CAPÍTULO 1

CÓMO TRABAJAN NUESTROS CEREBROS

Al principio, los cambios eran lentos y surgían, principalmente, del clima. La especie humana más temprana se enfrentó a glaciaciones que se alternaban con calentamientos interglaciares en intervalos de uno o más milenios.1Los niveles del mar subían y bajaban drásticamente,2lo que hacía que grandes extensiones de tierra fuesen habitables de forma esporádica. El ciclo era lo suficientemente lento como para que los primeros humanos tuviesen tiempo de adaptarse a la vieja usanza, es decir, evolucionando por medio de la selección natural. Por ejemplo, los neandertales europeos vivían en climas fríos, de forma que sus antebrazos y las partes inferiores de las piernas se acortaron. Tener las extremidades más cortas significaba que había menos superficie y, por tanto, les era más fácil mantener el calor.3

Sin embargo, hace unos 70.000 años ocurrió algo que cambió las reglas del juego para siempre. Los cerebros de un grupo determinado de humanos —los sapiens, nuestros antepasados— sufrieron una serie de alteraciones profundas, entre ellas el crecimiento y el redondeo de las regiones parietales y del cerebelo. Estas regiones contribuyen a la planificación, a la memoria a largo plazo, al lenguaje, al uso de herramientas y a la percepción de uno mismo.4La inteligencia recién estrenada y compleja del Homo sapiens nos permitió reaccionar ante las dificultades planteadas por el entorno de formas mucho más ingeniosas y rápidas. Desde entonces, en la Tierra ya nada fue igual.

He aquí un buen ejemplo de ello: a diferencia de nuestros vecinos neandertales que vivían en los mismos climas, los sapiens seguían presentando los brazos y piernas más largos propios de los habitantes de los trópicos. ¿Cómo conservamos el calor en nuestras largas extremidades? En lugar de esperar miles de años a desarrollar partes del cuerpo, los sapiens resolvimos el problema de una forma que solo nosotros teníamos a nuestro alcance: mediante la tecnología.

Las agujas que se han encontrado demuestran que nos abrigábamos con prendas de vestir y podíamos hacer fuego a voluntad, tal como demuestran las marcas giratorias observadas en rocas perforadas, un motor rudimentario que se usaba para generar fricción y, de ahí, una llama.5Los vestigios de cepos y trampas para peces revelan formas de caza más eficientes respecto de la energía invertida. Nuestros cerebros, más grandes y globulares, nos permitían trabajar de formas más inteligentes, vestidos con ropa de abrigo, con trampas bien puestas y al calor de una hoguera crepitante.

Lo mejor de todo era que no hacía falta reinventar constantemente estas innovaciones tecnológicas, ya que los sapiens éramos capaces de explicarlas con todo lujo de detalle gracias a nuestra herramienta más importante: el lenguaje. Gracias a nuestro lenguaje de sintaxis compleja cada generación podía desarrollar los conocimientos de la anterior.6El lenguaje humano moderno nos permitía intercambiar ideas abstractas, imaginar colectivamente y establecer nuevos significados e inventos.7No tenía por qué limitarse a describir el aquí y el ahora, sino que nos permitía hablar de todas las posibilidades futuras.8

Detrás de todos estos avances —lingüísticos, industriales y domésticos— había un conjunto compartido de habilidades cognitivas que nos era único. Para generar y comprender oraciones largas, diseñar cepos y crear abrigos a partir de pieles hace falta tener memoria, ser capaz de planificar los pasos necesarios y tener la habilidad de trascender mentalmente el momento presente. Todas estas ventajas permitieron que los sapiens «ganaran», ya que pudieron superar las condiciones inhóspitas que habían acabado con todas las demás especies humanas tempranas.

Si hoy estás vivo para leer estas líneas es gracias a tu maravilloso cerebro —ese balón carnoso y rosado de 1,4 kg que procesa cada palabra bajo su casco de calcio— y a todos los maravillosos cerebros que lo precedieron.

EL SECRETO DEL ÉXITO DE LA RECOLECCIÓN: ADAPTABILIDAD, GENERALISMO Y CREATIVIDAD

Durante el 95 % de nuestra historia el Homo sapiens dependió de la caza, de la recolección y de la pesca para sobrevivir. En eso consistía el «trabajo» —el conjunto habitual de actividades necesarias para mantenerse en vida— para el que nuestros cerebros evolucionaron. Tu cerebro es el propio de un cazador-recolector, y es precisamente ese cerebro el que tendrás que usar para salir adelante en el mundo laboral tan distinto de nuestros días.

Las tres características clave de esta mente cazadora-recolectora son el generalismo, la adaptabilidad y la creatividad. Nuestros antepasados cazadores-recolectores eran, ante todo, generalistas. Todo el mundo debía ser capaz de evitar a las serpientes, de distinguir las bayas nutritivas de las venenosas, de ir un paso por delante de los depredadores, de poner cebo en un anzuelo o de seguir el rastro de las presas. Vivíamos en tribus pequeñas e interdependientes en las que nos protegíamos los unos a los otros generando unos vínculos definidos por un alto grado de confianza. Aunque se cree que las mujeres se dedicaban más a la recolección y que los hombres se ocupaban más de la caza y de la pesca, los roles eran, en general bastante fluidos, ya que las tribus debían cambiar sus estrategias ante la fluctuación de los recursos. Cualquiera que haya trabajado por cuenta propia sabrá de lo que hablamos: unos días eres comercial, otros eres administrativo y otros te encargas de la atención al cliente. Debes saber hacer de todo.

Todo ello, junto al estilo de vida nómada, hacía que el trabajo fuese interesante. Cazar, pescar o recolectar en una zona nueva daba paso a descubrimientos nuevos. Cada lugar exigía adaptación —al clima, a la duración de los días, al terreno— al tiempo que ofrecía oportunidades para desarrollar habilidades nuevas. Se cree que, entonces, no dedicábamos más de entre tres a cinco horas al día a trabajar. Esta «jornada» reducida nos habría proporcionado mucho tiempo para el aprendizaje, sin olvidarnos del ocio, la socialización y la exploración.

A su vez, la exploración ociosa facilitaba la creatividad y la innovación. Nuestros antepasados utilizaron sus potentes cerebros para obtener unos resultados importantísimos, tanto para los individuos como para la propia especie. Mientras que la arqueología neandertal muestra poco progreso tecnológico o cultural, el arte y la tecnología del Homo sapiens avanzaron a un ritmo asombroso. Las armas se fueron volviendo cada vez más complejas y fueron teniendo cada vez más piezas. Unas naves de diseño sofisticado nos permitieron viajar a destinos tan lejanos como Australia, donde nos asentamos en unas tierras inaccesibles para otras especies. El sencillo arte rupestre dio paso a las criaturas míticas representadas en marfil y cerámica.

De hecho, como cazadores-recolectores llegamos a ser tan innovadores que nos sacamos de ese estilo de vida; y lo hicimos, en parte, inventando formas de conservar los alimentos, lo que nos ahorraba el esfuerzo de tener que vagar constantemente en busca del próximo bocado. Y al estilo de los sapiens, en cuanto las tuvimos inventadas, fuimos modificándolas y mejorándolas. Las técnicas de conservación evolucionaron rápidamente, desde el uso de pieles de animales a la cerámica hecha en horno, pasando por los sistemas de refrigeración.9Para el año 10.000 a.e.c., la caza y la recolección se convirtieron en cosa del pasado ante la aparición de una forma de trabajo totalmente distinta: la agricultura.

Durante varios cientos de miles de años, la creatividad, la adaptabilidad y el generalismo le vinieron muy bien a nuestra especie. La siguiente era laboral daría pie a toda una serie de problemas nuevos y nos obligaría a readaptar enseguida la misma maquinaria cognitiva.

EL TRABAJO AGRÍCOLA: CUANDO LAS TAREAS SE CONVIRTIERON EN EMPLEO

Aunque hoy nos parezca que la agricultura es algo de lo más trivial, cuesta no quedarse corto al describir el cambio tan sumamente radical que representa; podría decirse que es el salto laboral más crucial de la historia de los homínidos. La caza, la recolección y la pesca recogen lo que nos ofrece la naturaleza, mientras que la agricultura y el pastoreo exigen que alteremos la propia naturaleza. La recolección y la agricultura conllevan unas formas de vida tan distintas —la recolección aporta una larga lista de beneficios al individuo, mientras que los de la agricultura son muchos menos— que a los arqueólogos les cuesta explicar por qué hicimos el cambio.10

Hasta donde sabemos, la agricultura surgió alrededor del año 10.000 a.e.c.11en el Levante mediterráneo, y la región del Asia occidental que hoy alberga Turquía, Líbano, Israel, Jordania y Siria. De nuevo fue el clima el que abrió camino, esta vez con un calentamiento global. Antes de este período las glaciaciones habían venido acompañadas de sequías, ya que el agua dulce se encontraba confinada en los casquetes polares y en las enormes placas de hielo que cubrían Europa, Asia y Norteamérica. El dióxido de carbono se había quedado atrapado en los océanos helados, y hasta a las plantas les costaba sobrevivir. Además, unas enormes nubes de polvo sobrevolaban el mundo entero. Aunque se habían vivido períodos más cálidos, habían sido demasiado breves y variables como para poder ejercer la agricultura.

Cuando la última glaciación tocó su fin, el calentamiento global trajo consigo el aumento de las lluvias, la subida del nivel del mar y un influjo enorme de dióxido de carbono. Las junglas y los bosques se redujeron, y las zonas cubiertas de hierba, con sus granos salvajes y comestibles, ganaron terreno. Nuestros antepasados empezaron cosechando esos granos salvajes y luego seleccionaron los que daban mejores cosechas.12

Junto a la conservación de los alimentos, los conocimientos tempranos sobre la domesticación de los animales y de las plantas permitieron que las tribus que antaño fueron nómadas pudiesen permanecer en el mismo lugar durante largos períodos de tiempo. La caza y la recolección convivían con la agricultura —incluso hoy todavía quedan un puñado de culturas que viven de la recolección—, pero a medida que la tecnología se fue sofisticando, los asentamientos se fueron volviendo más complejos y el comercio entre zonas geográficas ganó fluidez, las sociedades agrícolas pasaron a dominar el planeta. La vida se volvió sedentaria, las poblaciones se multiplicaron y nos adaptamos a una forma nueva de trabajar.13

Lo que los cazadores-recolectores y los agricultores tenían en común, a diferencia de lo que ocurre entre la mayoría de los trabajadores modernos, era su vínculo con la tierra. Unos y otros dependían del clima, al cual trataban de entender mediante espíritus y deidades.

Y hasta ahí llegaban las semejanzas.

Mientras que los cazadores y los recolectores seguían los designios de la naturaleza y vagaban para encontrar recursos disponibles, los agricultores doblegaban la naturaleza según sus necesidades. Eliminaron especies que crecían de forma natural y las reemplazaron con plantas domesticadas. Los pastores también imponían su voluntad sobre la evolución y cruzaban animales para que fuesen más dóciles o para convertirlos en animales de carga o alimento.

Someter a la naturaleza requería planificar a una escala jamás vista: los recolectores recogían lo que encontraban y no se preocupaban por pensar en nada más allá de qué comerían el jueves, porque hacerlo tampoco cambiaría su forma de actuar. Por el contrario, los agricultores debían tener en cuenta todas las formas en que la naturaleza podría frustrarles los planes.14El horizonte temporal abarcaba desde días (al definir en qué orden se recogerían los cultivos) hasta meses (al establecer los momentos de cada cosecha), años (al cruzar especímenes para obtener los animales o las plantas adecuadas) y décadas (al almacenar alimentos contra una posible hambruna).

No es casualidad que las construcciones arquitectónicas más importantes de las sociedades agrícolas sean los silos, esos enormes almacenes en los que se guarda el grano a largo plazo. Los silos son cuentas de ahorros colectivas. Los primeros agricultores trabajaban juntos para construirlos y luego llenarlos. Pensemos en la mentalidad de aquellos trabajadores: «Si los campos fallan, podríamos necesitar este alimento. Puede que para entonces yo haya muerto, pero mis hijos seguirán aquí. En cualquier caso, estaré tranquilo sabiendo que tenemos estas reservas».

La capacidad de pensar en el futuro se conoce como «prospección», y es uno de los factores que facilitó la aparición de la agricultura. Este grado de consciencia del futuro es exclusiva del Homo sapiens y surge de la colaboración entre el lóbulo parietal y el frontal, ambos potentísimos. Los recolectores mostraban prospección, por ejemplo, al desarrollar mecanismos para almacenar animales y alimentos. Pero fue el sapiens agricultor el que verdaderamente hizo suya la prospección, y más concretamente la planificación, como su mejor defensa contra los caprichos de la naturaleza. Todavía hoy convivimos con su legado: los análisis de pensamientos en tiempo real muestran que el 74 % de nuestros pensamientos prospectivos se centran en planificar.15

No obstante, esta poderosísima capacidad tiene un lado oscuro.

Los recolectores sabían perfectamente lo que era el miedo, especialmente ante un peligro inminente: ¡un leopardo!, ¡una riada! Desarrollamos la respuesta de lucha o huida para protegernos de este tipo de amenazas presentes y muy concretas.

Por su parte, los agricultores sabían lo que eran las preocupaciones. Mientras trataban de controlar la naturaleza, las sociedades agrícolas aprendieron mucho y muy rápido sobre todo lo que podía causarles problemas. La sequía podía arrasar con un cultivo; las plagas podían hacer estragos entre el ganado (y tu familia); era bien sabido que la salud de los primeros agricultores era muy mala por culpa de la combinación de la falta de nutrientes y de los contagios entre vecinos y animales; la creciente densidad de población agravaba estos problemas; los asentamientos humanos antiguos no sabían cómo gestionar los desechos y los excrementos humanos y las enfermedades se propagaban rápidamente.16

A la preocupación prolongada acerca de acontecimientos lejanos y difusos la llamamos ansiedad.17Si no se le pone freno, la ansiedad puede resultar desastrosa tanto para los individuos como para las sociedades. Los trastornos de ansiedad entre los individuos pueden dar lugar a un estado emocional tan debilitante que resulta imposible trabajar, y a nivel colectivo, la ansiedad severa puede generar patrones de decisión nocivos.

La ansiedad es el primer ejemplo de las consecuencias del desequilibrio entre el tipo de trabajo para el que la evolución preparó a nuestros cerebros —la búsqueda de alimentos— y el mundo laboral tan distinto que nuestra especie se ha construido. En otras palabras: a partir de la Revolución Agrícola, nuestros cerebros dejaron de estar diseñados para trabajar. Para prosperar tuvimos que recurrir a partes de nuestro patrimonio psicológico que siguieran sirviéndonos y lidiar con las partes que plantearan el riesgo de obtener malos resultados.

La capacidad de adaptarnos psicológicamente y con nuestros comportamientos a obstáculos nuevos sin sufrir unas consecuencias peores se conoce como «resiliencia». Los cazadores-recolectores tuvieron que ser resilientes ante contratiempos naturales como las avalanchas o los incendios, mientras que los agricultores tuvieron que mostrar resiliencia para lidiar diariamente no solo con los accidentes naturales, sino con la disparidad entre su psicología interna y su nuevo mundo laboral.

Aunque un exceso de ansiedad puede resultar paralizante, en pequeñas dosis puede resultar beneficiosa para el rendimiento. La resiliencia psicológica nos permite, como veremos en el capítulo 4, rebatir nuestras preocupaciones y sacarles partido. Los agricultores y pastores que salieron adelante tuvieron que dominar la ansiedad cognitivamente para utilizarla como recurso para planificar sin dejar que se apoderara de ellos.

 

La transición hacia la agricultura provocó otra disparidad importante entre nuestros cerebros generalistas de recolector y la especialización que exigía la tarea agrícola. Los cazadores-recolectores debían contar con un amplio conjunto de habilidades, porque su entorno fluctuaba constantemente. En cambio, a los agricultores —quienes no se movían del mismo sitio y se dedicaban a la misma actividad durante años— les convenía adquirir conocimientos especiales. Si nacías en una tribu de pastores de cabras afincada a los pies de las montañas del noreste del Levante más te valía saber de lo tuyo. Los agricultores, por su parte, podían centrarse en una especie de grano o en un aspecto de la producción, como la molienda de harina.

Los vestigios de unos esqueletos hallados en Xinglongwa, en China, ilustran de una forma espantosa esta especialización y la monotonía que trajo consigo. Las mujeres jóvenes de aquel entorno presentaban deformaciones en las rodillas por haberse pasado toda la vida arrodilladas frente a las piedras de moler.18Pasaban día tras día y hora tras hora agachadas, repitiendo la misma tarea mientras sus cuerpos se iban doblando. Alrededor del mundo se han llevado a cabo estudios con esqueletos de sapiens agricultores que muestran todo tipo de deformaciones nunca vistas antes entre los cazadores-recolectores, entre ellas las hernias discales y la artritis. La evolución de nuestro cuerpo, como la del cerebro, no nos había preparado para el trabajo agrícola.19

La agricultura también nos trastocó la estructura social, ya que permitió que unos pocos individuos de éxito amasaran enormes cantidades de riqueza. Aunque las sociedades agrícolas no empezaron siendo regímenes tiránicos, la mayoría evolucionaron en esta línea.20Los déspotas impusieron una estratificación social extrema, la cual incluyó la esclavitud humana.21La esclavitud había sido muy poco frecuente entre los cazadores-recolectores, ya que para instituirla de forma generalizada es necesario que haya estratificación social, densidad de población y excedente económico. Todavía hoy cargamos con sus consecuencias: en 2019 se estimaba que 40 millones de personas estaban sometidas a trabajos forzados en todo el mundo, entre las cuales había unos 10 millones de niños.22

Casi todos los parámetros describen el paso a la agricultura como una decisión desconcertante; Yuval Noah Harari lo llama «el mayor fraude de la historia». Como especie, cambiamos un trabajo estimulante y el tiempo de ocio por jornadas más largas, monotonía, esclavitud para muchos y una nutrición peor para todos. Tuvo que haber algunos que se resistieran y que persistieran en la anticuada labor de la caza, pero las oportunidades de hacerlo fueron menguando con el tiempo. Para el año 100 e.c. solo quedaban entre uno y dos millones de cazadores-recolectores frente a 250 millones de agricultores.23La inmensa mayoría de la población era pobre, sentía indiferencia por su trabajo y, probablemente, se moría de aburrimiento.24

TRABAJAR CON MÁQUINAS: LA INDUSTRIALIZACIÓN Y SUS DISGUSTOS

Nos dedicamos a buscar nuestros propios alimentos durante 200.000 años y labramos la tierra durante 10.000; el siguiente cambio drástico en el mundo del trabajo llegó hace tan solo trescientos años: la Revolución Industrial.

Los registros de los que disponemos nos ofrecen relatos en primera persona de cómo era el trabajo industrial. Entre ellos se halla el testimonio de Matthew Crabtree, un trabajador de una fábrica de veintidós años al que citaron ante el Parlamento británico en 1832 durante una investigación acerca de las condiciones laborales de los niños. Esta causa contaba con la defensa del miembro del Parlamento, Michael Sadler, quien llevó a 89 personas a testificar ante un comité especial.25A continuación incluimos un fragmento de la entrevista que el propio Sadler le hizo al trabajador Crabtree; es tan clarificadora que merece ser citada extensamente:26

Michael Sadler: ¿A qué edad empezó a trabajar [en una fábrica]?

Matthew Crabtree: A los ocho años...

M. S.: ¿Podría indicar cuál era su jornada laboral en el período en el que entró a trabajar en la fábrica, en épocas normales?

M. C.: De seis de la mañana a ocho de la tarde...

M. S.: Cuando el negocio pasaba por un buen momento, ¿cuál era su jornada?

M. C.: De las cinco de la mañana a las nueve de la noche...

M. S.: ¿Podría describir el efecto que tuvieron aquellas dilatadas jornadas sobre su estado de salud y sus sentimientos?

M. C.: Cuando trabajaba tantas horas solía estar agotado por la noche al salir de trabajar; tanto que a veces me habría quedado dormido mientras caminaba, de no ser porque me tropezaba y volvía a despertarme; y con frecuencia tenía tal malestar que no era capaz de comer, y lo que comía lo vomitaba.

M. S.: ¿Cuál era su posición en la fábrica?

M. C.: Era «piecero».

M. S.: ¿El cometido de un «piecero» es coger los hilos cardados de una parte de la máquina y colocarlos en otra?

M. C.: Así es...

M. S.: ¿No cree usted, según su experiencia, que la velocidad de la máquina está tan calculada que exigiría el mayor de los esfuerzos a un niño, suponiendo que las jornadas fuesen moderadas?

M. C.: No se les podría exigir más [...] y hacia el final del día, cuando se sienten más fatigados, no pueden seguir bien el ritmo, y la consecuencia es que los golpean para espabilarlos [...]. La máquina genera una cantidad de hilos combados regular, y por supuesto deben atender su tarea con la misma regularidad durante todo el día; deben seguirle el ritmo a la máquina, y por eso, por muy humano que sea [el supervisor], dado que tiene que seguirle el ritmo a la máquina si no quiere cargar con la culpa, estimula a los niños para que también sigan el ritmo por varios medios, pero al que con más frecuencia recurre es a atizarlos con un cinturón cuando se quedan adormilados.

M. S.: ¿Y si resultara que llegaba tarde, tenía el temor de ser cruelmente golpeado?

M. C.: Generalmente me golpeaban si llegaba tarde, y cuando me levantaba por la mañana el miedo a que ocurriera era tal que solía correr y llorar durante todo el camino hasta llegar a la fábrica.

M. S.: ¿Es su impresión, por lo que ha visto y según su propia experiencia, que aquellas largas jornadas laborales tienen el efecto de provocar que las personas jóvenes que son sometidas a ellas se sientan sumamente infelices?

M. C.: Sí.

M. S.: Parece usted decir que esos golpes son absolutamente necesarios para que los niños cumplan con sus tareas. ¿Se trata de una práctica universal en todas las fábricas?

M. C.: He estado en otras fábricas y he sido testigo de la misma crueldad en todas ellas.

El testimonio de Crabtree —muy difundido por activistas, por un lado, y condenado por los simpatizantes de los industriales por el otro— demuestra tanto en lo que se había convertido el trabajo como lo que pensaba nuestra especie respecto de los cambios.

De él sabemos, por ejemplo, que ahora el ritmo de trabajo lo imponen las máquinas. Los trabajadores industriales no se rigen por las estaciones, ni siguen a los ganados itinerantes, sino que siguen a motores hechos por el hombre. La agencia humana carece de relevancia en el trabajo de las fábricas. La precisión mecánica y la regularidad son esenciales: cuando un par de manos flaquea, baja la productividad de otros cientos. A diferencia de los granjeros individuales, los trabajadores de las fábricas no tenían que planificar con antelación; de eso se encargaban las máquinas y sus arquitectos. Y, como resultado, la prospección dejó de ser una habilidad central para trabajar.

Del testimonio de Crabtree se desprende también que el trabajo se había reducido a tareas muy específicas y sumamente repetitivas, como la del «piecero», la cual consistía en introducir partes hechas por una máquina en otra. El avance hacia la especialización27que había empezado con la agricultura alcanza ahora su forma más extrema: la segmentación total del esfuerzo. Por muy tediosa que hubiese sido la vida agrícola, el aburrimiento habría alcanzado unos niveles nunca vistos cuando los trabajadores de las fábricas se pasaban horas repitiendo la misma serie de movimientos, un día tras otro, sin tener ningún tipo de contacto con el mundo natural y sin sentir más que el más mínimo de los apegos por el producto de su trabajo. El trabajo de las fábricas cogió todos los aspectos ya deshumanizadores de la agricultura y los empeoró.28

Igual que ocurrió durante el cambio de la caza-recolección a la agricultura, nuestra especie se había convertido en una víctima de su propio éxito. La magnífica complejidad cognitiva del cerebro humano se había dedicado a diseñar esas máquinas y, a partir de ahí, el proceso creativo se detuvo en seco. Irónicamente, para los que debían ocuparse de utilizar dichas máquinas, el trabajo no requería casi nada de esa complejidad. Solo el Homo sapiens podría haber concebido la desmotadora de algodón, pero un neandertal podría haberla utilizado.

En cuanto la ola industrial empezó a crecer, ya no hubo forma de detenerla. No había más remedio que ir adonde hubiese trabajo. La propia agricultura se mecanizó en gran medida y ese tipo de trabajo fue decayendo, primero lentamente, y luego drásticamente. Entre los años 1900 y 1940 el 40 % de la mano de obra de Estados Unidos pasó del ámbito agrícola al fabril. Los trabajadores abandonaban las zonas rurales y acudían en masa a las ciudades para ocupar puestos en las líneas de producción.29

La resiliencia psicológica, que ya era importante para los agricultores, se volvió todavía más esencial en un contexto en el que los trabajadores debían hacer frente a largas jornadas en unas condiciones durísimas y alejados de su familia. Igual de importante era el apoyo social. Los trabajadores recién llegados a las urbes carecían de una comunidad fuera de la fábrica y debían empezar desde cero. Surgieron grupos sociales nuevos con el claro propósito de mitigar las turbulencias económicas. Se ha dicho que las sociedades de ayuda mutua, dedicadas a proporcionar servicios financieros y sociales a sus miembros, fueron la institución inglesa obrera más característica de aquella época.30Por ejemplo, en 1761, la Sociedad de Tejedores de Fenwick, la cual probablemente fuese la primera cooperativa moderna, se constituyó para dar apoyo a los tejedores que pasaban necesidades y para garantizar que todos recibiesen un salario justo.31No tardarían en surgir sindicatos de mayor envergadura y, más adelante, partidos políticos que aglutinaban estos objetivos. Pero, en sus inicios, el objetivo de aquellas sociedades pequeñas y locales consistía en reforzar la resiliencia de las personas a quienes les costaba adaptarse. Fue gracias a una de estas sociedades que el abuelo de Gabriella encontró su primer empleo en Brooklyn (Nueva York) al poco de haber inmigrado... y conoció a la que se convertiría en su esposa.

 

Hubo muchos que se quedaron por el camino, y es que nuestros cerebros no estaban hechos para resistir la vida en las fábricas, sino para lidiar con depredadores y tormentas y peleas entre tribus. Nuestros cuerpos no estaban hechos para el trabajo del «piecero», sino para vagar y recolectar y cazar y charlar. Por eso no es de extrañar que sufriésemos con todo ello. No obstante, aquella era la primera era de la que disponemos crónicas acerca del coste individual y social de esta disparidad.

Ya hemos visto la preocupación de Michael Sadler acerca de dicho coste psicológico: «¿Es su impresión, por lo que ha visto y según su propia experiencia, que aquellas largas jornadas laborales tienen el efecto de provocar que las personas jóvenes que son sometidas a ellas se sientan sumamente infelices?», pregunta en un estilo típicamente capcioso. Su objetivo era subrayar no solo el daño físico, sino también el psicológico, que provocaba la situación en las fábricas.

La relación entre el trabajo y el bienestar no podía pasarse por alto en un mundo industrializado que empujaba a los obreros al límite físico al tiempo que ignoraba sus muchos dones intelectuales. Servidos de unos cerebros que habían evolucionado para la jornada laboral de entre tres y cinco horas, ociosa y basada en el descubrimiento del cazador-recolector, en el año 1800 se esperaba de los niños de ocho años que resistieran unos turnos de producción repetitiva que duraban entre catorce y dieciséis horas. (Hoy todavía hay 160 millones de niños que trabajan en todo el mundo, y la mitad de ellos lo hacen en condiciones peligrosas.)32

A consecuencia de ello, muchos obreros industriales desarrollaron trastornos de salud mental. En aquellos tiempos las etiquetas eran otras: los términos que se usaban eran «neurastenia» e «histeria» en lugar de ansiedad, depresión y fatiga crónica. La neurastenia, un concepto acuñado en 1869 por el neurólogo estadounidense George Beard, se refería al «agotamiento de los nervios» y se convirtió en un diagnóstico muy extendido en las décadas siguientes.33Se describía a los pacientes neurasténicos como faltos de energía a causa del ritmo de la vida moderna. En 1906 la neurastenia representaba el 11 % de los diagnósticos del Queens Square Hospital de Londres.34Al otro lado del charco, en 1911, una clínica de la ciudad de Nueva York documentó una prevalencia alarmantemente elevada de neurastenia entre los obreros de las fábricas de ropa de la zona.35

Todavía hoy nos llegan los ecos de aquel sufrimiento. En 2018, el investigador sobre el trabajo Martin Obschonka y su equipo analizaron datos sobre personalidad y bienestar en Inglaterra y Gales. Compararon las áreas geográficas que en su día estuvieron fuertemente industrializadas —regiones en las que había minas de carbón, por ejemplo, o que tuvieron que ver con la producción en fábricas de vapor— con otras zonas menos industrializadas. Los habitantes modernos de lugares que antaño estuvieron muy industrializados presentan más neurosis, menos satisfacción vital y menos diligencia,36y todo ello habiendo ya pasado décadas, mucho después de que la propia actividad industrial desapareciera. Obschonka y su equipo luego replicaron con éxito ese mismo análisis en Estados Unidos.37

Cientos de años después, el caos psicológico que sembró la Revolución Industrial sigue persiguiendo a la sociedad.

 

Los trabajadores de las fábricas lidiaban con el estrés de su nueva vida de muchas formas, y algunas eran más saludables que otras. La más conocida es la automedicación con alcohol, la cual se generalizó. Los nuevos métodos de destilación permitían la producción masiva de alcohol, lo cual lo abarató e hizo que fuese más fuerte y fácil de conseguir que nunca, especialmente en el caso de la clase trabajadora urbana.38Para los empleados que se sentían solos y aislados y que trabajaban muchas horas lejos de casa la bebida se convirtió en una amiga barata y fiel.

En 1844, un joven Friedrich Engels describió el azote de la ebriedad que observó entre los trabajadores de la fábrica textil de Mánchester de su familia. Contaba la historia de 30.000 borrachos por las calles de Glasgow, donde el 10 % de las viviendas de la ciudad funcionaban como bares, y que la cantidad de galones de alcohol consumidos en Inglaterra entre 1823 y 1840 se habían multiplicado por cuatro. Escribió lo siguiente acerca de la situación que se vivía en Mánchester con la bebida:

Los sábados por la noche [...] cuando toda la clase obrera sale de sus barriadas pobres y acude en masa a las calles principales, uno es testigo de un despliegue de intemperancia en toda su brutalidad. Pocas veces he salido de Mánchester en una tal noche sin encontrarme a muchos tambaleándose y a tantos otros tirados en las cunetas [...]. Cuando uno ha visto hasta dónde llega la intemperancia entre los trabajadores ingleses [...] el deterioro de las condiciones externas, la aterradora devastación de la salud mental y física, es fácil imaginar la ruina de todas las relaciones domésticas que de ello resulta.39

Más que mejorarlo, Engels pretendía poner en evidencia al sistema capitalista de la era industrial. Unos meses más tarde se vería con Karl Marx por segunda vez, en París, un encuentro que marcó el inicio de una colaboración que desembocaría en el Manifiesto comunista. Para Marx y Engels, la mejor forma de atajar los males del mundo laboral moderno, tan perjudiciales como eran para el espíritu humano, consistía en derrocar el capitalismo. Si el sistema laboral había provocado aquellas desgracias, el propio sistema debía desaparecer.

Hubo otros que intentaron ayudar desde dentro del sistema. El empresario de Chicago Robert Law fue uno de los primeros patronos estadounidenses de los que se sabe que intervino a título individual. Empezó dando pequeños pasos en 1863, cuando acogió a uno de sus empleados que sufría de alcoholismo en su casa mientras recobraba la sobriedad. Al comprobar el éxito de aquel programa de rehabilitación de facto, abrió una de las primeras «casas de vida sobria» de la historia. De esta tradición empezaron a surgir los programas de asistencia al empleado (PAE); y para la década de los veinte había empresarios progresistas como Eastman Kodak que ofrecían este tipo de programas a todos los empleados que padecían adicciones.40

Algunos académicos ven estos gestos con escepticismo y plantean que nacieron del deseo de poner freno a un creciente espíritu socialista. Otra explicación parte de los intereses más inmediatos de los dueños de las fábricas, quienes habían empezado a comprender que tener trabajadores que están permanentemente ebrios no es bueno para el negocio, lo que encajaba con la nueva obsesión por la productividad que empezaba a arraigarse. Un ingeniero llamado Frederick Taylor, el primer gurú de la eficiencia del mundo, popularizó la idea de que, para prosperar, los negocios deben maximizar la producción de los trabajadores, y la mano de obra sobria era productiva.

Con esta peculiar confluencia de motivos —caritativos y egoístas— llegamos al paternalismo estructurado del trabajo moderno y a la función de Recursos Humanos. Actualmente, el 97 % de las grandes empresas ofrecen un programa de asistencia a sus empleados a través del Departamento de Recursos Humanos para ayudarles con todo tipo de problemas de salud mental, sin centrarse únicamente en las adicciones. Se espera de las empresas que ofrezcan ayuda a quienes padecen de afecciones físicas y emocionales. El legado de estos programas de asistencia es tan caritativo como capitalista. También es correctivo y adolece de aspectos negativos muy importantes. En el capítulo 10 volveremos a hablar del modelo de los programas de asistencia y de sus defectos y ofreceremos un enfoque alternativo de los recursos humanos que se ajustan mejor a los principios de la ciencia del comportamiento.

 

Nuestra visión no se limita a mitigar los daños. Lo mejor que podían hacer los patronos de la era industrial era ayudar a sus empleados a llevar una vida sobria, y ese fue un buen punto de partida. En cambio, esta vez, en los albores de un nuevo cambio sísmico en el mundo laboral, tenemos la oportunidad de evitar daños, pero lo que es aún más importante es que podemos fomentar el éxito, la innovación y el bienestar. Tras cientos si no miles de años, las habilidades exclusivamente humanas como la prospección y la creatividad vuelven a ser fundamentales. Lo que hace de este momento algo tan especial es el potencial que tenemos a nuestro alcance para poner a prueba los límites de nuestros superpoderes de sapiens. Si la agricultura primero y la industrialización después vinieron a deshumanizar el trabajo, la era que empieza tiene el potencial de volver a humanizarlo de formas novedosas e inspiradoras.

Para ello, debemos tener cierta idea de lo que nos exigirá el futuro cercano, así como reconocer y aprovechar esta ventaja histórica tan nuestra que es la ciencia del comportamiento, y el conocimiento sobre cómo reforzar las habilidades que necesitaremos no solo para sobrevivir, sino para avanzar.

El trabajo que desempeñamos la mayoría no tiene nada que ver con recolectar bayas, trepar a los árboles, atrapar peces y las demás tareas para las que la evolución preparó a nuestros cerebros. En este sentido, es completamente normal que las incómodas disparidades que están por venir nos asusten, pero también será nuestro cerebro de cazador-recolector y sus inmensos poderes lo que nos permitirá prepararnos para lo que se avecina y para lo que, en muchos sentidos, ya ha llegado.