Querido diario, cuando no sé cómo empezar a contar algo siempre recuerdo que lo mejor es empezar por el principio, así que empecemos por el principio: hoy he nacido. Vale, igual me acabo de ir demasiado al principio porque obviamente no me acuerdo del día en que nací. Aunque sí que me puedo imaginar lo que pensaría al llegar a este mundo en mitad de un parto con complicaciones incluidas: «Tremendo griterío». Y es que según lo que me ha dicho mi madre, yo debía de estar bien a gustito en su tripa porque no quería salir… Hoy en día me cuesta salir de la cama, imagínate salir de una tripa en la que no tienes que moverte ni para comer porque hasta la comida te entra sola por un tubo. ¡Lo único que tienes que hacer es flotar! ¡No se puede estar más a gusto que eso! Mi hermana, sin embargo, que llegaría un año más tarde, salió disparada. Claro, ya había dejado yo el camino hecho y luego ella se lleva el mérito de parto ideal. Anyway. Quizás en mi vida anterior venía de un lugar aún más ruidoso que mi parto y al nacer tampoco me pareció para tanto… aunque ya te digo yo que da igual de qué vida pasada vengas, que, si has pasado nueve meses ahí dentro flotando tranquilamente, seguro que al nacer siempre debes pensar: «Tremendo griterío». Menos mal que mi madre es la mujer más bella que conozco y tiene la voz más dulce del mundo porque, a pesar de mi falta de memoria, no me cabe la menor duda de que todo el estrés que pudo suponer nacer valió la pena el instante en que sentí su abrazo y escuché su voz.
Era sábado, obvio elegí el mejor día de la semana para nacer, ya desde el principio siendo considerado para que al día siguiente tuviésemos el domingo para descansar. Si es que a las pruebas me remito, no se puede ser mejor hijo. Cuando mi madre me cogió en brazos lo primero que notó fue lo largas tenía las piernas ¡Querida, qué esperas! La nueva Victoria Secret model acababa de llegar al mundo, faltaría más. También dice que tenía las uñas larguísimas, toda una felina. Una vez le pregunté si cuando me vio pensó que era un bebé feo, porque me dijo que al mirarme lloró, y a ver, seamos sinceros, la gran mayoría de niños al nacer parecen una pasa arrugada, una bola de masa con ojos, no tiene nada de malo admitirlo. Pero dice que no, que tenía la naricita y las orejas respingonas y que parecía un duendecito. Vamos, que se nota que es mi madre y que me quiere ciegamente. Tendría que volver yo a ese momento en el tiempo y pedir un espejo para tener criterio propio porque tengo dudas de su palabra. Y pues nada, agarré su dedito y empecé a chupar teta. ¡Quién me iba a decir a mí que sería la única teta que chuparía en mi vida! Supongo que al menos puedo decir que lo he probado una vez. Pues nada, aquí estoy, siendo acariciado por mi mamá, a salvo y sin preocupaciones. Ojalá esto fuese la vida, ¡sería tan fácil y sencilla! Pero en la vida, aunque no quieras crecer, al final siempre creces sin querer. Y con el crecimiento vienen muchas cosas que no son tan fáciles. Como las ojeras. Perdona por ser tan banal, pero es que las ojeras fue la primera cosa dramática que se me vino a la cabeza.
¿Qué pensaba mi cerebrito bebil al mirar el mundo? ¿Ya tenía deseos o simplemente me bastaba con estar en paz? ¿Valoraba más un abrazo que ahora? ¿Disfrutaba del mundo que me rodeaba con más asombro?
Un bebé tiene suficiente con suplir sus necesidades primarias y estar en paz, amado y protegido. No necesita tener la razón, no necesita que su equipo de fútbol gane, ni que le des explicaciones de dónde has estado para dormir tranquilo. Su presente es simple: comer, cagar y dormir. Claro, tampoco tiene que ir a trabajar, preocuparse de las facturas o de si su físico se asemeja más o menos al modelo social de belleza establecido. No tiene que preocuparse de estar a la altura o demostrar su valor como ser humano logrando grandes hazañas, obteniendo títulos o ganándose una reputación. ¿Por qué? ¿Cómo es posible que naturalmente no tenga estas necesidades? ¡Si una vez crece pasará el 90 % de su vida persiguiéndolas! La verdadera cuestión que emerge de aquí es: ¿hasta qué punto perseguir esas necesidades nos trae más felicidad que no hacerlo? ¿Por qué siempre añoramos la infancia como un tiempo pasado que fue mejor que el actual? ¿Qué tiene la adultez que nos entristece y desencanta tanto de la vida? ¿Qué ha acabado con esos ojitos de niño que observaban todo con curiosidad y entusiasmo? ¿Dónde perdimos la ilusión?
Llenamos la vida de ruido. Ruido es creer que tus diferencias son debilidades. Ruido es creer que debes saber qué quieres hacer con tu vida. Ruido es creer que las cosas son blanco o negro. Ruido es creer que saberlo todo es posible. Ruido es la perfección, es una ilusión creada por nuestra mente, no es natural. A medida que crecemos vamos llenando nuestra vida de ruido. Empezamos a nutrirnos de lo que vemos, oímos, nos cuentan, nos enseñan y empezamos a dejar atrás a ese bebé que estaba satisfecho con comer, reír, cagar y dormir. La lógica aplastante de los niños NO demuestra que somos más inteligentes cuando somos pequeños, obviamente no lo somos, lo que sí somos es menos tendentes a repetir estereotipos y patrones de conducta que vamos absorbiendo al hacernos adultos, y por eso sus ingeniosas salidas nos dejan perplejos. En un examen preguntaron a un niño: ¿Cuántos perros han salido de la caja? Y mostraban una caja abierta y cuatro perros corriendo alrededor. La respuesta lógica a este sencillo ejercicio sería decir cuatro perros, sin embargo, el niño respondió: «No he visto cuál ha salido de la caja y cuál no». Los adultos ya sabemos lo que se espera de nosotros, ya sabemos la respuesta que se espera de la pregunta, por lo que muchas veces somos incapaces de ver la infinidad de posibilidades que la pregunta abre ante nosotros. A veces no encontramos la respuesta porque el ruido nos impide escuchar el silencio, donde se hallan las respuestas. Ese silencio se asemeja a la simplicidad y a la quietud, a la misma sencillez con la que experimentábamos la vida como bebés.
Pero yes, baby, aquí ya tenemos todos pelos en el pipi. Ya no somos bebés, por mucho que los pinchazos de ácido hialurónico me mantengan terso y suavecito. Ignorar que la vida y el crecimiento traen consigo grandes retos es ignorar la naturaleza de la vida: la enfermedad, la vejez y la muerte son inminentes, y el dolor es un maestro que nos acompaña en el camino, pero el sufrimiento no lo es. El sufrimiento es el malestar voluntario e innecesario que añadimos a nuestra vida al dejarla a la merced del ruido y no del silencio. Podemos acabar con él, ser conscientes de nuestra naturaleza es descubrir que todo ese ruido que daña es una ilusión que nos impide conectar con lo que verdaderamente nos hace felices: comer, dormir y cagar, amar y ser amados, reír y respirar, descubrir el mundo y nuestros ilimitados límites y mantener la ilusión por estar aquí el tiempo que estemos aquí. Simpleza en la complejidad, como la experiencia de un bebé.