
Yo de pequeña no tenía muy claro que iba a acabar en la tele, mi destino más bien me tenía preparada una peluquería en mi minúsculo pueblo. Pero lo que siempre tuve cristalino es que tenemos que ser lo que somos y no lo que queremos ser. Es como empujar una pelota hacia el fondo del mar. En cuanto la sueltas, sale disparada hacia la superficie.
Intenté retener esa pelota bajo el agua muchas veces, pero salía de un chimpo («salto»), así que la convertí en un mantra que repito para que baje mejor, como una pastilla con agua:
No soy lo bastante seria para un informativo.
No soy lo bastante graciosa para el entretenimiento.
No soy capaz de escapar de mí misma.
Seré yo misma.
Welcome to the fabulous A Cabeceira!
Parroquia de Corvite que preside el horizonte de A Terra Chá («llana o plana», en gallego, «flatland», para los de St. George School).
Lugar de caminos de hierba y luz madrugadora que incubó a mi estirpe femenina. Ahí arriba, en la cúspide de las montañas lucenses, un escueto número de vecinos compiten diariamente por el premio a la casa con mayor variedad floral del año.
Con el gesto gallego denominado «manos apoyadas en cadrís (“caderas”)», examino a las vacas de Orencio embriagada por el poder del ahora. Las inspiraciones vienen cargadas de ese olor a campo virgen con aromas de CO2 producidos por las bostas que tanto extraño en Madrid. Inhalo profundamente, como si ese olor fuese directo a un banco de aromaterapia interna, con notas personalmente seleccionadas para elevar el espíritu. Como si pudiese conservarlo ahí y sacarlo para las emergencias. Mi madre decide interrumpir la sonata de los mirlos.
—Bueno, qué, cuéntame algo.
—O cuéntame tú, ¿no?
—Yo hago lo mismo todos los días, filla. Tu vida tiene más chicha.
—Mamá, llevamos cuatro meses sin vernos, quizá podrían surgir preguntas de tus adentros, ¿eh?
—Es que no se me ocurre. Di tú.
—No sé, a ver… ¿Qué inquietud podrías tener sobre la vida de tu hija mediana que vive a quinientos kilómetros?… Mmm… Ah, sí. Por ejemplo, ¿qué tal te va? ¿Estás contenta en el trabajo? ¿Qué tal tu vida amorosa? ¿Comes bien? ¿Eres feliz?
—Bueno ya, mujer…, eso ya.
Le dedico una mirada de resignación. Es un regalo el desapego porque hay veces que el amor nubla la vista. Sobre todo, el de quien, bien o mal, nos quiere. Su opinión siempre estará condicionada por ese amor, que también puede ser tóxico de narices. He de confesar que me siento afortunada de haber nacido en una familia con más bien poco de eso. Ser un cero a la izquierda a mí me ha ayudado más de lo que me ha perjudicado. Te miras en el espejo como quien mira un lienzo en blanco y decide entre copiar un bodegón de fruta o pintar un punk a dos manos. Luego es la vida, y no tu familia, la que se encarga de decirte si eres buena o mala, lista o tonta, guapa o fea, de Ciencias o de Letras. La vida no te quiere, pero, al menos, tampoco te juzga.
Por eso agradezco a esta xentiña con la que comparto grupo sanguíneo el haberme criado con la sensación de no ser nada del otro mundo. El desapego es una pilula («píldora») vital que te fortalece por dentro.
Mi madre quería montar una peluquería en el pueblo para que no me fuese nunca. Le daba exactamente igual que yo quisiera salir de esa aldea llamada O Santo (la de la estirpe masculina), Ayuntamiento de Vilalba, en Lugo.
—Te montamos aquí la peluquería, Peluquería María se puede llamar. Yo te ayudo con las citas y si hay que lavar alguna cabeza…, pues también se lava. Muller, trabajo vas a tener y así estás conmigo.
—Yo quiero ser artista ma, como dice Concha Velasco. —En Galicia ser Concha Velasco es como ser cantante de orquesta, para que nos entendamos, incluso después de muerta.
Lourdes Morado, mi señora madre, estaba dispuesta a obviar a esa mocatriz millennial en ciernes que era yo por no vaciar su nido de soledad. Y no la culpo. Porque mi madre ha estado sola casi toda su vida. Su padre y su abuelo murieron el mismo día: uno de diabetes y el otro de pena un par de horas después cuando ella tenía catorce años.
La pena también se apoderó de aquella adolescente con una sensibilidad exacerbada convertida en su talón de Aquiles. Por la mañana estudiaba, por la tarde se quedaba a cargo de las vacas, y por la noche soñaba con estudiar Medicina para salvar la vida de otros padres y abuelos. Y aunque la Medicina estuvo siempre presente en su vida, pero por vía oral, el sueño de ser la doctora Morado se quedó en la almohada. En la almohada y en tres accidentes de tráfico. Bueno, cuatro, pero uno no fue en la carretera, fue en el altar al casarse con mi padre.
La prioridad de Pepe Lamela siempre ha sido Pepe Lamela. Para él, mi madre fue como ganar la Copa Davis, mientras que ella se dejó llevar porque su hermana salía con Ovi, mi padrino y el mejor amigo de mi padre. Quiso dejarlo en la noche de bodas. Luego, en la luna de miel, a la que acudió una segunda pareja por invitación unilateral de mi padre. También el día del bautizo de mi hermano, donde se enteró por el cura de que su hijo no se llamaba Alejandro, si no Alejandro José. «Yo te bautizo, Alejandro… José», dijo el sacerdote al uncirlo. El desencaje en la cara de mi madre fue tal que no supo reaccionar, así que no lo corrigió. Bautizaron a su hijo con un nombre añadido en el Registro Civil, adonde había ido su marido, y a ella le fue imposible parar tal despropósito.
Y pasaron veinte años llenos de desamor y de razones para dejar a Pepe. Tenía depresión crónica, pero el diagnóstico de su propia familia siempre era —y sigue siendo— el de «está loca».
Años después de querer liarme para lo de la pelu, la que se quiso ir fue ella, precisamente con pilulas-no-tan vitales. Estuvimos quince días con sus noches sin ella en casa. Se la llevaron en invierno y la volví a ver en primavera, en ese edificio gris rodeado de un bosque verde atlántico que parecía creado con realidad virtual para aumentar los niveles de serotonina en los pacientes. Estábamos hasta nerviosos. Después de un rato esperando, la vimos asomarse a la puerta principal. Nos saludó y vino, y puedo asegurar y aseguro que, en su recorrido, un rayo de luz a lo Mufasa en El Rey León la perseguía.
La vida. Bueno, la vida y el noqueo emocional que sufría producto de las desgracias, la dificultad de gestionarlas y la medicación, claro.
Al final, mi madre se quedó, en la «tierra llana», pero se quedó. Sin peluquería, pero se quedó. Y todo gracias a las pilulas. Cuestión de cantidad.