El suicidio del Führer el 30 de abril de 1945 y la capitulación firmada en Reims el 7 de mayo arrastran a Alemania a una espiral incontrolada. Todos los responsables nazis tienen motivos para temer tanto las represalias de una depuración brutal, sobre todo por parte de los soviéticos, como los juicios con las debidas garantías procesales de sus vencedores occidentales.

Al menos doscientos jefes nazis se quitan la vida, sobre todo en los días que preceden o siguen a la muerte de Hitler. Sus motivaciones son diversas: escapar al castigo ante unos Aliados decididos a hacerles pagar sus crímenes, pero también rechazar el momento de la vergonzosa derrota, o no aceptar asistir a la destrucción del Estado nacionalsocialista. ¿Qué valor tiene la vida sin el Führer? ¿De qué sirve la vida en una Alemania vencida, destruida y ocupada? Y más teniendo en cuenta que muchos nazis no aceptan reconocer sus desmanes. Lo único que han hecho es ser fieles a sus juramentos, y buscan en la muerte inmediata o en la huida al extranjero una solución definitiva: ¡abandonar este bajo mundo o vivir en otra parte!

Sin embargo, entre los cuatro colaboradores más cercanos de Hitler entre 1944-1945, Joseph Goebbels es el único que decide seguir a su mentor en la muerte, al día siguiente. Y con su mujer (Magda) y sus hijos (seis en total, todos menores). Esta monstruosa devoción demuestra el compromiso personal del ministro de Propaganda con el régimen nacionalsocialista, el Partido y su líder. Pero ni a Göring, ni a Himmler, ni siquiera a Bormann, el que fuera secretario del Führer y después su hombre de confianza y jefe del partido nazi, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei, NSDAP), se les pasa por la cabeza.

HIMMLER Y GÖRING, POCO SOLIDARIOS

No deja de ser paradójico constatar que los dos hombres que están más cerca de Hitler, pero también los más poderosos del Reich, el Reichsführer o Reichsmarschall Göring y el Reichsführer-SS Himmler, no tienen el menor interés en sacrificarse en marzo-abril de 1945, cuando todo parece perdido. El suicidio de Hitler no les convence en absoluto de su propia perdición. El primero espera poder negociar con los Estados Unidos y ser el ministro de Asuntos Exteriores de la futura Alemania, y el segundo se considera el mejor situado para asegurar la transición y juega su carta personal esforzándose en tratar con los Aliados a través de Suecia (incluso se entrevista con el Congreso Judío Mundial). El primero, Göring, acaba suicidándose, en las condiciones rocambolescas que detallaremos, tras ser condenado a muerte en el proceso de Núremberg, poco antes de la hora fijada para su ahorcamiento. En cuanto a la muerte del segundo, Himmler, está rodeada de cierto misterio que hace dudar entre dos tesis: la de la muerte voluntaria y la de la ejecución por los británicos, sin duda la menos probable pero no por ello totalmente descartada.

HESS Y ROMMEL NO TUVIERON ELECCIÓN

Rudolf Hess, el sucesor designado del Führer, el líder del NSDAP, sin duda lo sacrificó todo para intentar una última negociación con Gran Bretaña en abril de 1941 y evitar el doble frente. Probablemente por devoción, acaso para recuperar la influencia perdida ante Hitler, posiblemente a consecuencia de cierto desorden mental. Es probable que nunca lo sepamos a ciencia cierta. Un vuelo en solitario demasiado arriesgado, que termina en un aterrizaje forzado en Escocia y un encarcelamiento hasta el juicio de Núremberg, cinco años más tarde. Condenado a cadena perpetua, Hess morirá después de pasar cuarenta y seis años entre rejas en la fortaleza de Spandau, en Berlín... a menos que fuera asesinado cuando su estado de salud ya se había deteriorado claramente.

En cuanto al mariscal preferido del Führer, el número dos de la defensa de todo el flanco occidental en junio de 1944, pero también el jefe militar más popular de toda la Wehrmacht, se verá forzado al suicidio. Sospechoso de estar implicado en la conspiración de julio de 1944 contra Hitler, y para evitar su propia ejecución y la masacre de su familia, Rommel tiene que quitarse la vida en octubre de 1944 por orden del régimen. Su suicidio se disfraza de fallecimiento por trombosis y se organizan funerales de Estado, para dar el pego y evitar una reacción del Ejército.

Y BORMANN INTENTA, EN VANO, SALVAR EL PELLEJO...

La noche del 1 al 2 de mayo de 1945, cuando ha transmitido al gran almirante (Großadmiral) Dönitz su designación por Hitler como su sucesor, Martin Bormann decide probar suerte. Con Artur Axmann, el jefe de las Juventudes Hitlerianas (Hitlerjugend), el doctor Ludwig Stumpfegger, médico personal del Führer que ha realizado experimentos con seres humanos, y en compañía del chófer Kempka, intentan escapar del cerco ruso. Salen juntos del búnker en plena noche. Kempka afirmará que a Bormann lo mató un obús soviético. Pero el testimonio de Axmann, que también sobrevivió, parece más creíble. Declarará que vio el cuerpo de Bormann rígido, sin duda por haber ingerido cianuro, sin ninguna herida aparente. Casi treinta años después del final de la guerra, el 7 de diciembre de 1972, cuando una máquina excava una zanja en Berlín para instalar una canalización de agua, se exhuman dos cadáveres. Al parecer, los de Bormann y Stumpfegger: la mandíbula de uno de ellos presenta un inmenso puente en tres partes que el protésico Fritz Echtmann reconocerá haber fabricado para Bormann en 1942. Es más, se encuentran partículas de vidrio entre los dientes de ese mismo cadáver, lo cual permite pensar que Bormann se suicidó ingiriendo una cápsula de cianuro. El examen pericial de la dentadura, efectuado por Reidar Sognnaes, y el posterior análisis del ADN, realizado por el doctor Eisenmenger, confirmarán de manera concluyente que se trata sin lugar a dudas del cadáver de la eminencia gris de Hitler. Lo único que sigue sin conocerse son las circunstancias del fallecimiento: ¿se quitaron la vida los dos hombres voluntariamente en la estación central (donde al parecer fueron vistos), o bien fueron sorprendidos por los soviéticos y se vieron obligados a suicidarse para evitar la captura?

... PERO MÁS DE DOSCIENTOS ALTOS CARGOS NAZIS SE SUICIDAN

Al quitarse la vida junto a la que acaba de convertirse en su mujer, Eva Braun, hacia las 15:20-15:25 del 30 de abril de 1945, Adolf Hitler pone en marcha una inmensa reacción en cadena que se extiende a toda la élite del Estado nazi.

Varios ministros y secretarios de Estado deciden seguir el ejemplo del Führer, en algunos casos varios años después: Paul Giesler (Interior), Herbert Backe (Alimentación y Agricultura), Leonardo Conti (Sanidad), Otto Georg Thierack (Justicia), Bernhard Rust (Ciencia y Educación). Citemos también nombres menos prestigiosos, como los de Curt Rothenberger (subsecretario de Justicia), Josef Bürckel (diputado y Gauleiter, que al parecer se suicidó en 1944) y Carl Westphal (importante consejero en el Ministerio de Justicia).

De los 554 generales de la Wehrmacht, cincuenta y tres se dispararon con su pistola en la cabeza, es decir uno de cada diez. Entre los más conocidos, además de los dos generales que permanecieron fieles a Hitler en el corazón del búnker, Wilhelm Burgdorf y Hans Krebs, mencionemos a Walter Model, Eberhard Kinzel (con su amante, Erika von Aschoff), Arthur Kobus, Johannes Blaskowitz (durante su juicio, en 1948). El cómputo tiene en cuenta los suicidios de los generales de las SS, entre ellos Heinz Roch, Karl-Gustav Sauberzweig, Walter Schimana, Friedrich-Wilhelm Krüger o Wilhelm Rediess. También hacen lo propio catorce generales de la Luftwaffe (Fuerza Aérea) de noventa y ocho, entre ellos su último gran jefe, Robert von Greim, mientras que Ernst Udet, número tres de la Luftwaffe, se había ido al infierno en 1941. Y hasta en la Marina hay casos: once almirantes de cincuenta y tres deciden dejar este mundo. Uno de ellos es el negociador de los acuerdos de capitulación con Montgomery, el almirante Hans-Georg von Friedeburg, que con este gesto rechaza su arresto el 23 de mayo de 1945.

Los líderes de las grandes administraciones no se quedan atrás: citemos a Robert Ley (Frente Alemán del Trabajo, DAF), Philipp Bouhler (programas de eutanasia Aktion), Theodor Dannecker (Gestapo parisiense), Erwin Bumke (Tribunal Supremo), Hans Kammler y Richard Glücks (Oficina Central de las SS para la Economía y la Administración, WVHA), Wilhelm Crohne (Justicia).

Y a los hombres que sostienen las estructuras territoriales les cuesta soportar el hundimiento del Reich; por ejemplo, a los Gauleiters (jefes de una circunscripción territorial) y los gobernadores. De cuarenta y cuatro Gauleiters, ocho dejan este mundo, así como varios gobernadores: Josef Bürckel (Sarre, Austria, Reichsgau, ya citado), Konrad Henlein (Sudetes), Fritz Bracht (Alta Silesia), Otto-Heinrich Drechsler (Letonia), Hugo Jury (Baja Austria), Wilhelm Murr (Wurtemberg-Hohenzollern), Josef Terboven (Noruega), Gustav Simon (Luxemburgo), Otto Hellmuth (Baja Franconia, que se suicidó más tarde, en 1968, el 24 de mayo, aniversario del nacimiento de Hitler).

Son perfectamente comprensibles los temores de los jefes de los criminales Einsatzgruppen (Grupos de Intervención) que ejecutaron la Shoah a tiros. Varios desaparecen con un simple disparo de revólver, la mayoría después de ser arrestados, justo antes de su juicio: Rudolf Batz (1961), Joachim Hamann (1945), Karl Jäger (1959), Friedrich Panzinger (1959), Emil Haussmann (1947). A estos hombres sin dios ni ley se puede sumar Hans Kammler, ingeniero de las SS responsable del programa V2, desaparecido en 1945 en circunstancias aún controvertidas, sin duda por su propia mano.

Hasta aquí los grandes responsables nazis que decidieron no sobrevivir al hundimiento de su sueño y, en cierto modo, no compartir la suerte de sus conciudadanos supervivientes.

A DECIR VERDAD, LA LISTA DE SUICIDAS ES MUCHO MÁS LARGA

Pero otras autoridades nazis, en el mundo médico, en los campos de concentración y de exterminio, al frente de los municipios alemanes, en las empresas industriales que trabajaban en la fabricación de armamento, piensan que ha llegado el tiempo del castigo. Y, para evitar la humillación, optan por una desaparición definitiva.

Observamos que muchos de los profesores y los doctores que han realizado experimentos médicos con seres humanos no desean sobrevivir, así como los responsables de los programas Aktion de eutanasia. La vergüenza de someterse a procesos públicos sería sin duda una deshonra para su propio nombre, pero también para toda su familia. La lista que sigue es larga pero incompleta: August Hirt, Richard Glücks, Enno Lolling, Ernst-Robert Grawitz, Herbert Linden, Carlo Schneider, Heinz Thilo, Max Thomas, Eduard Wirths, Walter Gross, Werner Heyde, Erwin Ding-Schuler, Kurt Gerstein, Eugen Gildemeister, Karl Gebhardt. Los comandantes de los campos de concentración y de exterminio saben que son los más amenazados. Varios prefieren desaparecer para siempre por su propia voluntad, como Max Kögel, Arthur Rödl, Karl Steubl, Kurt Bolender o Gustav Wagner. Sin olvidar a Ilse Koch, esposa del primer comandante de Buchenwald, que acabará quitándose la vida.

Los constructores de los campos tampoco tienen la conciencia tranquila: el más conocido de ellos, Odilo Globocnik, elige morir.

Todos estos suicidios de los dirigentes no pasan desapercibidos. Se utiliza el cianuro, la pistola Luger, con menos frecuencia la soga. El fin de partida puede tener incluso una puesta en escena familiar, como en los casos de Paul Giesler, Wilhelm Murr y Wilhelm Crohne, que abandonan este mundo con su esposa. También vemos, al contrario, el suicidio solidario de la señora Lammers y de la hija de ambos, Ilse, tras el arresto de su esposo, Hans, secretario de Estado en la cancillería.

En todas partes, hombres que han ejercido responsabilidades se niegan a sobrevivir a la desaparición del Reich, sin estar necesariamente amenazados por eventuales acciones judiciales. Podemos citar a los comandantes de submarinos que no quieren entregar su sumergible al enemigo a pesar de las órdenes inequívocas del almirante Dönitz. Pero también al exalcalde de Leipzig, Walter Dönicke, que cayó en lo espectacular al dispararse una bala al lado del retrato de Hitler (que, sin embargo, lo había maltratado). El burgomaestre adjunto de Leipzig, el doctor Kurt Lisso, lo hace mejor si cabe: se suicida en su despacho, en compañía de su esposa y su hija. El tesorero de la capital de Sajonia sigue su ejemplo, y numerosos responsables de las SS situados en rangos intermedios, que conocen el peso de sus crímenes, deciden morir. Entre los suicidas también hay un gran número de guardianas y guardianes de los campos que temen legítimamente por su piel.

En suma, se trata de una muestra muy variada de esa población alemana —en la que 8,5 millones de personas eran miembros del partido único, el NSDAP, y 17 millones lo eran del Frente Alemán del Trabajo— que no soporta el final catastrófico del Reich, que no acepta las leyes de los vencedores y menos aún su justicia.

Por tanto, el cómputo de doscientos dirigentes nazis importantes suicidados no tiene demasiado sentido. En total, fueron miles de responsables nazis de toda condición los que se impusieron una muerte inmediata. Algunos autores hablan de varias decenas de miles, y llegan hasta la cifra de 50000, en la que se incluyen, al parecer, los suicidios femeninos, de los que nos ocuparemos. Se cuentan los jóvenes, sin duda alistados en las Hitlerjugend, hijos de caciques del régimen, decididos a suicidarse. El escalofriante testimonio del hijo de Bormann, Martin Bormann Jr., futuro sacerdote, así lo atestigua. ¡Hasta qué extremo de fanatismo llegará la voluntad suicida en esa Alemania en peligro de naufragio! Bormann Jr. se encuentra en Berchtesgaden, con los hijos de los colaboradores más cercanos de su padre, cuando la radio alemana anuncia la muerte de Hitler en esas primeras horas del 1 de mayo de 1945. Acaba de festejar su quince cumpleaños. Sus compañeros salen de la habitación en la que se encuentran, para suicidarse. Solo dos chicos deciden seguir con vida, él es uno de ellos. «Mi universo se había roto en mil pedazos, no podía atisbar ningún futuro», reconoció. Por lo demás, se le había pasado por la cabeza quitarse la vida antes de rechazar esa tentación.

LAS MUJERES ALEMANAS, PRIMERAS VÍCTIMAS DE LA CAÍDA DEL REICH: LA VIOLACIÓN COMO ARMA DE GUERRA

Las violaciones masivas cometidas por todas las tropas aliadas —y no solo por los soviéticos, aunque estos responden de entre el 85 % y el 90 % de los casos— se extendieron por toda Alemania, incluidos los territorios conquistados y ocupados por americanos, ingleses y franceses. Los actos violentos de los rusos se concentraron sobre todo en los territorios del este (los Países Bálticos, Pomerania, Prusia Oriental, Silesia, Mecklemburgo), a partir de la gran ofensiva de mediados de 1944, y no cesaron de amplificarse en los últimos meses de supervivencia del Reich, en 1945. Los historiadores alemanes calculan, sin duda con un gran margen de error, que dos millones de mujeres alemanas de todas las edades fueron violadas entre marzo-abril y septiembre de 1945 en los territorios del Reich. Si restamos 150000 berlinesas (violentamente ultrajadas por la tropa rusa) y entre 260000 y 270000 alemanas violadas en el oeste por las tropas de los tres Aliados occidentales (190000 por los americanos, 40000 por los ingleses, 30000 por los franceses), tendremos una aproximación realista de la tragedia que vivieron las mujeres alemanas ante los soviéticos. Fueron, por tanto —la evaluación tiene el mérito de existir—, aproximadamente 1,6 millones las que sufrieron los últimos ultrajes y a veces la muerte. Se entenderá que la voluntad de las familias de escapar de este drama explica, por otra parte, los numerosos suicidios colectivos. Es fácilmente comprensible cuando se leen los testimonios soviéticos, que en su totalidad subrayan la práctica tan extendida de las violaciones colectivas. Una práctica que, además, la jerarquía militar soviética, demasiado endeble (grave insuficiencia de suboficiales), no puede obstaculizar. Para escapar a una suerte tan funesta, las mujeres y sus hijos, sobre todo cuando hay niñas, prefieren la muerte a la deshonra.

Esos dos millones de mujeres alemanas violadas, que pertenecen al «pueblo de los culpables», son tratadas con dureza por la Historia. Después se intenta ignorarlas, incluso en Alemania. Los abortos son legión en los meses que siguen a la capitulación. Máxime teniendo en cuenta que los niños que nacen en los territorios del oeste de Alemania son casi siempre negros o de tez oscura, pues los autores del 95 % de las violaciones son los GI’s negros y las tropas coloniales francesas y británicas, como lo demuestran las obras que sobre este tema han escrito J. Robert Lilly, Taken by Force: Rape and American GIs in Europe in World War II (Tomadas por la fuerza: la violación y los soldados americanos en Europa en la Segunda Guerra Mundial); Miriam Gebhardt, Als die Soldaden kamen (Cuando llegaron los soldados); Perry Biddiscombe, «Dangerous Liaisons: The Anti-Fraternization Movement in the US Ocupation Zones of Germany and Austria, 1945-1948» (Amistades peligrosas: el movimiento contra la confraternización en las zonas de ocupación de Estados Unidos en Alemania y Austria, 1945-1949) o Norman Naimark, The Russians in Germany (Los rusos en Alemania) y Marta Hillers, Ein Frau in Berlin (Una mujer en Berlín).

Y hay que callar en cuanto los soldados alemanes prisioneros, liberados tanto en el oeste (al menos 1,2 millones están prisioneros en Francia) como en el este (de tres a cuatro 4 millones en la URSS) comienzan a regresar. Y más si cabe porque de cinco a seis millones de hombres han desaparecido para siempre y la población alemana se ha feminizado profundamente como consecuencia. En muchos casos, el silencio y la exclusión del vástago son la vía elegida por las mujeres para conservar a sus hombres cuando estos regresan. La sociedad alemana se niega entonces a mirar de frente la verdad y a reconocerse los terribles daños que ha sufrido su población femenina.

VEINTE MIL ALEMANAS Y SUS HIJOS SE SUICIDAN PARA ESCAPAR DE LOS SOVIÉTICOS

Hitler quiso acabar su andadura con arreglo a la tradición tan alemana de la destrucción total: Berlín arde como el Walhalla en El crepúsculo de los dioses. También es en Berlín donde los soviéticos quieren demostrar su furia. En esta batalla final a la que lanzan todas sus fuerzas militares contra un Reich agonizante, se comportan con una brutalidad inaudita e intentan humillar al adversario. ¡Tienen que vengar a entre veinte y veintidós millones de muertos! Nada más idóneo que la violación reiterada de las niñas, las mujeres, las ancianas para destruir el mito de la superioridad alemana. Ellas tienen que pagar: 100000, quizás 200000 son víctimas de violaciones incesantes en la antigua capital del Tercer Reich. Una cifra que hay que comparar con una población, a principios de mayo de 1945, de 2560000 personas, en la que el número de mujeres puede calcularse al menos en un millón, sin duda más. Una capital reducida a cenizas, en la que casi todos los edificios se han derrumbado y en la que grandes carteles colocados deprisa y corriendo por los soviéticos después de su triunfo señalan todas las bombas que no han explotado, y en la que, por último, el suelo está horadado por un gran número de inmensos cráteres perforados por los bombardeos. El general De Lattre, que llega a Berlín el día 8 de mayo de 1945 para firmar la capitulación, atestigua en su obra Histoire de la première armée française (Historia del primer ejército francés) las filas de alemanes demacrados y aturdidos, de niños emaciados y ancianos encorvados, cargando con recipientes de todas clases para conseguir un poco de agua en las escasas fuentes públicas y bocas de incendios que aún están en condiciones de uso. El general inglés Hastings Lionel Ismay, futuro secretario general de la OTAN, constata en sus memorias que, en las mismas fechas, por todas partes, numerosos cuerpos yacen entre los escombros. Describe Berlín como un «montón de ruinas».

En una obra de título terrible, Kind, versprich mir, dass du dich erschiesst. Der Untergang der kleinen Leute (Niño, prométeme que te vas a disparar.), Florian Huber ha calculado el número de suicidios de mujeres en Berlín en 7057, una estimación realizada a partir de estadísticas con fecha de 1949 y cuya precisión puede sorprender. En definitiva, Huber prefiere, un poco más tarde, una cifra del orden de 10000 suicidios, que considera más cercana a la verdad. Ante la escasez de datos, resulta tentador relacionar la cifra de suicidios con el de mujeres violadas: entre el 5 % y el 10 %.

Algunas escenas permanecen también en la memoria, justo antes del asedio de la ciudad por los soviéticos, como la de la Filarmónica de Berlín interpretando el 12 de abril de 1945 su último concierto, que termina con el reparto de ampollas de cianuro entre los espectadores.

MECKLEMBURGO Y POMERANIA OCCIDENTAL SIRVEN DE VÁLVULA DE ESCAPE A LOS RUSOS

Centrándonos en primer lugar en los territorios más alejados, abordaremos las tragedias de las mujeres alemanas en Prusia Oriental. No se dispone de ninguna estimación de las violaciones y los asesinatos que siguieron a la irrupción soviética en el marco de la ofensiva final de 1944-1945, pero con seguridad es elevada. El testimonio del oficial Leonid Rabichev, que cuenta los horrores a los que asistió en los pueblos de Heilsberg y Trautenau, donde las violaciones colectivas terminan en asesinatos colectivos, es conmovedor. Intenta intervenir, pero pone en peligro su vida. Existen otros relatos, como los del oficial Grigory Pomeranz. Es evidente que, a medida que avanzan hacia Berlín, los soviéticos son percibidos (con toda la razón) por la población civil alemana como una amenaza vital.

Entre las ciudades mártires, la de Demmin, en Pomerania Occidental, a doscientos kilómetros al este de Berlín, ha sido objeto de varios estudios. Por ello nos centraremos en presentar brevemente los elementos principales del terrible relato que la afecta. En esta ciudad de 20000 habitantes, aproximadamente el 5 % de la población se suicidó para escapar de los soviéticos, que la toman el 30 de abril de 1945. La Wehrmacht y las SS habían volado los tres puentes y se habían llevado a los ediles, por lo que la población se encontró abandonada y cercada. No pudo huir. Después de que, al parecer, el farmacéutico hubiera envenenado a oficiales soviéticos, la soldadesca se extiende por todas partes, violando a las mujeres, matando, incendiando. Hasta el 5 de mayo de 1945, entre novecientas y un millar de alemanas y sus hijos se suicidaron, en las casas y los apartamentos, en los sótanos o lanzándose al río.

Es a este terrible recorrido sangriento por los suicidios de familias alemanas (sin los padres, movilizados en el frente o muertos durante la guerra) en las ciudades y los pueblos, básicamente, de Mecklemburgo y de Pomerania Occidental —después de haber abordado el caso de Demmin especialmente señalado— adonde deseamos llevar al lector. El proceso que conduce a los habitantes a preferir la muerte con su prole es siempre el mismo: embriaguez de la tropa, violación de las mujeres, incendio del centro urbano, saqueos a gran escala. Evidentemente, las circunstancias son distintas según las ciudades; el descubrimiento de un campo de concentración puede provocar reacciones de cólera de la tropa rusa. Aunque disponemos de numerosos testimonios de violaciones por los soldados rasos rusos de prisioneras, sin embargo, terriblemente emaciadas, dentro de los campos de la muerte. Ingeborg Jacobs, en su obra Freiwild (Presa fácil) escribe que «los soviéticos violaron a las supervivientes de los campos de concentración, a polacas, húngaras, checas e incluso a mujeres soldados del Ejército Rojo». Sarah Helm lo confirma en su excepcional libro If this is a Woman (Si esto es una mujer), basándose en el ejemplo de la liberación del campo de Ravensbrück, el 29 y el 30 de abril de 1945.

Así pues, en total, parece razonable recordar que aproximadamente 1,6 millones de mujeres y niñas alemanas fueron violadas en Prusia Oriental, en Pomerania, en Silesia, en Mecklemburgo. A veces se ofrece una cifra de 10000 mujeres que perdieron la vida como consecuencia de las violaciones reiteradas de los soldados rusos, sin que sea posible verificarla: parece muy prudente.

Pero volvamos a nuestro relato del martirio de las mujeres alemanas, abandonadas por sus maridos soldados, fallecidos, prisioneros o fugitivos. La pequeña ciudad de Neubrandenburg, que se había librado de los bombardeos a pesar de su actividad industrial y militar, está situada al lado de un Stalag (el de Fünfeichen). Los primeros refugiados del este llegan a principios de 1945. Los soviéticos la invaden el 28 de abril de 1945. Violaciones e incendios desencadenan una oleada de suicidios de cerca de trescientas personas, las madres matan a sus hijos antes de actuar contra ellas. Se utilizan armas de fuego y venenos. Ahogamientos en grupo en el lago Tollense completan este infierno.

En Burg Stargard, cerca del campo de Waldbau, cerca de Ravensbrück, la llegada de los rusos desencadena un centenar de suicidios.

En Neustrelitz, los rusos hacen su aparición la noche del 29 al 30 de abril de 1945. La ciudad ha sido dura con sus judíos, todos deportados, pero apenas tiene remordimientos. Una fábrica de municiones sigue funcionando, con los detenidos que han llegado de Ravensbrück. Los soviéticos comienzan destruyendo el gran palacio ducal, símbolo del poder alemán, antes de incendiar la ciudad. Las violaciones se multiplican, al igual que los suicidios en familia.

En Penzlin, ocupada el 30 de abril de 1945, los rusos saquean, violan, asesinan, incendian. El balance es elevado. Tessin, Vietzen, Rechlin, Müritz sufren la misma suerte. En Rechlin, importante centro de ensayo de la Luftwaffe, situada cerca del campo de concentración, la ocupación de la ciudad el 1 de mayo de 1945 se lleva a cabo sin resistencia. Pero la situación degenera en Müritz (las dos ciudades no están lejos). En Trestow, que se había librado de la destrucción, las violaciones y los suicidios son mucho más abundantes. Se cometieron entre trescientos y seiscientos suicidios.

En Güstrow, ocupada sin combate, según el doctor Ingo Sens, los rusos no incendian la ciudad sino que «visitan» un tercio de las casas y violan a las mujeres. Solo entonces estas reaccionan. El doctor Sens menciona la cifra de 332 suicidios de mujeres y niños. Se producen múltiples actos a la orilla del lago, las madres atan piedras al cuello de sus hijos. Los rusos continúan con sus represalias, y ejecutan a numerosos alemanes, unos cincuenta en el año 1945.

Rostock, gran ciudad alemana, bien conocida por su fábrica Heinkel, severamente bombardeada por los Aliados, es ocupada el 2 de mayo de 1945. Los soviéticos comienzan inmediatamente a saquear y a violar a las mujeres. La ciudad está llena de refugiadas y ni siquiera es necesario forzar los apartamentos.

En Bad Doberan, primera ciudad alemana que concedió a Hitler su ciudadanía honoraria, y en Heiligendamm, su estación balnearia (la más antigua del país), los rusos entran la noche del 2 de mayo de 1945. Los robos en todas las casas comienzan inmediatamente y después las violaciones, acompañadas de saqueos de tiendas. Las mujeres y las niñas alemanas se embadurnan, con la esperanza de resultar menos atractivas. ¡Qué ilusión! Las más realistas se ocultan en sótanos y cuadras. Comienzan los suicidios, sin que sea posible determinar su número, pero es elevado.

En Malchin, el Ejército Rojo entra el 30 de abril de 1945. Joachim Schultz-Naumann, en una obra titulada Mecklenburg 1945, aporta precisiones inestimables. Esta pequeña ciudad de 7500 habitantes, tan cercana al campo de trabajos forzados de Malchin, es destruida en sus tres cuartas partes por un incendio, y los excesos son especialmente numerosos. Serán cerca de quinientos suicidios de gente de la tierra después de la entrada de los rusos, una cifra que de todos modos parece considerable.

En Feldberg, localidad famosa por sus lagos, donde está situado el campo de concentración y de exterminio de Ravensbrück, los soviéticos entran el 30 de abril de 1945. La pequeña ciudad es maltratada. También allí, las familias se suicidan para escapar a la venganza de los soldados.

También se ven afectadas varias ciudades que pasarán a ser polacas después de 1945, en el marco del desplazamiento de las fronteras decidido por los Aliados entre Alemania y Polonia. Stolp, Grünberg, Schivelbein, situadas más al este, han sido conquistadas antes por los soviéticos, a principios del año 1945.

Stolp (en la Pomerania prusiana), la actual Stupsk, es el cuartel general de la 1.ª Flieger-Division de la Luftwaffe. La ciudad es tomada por el Ejército Rojo el 8 de marzo 1945: incendian todo el centro. Se comportan con gran violencia y se calcula que hubo cerca del millar de suicidios entre la población, cifra que parece sobrevalorada. En Schönlanke, antigua ciudad prusiana, en la actualidad Trzcianka, en Polonia, donde la población alemana denunció a los judíos, los rusos se plantan el 27 de febrero de 1945. Destruyen la mitad de esta ciudad de 10000 habitantes. Allí también, la población civil es maltratada y los suicidios son numerosos. Schivelbein, actualmente polaca (Świdwin), ciudad pomerana de 25000 habitantes, vive una suerte terrible el 6 y el 7 de marzo de 1945. Un cuerpo de las SS se ha refugiado allí ante el asedio en toda regla de dos cuerpos soviéticos y un cuerpo polaco. Después de dos días de combates y destrucción considerables, los rusos entran en la ciudad. Un atentado, ocurrido cuando ya han terminado los combates, agrava aún más la situación; un alemán perteneciente a las Hitlerjugend mata a un general ruso. No solo su familia es arrestada y por supuesto ejecutada, sino que la tropa emprende represalias ciegas: saqueos, violaciones, ejecuciones sumarias. Son muchos los alemanes que se suicidan para escapar de lo peor. Por último, en Grünberg, en la Silesia prusiana, la actual Zielona Góra polaca, los rusos entran el 14 de febrero de 1945. Se trata de una ciudad de cierta importancia. También allí los rusos se desatan y se producen hasta quinientos suicidios, de mujeres y niños principalmente.

Estamos lejos de haber hecho el recorrido por la totalidad de ciudades martirizadas por una tropa soviética motivada por los innumerables crímenes cometidos por los nazis en la URSS. Habría que añadir muchos nombres. Pero, en total, la cifra de entre 10000 y 12000 suicidios de civiles alemanes por miedo al saqueo, a los golpes, las violaciones, las ejecuciones sin motivo, principalmente en Mecklemburgo y Pomerania Occidental, pero también en Prusia Oriental, en Mazuria, en Silesia, parece inferior a la realidad.

DE LA VERGÜENZA DEL SUICIDIO NAZI AL HONOR DEL SEPPUKU Y DE LA MISIÓN KAMIKAZE

¿Es posible comparar la oleada de suicidios masculinos que invadió Alemania en la primavera de 1945 con la que recorrió la sociedad japonesa en los últimos trimestres de la guerra contra los Estados Unidos? ¿Cómo reaccionaron dos Estados totalitarios, uno en Europa, el otro en Asia, ante la derrota militar?

Japón no esperó a la rendición sin condiciones, el 14 de agosto de 1945, después de los bombardeos nucleares de Hiroshima y Nagasaki, para emprender una política de suicidios colectivos (habría que hablar más bien de sacrificios colectivos). Mientras el ejército alemán se desmorona una vez franqueada la línea Siegfried, en marzo de 1945, no ocurre lo mismo con el ejército japonés. Los japoneses están decididos a resistir, en todas partes, sin límites. No dejaron de hacerlo en todos los territorios conquistados en el Pacífico desde el inicio de la ofensiva americana de agosto de 1942, apuntando primero a las islas Salomón (batalla de Guadalcanal). Los americanos lo comprueban, cada día, durante tres duros años de combates. La prueba es que capturan a pocos prisioneros nipones. ¡Un japonés no se rinde fácilmente! Por supuesto, la situación en el Pacífico es muy diferente de la que prevalece en el continente europeo. Los americanos nunca pondrán el pie en el «suelo sagrado» propiamente japonés, el de las cuatro grandes islas (Hokkaido, Honshu, Shikoku y Kyushu) antes de la capitulación aceptada por Hirohito. Hay todavía 1500 kilómetros entre Tokio y Okinawa, la última gran isla conquistada, en junio de 1945, por las tropas de los Estados Unidos.

Sin embargo, a partir de principios del año 1944, cuando la guerra está perdida para él, el poder militar dictatorial japonés adopta una estrategia diversificada de resistencia a ultranza y hasta el final de la nación. Se trata en primer lugar del establecimiento por los militares de «Termópilas» sucesivas, en gran escala. Morir antes que rendirse, tanto civiles como militares, en esas tierras limitadas por el océano que son los archipiélagos de las Marshall, las Carolinas, las Marianas, Ogasawara (Iwo Jima), Okinawa finalmente. Sin duda conviene reconocer que estos suicidios colectivos se cometen por imposición militar. Esta obligación sacrificial es del mismo orden en Okinawa en junio de 1945 que lo había sido en las Marianas del Norte (Saipán) en julio de 1944, en las Carolinas en marzo de 1944 y en las Marshall en enero de 1944. En cada batalla, los oficiales japoneses sacan provecho del temor que inspiran los americanos a unas poblaciones atormentadas por la propaganda imperial y los rumores abominables sobre la muerte reservada a los desdichados que caigan en manos de los yanquis. Pero sin duda el horror alcanza el paroxismo en las islas Marianas y en Okinawa.

En la isla de Saipán (Marianas), algunos historiadores hablan de 22000 suicidios de civiles (otros, de una cifra inferior) que huyen del avance de los Estados Unidos y se arrojan desde lo alto de los acantilados en el mes de julio de 1944. Dos acantilados permanecen en la memoria colectiva japonesa: han sido bautizados, respectivamente, como Suicide Cliff y Banzai Cliff. Para aclarar bien las cosas, hemos de ser conscientes de que, en Saipán, civiles (casi todos japoneses) y militares se lanzan juntos al vacío. En Okinawa, los combates entre japoneses y americanos son espantosos. El balance se establece en unos 260000 muertos entre marzo y junio de 1945: 110000 soldados japoneses, de 100000 a 140000 civiles autóctonos, 14000 americanos. También allí, las poblaciones civiles practicarán el suicidio colectivo para escapar de los americanos triunfantes. En efecto, el ejército japonés induce a las poblaciones locales al sacrificio definitivo, y no precisamente porque antes las haya tratado bien (al contrario), sino infundiéndoles el temor al «blanco exterminador». Ante la perspectiva de la derrota japonesa, los habitantes de Okinawa, refugiados en las grutas, creyendo que así evitarán violaciones y matanzas, se quitan la vida con las granadas que deja la tropa nipona. ¡No se trata de civiles japoneses, sino de autóctonos, que se ven forzados a estos gestos desesperados por el ejército japonés! Nada muy glorioso para Japón, por tanto, ya que se puede hablar de terrorismo militar.

Más significativo es el lugar del kamikaze en el imaginario japonés. Por kamikaze entendemos «avión suicida» y, por extensión, empleamos este término para designar a una persona de una temeridad suicida. A partir de 1944, desprovistos de portaaviones y de flota aérea de guerra competitiva (a causa del desastre de Midway, en 1942), los japoneses llegan a introducir una estrategia ahorradora de sustitución: el empleo de kamikazes a los que se confían misiones suicidas. Nuestro objetivo no es evaluar su eficacia militar sino describir su importancia. Unos 14000 hombres, todos japoneses, aceptan sacrificarse pilotando aviones, esencialmente verdaderas bombas volantes. También se intenta hacerlo en el mar con pequeñas embarcaciones, a modo de «torpedos humanos». Este fanatismo, alentado por las autoridades militares, se basa en principio en el carácter voluntario, a veces ampliamente inducido. ¿Existe una virtud superior a la de morir por la patria? Ninguna, piensa la población japonesa, que considera héroes a los kamikazes.

Finalmente, manifestación última de esta rebelión contra la derrota militar, reservada a la élite, derivada del pasado glorioso de los samuráis y respetuosa del código del bushido, está el seppuku. Un suicidio de código preciso y de sentido social esencial (se lleva a cabo ante la multitud, en público) que pretende evitar la vergüenza a quien lo practica. Este respeto paroxístico del honor forma parte de la tradición de los dirigentes civiles y, sobre todo, militares japoneses. Y merece un inmenso respeto de toda la población hacia quien lo practica. Así, el día de la rendición aceptada por el emperador, el 14 de agosto de 1945, el ministro de la Guerra, general Anami, se hace el seppuku al tiempo que pide perdón a Hirohito por poner en tela de juicio de ese modo su decisión de capitular. Considera imposible sobrevivir a la infamia de la derrota. El mayor Shiizaki, que intentó oponerse a la capitulación, hace lo propio al día siguiente, 15 de agosto de 1945, bajo las ventanas del palacio imperial.

Pero no todos los dirigentes japoneses tienen la misma grandeza de espíritu. El general Tojo, gran jefe del Japón imperial, primer ministro de 1941 a 1944, al negarse a ser arrestado por orden de MacArthur, el 21 de septiembre de 1945, no se comporta como el samurái que no es, sino como el criminal que es. Para escapar a su juicio, intenta quitarse la vida, pero disparándose... y falla. Será cuidado, juzgado, condenado a muerte y ejecutado.

En cuanto al príncipe Konoe, hombre de valor evidente, primer ministro de 1937 a 1939 y de 1940 a 1941, ha sido abandonado por el emperador por defender una vía pacífica y se ve forzado a ceder a las exigencias de los militares. Aunque no se le pueda reprochar en nada el ataque sorpresa de Pearl Harbor, prefiere suicidarse, con veneno, el 16 de diciembre de 1945, para evitar el deshonor de las diligencias judiciales americanas. Con su rechazo al suicidio tradicional tampoco se gana en este caso el respeto de la población japonesa.

Del mismo modo que se celebró en Núremberg el proceso fundamental de la veintena de grandes responsables del Tercer Reich (seguido de otros doce procesos, siempre en Núremberg, en los que se juzgó a otros ciento ochenta altos dirigentes), se reunirá en Tokio el Tribunal Militar Internacional para el Lejano Oriente. Se trata de hacer comparecer ante la justicia a los jerarcas japoneses, con la única excepción del emperador (por razones altamente políticas, ya que Hirohito fue un belicista). Se abre entonces en Japón, durante un largo periodo (de 1946 a 1948), un procedimiento judicial de gran resonancia, basado en los mismos principios del derecho que en Núremberg. Además de los Estados Unidos, la URSS, Gran Bretaña y Francia, actores principales como en Núremberg, todos los países que habían luchado contra Japón tienen derecho a un fiscal o a un fiscal adjunto: China, Países Bajos, Australia, Nueva Zelanda, Canadá, Filipinas e India. El 6 de abril de 1948 se conoce el veredicto: siete condenas a muerte, que serán ejecutadas, y dieciocho penas de cárcel que van desde los siete años hasta la cadena perpetua. Pero el 24 de diciembre de 1948, la totalidad de los condenados a penas de prisión (salvo los que han muerto en prisión) quedan en libertad por decisión de los Estados Unidos. Una iniciativa análoga a la gran amnistía de los antiguos nazis en Alemania, más tardía, en 1951.

LOS HIJOS DE LOS DIRIGENTES NAZIS SE PREGUNTAN: ¿QUÉ HACER CON EL PECADO DE NUESTROS PADRES?

Desde hace unos veinte años, dos autores se han dedicado a intentar recoger el testimonio de los hijos de dirigentes nazis, no sobre su propia historia durante el periodo del Tercer Reich sino sobre sus relaciones con su padre. La antigua abogada Tania Crasnianski (Hijos de nazis) y el periodista alemán Norbert Lebert (Tú llevas mi nombre) han publicado sendas obras de las que extraemos ciertas declaraciones. Nuestra intención es intentar desentrañar el criptograma de sus entrevistas y dejar al descubierto su estado de ánimo después del desastre nazi. Observamos que los testimonios de los hijos de los jerarcas del nacionalsocialismo vuelven a transcribir todos los tipos de reacciones posibles, desde la culpabilidad hasta la defensa de la herencia hitleriana.

La obra de Lebert es dual: deberíamos decir más bien «de los» Lebert. El padre, Norbert, redactó una primera versión en 1959, y el hijo, Stephan, la completó con nuevas entrevistas a las mismas personas, ya adultas, hacia 1999-2000. Stephan Lebert escogió el mismo camino que Tania Crasnianski: no el de la vida de estas personas, de interés limitado, sino el de la relación con sus progenitores, antes de su muerte, o durante su detención, o después de su liberación.

Toda esta prole de los allegados del Führer nació bajo la égida de un padrino atento, Adolf Hitler. Lo cual no quiere decir que los niños vivieran en un universo aséptico. El recibimiento del joven Adolf Martin Bormann Jr. (nacido en 1930) y de su hermana por la familia Himmler les dejará, de por vida, un sabor amargo: durante la visita al gabinete de curiosidades del Reichsführer-SS, que entusiasma a los niños, se les presentan objetos supuestamente artísticos, fabricados con huesos humanos y piel humana.

En cuanto a la elección de los entrevistados por Norbert Lebert y Tania Crasnianski, coinciden en gran medida y afectan a los vástagos de Himmler, Göring, Hans Frank, Bormann, Hess. No son comunes a los dos autores las entrevistas con los hijos del jefe de las Juventudes Hitlerianas, Baldur von Schirach, de Rudolf Höss (el director del campo de Auschwitz) y de Albert Speer.

Procede hacer algunos comentarios antes de abordar el fondo del asunto. En primer lugar, ninguno de los líderes nazis que fueron los padres de estos niños se declaró nunca culpable ante los tribunales. Por otro lado, el deber filial domina la personalidad de varios de estos jóvenes al llegar a la edad adulta. Así, algunos se mantienen en un culto embobado y poco reflexivo al padre, como Edda Göring, Gudrun Himmler, Brigitte Höss, incluso Wolf Rüdiger Hess (vio más de cien veces a su padre Rudolf en Spandau, después de que este levantase la prohibición de recibir visitas que se había impuesto durante veintinueve años). Albert Speer Jr., nacido en 1934, aceptó efectivamente ver a su padre en prisión, pero se labró su carrera de arquitecto en el extremo totalmente opuesto a las concepciones grandiosas de su progenitor. Después de que su padre revocara (él también) su prohibición de recibir visitas, intentó en vano establecer una relación íntima con él. Sin duda porque, en el fondo, Albert Speer no renegaba totalmente de su implicación nazi, aunque manifestó su pesar ante los jueces de Núremberg para obtener un fallo más clemente. En cuanto a Rolf Mengele, nacido en 1944, hijo único y abogado, su deseo de conocer a su padre lo empujará a efectuar, en 1977, un decepcionante viaje a Brasil, a la periferia de São Paulo. Detestará al hombre que descubra; aun peor: despreciará a aquel extraño en que ya se ha convertido para él.

La cuestión principal es saber si estos hijos de jefes nazis criminales se sienten culpables de las acciones de su padre. ¿Qué peso tiene el pasado en sus vidas? ¿Cómo pueden pasar por buenos padres de familia cariñosos los «asesinos del siglo»? Y, parafraseando a Primo Levi, ¿cómo pueden convertirse personas corrientes en los criminales más peligrosos y seguir siendo buenos padres de familia?

En el fondo, también nos planteamos todas estas preguntas para el conjunto de la población alemana. Todos esos guardianes y guardianas de los campos de concentración, todos esos miembros de las Waffen SS, de los Einsatzgruppen, todos esos funcionarios de mayor o menor rango que sirvieron en la Administración nazi, todos esos militantes del NSDAP y del Frente Alemán del Trabajo fueron sin duda excelentes padres y madres. Y sin embargo, se comportaron como sus líderes, llegaron hasta el final del horror.

Los herederos de los dirigentes nazis, esos hijos de verdugos, son también víctimas. Vivieron en la encrucijada de los secretos de familia y los secretos de Estado. Quedaron bastante manchados, lo reconozcan o no, por los actos de sus padres y madres. Alimentaron sentimientos de culpabilidad, aunque se niegan a confesárselo. Pero fueron educados en el sacrosanto precepto de «Respetarás a tu padre y a tu madre». No todos, sin embargo. Hay uno, Niklas Frank, nacido en 1939 en el seno de una familia de cinco hijos, que considera a su padre «como un criminal nazi». Convertido en periodista, escribió una obra vengativa sobre el tema. Considera claramente a su padre, Hans, gobernador general de Polonia, el «carnicero de Cracovia», como un pobre tipo atraído únicamente por la riqueza y los honores. El hijo tiene siete años cuando acude, el 15 de octubre de 1946, a la prisión de Núremberg para ver a su padre, por última vez, antes de su ejecución al día siguiente. Ni una lágrima y solo el sentimiento de pertenencia a una familia (no respeta más a su madre, otra criminal). Tampoco un odio excesivo: no se asesina a los padres.

Entre todos estos niños nazis, el personaje más intrigante es, evidentemente, Adolf Martin Bormann Jr. (que no verá confirmada la muerte cierta de su padre, el 2 de mayo de 1945 en Berlín, hasta 1972-1973). Este hijo primogénito de una familia de diez acabó ordenándose sacerdote. Una manera de compensar: durante toda su vida, siempre se esforzó en distinguir al padre cariñoso del político nazi responsable de actos condenables.

Así pues, las hijas y los hijos de los dirigentes nazis no se distinguen por reacciones muy sorprendentes. Unos pasan su vida defendiendo la memoria paterna (Edda Göring, Gudrun Himmler, Wolf Rüdiger Hess, a los que se puede añadir, sin duda con una fe algo menos intensa que los demás, Brigitte Höss, después modelo). Otros llegan a condenar la memoria de su padre (Niklas Frank, Rolf Mengele), y una última diferencia su visión del padre separando familia y compromiso profesional (Adolf Martin Bormann Jr.). En cuanto a Albert Speer Jr., se convirtió en practicante celoso de la voluntad expresada por el canciller Adenauer: «No hagan preguntas. Construimos un nuevo país».

LOS «SUICIDIOS» TAN DIFERENCIADOS DE LOS SEIS DIRIGENTES NAZIS MÁS IMPORTANTES

Entre «los que prefirieron morir» están por supuesto Hitler y sus colaboradores más cercanos, que son objeto de esta obra. Aun en el caso de que Hitler se hubiera envenenado finalmente (lo cual no sería extraño en un hombre que no soportaba la visión de la sangre) en vez de haber utilizado su pistola, su suicidio no parece en absoluto sorprendente. No ignora que, si no se quita la vida, será capturado por los Aliados, allá donde vaya. Y solo dios sabe lo que puede ocurrir si un grupo de soldados, sobre todo si son rusos, lo captura. La suerte de Mussolini está ahí para dar fe. En esas condiciones, es más sencillo perecer en Berlín, dando la sensación de una solidaridad con su pueblo en la desgracia. ¡Una desgracia de la que es el primer responsable!

Más dura será la suerte de Rommel, que muere tragándose una cápsula de cianuro, pero cumpliendo órdenes, para salvar a su familia y su rango. El Führer había dejado de confiar en su mariscal. Por otro lado, el 17 de junio de 1944, de viaje en Francia, Hitler se marcha inmediatamente después de la conferencia de Estado Mayor sobre la coyuntura militar, presintiendo con una suerte de premonición que algo no iba bien. A partir de entonces, nada le impide castigar a su mariscal favorito, salpicado por la conspiración de julio de 1944, aunque no existía ninguna prueba escrita.

En cuanto a Hess, el amigo de los tiempos difíciles y de los grandes éxitos, que fue a meterse en la boca del lobo británico con la probable aprobación del Führer, su fracaso marca sus límites. No ha cumplido la gran misión de conseguir que Inglaterra firme una paz separada, porque la negociación previa fue demasiado ingenua del lado alemán. ¿Y este hombre manifiestamente desequilibrado pudo traicionar de ese modo a Hitler? Que su nombre desaparezca para siempre, ordena el régimen nazi. Capturado en Escocia en 1941, será prisionero de por vida. Una vida que terminará de manera dudosa, casi medio siglo después, ¿con una ejecución o con un suicidio?

Himmler y Göring, los dos principales cómplices del jefe supremo del Tercer Reich, no tienen ninguna conciencia de las atrocidades que han cometido. Piensan que pueden negociar con los Aliados y preservar posiciones ventajosas. En el fondo, pretenden que lo único que han hecho ha sido obedecer. El primero, Himmler, murió como un perro, sin duda suicidándose, a menos que alguien lo golpeara hasta la muerte. El segundo, Göring, condenado a muerte, evitó envenenándose que le pusieran la soga al cuello.

Por último, Goebbels, el único que se mostró fiel a Hitler, recorrió un auténtico viacrucis criminal, sacrificando a sus hijos menores antes de suicidarse con su esposa. Fue, tal vez, el único de los grandes dirigentes del Reich que tuvo ánimos para utilizar un arma de fuego.