Querido diario, no sé cuántos kilos de arena me habré sacado del culo en mi vida, pero son muchos. Y es que la mayor parte de mi infancia la pasé de playa en playa, y de volcán en volcán en mi tierra, las Islas Canarias. Dormíamos en una caseta de campaña, en un coche o a la intemperie. Me encantaba revolcarme por las dunas, escuchar los grillos por la noche… Teníamos una vida humilde, pero la suerte de vivir en una tierra abundante con un clima privilegiado donde las condiciones naturales nos permitían disfrutar a bajo coste. Puede sonar como un consuelo, pero la verdad es que ¡no lo cambiaría por nada!
Bueno, eso lo digo porque nunca he estado en un crucero con todo incluido, que a lo mejor si lo pruebo te digo ¡VAYA MIERDA DE INFANCIA!
Mi nombre, Tazarte, proviene de los antiguos aborígenes nativos de las islas y es también el nombre de la playa en la que mis padres solían acampar antes de tenerme. Una playa bastante salvaje, he de decir, pero bueno, como yo, que me encanta revolcarme en una buena ola y tirarme en los callaos (así llamamos allí a las piedras lisas de la playa). En esta playa mis padres no solo pasaron parte de su noviazgo, sino que sucedió la noche de amor en la que concibieron mi vida. Vamos, que hicieron allí el ñiqui ñiqui y fue donde se quedó mi madre preñada de mí. Es por esto que llevo el nombre de esta playa. Cuando mi hermana ya podía caminar, mi padre compró una furgoneta y la arregló entera por dentro. Teníamos de todo, nevera, sillón-cama, litera para mí y mi hermana, baño portable para hacer caca como reina en su trono…, ¡y hasta ducha! Aunque odiaba ducharme, no por puerca sino porque el agua salía fría. Nos recorrimos absolutamente todas las islas del archipiélago en pequeñas escapadas. Dormíamos junto al mar, frente al barranco, en mitad de la nada… y entre estas escapadas y que vivíamos en un pueblo humilde en la montaña, muchas de las primeras veces de mi vida se dieron de mano de la naturaleza. Recuerdo escuchar un pájaro carpintero a lo lejos y verlo por primera vez en libertad, tras acercarme con cariño y precaución siguiendo su sonido hasta poder apreciar su belleza de cerca. Años más tarde un tío mío que disfrutaba criando aves en jaulas me mostraba su colección de pájaros orgulloso y totalmente absorto con su belleza, pero a mí me horrorizaba porque jamás se asemejó a la verdadera belleza de apreciarlos en libertad. El universo formaba parte de nuestro aprendizaje y nos educaba casi de forma natural. Si la ola del mar me daba un revuelco y me dejaba escupiendo dos litros de agua, aprendía lo que era la cautela. Si el gato me arañaba por tratarlo como un juguete, aprendía a tener empatía por el sufrimiento de otros seres. Además, era lo mejor para nuestros padres, ya que hay tanto que hacer ahí fuera que nos tenían entretenidos en lugar de estar detrás de ellos lloriqueando y pidiendo atención. Obviamente necesitábamos del cuidado, la supervisión y la explicación de nuestros padres para transitar el mundo que nos rodeaba sin morir en el intento, pero el universo estaba también haciendo su trabajo y lo hacía maravillosamente aportando infinidad de posibilidades que solo con un ojo atento podemos percibir.
Con el tiempo nos vamos aislando en nuestras cabezas y en nuestras oficinas separándonos de esa interconexión de la que inevitablemente somos parte. Estamos demasiado ocupados y hay muchas cosas que hacer, tantas, que nos convertimos en un cuerpo rígido y desconectado que pulula por el espacio, pero que no fluye con él. Nos convertimos en el propio obstáculo del fluir de nuestra vida, que va dándose golpes con todo lo que se encuentra porque es incapaz de prestar atención a su entorno. Pero con poner a prueba un gesto tan simple como tomar una profunda y consciente bocanada de aire, sentimos un instantáneo y liberador bienestar que confirma que somos parte del Todo que nos rodea aquí y ahora.
Yo de niño creía que tenía poderes, que hacía magia con mi mente; así de flipado era. Me sentaba en la orilla del mar y hablaba con él, como lo oyes. ¿Habré sido sirena en mi vida pasada? Quién sabe, la cola la tengo… Jugaba en la orilla a hacer el castillo de arena más bonito o grande que pudiese antes de que una ola del mar lo destruyese. A veces me daba tiempo a hacer hasta cuatro torres, otras veces no había ni empezado la muralla y ya me lo había tirado abajo. Pero no me frustraba, me entusiasmaba el reto y podía pasarme horas volviéndolo a intentar. Recuerdo mirar desafiante al mar, con media ceja levantada antes de que lanzase su próxima ola, y le decía: «Ni se te ocurra, guapi». Y en ocasiones parecía funcionar (sí, daba por hecho que me escuchaba), pero no siempre. Cuando el mar destruía mi castillo, me levantaba y corría tras la ola hasta zambullirme en el agua y darle su merecido, en teoría para castigarle, pero era la parte que más me gustaba. Luego, volvía a la orilla emocionado de volver a enfrentarme al reto de construir un nuevo castillo. Me entusiasmaba demostrarme que era capaz de llegar aún más lejos. Haber fallado anteriormente no me desanimaba, porque no sentía que la voluntad del mar fuese conspirar contra mí, sino motivarme a intentar el reto con más precisión y certeza que antes. Volver a disfrutar levantando el castillo era lo que hacía de esto una experiencia bonita, un juego, como la vida misma. De lo contrario, afrontar el reto en lugar de adictivo habría sido una pesadilla y habría dejado de jugar desde que se derrumbó la primera vez.
Y entonces, ¿qué pasó? ¿Dónde quedó ese entusiasmo por el reto? ¿Por qué ahora basta con proponerme un objetivo para que me tiemblen las piernas? ¿Por qué encontrarme un simple comentario, una mirada, opinión o bache que complique las cosas es suficiente para que quiera tirar la toalla, esconderme bajo una piedra y pedirle a mi mamá que venga a cuidarme?
Como adultos creemos que lo importante es obtener el premio y, si tardamos demasiado, perdemos el interés o directamente pensamos que no es para nosotros, como si por arte divino debiéramos estar preparados para «nuestro destino». Si desde el comienzo no fluye de forma espontánea, creemos que no estamos hechos para ello, y así vamos descartando ilusiones hasta sentir que simplemente no servimos para nada, que somos inútiles, que soñar no es para nosotros. Hemos dejado de entusiasmarnos con el reto porque le quitamos «la gracia» al proceso y lo único que nos importa es el resultado. De hecho, el proceso hasta nos avergüenza. Nos da vergüenza que nos vean intentarlo, que nos vean fracasar, nos hace sentir vulnerables que sepan que tenemos sueños y que estamos intentando alcanzarlos, porque soñar es de niños y ya deberíamos saber que no somos niños. Y es por ello que tener metas en la vida se considera algo de valientes, a veces incluso de ilusos. Muchas veces hasta preferimos vivir en la apatía de una vida sin emociones porque hemos convertido este proceso en una pesadilla, aunque ese niño que fuimos sabe bien que no tiene por qué serlo. La diferencia entre ese niño y el adulto que somos es que ya no aprendemos cosas nuevas, reinventarse es señalado socialmente, no experimentamos, no desarrollamos nuestra creatividad, no nos damos la oportunidad de dar rienda suelta a nuestra imaginación porque como solo importa el resultado, todo lo que tiene que ver con el camino nos incomoda. Hemos dejado de creer en todas estas «bobadas» que antes considerábamos un juego porque ahora tenemos que comportarnos como gente grande. Y, qué quieres que te diga, esto nos deja tiesos como un palo seco, y ¿qué pasa con los palos secos? Que cuando les da el viento se parten.
Así es como en algún momento de la vida, cuando empezamos a escuchar demasiadas veces «¡Pórtate como un adulto!», dejamos de pasárnoslo bien con el universo. Perdemos esa conexión, dejamos de creer en la magia y los milagros, y por ello, dejan de sucedernos. Durante mucho tiempo no volví a hablar con el universo ni siquiera para decirle pícaramente «Ni se te ocurra, guapi», o a interactuar con él para «darle su merecido, tras, tras» con una sonrisa cuando me presentaba retos inesperados. Y obviamente me fui quedando solo, solo con mis pensamientos, solo con mis retos… Curiosamente la relación que tenía de niño con el devenir era más sana que la que fui generando en la adultez, donde tanto ruido colmaba mi cabeza de conceptos que nublaban mi perspectiva y achicaban mi potencial a un simple espejismo de una versión imaginaria, plana y reducida de lo que supuestamente debía ser. Así me iba aislando de esa compañía metafísica que nos brinda el universo del que somos parte, y que solo podemos dejar entrar tras disipar el ruido, y morar en la quietud y pureza del silencio que revela a su paso la simpleza de la vida donde la felicidad es posible.
Pero ¿por qué necesitamos sentir esa conexión con el universo? ¿Acaso el camino de la vida no es naturalmente solitario? Es cierto que no percibimos el exterior desde otro prisma que no sea el nuestro, como observar el mundo a través de la ventana de un enorme y precioso templo en el que solo vives tú. Mientras fuera acontece la vida, dentro siempre resonará el único eco de tu voz, y por eso es tan importante asegurarnos de cultivar una voz armoniosa, que canta y recita hermosos mantras. El templo contiene reliquias valiosas que pretendemos proteger manteniendo sus puertas cerradas, y por ello consideramos la vida una experiencia solitaria, porque al final uno siempre será responsable del cuidado del templo. Pero si abrimos las puertas y ventanas, descubriremos que estos muros y hermosos salones no están aquí para ser protegidos, sino para ser compartidos, y aunque nos roben algunas reliquias, otras nuevas llegarán y harán aún más rica la inigualable belleza del templo. Al embarcarnos en ciertos procesos del camino de la vida siempre tendemos a sentir solitud y muchas veces tomamos eso como algo negativo. Sin embargo, si recordamos cómo jugábamos de pequeños, cuando no nos teníamos más que a nosotros mismos para entretenernos, descubriremos que nuestra imaginación jugaba un papel importante haciendo de una experiencia gris y cotidiana una aventura emocionante y llena de color. Las leyes del cosmos no han cambiado desde entonces, nosotros lo hemos hecho. Pero tan solo necesitamos volver a usar un poco más nuestros ojos de niño para darnos cuenta de que la magia sigue ahí. Como adultos, todas esas cualidades que explotábamos de forma natural de niños, como la imaginación, se han visto amordazadas bajo unos estereotipos que las ridiculizan, cuando en realidad son parte del instinto de supervivencia. Como adultos consideramos real únicamente lo que es tangible por nuestros burdos cinco sentidos físicos, y esto nos deja solos y abandonados ante una vida donde la única satisfacción recae en los placeres sensoriales. Nos olvidamos de dar importancia al sexto y más importante de los sentidos: la mente. Con ella somos capaces de ampliar nuestra percepción y encontrar en cada instante el amor que nos rodea y que nos aleja de esa soledad que tanto define la vida adulta.
El otro día me crucé con una señora de mi pueblo, madre de una chica que era amiga mía de la infancia y me dijo: «Ay, Tazarte, te veo y es que eres el mismo niño que eras, pero en adulto». Es sin duda el mejor piropo que me podían haber dicho, sobre todo sabiendo que no siempre fue así. ¿En qué momento dejé de ver los colores de la vida?