
—Oíd, chicos —dijo Trollino, cerrando la puerta del cuarto para que nadie los pudiera oír—, ¿no os parece que don Juan nos tiene un poco de manía?
—Qué va —dijo Mike, despreocupado, mientras se dirigía a la basura y rebuscaba en su interior a ver si encontraba algo que echarse a la boca—. El novio de la abuela Hortensia es un encanto. Fíjate que el otro día me comí un par de calcetines suyos y no dijo nada. Tan solo me miró con su típica cara de incredulidad.
—¿Y no te parece precisamente que eso es raro? —dijo Trolli con desconfianza—. Cualquier persona en su lugar se habría molestado. Él, en cambio, se limita a sonreírnos todo el rato y a apretar los dientes con fuerza.
—Bah. A ti lo que te pasa es que eres un malpensado —dijo Timba, bostezando.
—Vosotros decid lo que queráis —dijo Trolli, con insistencia—, pero yo sigo pensando que a este hombre no le caemos bien. Se comporta de una forma muy rara cuando estamos solos.
—Eso no son más que imaginaciones tuyas —añadió su amigo, repantingándose sobre la cama y ahuecando las almohadas.
—Estoy con Timba —comentó Mike—. Lo que ocurre es que tú eres un vinagrito y por eso te cae mal todo el mundo.
—¡Eso no es verdad! —respondió Trolli, enfadado—. ¡A mí no me cae mal todo el mundo!
—No. Solo la inmensa mayoría de personas —dijo Timba, riendo.
Al ver el troleo al que estaba siendo sometido, Trolli salió de la habitación refunfuñando. Por suerte, al cabo de cinco minutos su enfado se esfumó y el chico se puso a pensar en lo que sus amigos le habían dicho.
—No sé. Quién sabe —se dijo para sus adentros—. Tal vez Mike y Timba tengan razón y yo esté exagerando un poco las cosas. En cualquier caso, será mejor intentar pasar desapercibidos durante una temporada. O todavía mejor, hacer algo para compensar las molestias causadas.
Así pues, después de pensar durante un rato, Trolli volvió a reunirse con Mike y Timba para contarles el plan que tenía en mente.
—Veréis, he estado pensando y creo que deberíamos tener un pequeño detalle para que don Juan y Hortensia estén más contentos con nosotros.
—¡Me parece una idea genial! —exclamó Mike, soltando el rollo de papel higiénico que tenía en la boca—. ¡Podríamos hacer un concierto para ellos!
Nada más decir esto, el perro se aclaró la voz y comenzó a emitir unos sonidos que parecían más los ruidos de un atasco a primera hora de la mañana que las melodías de una canción propiamente dicha.
—¡¡¡Dia-man-ti-to, dia-man-ti-to!!! ¡¡¡Riquezas y tesoros a mi alrededor!!!
—¿Sabes qué? —dijo Timba, intentando tapar la boca de su compañero canino—. Será mejor pensar otra cosa, a menos que queramos que nos echen de aquí esta misma noche.
—Oye, ¿y qué os parece si les preparamos una cena romántica? —propuso Trolli de repente.
—¡Ay, sí! ¡Me parece un plan excelente! —acordó Timba con entusiasmo—. ¡Les podemos cocinar unas lentejas!
—¿Lentejas? No sé yo —murmuró Trollino—. No me parece el plato más romántico del mundo.
—Que sí, hombre, ya verás —insistió Timba—. ¿Qué mejor manera de demostrar que nos preocupamos por mi abuela que preparándole su plato estrella?
—Está bien —aceptó su compañero, resignado—. Tú la conoces mejor que nadie.
Así pues, los tres amigos se pusieron manos a la obra. Trolli se vistió con un delantal y un gorro de cocinero, Mike sacó la olla favorita de la abuela Hortensia de un cajón y Timba tomó un libro de recetas y comenzó a leer platos en voz alta.
—A ver, ¿pato a la naranja?… No. ¿Macarrones a la carbonara?... Tampoco. Ah… ¡Aquí están! ¡Lentejas con chocolate!
—¿Con chocolate? —exclamó Trolli asombrado—. ¡No puede ser! Déjame ver ese libro.
Sin perder tiempo, el muchacho se acercó a su compañero y examinó el volumen que estaba abierto en mitad de la mesa. ¡Pues sí! Allí estaba la receta, clara y precisa como un manual de instrucciones.
—¡Un momento! —exclamó Trollino consciente por fin de lo que estaba pasando—. ¡Estoy viendo dos platos distintos porque aquí falta media página! ¿Mike, te la has comido tú?
—Sí, bueno… —reconoció el perro avergonzado—. Es que el otro día se cayó una gota de miel encima y… no pude resistirme a chupar un poco.
—¿Chupar un poco? —exclamó su dueño alterado—. ¡Pero si aquí falta casi toda la hoja!
—Ya, bueno. Es que estaba muy rica —murmuró el animal en voz baja.
—A ver, chicos. No nos pongamos a discutir ahora —intervino Timba con su habitual pachorra. El muchacho quería terminar pronto para echarse una siestecita, de modo que se remangó la camisa y se puso a trabajar sin demora. Mike y Trolli hicieron lo mismo, pero como no tenían muy claro los ingredientes que debían usar, fueron a la despensa y empezaron a echar todos los alimentos que vieron. Un poco de harina por aquí, un trozo de pera por allá, mayonesa, zumo de naranja, calabacines… Una mezcla de lo más absurda.
—¡Aquí dice que hay que añadir una taza de azúcar a las lentejas!
—¡Ahí va! —dijo Mike arrojando el vaso con el contenido directamente a la cazuela.
—Pero, loco, ¿qué haces? —le recriminó su dueño—. ¿Por qué has tirado la taza al puchero?
—Porque tú me lo has ordenado —se excusó el perro.
—No —repuso Trolli—. Yo te he dicho que añadieras una taza de azúcar a las lentejas, no que echaras la taza de forma literal.
—Ah, bueno. Pues haberlo aclarado más —se defendió el animal.
—Estoy con Mike —dijo Timba—. Él ha utilizado la lógica redonda, así que el problema es tuyo.
—Bueno, dejémoslo —repuso Trolli mosqueado. A continuación, miró el libro y siguió leyendo—. Aquí pone que también se necesitan dos dientes de ajo.
—Marchando —dijo el perro abriendo la boca.
—¿Se puede saber qué haces ahora? —le preguntó su amigo atónito al ver que este intentaba arrancarse los colmillos.
—Eftá clafo. Eftoy intentado sacafme un paf de dientef pa seguif la feceta al pie de la leftra —masculló el perro con la pata dentro del hocico—. Lo que fno entienfo ef qué tiene que vef el ajo en todo efto.
Trolli se llevó una mano a la cara, sorprendido de lo bruto que podía ser su compañero.
—Anda, olvídate de los dientes de ajo y ayuda a Timba a batir cinco huevos.
Sin vacilar, los dos amigos recorrieron la cocina y abrieron el frigorífico.
—Oye, aquí no hay huevos —informó Mike, observando las baldas casi vacías—. Pero, en cambio, sí que hay un refresco gaseoso de cola. ¿Crees que se notará mucho si cambiamos un ingrediente por otro?
—Bah, tú échalo a la cazuela —dijo Timba despreocupado—. Seguro que así saben mejor las lentejas.
Después de arrojar el contenido de la lata, Timba se puso a dar vueltas al guiso con un cucharón de madera, pero al cabo de unos momentos la olla se puso a burbujear ante sus ojos.
—¿Crees que deberíamos bajar un poco el fuego? —preguntó Timba girándose hacia Mike.
—¿A dónde? ¿Al sótano?
—No, hombre, me refiero a si crees que deberíamos disminuir la intensidad de la lumbre para que las lentejas se hagan de forma más pausada.
Mike iba a responder a su compañero cuando en ese preciso instante la olla empezó a moverse como si estuviera bailando una canción de reguetón.
—¿Se puede saber qué diablos habéis hecho esta vez? —preguntó Trolli acercándose mosqueado.
—Nada —contestó Mike—. Tan solo hemos echado una bebida efervescente a la cazuela.
Trollino tomó la lata vacía que había encima de la mesa y empezó a leer la etiqueta con detenimiento. Cuando estaba a la mitad, de repente, soltó un grito de terror.
—¡Aquí pone que no se debe juntar con zumo de naranja porque hace reacción!
—Ups. Esto me pasa por no leer la receta —dijo el perro—. ¿Qué hacemos ahora? ¿Lo tiramos?
—¡No! ¡Es demasiado tarde! —exclamó Timba mirando con horror la mezcla burbujeante—. ¡Será mejor que nos apartemos! ¡Este mejunje va a explo…!
El Compa no pudo terminar la frase, ya que justo en ese instante la cazuela saltó por los aires, ¡lanzando su contenido en todas direcciones!