paliar el miedo a morir, y que se manifestó con un comportamiento disparatado del que me di cuenta poco a poco.

La ciudad estaba cercada y huir no era una opción. Había sido tomada por la insurgencia unos meses antes y el Gobierno decidió ir a por todas para recuperarla. Todo el perímetro estaba rodeado por tanques, nadie podía entrar ni salir; había francotiradores que disparaban en muchos cruces de calles, y lo peor es que caían bombas constantemente; la posibilidad de morir era aleatoria y alta. El régimen quería terminar como fuera con la rebelión aplastando a los combatientes, y le importaba poco llevarse a la población civil por delante. El nivel de alerta era constante y el miedo a morir nos tenía agotados física y psíquicamente.

Vivíamos en la misma casa y observé un comportamiento extraño en ella, porque cada vez que subíamos las escaleras para entrar, arrancaba siempre a hacerlo con el pie derecho. Me fijé en que a veces se equivocaba y volvía a atrás, revelando su locura. «¿Por qué lo haces?», le pregunté un día, tratando de hacerle ver la disfunción mental. Se ruborizó, sonrió y respondió: «Si no subo con la derecha, me moriré». Superada por un estrés que no podía gestionar, su sistema límbico fabricó un TOC para sobrevivir, evacuar la mente de la realidad y darle una solución que era imposible e inútil, porque el TOC de ningún modo le iba a salvar la vida.

Aisha fabricó una trinchera paliativa e imaginaria, un lugar a salvo de un miedo terrible a morir bajo las bombas. Este tipo de comportamientos son una disfunción mental, en ningún caso son una solución porque traen consigo la salida directa de la realidad y la entrada en un estado de locura.

Otro caso, el de Lola C., es revelador de cómo la mente trata de buscar vías de escape al dolor o al miedo. Lola perdió a su hija de tres años en una intervención quirúrgica. Para intentar paliar el dolor que sentía, se creó una trinchera para protegerse del vacío causado por su muerte: consistía en castigarse, añadiendo dolor físico a su duelo.

Se sentía culpable por no haber protegido a su niña. Lloraba sin parar, no comía apenas, no salía a la calle, dormía con la urna de sus cenizas y se daba golpes de cabeza contra la pared para sentir algo tangible y dejar descansar por unos momentos el dolor del alma. La continua repetición, día tras día, creía que la calmaba. Esa fue la trampa de su mente, la autolesión. Meses después de seguir esta rutina insana, la razón se impuso, decidió salir de su trinchera y afrontar su duelo.

Otra amiga, Alba, me contó durante una cena su TOC y me pareció de gran interés, porque lo hace de forma muy consciente y no lo puede evitar. La conozco desde pequeña porque fuimos juntas al colegio. Cuando tenía nueve años, le dijeron que era mucho más lista que los demás y que la iban a pasar un curso; los padres saltaron de alegría y ese mismo día comenzó una campaña de promoción y venta en la que las expectativas del «producto» se multiplicaron por cien.

Eran los ochenta y la directora, que ya era mayor, venía de los tiempos de Franco; era un centro educativo a la antigua y todavía se les daban collejas a los niños que escribían mal. Con cada falta de ortografía, ¡golpe en la nuca! A ciertos niños les cogían manía y esto generaba un ambiente de competencia desigual en el que había preferidos y desgraciados. Los segundos tenían trato premium, y además de collejas se llevaban algún que otro golpe de paraguas; recuerdo ver a algún pequeño caer al suelo de un guantazo. Corre el rumor de que cerró por malos tratos, pero yo creo que murió la directora y no hubo relevo.

El éxito de Alba y su cuidado por parte de la escuela (tan dura para los demás) causó un gran malestar entre el resto de los niños que se sentían más zoquetes y vulnerables. No faltaba reunión familiar o de amigos en la que los padres no mencionaran las cualidades mentales extraordinarias de Alba, por encima de las capacidades de cualquier otro niño. Todo este ambiente generaba envidia, bromas y una presión enorme a la superdotada que le dejaría huella para toda la vida. Para burlarse de ella la llamaban «la listilla», de modo que ella aprendió a defenderse con bromas igualmente duras. Aquel entorno no solo generaba una atmósfera hostil contra Alba, sino que la hipotecaba de por vida con una enorme deuda: ser la persona a la altura del reto y conseguir todos los logros y resultados esperados. Ella no podía fallar, tenía que ser perfecta.

Alba estudió una carrera de Ingeniería de Telecomunicaciones. Destacó siempre y se gana la vida muy bien, pero toda aquella presión le pasa factura en su vida actual. El fracaso no entra en su agenda, y hace poco me confesó que su cerebro había desarrollado un TOC curioso: si alguien le pega un toque en un brazo en un gesto de los que hacemos para llamar la atención, ella tiene que darse inmediatamente en el otro brazo para compensar. El equilibrio geométrico de su cuerpo tiene que ser perfecto y no puede soportar lo contrario. Ella tiene que ser simétrica, y tocar un solo brazo denota imperfección.

LA DISOCIACIÓN: LA DESCONEXIÓN DE LAS EMOCIONES

Otro de los mecanismos automáticos e involuntarios de la mente es la disociación, que desconecta la mente de la conciencia, la memoria y la percepción. La gente que sufre traumas mentales graves en la infancia o en la vida adulta termina desarrollándola; una vez salen de un ambiente de amenazas, inseguridad y hostilidad, no pueden deshacerse de esas emociones (pegadas a su cuerpo como un tatuaje) y siguen viviendo como si siguieran padeciéndolo.

La disociación consiste básicamente en anular el miedo y meterlo en un cajón. Este método mental e irreflexivo no es bueno ni útil a largo plazo: es un estado en el que la mente se desdobla y uno o una se ve en otro lugar sin padecer lo que está ocurriendo sin «sentirlo»; se convierte en un mero «espectador» de sus propios pensamientos o de su cuerpo. Sucede mucho en los casos de violación, donde la víctima cuenta por lo que pasó con una tranquilidad pasmosa porque «no es ella», no se identifica y se aleja de sí misma para no revivir el trauma. Se distancia de sus emociones.

En el pueblo de Al-Qusayr (Siria) asistí a un momento colectivo de disociación que me llamó mucho la atención. Allí comenzaron los bombardeos más fuertes en el verano del 2012. Las tropas del Ejército sirio habían sitiado la población rebelde y bombardeaban de forma intermitente y aleatoria desde tanques situados a las afueras del pueblo. Había francotiradores apostados en los tejados y las temibles milicias de Hezbollah (afines a Bashar al Assad y a Irán) buscaban a los insurgentes casa por casa. No se podía salir ni entrar, y aquello era una situación de vida y muerte en la que rezabas cada día por sobrevivir, encomendándote a Dios o a la suerte.

Al lado de la casa en la que nos quedábamos había un «punto caliente», uno de esos cruces de calle donde cada día moría alguien de un disparo certero entre ceja y ceja; mataban a niños, mujeres, hombres, perros y hasta ratas para divertirse. Lo curioso es que, al principio de la guerra, la gente corría en esos cruces para evitar la muerte; ni siquiera socorrían a los que habían disparado para evitar morir ellos también. Sin embargo, pasados unos meses, observé que la gente se cansó de correr. Muchos pasaban despacio; otros invadían lentamente el espacio de «alto riesgo» para sacar el cuerpo o al herido.

Ahora me doy cuenta de que entraban en un estado de disociación, que es como la mente engaña al cerebro para que deje de sufrir. Se habían alejado de su miedo, estaban distanciados de él; habían dejado de sentirlo para no padecer el día a día de la guerra y seguir sobreviviendo.

Durante la guerra de Malí (2014) me sucedió también algo parecido, que me disocié: perdí el miedo como si me hubieran abandonado el olfato o la vista. Había comenzado a cubrir guerras en el 2008 y en aquellos siete años había recorrido los escenarios más peligrosos del mundo uno tras otro. Habíamos visto de todo y sufrido emboscadas, bombardeos masivos en ciudades sitiadas, revoluciones con protestas violentas y muertos, intentos de secuestro… tantos peligros como para escribir un libro.

Fue un periodo en el que los periodistas internacionales no parábamos de trabajar, porque no terminaba un conflicto cuando comenzaba el siguiente. Nos encontrábamos siempre los mismos compañeros en Georgia, Afganistán, norte de Malí, Túnez, Egipto, Libia, Siria, Irak y Malí de nuevo ese año (2013). Las tropas francesas habían iniciado la operación Serval contra el yihadismo y habían creado una coalición internacional para limpiar de terroristas aquella zona del desierto del Sahel.

Durante aquella guerra hubo mucha censura y no dejaban pasar a la prensa por las carreteras principales, de modo que nos teníamos que buscar la vida para llegar al norte, epicentro de los combates. No se podía ir por el desierto, había mucho secuestro. Yo soy muy constante y recuerdo que hablé durante varias horas con un alto mando del Ejército de Malí al que convencí, harto de mí, para que al día siguiente me dejara subir hacia el norte con mis compañeros de Associated Press (AP) Jérôme Delay y Andrew Drake.

Una vez en Gao, a ochocientos kilómetros de la capital Bamako, resultó que los franceses no habían llegado aún y solo estaba el Ejército maliense y un par de equipos de periodistas, entre ellos, yo. Logramos una exclusiva e imágenes fabulosas, porque la población estaba deteniendo por su cuenta a los terroristas y los querían linchar, habían recuperado la ciudad y los querían ajusticiar públicamente. Era impresionante y aterrador. De pronto, varios miembros de MUYAO (Movimiento para la Unicidad y la Yihad en África Occidental, ex Al Qaeda en el Magreb Islámico-AQMI) llegaron a bordo de barcos por el río Níger; entraron en la ciudad y, armados y vestidos de Ninja, fueron avanzando, apostándose en los tejados, andando por la calle y disparando.

Las balas silbaban, se oían gritos y todo el mundo corría. Pero yo, sencillamente, estaba allí sin protegerme, grabando bien cerca a aquellos terroristas y sin sentir temor alguno por mi vida. Me exponía a las balas, al peligro y avanzaba sin miedo. Total, ¿qué importancia tenían aquellos pocos proyectiles después de todo lo que había vivido? Y de pronto me sentí inmortal.

No sentir miedo es considerado una patología, una enfermedad. Tener un miedo moderado es sano, y no perder el instinto de supervivencia, crucial.

Durante una conferencia, escuché a la psiquiatra Anabel Francisco explicar que hay dos tipos de disociación: la del distanciamiento de nosotros mismos o la compartimental.

El caso de la compartimental, podría estar ilustrado, por ejemplo, por un niño que es maltratado por sus padres desde pequeño y se fabrica dos compartimentos o cajones en su cerebro: en uno sitúa a sus padres buenos y en el otro a los padres que le pegan o le violan, de modo que pueda convivir con la realidad separándola para poder sobrevivir al día a día y no entrar en un nivel de locura superior.

Ese niño abusado se volverá complaciente cuando llegue a adulto y, como en todos los casos de disociación, correrá el riesgo de sufrir una serie de patologías como el aislamiento social, problemas para relacionarse con otros o no tener relaciones saludables en el futuro.

Los disociados pueden llegar a perder la empatía, a abusar de sustancias tóxicas como el alcohol y las drogas, o a tener depresiones profundas y devastadoras. Lamentablemente, quedan expuestos a sufrir abuso a lo largo de toda su vida, porque, según los expertos, pueden ser menos conscientes de las señales de peligro en su entorno. Quizás sean de los que nunca se enfadan y no estallan, porque desde pequeños han aprendido a disimular y a aceptar cualquier situación por injusta que sea.

Quedarse callado ante un abuso es un peligro para nuestra felicidad y símbolo de que necesitamos ayuda. Busca a los profesionales.

Otro caso de disociación es el de mi amiga Paula, que lo sufrió durante una relación amorosa.

Paula conoció a Dani en un cumpleaños, y le encantaron su sonrisa y su simpatía; antes de acabar la fiesta, le dio su número de teléfono dibujado con pintalabios en un pañuelo blanco de usar y tirar. Comenzaron a conocerse y estaba feliz. Con treinta años, Paula no había podido consolidar ninguna relación con un hombre y todo había sido corto y de final doloroso; pero Dani le pareció distinto, un cuidador de primera, generoso, y encima guapo.

El problema es que Paula había sufrido abuso verbal de pequeña. Nunca conoció a su padre y su único referente de amor era su madre, una catedrática de Derecho que durante toda la infancia desplegó un carácter autoritario, manipulador y distante con su hija. «No sirves para nada; no vales como un varón; nunca vas a ganarte la vida; estás gorda; serás una desgraciada; ¿quién va a quererte a ti, con ese cuerpo?; ¿quién querrá estar con una estúpida como tú, que no llegas ni al cinco en Matemáticas?».

La madre pensaba que aquel torrente de agresión verbal la haría más fuerte, pero Paula interpretó que su madre no la quería y la despreciaba. La actitud materna erosionaba la autoestima de Paula, que nunca se sintió segura de sí misma. En la adolescencia todo empeoró, porque su madre no encontraba pareja y le echaba toda la culpa a ella. «He estado cuidándote toda la vida, ¿para qué? Mis mejores años para encontrar novio se han ido por tu culpa», la increpaba.

La relación se consolidó con Dani y se mudaron a un piso en el centro de la ciudad, muy bien comunicado y cerca del trabajo de ambos. Al cabo de un año de complicidad y amor, llegó la rutina y con ella los gestos de cariño disminuyeron. Paula comenzó a entrar en pánico y a pensar que Dani ya no la quería y que ya no la veía atractiva. ¡En realidad, era estúpida y fea!, se decía Paula, repitiendo las frases de su madre en su propia mente. Cambió de carácter y se volvió desconfiada, celosa y triste. Notándola distante, Dani comenzó a dormir sin abrazarla como antes y se daba media vuelta para conciliar el sueño. Ya no la llamaba vida, cariño o preciosa, y comenzó a mirar a otras mujeres, cosa que no había hecho hasta entonces.

Una noche, Paula comenzó a llorar. No sabía por qué, pero notó un abismo entre Dani y ella. Seguían viviendo juntos, pero Paula se aisló cada vez más dentro de la relación; no le contaba su día a día, no quería verle más de lo necesario. Desarrolló una carcasa para aislarse y sentirse protegida y comenzó a mostrar frialdad y mal carácter. Empezaron las discusiones continuas y la reacción de Paula era siempre desmedida: hacía la maleta y se sentaba en la puerta pensando durante horas si se iba de casa, pero no lo hacía. Dani, por su parte, no entendía nada y trataba de comprender qué pasaba, alejándose cada vez más de aquella mujer que conoció.

La desconfianza se apoderó de Paula que comenzó a autoboicotearse. Desarrolló una disociación compartimental, con la mente dividida en dos cajones contradictorios que la convirtieron en una persona enfrentada consigo misma. En su conflicto interno luchaban dos posiciones, la de la niña interior de la infancia (débil, con la autoestima baja), y la de la adulta dura, que cada día mostraba que sería la mujer segura que su madre quería que fuera (parte fuerte). Ambas se mostraban de forma muy extrema.

Paula visitó a una terapeuta que le hizo ver su problema: sufría un apego a su madre, al sentimiento de culpa y a la promesa y obligación de ser fuerte. No quería defraudar a la progenitora que la había cuidado y le había dado la vida y los recursos necesarios para ser la persona que era; sentirse débil era casi una traición. Todo era consecuencia del eco de la memoria del trauma de Paula, porque Dani no había dejado de quererla y todo aquello era fruto de sus propios miedos. Un cuidador autoritario y perverso puede dañar nuestra autoestima, hasta el punto de invalidarnos para ser felices en nuestra edad adulta.

La terapeuta la ayudó a hacer un profundo desapego de todo lo aprendido con su madre. No era verdad lo que le decía. ¡Ella valía mucho, era guapa para el que quisiera verla así, era una persona valiente y decidida! Paula comprendió que no le debía nada, y que tenía que ser ella misma. Reflexionó y pensó que, si actuó así, fue quizás influida por una educación dura por parte de su propia cuidadora. Decidió seguir queriendo a su madre, pero tomar distancia de todo lo que le dijera. La perdonó y trató de seguir viviendo con todo lo que le había tocado, porque a los padres no los elegimos.

Cuando escuché en la conferencia a la psiquiatra Anabel Francisco, pensé en Paula. Hizo un símil que me resultó llamativo y revelador. ¿En qué se parece una madre al lóbulo prefrontal? En que frena impulsos, regula, planifica. Eso es lo que hace una madre o cuidador principal, regular los estados del niño; y «a veces el prefrontal no ha tenido un buen maestro», dijo. Si tu cuidador no ha sido coherente, tu lóbulo prefrontal no va a desarrollarse de forma coherente.

Mucha gente se pasa la vida sobreviviendo, en vez de viviendo. Si nos están pasando cosas que no comprendemos, si nos va mal en la relación con las personas y vivimos con conflictos internos difíciles de resolver y no vemos las cosas claras, es necesario tomar consciencia y consultar a profesionales. Hay que vencer el miedo a mostrarnos por dentro, a analizarnos y curarnos para no seguir repitiendo patrones con nuestros hijos o, simplemente, para ser felices. Hay que reparar, no repetir el guion programado y tomar perspectiva de nuestros problemas y sus soluciones para comprenderlos mejor.

Por desgracia, una de cada cinco personas tiene un trauma en el mundo «desarrollado», y se sitúa dentro de la población con riesgo a sufrir disociación.

El trauma es tóxico, altera y modifica el cerebro; pero la buena noticia es que se puede trabajar y se pueden desarrollar estrategias para manejar el estrés y las emociones de manera más adaptativa. Dentro de las posibles soluciones se encuentran la terapia cognitivo-conductual, entre otras, y hacer ejercicios para reforzar la positividad y la búsqueda de referencias alejadas de la toxicidad que «reescriban» todo lo malo ya registrado por nuestro cerebro.

Ir al psicólogo o al psiquiatra no es un signo de debilidad: es un acto de amor hacia uno mismo y hacia los demás. Lo contrario es autoabandono y autoboicot.

LA EMOCIÓN, LA MEMORIA Y EL CONTROL DEL MIEDO: TOMA LAS RIENDAS

Para completar la gama de reacciones que puede tener el cuerpo humano frente al peligro, la del control es la última y la más importante, porque cogemos lo mejor de las demás (ataque, huida, parálisis) para llegar al objetivo que pretendemos. Esto es comprender nuestro instinto de supervivencia, evaluar nuestras posibilidades, analizar nuestra memoria y nuestras emociones. Gracias al superpoder de la mente que nos ayuda a pensar de forma supersónica durante un peligro, podemos actuar correctamente y controlando la situación.

En enero del 2012 comenzó una feroz ofensiva del Ejército sirio contra los habitantes de la cuna de la revolución, el barrio obrero de Baba Amro en Homs (Siria), al oeste del país y a una hora de la capital, Damasco. Allí vivían cuatro mil personas que se habían quedado atrapadas, incluidos mujeres y niños, porque no se habían establecido corredores humanitarios ni nada por el estilo. Había tanques apostados en todo el perímetro del barrio que bombardeaban sin parar a la población, mientras que los francotiradores disparaban en la calle a todo lo que se movía (la estrategia del régimen).

Para entrar o salir solo había un acceso: un túnel que había sido un desagüe y donde habían cortado el agua; pero entonces no lo sabíamos. Yo pedí que me condujeran hasta allí para poder contar y grabar la masacre, a lo que la gente de la resistencia accedió. Prometieron llevarnos por un acceso secreto, pero sin concretar cuál. En aquel viaje me acompañaban el fotógrafo Alessio Romenzi y el cámara Roberto Fraile (asesinado por Al Qaeda varios años más tarde en Burkina Faso, junto con el reportero David Beriáin). Un par de días después, dos hombres armados nos llevaron en mitad de la noche y sin previo aviso escondidos en un coche. Pararon en un paraje donde no había nada y nos mostraron una tapa de alcantarilla. «Por aquí».

Nos miramos asombrados sin saber qué decir. ¡Una cloaca! Sin embargo, la reacción fue serena, bajamos los tres sin mediar palabra. Eran las tres de la mañana y durante el trayecto, lleno de ecos y zumbidos de bombas en el exterior, guardamos un silencio sepulcral. Es una de las cosas más valientes que he hecho en mi vida y que guardo en mi mente como una experiencia de aprendizaje muy valiosa. Mientras caminaba en la oscuridad con la sola luz del frontal, recuerdo tener el cuerpo disparado de sensaciones que no tenía tiempo de diseccionar y que hoy en día identifico con el miedo.

En la alcantarilla había otros dos jóvenes combatientes de la insurgencia que nos guiaban, dos chavales imberbes, cuyo trabajo consistía en cruzar constantemente aquel túnel por el que había que moverse agachados. Se notaba que estaban acostumbrados y sonreían haciendo bromas, tratando de infundir calma a los demás. Uno de ellos tenía hasta una moto con un remolque en la que transportaban suministros, armas y medicamentos para la población.

Cuando me enseñaron aquella tapa de cloaca, mi sistema simpático estaba a todo tren. Podría haber tenido varias opciones: salir corriendo, negarme, enfadarme y pegarles violentamente a los guías que nos habían engañado y ocultado que teníamos que hacer algo tan peligroso. Podría haber llorado, quedándome paralizada sin entrar allí y expuesta a las tropas de Bashar al Assad, que si te pillaban te metían en la cárcel. Pero no hice nada de eso, porque no solo decidió mi instinto de supervivencia. Puse en marcha otros factores emocionales relacionados con la meta: conseguir grabar aquello que para el régimen sirio debía permanecer oculto.

En este caso, intervinieron una lista de emociones y recuerdos que determinaron mi actitud y reacción frente al miedo: 1. La oportunidad de entrar a un lugar donde había muy pocos periodistas. 2. La memoria de haber estado bajo las bombas, de modo que un túnel me parecía mucho más seguro. 3. Hacer una buena cobertura y conseguir un ascenso o un puesto de trabajo en la redacción.

Todo aquello condicionó mi respuesta y activó mis piernas, mi mente, mi organismo hacia la acción y el control del miedo que sentía caminando en la oscuridad.

Identifica tu miedo. Buscar tu propósito y la meta pueden ayudar a controlarlo. ¿Qué recompensa tiene para ti salir de tu trinchera?

LA MEMORIA Y LOS ECOS DEL TRAUMA. EL ESTRÉS POSTRAUMÁTICO

En las trincheras de las grandes guerras vividas por la humanidad en el siglo XX, los soldados sufrían la incertidumbre de no saber cuándo o cómo vendría el próximo ataque, lo que les generaba un estrés y una tensión constantes.

Sentían un miedo atroz a la muerte y a lo desconocido, a lo que podría suceder en el próximo minuto, hora o día, y eso les producía un estado de alerta permanente; tenían un agotamiento emocional y físico extremo. Alemanes, franceses y británicos comenzaron a desarrollar trastornos que llamaron «neurosis de guerra» o lo que hoy conoceríamos como trastorno de estrés postraumático (TEPT, o PTSD en inglés). Eran ecos en la memoria que mucho tiempo después les pasó factura.

Es curioso cómo se trataron los primeros casos de estrés postraumático durante la Primera Guerra Mundial, cuando un 10 % de los soldados que estaban en las trincheras declaraban sentir temblores incontrolables, pesadillas, pérdida de memoria, insomnio, fatiga extrema, sordera y mudez temporal sin causa orgánica aparente, parálisis parcial y fuga disociativa. El impacto de las bombas (shell shock) se quedaba grabado en el cerebro y había científicos que pensaban que causaba daños físicos irreversibles.

En aquel entonces, los países en contienda no sabían cómo manejar el asunto, y hasta se les negaba la pensión o eran considerados desertores; los «neuróticos de guerra» eran solo una panda de cobardes que no se atrevían a luchar.

Se hicieron evaluaciones de lo más variopintas del fenómeno, comenzando por Freud y sus explicaciones (que incluían la alta incidencia de factores sexuales en el asunto), pero la más cruel fue la evaluación «pitiatista», que consistía en concluir que la patología no era física ni psíquica, sino moral: los soldados se daban de baja por estrés postraumático por falta de valentía, eran afeminados e incapaces.

El término pitiático lo acuñó Joseph-François-Félix Babinski, que afirmaba que la neurosis era más bien una histeria por sugestión, y el término pitiático se hizo sinónimo al de histérico. Estaban convencidos de que era un miedo autocreado, sugestivo y generado por la propia mente.

Hoy en día se considera una patología concreta, y ahora los combatientes, periodistas, personal humanitario, refugiados o cualquier persona que ha estado mucho tiempo viviendo bajo el estrés del conflicto tienen un diagnóstico real y son tratados con la terapia pertinente.

Como ejemplo de un miedo que sí es miedo sugestivo o imaginario (por lo tanto, no es estrés postraumático), hago un inciso para explicar un episodio que todavía me hace reír, para demostrar que nada tiene que ver con el estrés postraumático. Es la anécdota del tarot.

Como buena supersticiosa, siempre intento averiguar el futuro a ver si puedo evitar males mayores, sobre todo si son del más allá, porque el resto lo puedo controlar. De modo que, en una ocasión, mi madre me comentó que había una señora que leía el tarot y decidí acercarme para que me echara las cartas. Nada más llegar, sin conocerme de nada, la señora me preguntó:

—¿Tú eres soldado?

—No —le respondí.

—Pues yo te veo en la guerra —me dijo.

Acertó de lleno y me quedé de piedra; yo ya había estado en la guerra de Georgia con Rusia en el 2008 y en la de Afganistán en 2009. Me echó las cartas con mi atención ganada al 100 %. Me predijo una ruptura sentimental que se consumó unos meses más tarde y me dijo la siguiente frase al terminar la sesión:

—Ten cuidado, niña, que tú tienes un don. Puedes ver a los muertos. ¿No has visto a ninguno?

—No —respondí aterrorizada.

—Pues te van a hablar y tú vas a hablar con ellos.

Silencio.

—Báñate en leche en cuanto llegues a casa. Échale romero y reza un avemaría.

Yo había oído hablar de las propiedades de la leche en este tipo de asuntos. Parece que en algunos puntos de Andalucía se usaba la leche en un popular plato, las gachas, para ahuyentar a los malos espíritus la noche de los difuntos. Le hice caso y procedí al baño en una casa de dos pisos en mitad del campo. No pegué ojo. Oía pasos de una persona subiendo las escaleras en mitad de la noche. Me despertaba sobresaltada y me tapaba los ojos, convencida de que se me iba a presentar un espíritu y que los fantasmas me acechaban. ¿Cómo iba a reaccionar? Por aquellas fechas yo ya había estado en situaciones de terror peores que esa. Pero el más allá me tenía loca. Esa era una trinchera donde no había estado nunca.

¿Sabéis cómo se resolvió aquella historia? Años más tarde, le conté la anécdota a una amiga querida con la que coincidí en Moscú.

—Claro, Mayte. Tú ves a los muertos.

—¿Cómo?

—Hombre. ¿No has visto a muertos en tu trabajo?

—Un montón.

—Entonces. ¿No hablas tú por ellos? Eres la voz de las víctimas.

Me quedé de piedra. Lo que había querido decir la pitonisa es que ellos hablaban a través de mí. El rol principal de un reportero de guerra es dejar inmortalizados los momentos que constituyen pruebas imborrables de crímenes de guerra. Nuestros relatos e imágenes quieren conseguir que se haga justicia.

Volviendo al trastorno de estrés postraumático o TEPT (que, insisto, no pertenece a la familia de los miedos sugestivos e imaginarios), el que puso más hincapié en defenderlo fue el neurólogo alemán Hermann Oppenheim (1858-1919). Afirmó que los efectos invisibles de un trauma son tan reales y dignos de atención como las lesiones físicas.

Poco a poco se fue reconociendo el derecho de un soldado a enfermar mentalmente y a tener neurosis de guerra. Este nuevo planteamiento, y la gran cantidad de soldados que sufrieron TEPT tras la Segunda Guerra Mundial, obligó a los médicos y altos mandos militares a reconocer y a comenzar a tratar las heridas psicológicas como heridas legítimas de guerra. Este cambio marcó el comienzo de la psiquiatría moderna de la guerra y llevó al desarrollo de nuevas técnicas y enfoques terapéuticos.

El estrés postraumático se puede dar en nuestras sociedades sin necesidad de estar bajo las bombas. Basta vivir un episodio que nos trastorne por su gran virulencia e impacto en nuestra mente, generando daños que no son visibles y de los que solo se puede saber si el sujeto muestra síntomas o bien los expresa.

Por ejemplo, durante la pandemia, muchos niños que observé en mi entorno no solo sufrieron el trauma del confinamiento, sino también el de haber sido señalados en los medios de comunicación y en la sociedad como transmisores máximos de la enfermedad, una bomba a punto de explotar y un peligro andante. Ellos no entendieron nada. Eran peor que la peste y su sola presencia hacía que las personas mayores huyeran de ellos como si hubieran visto al diablo.

Hay estudios que señalan que algunos pequeños desarrollaron un miedo al exterior similar a la agorafobia, como si el aire libre fuera una amenaza invisible a sus vidas, un frente de guerra en el que iban a morir. Conozco el caso real de Tobías, de ocho años, un niño que en los primeros días del fin del confinamiento no quería salir del sofá ni del comedor de su casa. Vive en Barcelona y por eso los padres lo llevaron un domingo a rastras a la playa, como solían hacer antes de la pandemia. El niño se tapó por completo con una toalla para estar cubierto por algo, fabricando un parapeto o trinchera, y así permaneció durante varias horas. Estaba aterrorizado por el simple hecho de no tener un objeto físico que le protegiera del medio ambiente, del exterior, percibido como una amenaza.

El eco traumático que tengo yo grabado en la memoria tiene relación con un accidente de coche que tuve en los ochenta: sufro una especie de TOC físico involuntario en los coches que aún persiste, acompañado de ataques de pánico que, por fortuna, controlé años más tarde.

El supuesto TOC llegó a mi vida cuando empecé en televisión en 1999, cuando íbamos siempre a toda velocidad para llegar a tiempo a enviar las imágenes grabadas del día; por aquel entonces no existía el envío por Internet, había que llevar la cinta de la cámara expresamente a una furgoneta donde había una conexión vía satélite que transmitía las imágenes al estudio central de Madrid. La franja de envío era carísima y duraba unos diez minutos; si no llegábamos a tiempo, nos caía una buena bronca.

Mi compañero, cámara y amigo Emilio Aranda conducía por carreteras secundarias zigzagueando, esquivando a menudo animales o en medio de temporales de nieve, inundaciones e incluso incendios. De todo. A su lado, yo hacía malabarismos y escribía, me maquillaba para el directo, hablaba por teléfono con las fuentes o con la redacción central o grababa la voz en off. Éramos kamikazes anónimos del reporterismo local, y no exagero si digo que hemos salvado la vida mil veces en esas carreteras secundarias malditas; no me hacía falta irme a la guerra para correr altos riesgos.

Cuando tenía la percepción física de que íbamos a chocar, mi brazo izquierdo se agarraba instintivamente al respaldo y la mano derecha al asa de arriba. Emilio se moría de risa. Bautizó mi gesto instintivo como el «MPS», el «Mayte Protection System», me decía burlón. Es algo que hago sin querer y lo he seguido haciendo muchos años después, sobre todo cubriendo guerras. Ese TOC es un mecanismo automático que genera mi cerebro activado por un miedo interior atávico y permanente, un terror a morir en un accidente de coche.

El «MPS» no es un mecanismo que venga de la nada. Hace muchos años sufrí un accidente de tráfico que hubiera podido ser mortal, un siniestro total del que me salvó mi ángel de la guarda (en este caso en forma de olivo). Tenía dieciocho años y estrellé mi primer coche contra un árbol. Era un Citroën AX de segunda mano que me habían comprado mis padres y que mi abuelo me enseñó a conducir; parecía extremadamente vulnerable, pero al final era fuerte como un roble, porque se aplastó por completo por fuera, pero por dentro se quedó casi intacto, como la caja de un mago donde han metido miles de sables, pero, por suerte, la ayudante sale ilesa.

Una noche de verano cogí el coche para ir a encontrarme con unas amigas. La carretera era de montaña y muy oscura, y para no dormirme puse música. Elegí uno de los casetes que llevaba en la guantera y mientras lo introducía, el coche entró en una curva inesperada a la izquierda mientras yo, así de entretenida, seguí hacia delante sin darme cuenta. El vehículo continuó su camino en mitad de mi despiste y choqué con un pozo de agua de cemento gris.

Volé un par de metros (el coche era ligero) dando varias vueltas de campana. Acabé estampada en posición vertical contra un olivo que me salvó la vida y evitó que cayera por un largo y profundo barranco. Salí trepando por la ventanilla del copiloto, que estaba abierta porque era verano. No llevaba el cinturón, pero el volante y el árbol me salvaron milagrosamente la vida; aún tengo ese volante señalado en mi pierna con una cicatriz y el árbol en el alma.

Miré el coche con los intermitentes encendidos en medio de la oscuridad; durante unos buenos diez minutos pensé que estaba muerta porque no pasó nadie. Me dije: «Así que esto es morir, ¿silencio y oscuridad y ya está?». El casete seguía en marcha y la música sonaba distorsionada y como paranormal, como si estuviera en otra dimensión. Así pasé un buen rato que recuerdo hoy en día a la perfección. Al poco tiempo, no puedo definir bien cuánto, pasó un coche con una pareja que me preguntó si estaba bien y les dije que sí. No lloraba, no estaba asustada. Ahora sé que estaba en puro estado de shock. No había llegado mi hora, y me di cuenta de que estaba viva.

Aquel siniestro total me pasó factura. Cuando conducía de nuevo de noche, me invadía un mar de angustias, me daban mareos y como vahídos. No sabía reconocer aquellos sudores, un miedo inmenso a morir, y un miedo al miedo. Terror en estado puro. Ese mismo año me fui con una beca Erasmus a Grenoble (Francia) para continuar mis estudios de Ciencias de la Comunicación. Viviendo allí y ya pasados varios meses desde el accidente, volví a experimentar aquellos ataques de miedo sin razón, pero ya sin conducir y sin ser de noche, en situaciones normales. Eran ataques de pánico.

Los síntomas eran: dolor agudo en el estómago, en el cuello y pinchazos en la cabeza. Sensación de angustia, de caer en un pozo profundo. Confusión mental, sudoración, bloqueo. Acudí a un médico en un centro de salud de Grenoble, pero no hablaba francés entonces tan bien como para hacerme entender. Cuando me sentaba en el despacho regresaba el pánico, de modo que intenté ignorar el problema; sin embargo, volvía a sentirlo una y otra vez de forma completamente involuntaria.

Leí todo tipo de libros y comprendí cosas sobre el miedo, las fobias y la angustia. Pero no obtuve una buena explicación de lo que había pasado en realidad. Solo con el tiempo, unas décadas después, comprendí que tuve muchos ataques de pánico y que aprendí a controlarlos como pude. Eran ecos de lo que había vivido el día del accidente de coche, el miedo a morir. Aprendí a respirar profundamente cuando sucedían; me comía un chicle, pensaba en otra cosa o trataba de poner música o hacer una llamada telefónica. Fui desarrollando mecanismos que me alejaran del momento y, al final, comprobé que funcionaban. Pero no fue de un día para otro.

Ojalá me hubiera leído un libro que me lo hubiera explicado y que la salud mental hubiera sido tan común como ir al dentista, o no hubiera existido un profundo tabú en torno a algo tan normal que sufre un porcentaje enorme de personas que han experimentado un gran trauma. Solo después de pasar por varias guerras y acudir a terapias para reporteros sobre el terreno, comprendí que tras el accidente había padecido un trastorno de estrés postraumático (TEPT). Aprendí a reconocerlo, a tratarlo con respiración y terapia y a saber esquivar el momento en el que venían los ataques de pánico.

En mi interior supe que no se irían. Que el pánico a tener pánico me acompañaría conmigo y que me tocaba gestionarlo a lo largo de mi vida. Respira. Chicle. Música. Llamada. Cogí hábitos que me grabé en la memoria y que desmontaron lo que había grabado inicialmente. Es decir: si los síntomas eran sube el pánico, me duele el estómago, tengo sudores, siento mareo… reescribí en mi memoria las sensaciones que me producían respirar (paz en el estómago), masticar (paz en la cabeza), música (alejando malos pensamientos) y llamada de teléfono (pasar a otra conversación que me sacara de esos pensamientos). La reescritura de esas cosas me fue tan útil que los ataques desaparecieron y los ecos traumáticos inscritos en mi memoria se borraron.

He concluido que no hace falta ir a la guerra, estar bajo las bombas y los francotiradores porque cualquier situación de nuestra vida cotidiana, cualquier accidente o trauma similar puede pasarnos factura. Es el miedo a la muerte, que es universal, omnipresente y común a todos los seres humanos del planeta. Si tienes sensaciones de este tipo, acude al médico de cabecera, o directamente a un psicólogo o psiquiatra como si fueras a ponerte un empaste. Díselo a tus padres, a tus hijos, a tu pareja, a tus amigos o seres queridos. El miedo es a veces un eco tardío, una anomalía que recoge tu cerebro como reacción a un hecho que te ha dejado una profunda huella en tu psique y que te deja saber a través de reacciones químicas que te juegan una mala pasada.

Reescribe sensaciones que te producen malestar. Sustitúyelas por otra sensación física agradable y distinta.

En otra ocasión reescribí también una historia traumática que viví para mitigar el dolor de los malos recuerdos y, en cierto modo, elegir las buenas memorias que yo quise para mi mente. Cuando regresé de cubrir la guerra entre Rusia y Georgia padecí episodios relacionados con el trastorno de estrés postraumático (TEPT). Había sido mi primera guerra; no había pasado miedo sobre el terreno en los días que seguí los acontecimientos, pero el miedo me vendría después como un eco de la memoria.

Esa guerra comenzó en 2008 cuando el presidente georgiano Mikhail Shaakasvili ordenó a su ejército recuperar el control de Osetia del Sur, una zona fronteriza que se había declarado independiente en 1992 y quería seguir bajo la influencia de Rusia. Georgia lo consideraba zona rebelde y perteneciente a su territorio, y plantó cara al presidente ruso Vladimir Putin, que había llegado al poder a finales de 1999. Los georgianos no sabían aún a quién se enfrentaban: la Rusia deshecha, humillada y deprimida que quedó de la caída de la Unión Soviética (URSS, 1991) había cambiado mucho, aquel era otro tipo de líder.

Putin era distinto, un neogaullista que se propuso devolver a los rusos el orgullo patrio y la dignidad. Sacó el patriota que lleva dentro y mostró el rol que se ha atribuido a sí mismo como protector y padre del legado ruso y de la nación. Invadió parte de Georgia y reconoció la independencia de Osetia del Sur y Abjasia. Como vemos, una situación similar a la que acontece hoy en Ucrania con los territorios en disputa, aunque más prolongado en el tiempo.

En aquella guerra yo vi a mis primeros muertos en un conflicto. El olor a putrefacción de un cadáver es algo muy particular y que apela a nuestros instintos más básicos, pues no hay nada similar en el mundo a esa pestilencia ni se te quita de la mente en mucho tiempo.

Seis meses después de regresar, desarrollé los síntomas de la patología. Todo lo que la gente me contaba me daba igual, los problemas de mis seres queridos me parecían anodinos, porque les pasaban cosas muchísimo más graves en el planeta a otros seres humanos; comparado con una disputa conyugal, me parecía una idiotez. Me aislaba en mi casa y me obsesionaba en bucle con la guerra y con el conflicto humano. Una noche tuve una pesadilla con el primer muerto que vi.

Unos años más tarde, me propusieron escribir una novela que titulé La kamikaze. En ella cuento cómo la protagonista (una especie de alter ego) recrea mi sueño, el del primer muerto que vi: en el libro reescribí la escena real y la del sueño, convirtiéndolo en algo muy distinto de todo lo vivido y soñado, creando un recuerdo nuevo. Ahora tengo tres versiones de aquella experiencia en mi cabeza: la real, la del sueño y la de mi novela. Reescribir aquellos recuerdos tuvo un efecto bueno en mi mente, porque ahora ya no me acuerdo del olor, ni de la postura, de la cara o los pies de aquel hombre asesinado. Ahora es una especie de fábula que aparece en la novela.

Hay una técnica que se ha descubierto hace poco y que se llama EMDR (desensibilización y reprocesamiento por movimientos oculares), y que borra los malos recuerdos. Es una psicoterapia que probé hace algún tiempo y que fue desarrollada por Francine Shapiro en 1987. Consiste en usar un péndulo, dirigir nuestra mirada de izquierda a derecha y enfocarnos en un recuerdo que nos haya causado estrés o angustia. Se ha demostrado científicamente que el movimiento rítmico de los ojos elimina ese trauma como si aplicáramos goma de borrar, reescribiendo encima lo que nosotros queramos, positivo y bueno, sobre el mismo recuerdo.

Este método se basa en la teoría de que el cerebro tiene un fallo: no logra procesar adecuadamente los traumas o experiencias negativas. La terapia utiliza en realidad mucho más que un péndulo: un procedimiento estructurado en ocho etapas, con el uso de movimientos oculares guiados por el péndulo, y, además, un tipo de estimulación sensorial alternativa, como toques o sonidos; se tienen que hacer mientras nos enfocamos en dicho recuerdo traumático; por último, se instalan en el cerebro creencias positivas relacionadas con él.

La reescritura es algo que la mente hace ya de forma habitual e involuntaria. Hemos oído cien veces la clásica frase: «El tiempo todo lo cura». Tiene parte de razón, porque cuando vamos contando una y otra vez nuestros recuerdos del pasado o repasándolos, amoldándonos a lo que nos hubiera gustado, los transformamos un poco más a nuestro gusto. Con el paso del tiempo, suele suceder que la mente borra los malos recuerdos (por ejemplo, de nuestras exparejas) y solo nos quedan los que hemos querido reescribir encima. ¡La mente es así de sabia!

LA REACCIÓN DE PARÁLISIS: QUEDARSE CONGELADO

Como respuesta ante el miedo, hay un tercer tipo de solución que complementa el ataque y la huida, que es la parálisis. Pueden darse dos tipos de parálisis: la voluntaria y la involuntaria; en el primer caso siempre será buena, porque significa que cuenta con una voluntad humana, una estrategia estudiada y decidida por el cerebro a la hora de reaccionar frente a una amenaza extrema.

Entre las buenas está hacerse el muerto. Quedarse «congelado» puede ser, para algunos insectos o animales, una excelente estrategia de supervivencia a la hora de enfrentarse a un depredador o a una amenaza mortal. Algunos cambian de color y se vuelven invisibles para evitar llamar la atención y se quedan quietos para volverse menos atractivos como presas. En mi cuarto de baño, sin ir más lejos, algunas noches enciendo la luz y veo una lepisma o ese insecto llamado pececillo de plata (el bicho del polvo) correteando en pleno estado de pánico al verse descubierto fuera de su guarida. Me produce ternura ver cómo, de repente, tras varios segundos de luz, se queda congelado y parado. Permanece inmóvil hasta media hora, y me lo imagino con los ojos cerrados pensando: «¡Que no me vea, que no me vea!».

Es un mecanismo que se da en la totalidad del reino animal, aves, mamíferos y peces; tiene hasta un nombre científico: la tanatosis o inmovilidad tónica. Consiste en entrar en un estado de parálisis temporal y falta de respuesta a estímulos exteriores.

Un caso de interpretación brillante de tanatosis es el de la zarigüeya norteamericana, una especie de ratón con los dientes afilados. Cuando se aproxima un peligro, se tira al suelo y finge ser un cadáver con un realismo asombroso, digno de un Premio Oscar de la Academia. Se queda con la boca entreabierta, saca la lengua y la deja inerte, mientras segrega fluidos malolientes para ahuyentar al depredador y hacerle creer que está podrida por dentro, de modo que salga corriendo para evitar el riesgo de consumir algo en descomposición. Por si fuera poco, mientras practica la tanatosis reduce su temperatura corporal drásticamente y hasta ralentiza sus pulsaciones.

Otro tipo de tanatosis es la inmovilidad postcontacto, que se da una vez que el depredador ha cogido a su presa. Algunos insectos fingen estar muertos una vez ocurrida la tragedia, y se quedan paralizados en la boca de sus atacantes completamente rígidos. Algunas serpientes, como la culebra viperina o la culebra de collar, emulan posturas imposibles, se hinchan y se enrollan sobre sí mismas para que sea muy difícil comérselas.

En el caso de los humanos, este tipo de evolución biológica no se ha desarrollado tanto, aunque, en algunos casos, nos hemos hecho los muertos para sobrevivir en situaciones muy extremas, sin tanto perfeccionismo ni realismo.

He oído y leído historias de personas heridas que, en mitad de una masacre, se han hecho las muertas y han sobrevivido; han controlado el dolor, el miedo o las lágrimas con el fin de conservar la vida. En 2023 visité Ruanda en un viaje con ACNUR y escuché de primera mano algunos casos trágicos de la matanza entre hutus y tutsis del año 1994, donde se dieron escenas dantescas en este sentido.

Contaré aquí la menos escabrosa, la historia de Immaculée Ilibagiza, una joven tutsi de la aldea de Mataba (provincia de Kibuye), que con veintidós años sobrevivió al genocidio de los hutus entrando en una especie de tanatosis humana, una adaptación de su cuerpo para la supervivencia en condiciones extremas. Cuando murió el presidente y los hutus comenzaron a matar «cucarachas» (término real usado por los hutus para referirse a sus enemigos), su padre la envió junto con sus tres hermanos a la casa del pastor Murinzi, un amigo de la familia, a siete kilómetros de su casa.

Al llegar allí, el pastor solo pudo darle refugio a ella y la metió en un baño de un metro por un metro durante tres meses con otras seis mujeres. Durante noventa y un días tuvieron que restringir sus movimientos, sonidos y hambre a la más mínima expresión, y gracias a ese esfuerzo físico y psíquico lograron sobrevivir. Immaculée perdió a sus padres y hermanos, pero rehízo su vida y contó su historia en un libro que tuvo mucho éxito; recibió el Premio Mahatma Gandhi por la Paz y la Reconciliación y vive en paz en Nueva York con su familia.

Del mismo modo que la tanatosis se incluye dentro de la categoría de «controlar el miedo» como reacción a una amenaza, como una estrategia buscada, existe otra respuesta frente a amenazas extremadamente duras y desconcertantes: la parálisis involuntaria. Hay que evitarla con especial cuidado, porque es extremadamente peligroso quedarse parado sin hacer nada, dejando que el miedo gane su partida y sin entrar en lucha, huida o control de la situación.

Esa parálisis puede llevarnos incluso a perder la vida. Lo comprobé en Afganistán en el año 2009, mientras cubría las elecciones que se celebraban en unas pocas semanas en Kabul, la capital. Por casualidad, estaba hospedada en una casa al lado de la guesthouse (casa de huéspedes) Bekhtar, un hotel contiguo donde dormían una veintena de representantes de la ONU que trabajaban como observadores de la segunda vuelta electoral de ese año.

A las cinco y media de la mañana oímos explosiones y tiros, y de repente entraron los de seguridad de la casa y nos llevaron a la terraza con el pijama, el chaleco antibalas puesto y el casco obligatorio. Nos contaron que en la casa de al lado habían entrado tres kamikazes y se habían inmolado, y que estaba en marcha una operación para salvar la vida de los que estaban dentro. Murieron seis personas en aquel ataque.

Al día siguiente estuve recorriendo el lugar y me explicaron que en una habitación habían muerto dos jóvenes por no haber podido huir con el resto. Les habían gritado que salieran con los demás por la puerta trasera de emergencia, pero se quedaron paralizados del susto, congelados de puro miedo en una esquina de la habitación. Eso les costó la vida.

La parálisis, en este caso, es una disfunción, una avería de nuestro sistema límbico. Como en el resto de los casos, la amígdala pone en marcha el proceso necesario para arrancar el motor del cuerpo, liberando hormonas del estrés, como el cortisol y la adrenalina (sudamos, aumenta el ritmo de la respiración) para que se prepare para responder. Sin embargo, algún ingrediente de la receta no es el correcto o está en mal estado; el inyector está roto, la gasolina está contaminada y no se produce la detonación correcta para arrancar.

El motor está dañado y eso nos impide echar a correr o enfrentarnos a una amenaza. Sufrimos una inhibición total de la capacidad de movernos o hablar, lo que nos deja en un estado de parálisis temporal e inacción.

Este fallo tiene una explicación científica: nuestra gasolina se ha contaminado con bacterias nocivas, como son malos recuerdos del pasado o bien de emociones contradictorias que nos impiden pensar con claridad y funcionar correctamente. La mente intenta procesar la situación y determinar la mejor ruta de acción; pero si hay un recuerdo que nos bloquea o una o varias emociones que no están claras y chocan entre sí y crean contradicción, eso genera un cortocircuito fatal; todo en su conjunto inhibirá la acción y nos quedaremos parados sin saber qué hacer.

La parálisis puede ocurrir en una amplia gama de situaciones, desde encuentros con amenazas físicas inmediatas hasta experiencias traumáticas emocionalmente abrumadoras. Su hábitat más común son las trincheras de la vida real, donde nuestras emociones son muy fuertes, sobre todo si las amenazas vienen del entorno más cercano: las traiciones familiares, o bien una guerra contra nuestra propia autoestima, cuyo descuido puede llevarnos a la parálisis más destructiva.

Víctimas de asaltos o accidentes, testigos de eventos violentos, o incluso individuos enfrentando una crisis personal intensa, pueden experimentar esta parálisis temporal como una reacción instintiva al miedo. Muchos sufrirán consecuencias a largo plazo, como el desarrollo de trastornos de estrés postraumático, especialmente si la persona se juzga a sí misma negativamente por su «falta» de reacción.

Es significativo el caso de las víctimas de violencia de género, que sufren durante un tiempo prolongado el miedo constante y diario de las amenazas. En muchas ocasiones, la gente pregunta: pero si tienen miedo, ¿por qué no actúan? La respuesta está en la maraña de emociones contradictorias que sienten, además de su cortocircuito interno, que provocan una parálisis patológica.

Por un lado, sufren los golpes, las amenazas, el control, se ven invadidas por una gran angustia, un miedo atroz. Pero, por otro lado, su cerebro acumula una gran cantidad de buenos recuerdos asimilados a la serotonina (conocida como la hormona de la felicidad, ya que cuando aumentan sus niveles en los circuitos neuronales genera sensaciones de bienestar, relajación, satisfacción y aumenta la concentración y la autoestima). Estos momentos son, por ejemplo, una boda, el nacimiento de un hijo, momentos de amor que les impiden ver la realidad o tomar la decisión correcta: salir de la trinchera en la que se creen protegidas y ponerse a salvo de verdad.

A esto se suman factores como la inseguridad económica, la falta de un entorno valiente o fuerte… todo influye a la hora de paralizar a una víctima. Muchas llegan a dar respuestas igualmente disfuncionales frente a su miedo, como el ataque violento (algunas llegan a usar el ataque para escapar) o bien la disociación (desconectarse de la realidad y vivir en un mundo paralelo, pensando que esa trinchera es un lugar seguro).

Se ha demostrado que las personas maltratadas en un periodo prolongado de tiempo sufren una temprana demencia senil; cuando se ven ya sin ayuda ni perspectivas de vivir otra vida mejor, el cerebro les ofrece una vía de escape porque ya no pueden soportar vivir más en esa situación de opresión.

Las trincheras son las grandes aliadas de esta reacción adversa frente a un miedo potencial. Nos permiten protegernos de la solución, mantenernos en una falsa sensación de estar a salvo, pero, en realidad, seguimos viviendo en el campo de batalla y no salir de ellas nos impide vivir en una situación real de paz y de seguridad.

Limpia tu mente de elementos tóxicos. Evalúa cuáles son los sentimientos y recuerdos que hacen que no funcione bien tu cerebro. Llénalo de buenos recuerdos y emociones positivas.

EL MIEDO AL CAMBIO

El miedo al cambio merece ser destacado porque, si bien no llega a tener consecuencias tan graves como el estrés postraumático, la parálisis en los pequeños cambios puede llevarnos a padecer ansiedad, depresión y un sentimiento de estar en la vida dejándola pasar sin más, sin desarrollar todo nuestro potencial o sin vivir plenamente nuestra pasión o nuestro amor más puro con otra persona que no es nuestra pareja.

Es una de las trincheras más comunes de nuestro tiempo porque supone un reto cotidiano, diario, y que forma parte de la vida real.

No estamos en guerra, nos va bien, estamos en una vida confortable y con nuestras necesidades cubiertas; todo está en orden. Entonces, ¿qué diablos nos pasa? ¿Por qué no podemos más con este puesto de directivo con el que soñábamos? ¿Por qué nos sentimos vacíos y solos en nuestra relación de pareja y no osamos separarnos de nuestra mujer o marido, a quien tanto amamos? ¿Por qué esta ciudad en la que vivimos nos produce angustia y desazón?

La respuesta a nuestra parálisis está en la comprensión real de nuestras necesidades actuales, que distan mucho de aquellas básicas de los cazadores-recolectores. No entendemos lo que nos pasa porque no hemos identificado bien nuestros miedos: ¿cuál es esa necesidad no cubierta que anhelamos, que nos paraliza y que nos impide dar el paso y cambiar de trabajo, de pareja, de vida? ¿Qué es, en definitiva, lo que nos falta, lo que nos da miedo no tener o nos da miedo perder? ¿En qué trinchera tratamos de guarecernos para no tener que ir a por ese miedo que tanto nos asusta?

En la prehistoria, las necesidades del ser humano se resumían en las básicas, como comer y sobrevivir (seguridad y protegerse de los depredadores) y procrear (socializar), así como el empleo de la astucia y la habilidad para utilizar herramientas y desarrollar estrategias efectivas en un entorno natural hostil.

Pero miles de años más tarde, hemos ampliado de forma ambiciosa esa lista y nos hemos vuelto más exigentes que nunca. Si antes la supervivencia dependía de cazar y reproducirse, las estructuras sociales de hoy en día son mucho más complejas y avariciosas. El psicólogo Abraham Maslow elaboró una pirámide que cataloga las necesidades de supervivencia del individuo y que definen su comportamiento en la era moderna. Clasificó cuáles son los nuevos retos a los que se enfrenta el ser humano, qué es lo que nos frustra o nos deprime porque nos falta:

1. Necesidades físicas básicas.

2. Seguridad.

3. Relaciones sociales.

4. Reconocimiento y valoración.

5. Autorrealización.

En la era de la revolución tecnológica y científica, en plena globalización, estos puntos adquieren más vigencia porque nuestro instinto de supervivencia afronta desafíos que son menos físicos, pero igualmente demandantes: la competencia por el éxito en un mercado laboral capitalista sin piedad; la adaptación a la rápida evolución de la tecnología, o la navegación obligada por un mundo interconectado donde la información y la desinformación tienen un poder sin precedentes.

Todos estos son los nuevos «depredadores» a los que nuestro instinto debe adaptarse y que, sin duda, generarán nuevas necesidades en la evolución del comportamiento humano.

Sin embargo, este esquema data del año 1943, y más de ochenta años más tarde, el mundo ha cambiado mucho y su pirámide se ha quedado incompleta, porque pone el acento en lo individual y no en los problemas colectivos que tenemos que encarar hoy en día.

El reconocimiento de amenazas globales, como el cambio climático, las pandemias y los conflictos internacionales en un mundo cada vez más complejo, ha ampliado nuestra percepción de la supervivencia; ahora va más allá de lo individual a lo colectivo, del largo plazo a lo inmediato, de la preocupación personal a la del bienestar planetario. Solo juntos vamos a sobrevivir como especie; si no contaminamos en Europa, pero sí en China, no hay solución al agujero de ozono que es de todos. Tenemos que actuar de forma conjunta y responsable.

Si Maslow describía el reconocimiento y la autorrealización como factores muy importantes en una escala de necesidades humanas de carácter individual, yo diría que habría que añadir otro punto que comprendería lo colectivo: la necesidad de justicia social. Esa justicia debe venir de los Estados-nación, y observo que este aspecto se ha vuelto imprescindible para sobrevivir en según qué sociedades que hoy entran en conflicto.

Como veremos en la segunda parte del libro, el mundo en que vivimos es muy diferente de aquel de mediados del siglo XX. Hemos evolucionado de las necesidades físicas a las psicosociales, porque hoy tenemos que navegar por un complejo tejido de desafíos sociales, emocionales y psicológicos. Hoy en día yo las redefiniría así:

1. Seguridad (alimentaria y física). Tener alimento asegurado es un problema que, aunque sigue en el primer puesto del ranking de necesidades porque sin ello nos morimos, no es una preocupación en las mentes de tres cuartas partes de la población del planeta que vive en paz y en sociedades desarrolladas. Como explica el historiador israelí Yuval Noah Harari, tenemos hoy más riesgo de morir de enfermedades cardiovasculares provocadas por la comida basura, que de hambre. Es cierto que el mundo sigue sufriendo hambruna, pero en los países ricos se desperdician novecientos treinta y un millones de toneladas de alimentos cada año, el 17 % de nuestra comida, y la mayoría la tiramos en casa. Comer y vestirse no son una prioridad en nuestro día a día y nuestro comportamiento no está modificado por esta necesidad.

2. Amor y apego (que viene de la familia, amigos, sociedad). Sin alguien cerca se puede sobrevivir, pero a la mente y al alma se le hace cada vez más difícil. Se ha demostrado que las personas que viven solas y sin afectos, como la familia o las amistades, desarrollan enfermedades psicosomáticas graves que los llevan a una temprana muerte. La comunidad es una herramienta útil para la supervivencia, y tras siglos de evolución, nuestro cerebro lo ha asimilado: nos dice que, sin amor, apego, cariño ya no es posible vivir en paz, de modo que la falta de compañía nos induce cada vez más a estados de depresión y angustia que conducen incluso al suicidio.

3. Reconocimiento y autorrealización (por el entorno y por la sociedad). Las sociedades modernas se han llenado de presiones y de retos cada vez más sorprendentes. Queremos viajar al espacio como si fuera un vuelo regular; robots que hagan nuestros trabajos y coches que conduzcan solos. Vivimos auténticas carreras maratón por alcanzar un estatus social que nos presente frente a los demás como seres que han alcanzado el éxito. El fracasado es un paria y el perdedor un despojo de la sociedad. El que no alcanza los estándares está fuera del círculo de «los reconocidos» y son considerados vagabundos sociales; los que se salen del sistema apenas reciben ayuda para la supervivencia (véase los norteamericanos más pobres, que no tienen acceso a una seguridad social y sanidad públicas); los logros laborales y económicos se convierten en imprescindibles para sobrevivir; por ejemplo, si no hay dinero no hay hipoteca y no hay casa. Entrar en el sistema económico bancario es imprescindible para tener techo.

4. Justicia social (que debe venir del Estado y de los gobernantes). La justicia social es un problema y un quebradero de cabeza que ningún mandatario sabe resolver del todo. Mientras los países democráticos tratan de cubrir esta necesidad de la mejor forma que pueden, el 72 % de la población mundial (cinco mil setecientos millones de personas) vive en autocracias cuando hace diez años solo era el 46 %, según el Instituto V-Dem de la Universidad de Gotemburgo, en Suecia. Hay noventa democracias y ochenta y nueve autocracias en el mundo (datos de 2023), y lo peor es que las democracias en los últimos treinta años han duplicado su dependencia económica de las autocracias (de China, sobre todo). He observado que los niveles de violencia en Latinoamérica, los levantamientos populares en las revoluciones árabes, las protestas del 15M en Madrid, los chalecos amarillos en Francia, las manifestaciones de los agricultores europeos, todos tienen algo en común: la búsqueda de esa justicia social que se desmorona.

A veces puede costarnos mucho identificar las trincheras de acuerdo con esta nueva escala de necesidades. El mundo va tan rápido que las referencias que nos guiaban hace algunas décadas se han quedado obsoletas de forma vertiginosa.

Por ejemplo, cada vez se nos hace más difícil combinar necesidades individuales como la procreación (física) y el crecimiento profesional (valoración, autorrealización), en familias donde no logran una correcta conciliación y donde la justicia social falla con las mujeres. El ejemplo de Anna y su maternidad dice mucho de esta confusión que invade a mujeres y hombres de la era moderna.

Conocí a Anna en Malí mientras cubría la guerra contra el yihadismo en 2013. Entonces era una sevillana entusiasta y feliz, pero su reciente experiencia vital demostró cómo nuestros miedos están cambiando y qué difícil es identificarlos ahora y combatirlos. Cuando fue madre, tuvo que enfrentarse a trincheras desconocidas, a nuevos temores y a cambios profesionales que la tuvieron desnortada durante ocho largos años.

Había cumplido cuarenta cuando se quedó embarazada de Liam. Vivía entonces un momento de éxito profesional, la habían destinado a Bamako (Malí) a un puesto de nivel como gestora de proyectos de una ONG internacional de renombre. Había viajado por todo el mundo y hablaba cinco idiomas; su sueldo era de los más elevados y todos los compañeros de su sector querían trabajar con ella. Venía de una familia desfavorecida y vivía su triunfo como un logro extensivo a todos los suyos, su familia estaba orgullosa de ella y su crecimiento la hacía sentirse reconocida y valorada.

El embarazo la pilló por sorpresa porque nunca había pensado en ser madre; la edad y la presión familiar la hicieron decidirse por tener al niño, y el padre era un chico encantador con el que quizás arrancaría una nueva vida en familia.

Como han hecho nuestros antepasados, Anna pensó que podría con todo, pero se dio cuenta de que ya no podía viajar, que los lugares a los que tenía que ir eran peligrosos o de difícil acceso, y se sintió responsable no solo ya de su vida, sino de la de la persona que estaba en su vientre. Decidió dejar el puesto de trabajo en Malí y buscar un empleo en Madrid. Alquiló un apartamento pensando que conseguiría un trabajo, confiando en su categoría y en el reconocimiento profesional del que disfrutaba hasta el momento; pero cuál no sería su sorpresa al descubrir que nadie la contrataba porque estaba embarazada.

Para ayudarla, un amigo le dio trabajo y le prometió emplearla hasta el octavo mes de gestación, pero resultó un fiasco. Su amigo se comportó como un mal jefe y comenzó a actuar de forma autoritaria, ególatra y distante. Le cortaba las frases en público y la humillaba en las reuniones, lo que generaba una gran tensión y angustia en Anna. Un día discutieron tanto que ella sangró y se asustó. Temiendo un aborto por estrés, decidió hablar con el amigo, pero él la despidió.

Anna no tenía ahorros y comunicó a los propietarios del piso que no podría pagarlo. Lejos de ayudarla, la invitaron a abandonar el apartamento cuanto antes; lo pusieron en el mercado y llegaron a enseñarlo mientras Anna estaba en la cama con contracciones. El parto resultó muy duro porque estaba muy tensa y no dilató, hasta el punto de que el bebé sufrió secuelas en la formación del cráneo.

Los propietarios actuaron sin miramientos y quince días después de dar a luz y aún sangrando, Anna tuvo que hacer las maletas y volver a casa de su madre en Sevilla. El niño lloraba sin parar porque le dolía mucho la cabeza. Durante el primer año de vida, Anna tuvo que dedicarse en cuerpo y alma a su pequeño; dejó la casa de su madre en España y se fue con su pareja a Francia, pasando a depender económicamente de su sueldo.

Anna entró en una depresión profunda. Un año después de dar a luz y acabados los cuatro meses de cuatrocientos euros de baja por maternidad, se sentía inútil y fracasada. En un estado de parálisis que se convirtió en un bucle depresivo, buscó trabajo tras trabajo sin éxito en Francia. Ella pensaba que había estudiado muchísimo y que se había esforzado tanto, el orgullo de su familia. ¿Dónde estaba su recompensa?

Se quedó paralizada durante ocho años en los que su carrera se deterioró mientras que la de su pareja subía como la espuma. Le ofrecían cosas, pero no eran empleos a su altura ni de la misma categoría ni con el mismo salario, de modo que los rechazaba porque significaban un fracaso, un descenso en la escala social y profesional que tanto le había costado alcanzar.

El padre de Liam se hacía cargo de los gastos mientras a ella le tocaban las tareas del cuidado del hogar y del niño. Cuando discutían, él le decía: «¡Me va bien, tengo éxito, no es culpa mía!». Esta situación creó una creciente frustración que fue erosionando la pareja. Sencillamente, ella no era ya reconocida en el sector y él estaba en la cresta de la ola. Ella era la mujer en el hogar y él el triunfador. Él siempre ganaría más dinero y ahí estaba la trampa, un bucle sin fin que aparta al cuidador principal de un mundo laboral hostil a la crianza.

Anna entró a formar parte de ese colectivo de mujeres trabajadoras mayores de cuarenta a las que el Estado considera en situación «de riesgo» porque son expulsadas del sistema profesional, obligadas a emprender y autoemplearse para sobrevivir; y si no lo consiguen, deben aceptar ser mantenidas por sus parejas o cambiar de rumbo laboral, exponerse a la precariedad y a trabajar en cualquier cosa.

Después de ocho años y cansada de no prosperar, anunció al padre de su hijo que se separaba para salir de su zona de confort y emprender una nueva vida. Se mudó a Madrid y creyó que sería más feliz.

Sin embargo, eso no solucionó su problema, sino que lo empeoró. La ruptura la sumió en una doble pobreza: la económica y la sentimental. El niño se pasaba el día viajando a Francia a ver a su padre. Tampoco consiguió trabajo en su antiguo sector, la gestión de proyectos en ONG; todos eran en el extranjero y el niño estaba escolarizado en España.

Solo entonces se dio cuenta de que su trinchera había sido el miedo al fracaso, a no ser valorada y reconocida en las tareas del hogar y de la crianza (valoración que debía venir de su pareja y de su entorno), ni en sus aptitudes profesionales (que debía venir de su sector y compañeros).

Tampoco había tenido el esperado aplauso de la sociedad o de la familia, que son los que finalmente avalan el sacrificio. Esos miedos y frustraciones le impedían ser pragmática, salir de sus emociones, memorias y quejas para actuar de forma más lúcida con alternativas inteligentes que no podía ver: estaba demasiado enfadada. Anna volcó toda la valentía en una separación dolorosa y creyó que esa fortaleza le haría salir de su trinchera, pero no fue así.

Buscó entonces un nuevo propósito, miró hacia adelante y aceptó su nueva situación. Estudió un máster en gestión de proyectos culturales, transformó su carrera; tuvo la valentía de hacer otra cosa lejos de la cooperación sobre el terreno que se había convertido en su gran obsesión y al que llamaba a las puertas, sin éxito y con gran obstinación, desde hacía ocho años. Se alejó de su antiguo mundo de aventuras y de viajes a lugares exóticos y comenzó a trabajar como gestora de proyectos de la UNESCO, en París. Se reconcilió con el padre de su hijo, con quien vive en el barrio de Le Marais (París) y con quien tuvo un segundo niño. Ahora se gana la vida incluso con un salario superior al de 2013.

Mi amiga perdió ocho años de su vida. ¿Por qué no actuó antes? Estaba esperando que lo hicieran los demás; esperaba el beneplácito y el calor de sus compañeros que la ayudarían a seguir en el mismo puesto que tenía antes de la maternidad, así como lograr el reconocimiento a su sacrificio por haber criado a su hijo; pero nada de eso llegó. Le faltó la aceptación de esa realidad y la valentía para mirar hacia dentro, dejar de esperar que los demás cambiaran, tanto su pareja, como su entorno, el mercado laboral. ¡Nada de eso iba a ocurrir!

Nunca podremos transformar a las personas, ni nuestro contexto social: solo podemos modificar aquello que está bajo nuestro control. Lo demás se nos escapa. Solo si aceptamos esta máxima podemos aventurarnos a tomar decisiones de las que somos responsables solo nosotros mismos. Dejemos de posponer nuestro cambio esperando que lo hagan los demás.

Hay que moverse y no quedarse paralizados, enfocados en circunstancias que no podemos solucionar, porque tomaremos caminos que serán irreversibles. Cualquier transformación tiene que llegar a tiempo y por eso tenemos que identificar muy bien cuáles son nuestros miedos reales, entender por qué nos hemos cavado una trinchera para protegernos y de qué. Por último, enfrentarnos a ella, no culpar a personas o contextos equivocados, porque, al fin y al cabo, nuestro camino está solo en nuestras manos y en las de nadie más.

Para buscar tus miedos, no mires en los demás ni esperes que cambien. Mira en ti y comprende que tú puedes cambiar lo que hay bajo tu control. Solo tú eres responsable de tus decisiones.

LA EROSIÓN DEL INSTINTO DE SUPERVIVENCIA. ¿SOMOS MÁS FUERTES?

El ser humano es terco e insiste en perdurar y sobrevivir como especie, perpetuarse. Sus miedos y necesidades han evolucionado mucho hasta transformarse en otros, y creo que nunca en la historia lo hemos tenido tan fácil para satisfacer las necesidades básicas de comer, beber, dormir, tener relaciones sexuales. Vivimos en la era más cómoda que el ser humano haya podido experimentar desde que existe.

Precisamente por esta razón, la escala de miedos y necesidades ha cambiado mucho. Ya no hay que salir a cazar, los alimentos nos llegan desde todos los rincones del planeta. Tenemos miles de granjas superpobladas donde ya matan por nosotros a animales de todo tipo y la carne llega al supermercado envasada al vacío como si ese ser no hubiera existido nunca, un cuerpo sin alma ni vida diseccionado y presentado entre plástico y corcho blanco. Hasta el apego y la compañía están por encima de la comida en nuestra escala de necesidades para ser felices, porque eso nos hace falta más que un buen plato de sopa.

Dormir no es un problema porque hay fármacos abundantes para ello. Hay gente que se hace perfiles y se muestra dispuesta abiertamente para el sexo a la carta, con currículum y fotografía incluidos en las diversas aplicaciones creadas para este fin de fácil accesibilidad, algo impensable en el siglo XX. Relacionarse y hacer nuevos amigos es muy sencillo si buscamos en las redes sociales y compartimos comentarios y likes; si montamos grupos de WhatsApp no estaremos nunca solos. Por eso, hemos desarrollado nuevas carencias psicosociales que vienen a sumarse a nuestros viejos déficits.

Quizás la guerra es una excepción a esta regla. Durante un conflicto bélico, aún se produce una momentánea regresión al más puro instinto de supervivencia primigenio, con sus necesidades más básicas: la seguridad alimenticia y de protección, que se convierte en esencial para sobrevivir. En una contienda se puede ver al ser humano en su esencia, con la impetuosa fuerza que nos impulsa a perseverar, adaptarnos y superar adversidades.

Sin embargo, acabada la violencia, los perdedores (que a veces son los dos bandos) regresan a la misma escala alterada de miedos que corresponden a nuestro tiempo. Entonces el impacto todavía es más grande y doloroso, porque se dan cuenta de que les falta de todo: cubrir las necesidades físicas y las psicosociales. Hacinados en enormes campos de refugiados unos o en ciudades en ruinas otros, no solo carecen de comida, sino también de amor, porque comprenden que están abandonados por la comunidad internacional. Tampoco tendrán reconocimiento de su causa o de su lucha, ni valoración ni justicia social. Simplemente, la audiencia global pasa a la siguiente noticia.

El fenómeno se ve amplificado por las redes sociales y los canales de televisión interplanetarios; antes, el perdedor, refugiado o víctima de guerra no conocía la magnitud de su desgracia, no tenía información alguna sobre los planes de la ONU con su pueblo desahuciado (véase el palestino, el saharaui, el sirio, el congolés, el sudanés, etc.), ni sabía de la existencia de otras guerras que van a llevarse su partida presupuestaria de ACNUR (Agencia de la ONU para los Refugiados) o de los fondos de reconstrucción de ayuda de la Unión Europea, por ejemplo, para Ucrania. No veían las noticias ni seguían documentales o series donde iban a averiguar que no saldrían del campo de refugiados en mucho tiempo, o jamás.

Antes, el pobre no era verdaderamente consciente del nivel de pobreza en el que vivía, porque no podía compararlo con nada. Ahora, un niño de Larache (Marruecos) que vive con menos de un dólar al mes enciende la televisión, hace un poco de zapeo y da por casualidad con la serie Succession, y piensa que Estados Unidos está lleno de magnates como la familia protagonista, que tira una mesa entera de caro marisco porque no huele bien, tal y como muestra una escena de la serie norteamericana. Y ve películas europeas como París, mon amour, y se imagina a sí mismo una noche paseando por los Campos Elíseos sin saber que no pasará de la banlieue (periferia parisina convertida en gueto para la inmigración africana).

En el siglo XV la gente sin democracia no conocía otra cosa, pero hoy en día los niveles de depresión e impotencia son muy altos entre los ciudadanos que viven en autocracias. La frustración que produce saberse «ciudadano no libre» no había sido tan alta nunca a lo largo de la historia, porque el cine y los medios venden la libertad y la democracia como un remedio magistral contra toda pobreza e injusticia social. El mundo se divide entre «ellos» y «nosotros», el mundo libre en el que todas las promesas se hacen realidad, y los que jamás podrán acceder a ella.

Recuerdo la noche que cayó el dictador Hosni Mubarak en Egipto, el 11 de febrero de 2011. Cogí un taxi para ir a la plaza Tahrir (El Cairo), donde la muchedumbre lo estaba celebrando con gran entusiasmo; yo intentaba llegar a la plaza en taxi y el conductor iba muerto de miedo, era cristiano copto y todo aquello no le gustaba nada porque los que estaban en la plaza y detrás de la revolución eran en su gran mayoría de los Hermanos Musulmanes, que querían instaurar la sharía (ley islámica) en el país.

Llegué tras varias horas de atasco y casi no podía acceder con mi pequeña cámara. La gente estaba embriagada de júbilo, sorprendidos de haber conseguido tumbar a un dictador en tres semanas, armados únicamente con pancartas y piedras. Las hordas se movían en círculos que a veces te arrastraban, y los cánticos y los alaridos de alegría eran constantes. Fue entonces cuando un hombre de unos cincuenta años se me acercó y me preguntó entre gritos de dónde era. «¡De España!», contesté. «¡Oh! ¡Ahora ya somos como vosotros, ya tenemos democracia!», exclamó, y me abrazó largamente. El gozo les duró dos años: en 2013 hubo un golpe de Estado militar y subió al poder Abdelfatah al-Sisi, un dictador aún peor que el que tenían antes.

Los egipcios sabían que existía otro modo de gobernanza, igual que todos los jóvenes que se unieron a las oleadas de revoluciones, primaveras o levantamientos, como queramos llamarlo, en el mundo árabe del norte de África y Oriente Medio, de Túnez a Yemen. La juventud se convocaba en plazas por medio de WhatsApp, denunciaba las muertes de los «mártires» por X o TikTok. Y la justicia social era algo que necesitaban tanto que hasta dieron su vida por ello; era una necesidad tan importante como la de comer, y la pusieron por delante de la autorrealización o del reconocimiento, en pro de un fin último colectivo. El objetivo era alcanzar la victoria de la justicia social, o la muerte.

Yo conocí a muchos de ellos, y a muchos los vi morir. Recuerdo especialmente a Trad Zhoury, un joven sirio que era cámara y documentaba todas y cada una de las muertes que veía en el hospital de Al-Qusayr (Siria). Escribía un papel con el nombre de la persona fallecida, el día de su muerte y lo ponía encima del cuerpo para grabarlo en vídeo. Murió de una bomba en el frente mientras grababa, y nunca confesó dónde guardó toda aquella enciclopedia de crímenes de su pueblo; algunos sospechamos que ocultó las cintas en la tumba, literalmente. Había comprado una zanja en el cementerio, y seguramente allá estará con todo su material.

Por otro lado, está el mundo en paz en el que solo vemos la guerra por televisión o que conocemos ahora a través de refugiados ucranianos que están en nuestras ciudades. Aquí, en el mundo que yo llamo «real», lleno de comodidades, de avances tecnológicos y científicos, vamos perdiendo la capacidad de estar alerta y bien despiertos ante las amenazas que vienen.

Estamos dormidos, lo que conlleva no poder prever las amenazas y solucionarlas antes de que causen estragos en nosotros como especie y en el planeta Tierra. La pandemia del COVID o el cambio climático son algunas de las consecuencias de este proceso paulatino de abandono de nuestro instinto de supervivencia, como si no tuviéramos por delante un calentamiento global, una transición energética severa y una crisis alimentaria por causa de la sequía que traerá grandes movimientos migratorios que ya vemos venir.

El ser humano no solo se ha olvidado de su instinto de supervivencia y de su capacidad de estar alerta, sino que lo está perdiendo. Mientras los animales mantienen prácticamente intactos sus instintos para sobrevivir con conductas como la hibernación, la migración, etc., y se siguen adaptando y modificando genéticamente con este fin, nosotros vamos perdiendo capacidades progresivamente. Todas las señales nos dicen que vamos camino de la extinción si no despertamos y recuperamos nuestro estado de alerta primitivo, sobre todo en las sociedades más ricas y adormecidas.

Veamos el caso de las langostas, un insecto que ha sabido adaptarse a los tiempos contemporáneos agrupándose en grandes y terribles enjambres, atravesando territorios desconocidos hasta entonces y llegando incluso al canibalismo para sobrevivir. Según un grupo de científicos de la Universidad de Cambridge (Inglaterra), las langostas hasta ahora habían procurado evitar el contacto cercano con otros individuos de su especie, pero, por culpa de la sequía, se han visto forzadas a unirse para poder defenderse mejor, emigrar a otras zonas y avanzar juntas para comer.

A través de un estudio de tres generaciones, los expertos descubrieron que el cerebro de las langostas del desierto (la plaga migratoria más destructiva del mundo) había aumentado y que era un 30 % más grande que el de las langostas criadas en solitario. Por lo tanto, van evolucionando para sobrevivir y hacerse más fuertes.

No obstante, los humanos somos cada vez más tecnológicos y perdemos aptitudes. Mientras en nuestros tiempos de cazadores y recolectores temíamos no poder cubrir las necesidades básicas como la comida, el agua, refugio y la protección contra depredadores, ahora nuestra principal amenaza física son las enfermedades y pandemias, que combatimos con vacunas. Hemos perdido el vello y hasta nos lo depilamos porque ya no lo necesitamos para calentarnos, y hemos modificado nuestra dentadura por una menos agresiva porque la carne no está tan dura ni mordemos a nadie: nos viene todo más que procesado.

Desde la creación del Estado-nación garantizamos nuestra seguridad construyendo estrategias colectivas para sobrevivir, como las langostas: uniéndonos. Si antes teníamos castillos, muros y ejércitos para garantizar la protección y el bienestar de las comunidades, hoy seguimos delegando nuestro instinto de seguridad y protección en los soldados; en cierto modo, lo externalizamos, como hacen las empresas para ahorrar dinero y energía, y evitar que todo el mundo tenga armas y tener el control de la violencia.

A la hora de pensar en luchar para sobrevivir, hemos encomendado todos nuestros miedos a la guerra en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), en los contratistas de seguridad y en los servicios de inteligencia. La población no se informa debidamente sobre geopolítica, aspectos militares o simplemente política internacional para comprender en qué momento de la historia estamos, y la desinformación crea una cierta sensación de confianza en lo bélico y en la militarización de todo. Nuestra responsabilidad es cero: vivimos más tranquilos en la ignorancia.

El número de alarmas que la gente instala en sus casas se ha multiplicado por cuatro en España en los últimos tiempos, por culpa de los miedos que provoca la posibilidad de que te ocupen la casa, por el número creciente de robos en el domicilio y el temor a que se lleven nuestras pertenencias mientras dormimos. De nuevo, tratamos de paliar el miedo físico delegando en múltiples empresas de seguridad que instalan cámaras y micrófonos en nuestros hogares. ¿Por qué no protestamos contra la inseguridad? ¿Por qué estamos dormidos y no pedimos a gritos que cesen los robos, que el Estado ponga medidas para terminar con el crimen?

Parte de culpa del deterioro de nuestro instinto de supervivencia es debida a la dependencia de la tecnología para la navegación, la comunicación y la gestión de la vida diaria. Todo ello puede haber atrofiado algunas habilidades de supervivencia básicas, como la orientación sin dispositivos GPS o la capacidad para obtener alimentos sin granjas, supermercados o invernaderos de plástico. Esto nos lleva a una menor percepción de la necesidad de aptitudes que son fundamentales para sobrevivir. ¿Saben los más jóvenes cómo se planta una patata? ¿Cómo se mata un cerdo? Yo lo vi de pequeña, una matanza de las de antes, y también cómo hacían los salchichones y hasta cómo mi abuela despellejaba un conejo en casa que había sido mascota un tiempo (Blanquita, la llamábamos).

Escuché hace poco un discurso de un oficial israelí arengando a sus jóvenes reclutas para la guerra de Gaza: «¡Demostrad que no sois la generación iPhone!», les gritaba. Estaba pidiendo apelar a su más claro instinto de supervivencia para matar, en contraposición a ser una generación pacífica tecnológicamente avanzada. Muchos de esos jóvenes israelíes de veinte años salían apenas de hacer el servicio militar obligatorio; no habían entrado en combate nunca en Gaza y lucharon contra expertos milicianos que colocaban trampas explosivas en las casas, o bien surgían por sorpresa de túneles secretos, como si estuvieran en un videojuego macabro que a algunos les costó la vida.

Es cierto que la humanidad se ha vuelto más fuerte frente a la prevención de enfermedades, pero más débil en la supervivencia psicológica y emocional; no terminamos de encontrar cura al estrés, la ansiedad o los trastornos mentales, que van en aumento. Y mientras la globalización y la interconexión planetaria deberían llevarnos a un enfoque de sostenibilidad y preservación del medio ambiente como aspecto clave para la supervivencia de la especie, vamos ahora en sentido contrario y a máxima velocidad hacia lo opuesto, la extinción.

¿Ha mejorado nuestro instinto de supervivencia? La respuesta es no. Estamos perdiendo aptitudes para anticipar y responder a las amenazas a corto y largo plazo, como el cambio climático, que somos incapaces de afrontar con soluciones contundentes. Parece que son preocupaciones abstractas y globales, como si no fueran con nosotros o con nuestras sociedades. También hemos perdido la capacidad de reacción frente a una amenaza física, porque sencillamente Europa hace décadas que vive en paz y apenas hemos visto la guerra en los Balcanes y ahora en Ucrania.

Eso lleva consigo que ya no estamos tan alerta como antes, cuando vemos que nuestra vida está en peligro de muerte. Esto es algo del todo comprensible en sociedades del norte global (en contraposición a lo que se ha llamado el sur global), donde vivimos el fin del llamado periodo de paz capitalista; ha sido el momento de la historia más prolongado en el que nuestro instinto de supervivencia no ha tenido que ir activándose constantemente para abastecerse.

Mantente alerta. La vida es a veces una zona hostil. Adelántate a las amenazas y no ignores las señales. No demos nada por sentado, hay que seguir luchando (para preservar derechos y libertades, el planeta, la paz, nuestra familia).