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Olivia miró a la señora Lewis, que continuaba desorientada, y sintió la obligación moral de acompañarla a su casa.

Caminaban por la acera cuando un taxi se detuvo unos metros delante de ellas. Laila avanzó con rapidez en esa dirección al reconocer al hombre que salía del vehículo.

—¡Tom, Thomas! —alzó la voz haciendo señales con la mano.

El hombre se volvió para mirarla y, al percatarse del gesto descompuesto de la anciana, cruzó la calzada con prisas.

Thomas Clayton era vecino de la urbanización. Rondaba los setenta y, a pesar de tener algo de sobrepeso, caminaba con agilidad.

—¡¿Qué ocurre, Laila?! ¿Qué ha sucedido? —exclamó mientras miraba a la mujer al tiempo que descubría el despliegue policial en esa misma calle.

Laila Lewis miró a su vecino con lágrimas en los ojos.

—¿No te has enterado, Tom? —balbució.

—¿De qué? Acabo de salir del hospital. ¿Qué ha pasado? —insistió el hombre.

—¡Es Celeste, Tom! Está muerta —sollozó, y de nuevo los ojos se le inundaron de lágrimas.

Thomas Clayton miraba a la señora Lewis con el gesto descompuesto y la respiración agitada. Sus cejas se habían arqueado ligeramente formando profundas arrugas en su frente.

—¡No puede ser! ¿Cómo es posible? ¿Un accidente, no es eso? —exclamó sin hacer ni una pausa.

—La policía dice que es pronto para saberlo. ¿Recuerdas si la chica tenía problemas? ¿Alguna crisis? —quiso saber Laila con los ojos clavados en él.

—¿Problemas? —repitió el hombre—. No lo sé.

Olivia miraba alternativamente a la anciana y al vecino. «¿De qué tipo de problemas está hablando la señora Lewis? ¿Una crisis?», se preguntó, y siguió atenta a la conversación.

—Y ¿tú te encuentras bien? ¿Has pasado la noche en el hospital? ¿Estás enfermo? —dijo la anciana al reparar en que no se había interesado por la salud de su vecino.

—Eso ahora carece de importancia —musitó el hombre mirando a su alrededor.

—Él es el doctor Thomas Clayton, psiquiatra y escritor —Laila se dirigió a Olivia—, y el marido de Sofía Clayton, que en paz descanse —añadió con un profundo suspiro—. Sofía fue una mujer muy querida y admirada en la ciudad. Seguro que sabes de quién hablo.

Olivia asintió. Recordaba a la esposa del doctor. Durante muchos años dirigió Génesis, un centro cultural, deportivo y artístico donde los jóvenes de los barrios más desfavorecidos podían acudir a expresar sus inquietudes y a quienes la señora Clayton siempre ayudaba a conseguir sus metas.

—Su esposa fue muy buena —dijo Olivia con la vista puesta en el doctor—. Mi hermano colaboró como voluntario en Génesis. Él la admiraba muchísimo y hablaba con frecuencia de ella. En casa sentimos su muerte.

—Gracias, lo sé. Todos los jóvenes la querían.

—¿Quién es tu hermano? —se interesó la señora Lewis, que a pesar de no encontrarse bien tenía la costumbre de querer estar al tanto de todo.

—Álex Fernández, era monitor de baloncesto.

—Sí, creo que sé quién es... —respondió la anciana con los ojos entornados.

El doctor comenzó a toser, seguía respirando con dificultad.

—No estás bien, Tom, ¿qué te han recetado? —La señora Lewis parecía haber recobrado cierta vitalidad y sostuvo a su vecino del brazo—. Necesitas que te vea un médico. Puede que la ambulancia siga ahí. —Señaló con la mano libre hacia el fondo de la calle.

—No, nada de médicos, ya he tenido suficiente —replicó el doctor controlando el golpe de tos—, en urgencias me han recetado antihistamínicos, Laila... Es solo una crisis de alergia. Pasará. —La tranquilizó con dos leves toques en la mano de la mujer.

La conversación entre los vecinos se prolongó un poco más. Comenzaron a enumerar los achaques propios de la edad y siguieron lamentándose por la inesperada muerte de su joven vecina.

Olivia había dejado de escucharlos. La idea de que Celeste padeciese algún tipo de trastorno emocional había acaparado toda su atención y ahora se preguntaba qué sabría el psiquiatra. Necesitaba hablar con él.

Inmersa en sus propios pensamientos, reaccionó cuando oyó a la señora Lewis insistir al doctor en que debía marcharse a casa y descansar, que le visitaría más tarde.

Se despidió del doctor y observó cómo el hombre se detenía a hablar con una joven en la acera. Supuso que la chica debía de ser policía. Desde hacía un buen rato había agentes dando vueltas y haciendo preguntas a los vecinos. Ahora nada le apetecía más que perder a todos de vista.

Acompañó a la anciana hasta su casa bajo un sol abrasador, y experimentaron cierto alivio al cerrar la puerta y dejar al otro lado el murmullo de la calle. Olivia se ocupó de acomodar a Laila en un sofá en el salón y se ofreció a preparar unas infusiones relajantes.

—¿Quiere que avise a alguien? Hoy no debería quedarse sola.

—No te preocupes, mis amigas deben de estar al llegar. Habíamos quedado para almorzar juntas y jugar al bridge, y fíjate cómo cambian las cosas de un momento para otro. ¡Qué penita, por Dios!... —se lamentó llorosa.

Olivia echó agua en el hervidor y lo puso en marcha.

La cocina de la señora Lewis era de madera blanca, luminosa, y estaba tan bien ordenada que no le costó encontrar las bolsitas de infusiones en una cajita con distintos compartimentos. La porcelana a la vista, en un mueble con puertas de cristal.

Preparó las infusiones y regresó al salón. Ocupó una silla frente a Laila.

—Decías que eres hermana de Álex... Me acuerdo de él, cuando era jovencito siempre estaba por aquí, en cambio a ti no te recuerdo.

—Yo no solía venir mucho a Santa Margarita. Y soy menor que Álex. No teníamos muchos amigos en común.

—Entiendo, pero a Celeste sí la conociste, ¿no? —continuó la mujer con interés.

—Sí, mi hermano me la presentó un verano y congeniamos bien. De eso hace mucho. Ella era muy guapa. Me gustaban sus ojos y su manera de vestir y de hablar y las cosas que contaba de Madrid.

Laila le dedicó una mirada frágil y melancólica.

Sin esperarlo, un gato subió a las piernas de Olivia y ella se sobresaltó. Lo acarició. Tenía el pelaje suave, largo y gris, y unos bonitos ojos dorados.

—Es Hemingway, era de la pobre niña —le explicó Laila con tristeza—. Esta mañana mi perrita Chloe no dejaba de ladrar. A ella no le gustan mucho los gatos, ¿sabes? Salí al jardín y lo encontré tras unos setos, muy asustado, el pobrecito. Por eso fui a buscar a la muchacha tan temprano. No se lo he contado al inspector, ¿crees que será importante?

—Lo que ha sucedido es muy grave, lo extraño sería que usted recordara esos detalles. No se preocupe ni le dé más vueltas —trató de tranquilizarla.

Olivia dio un sorbo a la bebida con la mirada puesta en la mujer. Necesitaba hacerle al menos una pregunta, pero Laila parecía tan ensimismada que no quería molestarla. Dejó la taza sobre la mesa baja y, tras unos segundos, se atrevió:

—Disculpe mi interés. No he podido evitar escuchar que usted preguntaba a su vecino si Celeste tenía problemas o si había sufrido alguna crisis... —Dejó la frase suspendida, invitándola a hablar.

—Sí, así es. Le he preguntado a Tom porque él y su esposa fueron vecinos y amigos de los Blanch desde que llegaron de Estados Unidos hace décadas. Él es norteamericano, ¿sabes? Se enamoró de la española y aquí se quedó. Es médico psiquiatra y, si no estoy equivocada, trató a la muchacha hace muchos años.

—¿Celeste tuvo problemas emocionales? ¿Los tenía aún? —preguntó de corrido, e inmediatamente se arrepintió por haber mostrado tanto interés.

La mujer dudó. Entreabrió los labios.

—Tu hermano... —En ese instante sonó el timbre.

Olivia esperaba a que Laila continuara hablando, pero el timbre seguía sonando y la mujer miraba en dirección a la puerta. Olivia no tuvo más remedio que levantarse a abrir lamentando la interrupción.

«¿Qué intenta decirme Laila sobre Álex?», se preguntó al abrir y encontrarse frente a un grupo de señoras elegantes que la miraban con preocupación. Pronto estallaron en una sucesión de preguntas, un murmullo de frases entretejidas que la acompañaron hasta el salón.

—¡Dios mío, es una noticia terrible!

—Lo hemos sabido por los vecinos.

—¿Cómo ha sucedido?

—Nadie nos ha aclarado nada, ¿te encuentras bien, Laila?

Las mujeres acercaron algunas sillas al sofá y tomaron asiento alrededor de su amiga. Trataron de consolarla y distraerla.

La mente de Olivia estaba en otra parte, atrapada en la misma pregunta: «¿Qué ha intentado decirme Laila sobre Álex?».

No podía ser casualidad que desde esa misma mañana la presencia de su hermano se hubiese convertido en una constante.

Su móvil emitió el característico sonido de WhatsApp y echó un vistazo a la pantalla.

Álex había respondido a su mensaje.

«Olvida todo lo que esté relacionado con Celeste. Deshazte del ordenador y el mail. No puedo hablar ahora. No me llames. Me pondré en contacto contigo en cuanto pueda».