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Orígenes

Eva Hoffman

George Soros es una figura monumental cuyas impresionantes dimensiones pueden medirse de muchas maneras: por el tamaño de su fortuna, por el impacto internacional de su labor en favor de los derechos humanos y la democracia, y por el éxito de las diversas causas que ha apoyado.

Todo esto lo sabemos más o menos. Pero, ¿qué sabemos de George Soros como persona? ¿Es posible imaginarlo como un niño, o un adolescente? Dudo que la imaginación de mucha gente llegue tan lejos. Como muchas figuras famosas en todo el mundo, Soros, para quienes no le conocen personalmente, es una especie de abstracción, o una marca, más que un ser humano vivo, que respira, emocionalmente complicado (pero ¿quién de nosotros no lo es?).

Sin embargo, George Soros fue una vez un niño, y su infancia fue muy agitada. Fue también —y por razones más que personales— poderosamente formativa. Soros nació en Budapest en 1930; cuando estalló la Segunda Guerra Mundial tenía nueve años. Durante los meses de 1944-1945, cuando Hungría fue invadida y ocupada por Alemania, cumplió catorce años. Para quienes conozcan el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, estas fechas son elocuentes. Significan que la infancia y la primera adolescencia de George coincidieron con el acontecimiento más cataclísmico del siglo XX, que, además, causó sus mayores estragos en Europa del Este, y particularmente en sus poblaciones judías. Y, sin embargo, varias décadas después, en el prólogo de Masquerade, las memorias de su padre sobre aquellos años, George Soros, reflexionan-do sobre su infancia en tiempos de guerra y en particular sobre su período más peligroso, escribió: «Es un sacrilegio decirlo, pero esos diez meses fueron los más felices de mi vida. Nos perseguían las fuerzas del mal y estábamos claramente del lado de los ángeles porque nos perseguían injustamente; además, intentábamos no solo salvarnos a nosotros mismos, sino también salvar a los demás... ¿Qué más podía desear un niño de catorce años?».1

Más tarde, cuando le pregunté a George, de noventa años (durante una conversación de Zoom en época de COVID) si seguía manteniendo esas sorprendentes frases, su primera respuesta fue bromear diciendo que su memoria ya no era muy buena y que «solo recordaba el futuro». «Pienso más en el futuro», añadió. «Y, además, resulta que ahora soy muy feliz». Oír esto de una persona de su edad es maravillosamente inspirador y es posible que su capacidad para la felicidad también se sembrara en sus primeros años. Con el tiempo, George dijo que se reafirmaba en su «sacrílega» declaración; y creo que esas frases sobre su infancia en tiempos de guerra proporcionan bastantes pistas sobre quién es y en quién se ha convertido.

Para quienes vivieron la Segunda Guerra Mundial, y especialmente el Holocausto, esa experiencia de peligro y supervivencia definitivos afectó a todo lo que vino después: el destino personal, la vida interior, la visión del mundo y la forma del carácter. Esto fue cierto para George y su hermano mayor, Paul, no menos que para sus padres. Pero para todos ellos hubo una vida anterior que también influyó en su formación. Quizá a la mayoría de nosotros nos resulte difícil imaginar la vida en «la otra Europa» a principios del siglo XX; pero el Budapest de antes de la guerra, donde crecieron Paul y George, y donde sus padres pasaron buena parte de sus vidas, era una hermosa ciudad centroeuropea, situada a ambos lados del Danubio, con su antigua grandeza como parte del Imperio Austrohúngaro inscrita en su espléndido y ornamentado edificio del Parlamento, su larga y compleja historia legible en sus numerosos monumentos, su carácter epicúreo palpable en sus exuberantes baños públicos y en sus numerosos cafés, que especialmente antes de la guerra eran lugares de conversaciones íntimas y animadas discusiones políticas.

La Mitteleuropa de antes de la guerra era una parte de Europa mucho menos puritana o sometida al trabajo que sus regiones occidentales, por no hablar de Norteamérica. También albergaba culturas muy sofisticadas. En sus propias memorias, escritas en Estados Unidos en la década de 1990, Paul Soros, nacido cuatro años antes que George, recuerda que en la ciudad de su juventud, a pesar de «las odiosas corrientes subterráneas» del chovinismo nacionalista y el antisemitismo, «el discurso político, la literatura y los deportes florecieron, al igual que el teatro, la música, la ópera, en un ambiente cosmopolita que, a pesar de nuestros mejores esfuerzos y mayores recursos materiales, no fuimos capaces de igualar para nuestros hijos».2

La cultura importa, y Tivadar Soros, el padre de George, era una personalidad muy mitteleuropea. Era abogado de formación, políglota, conocedor del mundo, muy leído y bien informado; pero cuando llegaron los años treinta, había renunciado al trabajo duro y pasaba gran parte de su tiempo en aquellos agradables baños y cafés, comiendo deliciosos pasteles en buena compañía y, sin duda, también flirteando. Lo mismo ocurría con muchos húngaros de su clase y medios económicos; pero, como George señaló en la conversación, en el caso de Tivadar había una diferencia importante: antes de que él adoptara ese estilo de vida despreocupado, su padre había vivido experiencias de peligro extremo y supervivencia que le habían cambiado la vida.

Merece la pena detenerse en ellas, aunque solo sea por su impacto tanto en las acciones de Tivadar durante la Segunda Guerra Mundial como en la imaginación y actitudes posteriores de George. En resumen, el tiempo de prueba de Tivadar siguió a su voluntariado para luchar en el ejército austrohúngaro en la Primera Guerra Mundial. Al parecer, no dio este paso por patriotismo, sino porque no quería perderse la aventura. Pero si la aventura era su objetivo, al final obtuvo más de lo que esperaba. Tras un período de servicio militar relativamente fácil, fue capturado por los rusos e internado en un campo de prisioneros de guerra en Siberia. Allí consiguió, sorprendentemente, publicar un periódico llamado The Plank; también aprovechó el tiempo para reforzar sus conocimientos de esperanto, una lengua «universal» inventada a finales del siglo XIX, que se convirtió en la lingua franca de varios movimientos internacionales. Tivadar seguiría vinculado al movimiento del esperanto y a su editorial hasta el final de su vida; Masquerade se escribió por primera vez en esa lengua. Las tendencias internacionalistas de George tenían buenos precedentes familiares.

El período de cautiverio de Tivadar, sin embargo, también incluyó incidentes más sombríamente instructivos. Durante su internamiento, presenció la ejecución de un «representante de los prisioneros» después de que algunos de ellos consiguieran escapar. Esto le llevó a negarse a aceptar tal cargo y a aprender la lección —muy útil durante la guerra— de que no siempre compensa ser prominente. En lugar de eso, se dio cuenta de que la situación era cada vez más desesperada y organizó una fuga masiva. Para ello, tuvieron que viajar en «tren, balsa, mula y poni»3 y cometer un desafortunado error geográfico, que hizo que durante un tiempo los fugitivos se dirigieran involuntariamente hacia el océano Ártico. Una vez que invirtieron el rumbo, el viaje de Tivadar a casa duró varios meses y conllevó diversos peligros y privaciones, incluida posiblemente la tortura; pero finalmente consiguió llegar a Moscú —por aquel entonces, la capital de la Rusia posrevolucionaria— y luego, mediante más astucias y engaños, de vuelta a Hungría.

Es fácil imaginar el impacto que estas historias reales de peligro y proeza tuvieron en las impresionables mentes de sus hijos. Como George lo expresó en su prólogo: «Aprendí el arte de sobrevivir de un gran maestro».4 La Primera Guerra Mundial, esperanto y las aventuras de su padre formaban parte de la prehistoria de George, aunque estuvieran profundamente interiorizadas y vivamente presentes en su imaginación. Pero para Tivadar, estas eran aparentemente aventuras suficientes. En opinión de George, su padre, tras vivir la Revolución Rusa, regresó como un hombre cambiado. Antes de sus escapadas, era aparentemente un joven ambicioso, formado como abogado y deseoso de lograr grandes cosas; después, simplemente estaba contento de estar vivo. Decidió dedicarse a disfrutar de la vida más que a conseguir logros más convencionales, sobre todo porque el dinero no parecía importarle demasiado. En su prólogo, George dice que su padre fue el único hombre que conoció «que desacumuló sistemáticamente sus activos».5 Eso sí, mucho más tarde, George hizo algo análogo, a una escala mucho mayor, cuando decidió dejar de dedicarse a ganar dinero y emplear su tiempo a causas que merecían la pena. Eso fue cuando ya era muy dueño de sí mismo; pero quizá se pueda discernir también la influencia de su padre en este paso radical y muy poco habitual.

El estilo de vida despreocupado de Tivadar se vio facilitado en gran medida por el matrimonio con su prima segunda, Erzebet Szucs, a la que conoció cuando ella solo tenía dieciséis años. Los matrimonios de parientes tan cercanos pueden parecernos inusuales o incluso dudosos hoy en día, pero en aquella época, y especialmente entre las familias judías, no eran infrecuentes. Erzebet era diez años más joven que Tivadar y, según sus memorias orales, se enamoró de él a primera vista, renunciando a su ambición de obtener una educación universitaria para entablar una relación con él. Su carácter era muy diferente al de Tivadar: bastante tímida, dada a tendencias espiritistas, y aquejada de estados nerviosos y úlceras ocasionales. También aportaba al matrimonio considerables bienes materiales. Su padre, Mor Szucs, era un próspero hombre de negocios hasta que se le diagnosticó esquizofrenia paranoide a una edad tardía, alimentando la infundada convicción de que su mujer le era infiel con su socio. Dado su estado, ya no podía administrar su patrimonio. En su lugar, Tivadar se hizo cargo de sus negocios, que incluían una famosa tienda de telas, así como propiedades en Budapest, Viena y Berlín; recibía una comisión de gestión por diversas transacciones y acumulaba unos ingresos muy satisfactorios sin dedicar demasiadas horas de trabajo.

Esto también formaba parte de la importante historia de George. Su propia historia comenzó en el período de entreguerras, con lo que puede describirse como una infancia feliz. Sus primeros años no parecen haber estado marcados por ningún drama inusual, pero un acontecimiento importante ocurrió en 1936, cuando tenía seis años, y sus padres decidieron cambiar el apellido de la familia de Schwartz a «Soros». No era una práctica infrecuente entre los judíos húngaros educados y asimilados (o al menos aculturados); pero también es posible que Tivadar se mantuviera alerta ante los preocupantes acontecimientos en Alemania y que su decisión estuviera motivada por una sensación de peligro potencial. En 1936, aún no se habían promulgado leyes antisemitas en Hungría, pero Tivadar, que era políglota y tenía conocimientos políticos, escuchaba las emisiones alemanas de la BBC y probablemente leía periódicos en alemán y en húngaro (quizá en aquellos cafés sociables, donde los clientes tenían periódicos a mano). Sobre todo, sabía leer los signos de los tiempos. Si George pudo decir, varias décadas después, que su familia tenía actitudes diferentes a las de otros judíos húngaros —en aspectos que pronto tuvieron consecuencias cruciales—, se debió a la educación rusa de Tivadar y a lo que le enseñó sobre los sistemas totalitarios. Sin duda siguió el ascenso de los nazis en Alemania y Austria, y era consciente de que los infames Juegos Olímpicos de verano de ese año se celebraron bajo el signo de la esvástica. En otro orden de cosas, Erzebet también abogó por un cambio de nombre, para que sus hijos no fueran estigmatizados, sobre todo porque George empezaba la escuela ese año. La elección del nombre en concreto podría haber tenido algún significado añadido. «Soros» significa «siguiente en la línea» en húngaro, y posiblemente indicaba un simbólico paso del testigo de Tivadar a sus hijos. Además, Tivadar sabía que, en esperanto, la palabra «soros» es el futuro del verbo «elevarse», una connotación que sin duda le atraía.

Aparte de acontecimientos tan serios, la vida de George y su hermano mayor en sus primeros años era despreocupada, placentera y llena de vigorosas actividades físicas. En la década de 1930, la familia pasaba los veranos en la isla de Lupa, un afloramiento del Danubio a las afueras de Budapest al que solo se podía llegar por mar y que contaba con un pequeño número de casas de veraneo, aproximadamente la mitad de ellas propiedad de familias judías de clase media y cultas. La «cabaña» de Soros era una pequeña pero llamativa villa de estilo Bauhaus, diseñada por el conocido arquitecto Gyorgi Farkas, amigo de la familia. Había dos pistas de tenis instaladas en la isla por iniciativa de Tivadar, donde George probablemente adquirió su pasión por el tenis (a sus noventa años, sigue jugando tres veces por semana), y sus padres tenían un pequeño puesto donde vendían café y bollería, que se hizo popular entre los veraneantes de la isla y los numerosos remeros que pasaban junto a ella. (Erzebet aprendió a hacer pasteles Gerbeaud, que se hicieron famosos en una famosa cafetería de Budapest). George pasaba mucho tiempo navegando en kayak por el Danubio, y a él y a Paul se les permitía nadar solos en el profundo río desde muy pequeños, para sorpresa de muchos curiosos.

Pero, al parecer, el ocio y el placer no eran suficientes para George y, en una versión entrañablemente infantil, empezó a mostrar tempranamente tendencias filantrópicas. Durante sus vacaciones en la isla, fundó un periódico llamado Lupa News, y según un recuerdo local de un periodista bastante más convencional, fechado en diciembre de 1939, George, de nueve años, era el autor, editor, reportero y distribuidor de esta publicación, y utilizaba los ingresos de sus ventas para contribuir a causas nobles. Según el relato del periodista, el «pequeño huésped sonriente y con cara de manzana» visitaba sus dependencias para donar dinero «a los finlandeses. Ahora están librando una lucha por la libertad, dijo papá».6 Si papá también sugirió la donación no consta en los anales de la historia, pero su influencia en George era claramente perceptible en este gesto.

Quizá también se puedan discernir indicios tempranos de los instintos comerciales de George (así como de su autoconfianza) en una anécdota contada a Tivadar por el propietario de una papelería de Budapest y recogida en los recuerdos posteriores de Erzebet. Tras entrar un día en la tienda, George miró a su alrededor y decidió que la mercancía no estaba expuesta de la mejor manera posible. A continuación, aconsejó al asombrado dueño de la tienda cómo reorganizarla, consejo que el hombre siguió y del que no se arrepintió.

En la isla de Lupa, Tivadar jugaba con sus propios hijos y con los de los demás como si fuera uno de ellos. Inventó un grito «¡Papuuaa!» con el que podían convocarse unos a otros, como si fueran valientes guerreros indios. También contaba una historia —una especie de cuento infantil— llamada «Amosarega», sobre una máquina milagrosa cuyo nombre combinaba el principio de las palabras «avión», «motocicleta», «coche» y «garaje», y que podía convertirse mágicamente en cualquiera de estas cosas. Según cuenta Michael Kaufman en su biografía de George Soros, «Tivadar, por ejemplo, informaba a los chicos de que había recibido una llamada de Mahatma Gandhi desde la India que, al parecer, necesitaba su ayuda. En ese caso, según contaba, él y los hermanos volaron primero a Asia Central y luego, tras convertir Amosarega en un coche, condujeron por el Hindu Kush, sorteando dificultades entre los feroces pathanes mientras se dirigían a su cita con Gandhi».7 Tales historias mantenían a sus jóvenes oyentes en un estado de encantamiento y, sin ningún didactismo manifiesto, proporcionaban lecciones incidentales de geografía e importantes cuestiones de la época.

Por supuesto, ningún idilio está completo sin sus dificultades. Aparte del juego y el placer, durante la infancia de George había un entramado de relaciones familiares menos evidentes, y estas eran —inevitablemente— complicadas. En sus recuerdos posteriores, recogidos en una larga entrevista, Erzebet se maravillaba del amor de Tivadar por sus hijos, desde la infancia. «Nunca había visto a un hombre querer tanto a los niños», dijo, y describió a su marido como casi más maternal que ella.8 Le encantaba tomar en brazos a sus hijos, jugar con ellos y, más tarde, enseñarles y guiarles. Y, sin embargo, muchas décadas después, George, de noventa años, recordaba conmovido que, de niño, sentía que su padre no le quería lo suficiente. «Nunca entendí por qué quería más a mi hermano que a mí», decía. «Él era el favorito». Paul, según los recuerdos de George, era la personalidad más fuerte, el que merecía la atención de su padre. ¿Era simplemente rivalidad entre hermanos y la casi inevitable inseguridad del hijo menor? Probablemente, y George acabó convenciéndose de que su padre también le quería mucho. Sin embargo, lo que demuestra la profundidad de esas primeras emociones es que siguieron enhebrándose en la psique de George durante largo tiempo, y a pesar de tantas experiencias e información contradictorias.

Para reforzar esta imagen, están los comentarios de George en el epílogo de las memorias de su hermano, publicadas en 2006. «Permítanme añadir algunos de mis recuerdos», escribió George. «De niños no nos llevábamos muy bien. Le gustaba torturarme. Yo me quejaba a mis padres, pero ellos ignoraban mis quejas por falta de pruebas independientes. Este fue mi primer encuentro con la injusticia en el mundo y debió de influir en los objetivos de mi fundación; ya que adoptamos una postura firme contra la tortura».9 Esto es aún más sorprendente: que George, en sus últimos años, pudiera rastrear las raíces de sus importantes ideas políticas y su postura moralmente informada contra la tortura hasta los juegos de miedo infantiles es, de nuevo, un testimonio de la fuerza de los primeros sentimientos, o quizá de la inusual capacidad de George para comprender la relación entre su subjetividad y sus valores.

El resentimiento que George sentía hacia su hermano mayor no pasó desapercibido. A Paul no le hizo ninguna gracia la llegada de un hermano menor cuando tenía cuatro años, y durante toda su infancia siguió considerando a George una especie de estorbo. Con el tiempo, sin embargo, las relaciones entre hermanos mejoraron. «Pensé que nunca le perdonaría», continúa George en su epílogo, «pero Paul, siendo el torturador, no me guardaba ningún rencor. Cuando dejé Hungría para siempre, a los 17 años, Paul me regaló su mejor traje de franela verde. Me emocioné. Desde entonces ha sido un buen hermano».10

Eso fue más tarde; pero cuando crecían, había, aparte de rivalidades fraternales, una división de apegos paternos. En sus recuerdos, Erzebet dijo a su entrevistadora que George «recibía mucho amor de mí porque era fácil quererle. No se resistía ni era terco como Paul».11 Durante los viajes en barco o las frecuentes excursiones de esquí, George siempre acababa quedándose cerca de ella, mientras que Paul acompañaba a Tivadar. No eran decisiones planeadas, añade, pero de algún modo parecían suceder. George, recordando esto en conversación, confirmó que su hermano mayor tenía una relación incómoda con su madre. Erzebet, decía, era «muy didáctica»; y a Paul, que era un chico de carácter fuerte y duro, le molestaba. «Yo era mucho más maleable», dijo George. «Me consideraba un blandengue».

Pero si tenía una buena relación con su madre, «adoraba» positivamente a su padre. «Mamá también le adoraba», añadió. La filosofía de Tivadar sobre la crianza de los hijos era la opuesta a la de Erzebet: inculcar principios firmes a sus hijos, dejándoles al mismo tiempo la máxima autonomía, y quizá esto permitió a George diferir de su padre en un asunto importante, que era la forma en que Tivadar trataba a Erzebet. Al parecer, George era consciente, incluso a una edad temprana, de las tendencias coquetas y tal vez mujeriegas de su padre. En una conversación, recordó que una vez vio a su padre paseando del brazo con una joven, lo que le resultó desconcertante. Y cuando un amigo de la familia preguntó al joven George: «¿Qué clase de hombre es tu padre?», George respondió que era «un soltero casado». Para un adulto, tal respuesta habría sido ingeniosa y ligeramente condenatoria; pero para un niño pequeño, sin duda sugería no solo una inteligencia precoz, sino cierta inquietud. Erzebet, en sus memorias, recuerda que George se enfadaba mucho cuando sus padres tenían peleas; incluso varias décadas después, recordó un incidente en el que su madre, en un arrebato de ira, se fue sola en un bote de remos. George fue tras ella y la trajo de vuelta. Hablando de ello con su biógrafo, Michael Kaufman, George dijo: «En aquel momento se lo expresé a mis padres, diciéndoles que los quería a los dos, pero que realmente desaprobaba a mi padre por la forma en que trataba a mi madre... Había grandes peleas entre ellos. Y había tensión sexual».12 Para ser un niño pequeño, esto era inusualmente sensible y valiente; en nuestra conversación, George me contó con franqueza que durante bastante tiempo luchó con la cuestión del carácter de su padre y de si era un hombre fuerte o débil. Sus dudas surgían de su sospecha de que Tivadar no se había casado con Erzebet por amor, sino porque las propiedades de su familia le permitían llevar un estilo de vida despreocupado. El escepticismo de George cesó cuando fue testigo de los incansables esfuerzos de su padre por proteger a su familia en tiempos de gran peligro; pero su capacidad para cuestionar y criticar a su adorado padre implica un fuerte sentido de la moralidad personal, a partir de la cual puede crecer una ética más desarrollada.

Independientemente de las complejidades de las relaciones conyugales, los recuerdos más vívidos de Erzebet de la época anterior a la guerra son los de las excursiones familiares, sobre todo a Alemania o a las montañas austríacas, que ella recordaba como momentos de puro placer. A toda la familia le encantaba esquiar, y Paul lo practicó más tarde como deporte de competición. No está claro cuándo empezó George a esquiar, pero desde muy pronto le encantó la belleza de los paisajes montañosos. «Es la montaña de Dios», recuerda Erzebet que decía mientras contemplaba un pico nevado. Sin embargo, en 1938, un viaje a Alemania les deparó una revelación inquietante. En un pub donde entraron a tomar algo, había un gran cartel: «No se admiten judíos». Merece la pena citar la reacción de Erzebet: «Quería dar la espalda y salir; era una sensación terrible. Institucionalizado: No se admiten judíos. Y Tivadar dijo: “Eres extranjera, eso no es para ti”. Pero era una sensación terrible, así que no nos quedamos, solo dos o tres días, creo».13

El incidente fue un presagio de lo que sucedería demasiado pronto en la propia Hungría. La experiencia húngara de la Segunda Guerra Mundial fue excepcionalmente complicada y, en sus últimas fases, excepcionalmente apasionante. En la década de 1930, el Reino de Hungría, como se conocía entonces, dependía del comercio con las futuras potencias del Eje, Italia y Alemania, para recuperarse de la Gran Depresión mundial y para resolver algunas disputas territoriales, un asunto de gran importancia para un país que, tras la Primera Guerra Mundial, perdió la mayor parte de su territorio en el Tratado de Trianón, un acuerdo que le impusieron los Aliados y que durante mucho tiempo se ha recordado como el «trauma de Trianón». En 1940, en parte debido a su situación geopolítica y con la esperanza de recuperar parte de su territorio perdido, Hungría se alió con las potencias del Eje. El pacto fue negociado por el primer ministro, Béla Imrédy, aparentemente con cierta reticencia inicial. Pero también hubo indicios tempranos de que, cuando era necesario, los húngaros demostraban ser ejecutores muy dispuestos. En 1941, cuando las fuerzas húngaras participaron en la invasión de Yugoslavia y la Unión Soviética, su excepcional crueldad fue señalada incluso por los observadores alemanes. Para otros húngaros, sin embargo, los compromisos del pacto eran inaceptables, y el posterior primer ministro del país, el conde Pál Teleki, se suicidó poco después.

Sin embargo, ni Teleki ni ningún otro político estaban dispuestos a proteger a los judíos húngaros del antisemitismo cada vez más feroz del país. En 1938 se promulgaron las primeras «leyes judías», que solo concedían la ciudadanía a quienes pudieran demostrar que habían residido en Hungría antes de 1914. Se impusieron severas cuotas a los judíos en determinadas profesiones y, para seguir ejerciendo la abogacía, Tivadar tuvo que contratar a un socio no judío para su bufete. En 1941, cuando George empezó el bachillerato (adoptando una opción que permitía ese ingreso temprano), los alumnos judíos fueron segregados en clases separadas; ese mismo año, Paul tuvo que trasladarse a una escuela totalmente judía de nueva creación.

El antisemitismo ya no era solo una cuestión de prejuicios personales, sino que, según la perspicaz expresión de Erzebet, estaba institucionalizado, y eso marcaba la diferencia. Una cosa es lo que la gente siente o lo que dice en la intimidad de su hogar, y otra muy distinta lo que la ley o las autoridades les permiten hacer. No muchos ciudadanos judíos de Hungría podían demostrar su residencia de larga duración, ya que en las décadas y siglos anteriores no se necesitaban esos documentos, y las consecuencias fueron nefastas. En 1941, varios miles de judíos húngaros fueron deportados del campo a Ucrania, donde ya habían comenzado las atrocidades. De hecho, probablemente fueron uno de los primeros grupos de personas sometidos a los métodos de persecución y asesinato en masa que hemos llegado a conocer como el Holocausto. En un raro ejemplo de lo que podríamos llamar negación —o, al menos, negativa a enfrentarse a los hechos—, Tivadar reconoce en su autobiografía que «al no habernos visto afectados directamente por tales calamidades, nos sentíamos en cierto modo por encima de ellas. Nuestra última línea de defensa era no creer que tales barbaridades estuvieran ocurriendo».14

Por supuesto, aunque Tivadar y otros se hubieran enfrentado directamente a estos hechos, no habrían podido hacer mucho al respecto. El miedo se vio sin duda reforzado por la extraña atmósfera de simulada amenaza y normalidad que, tras el estallido inicial de crueldad asesina, prevaleció en Hungría hasta 1944.

Este fue, paradójicamente, el efecto de la alianza pro-Eje, que hizo que hasta 1944 Hungría no sufriera la guerra en su territorio. De hecho, para la mayoría de sus habitantes seguía siendo un país relativamente seguro, en el que la vida podía continuar sin interrupciones. Desde el comienzo de la guerra, la atmósfera de antisemitismo, especialmente entre la parte de la población que pertenecía al partido pronazi Cruz Flechada, se hizo más tóxica y sus expresiones más rutinarias. Sin embargo, en Budapest todavía no había persecuciones activas ni violencia contra la población judía. Para la familia Soros y sus amigos había partidas de bridge todos los domingos, criadas en apartamentos espaciosos, reuniones con amigos en cafés y la sensación, derivada quizá de la complacencia de la clase media, de que no les ocurriría nada terrible.

El hecho de que en 1943 George decidiera someterse a la ceremonia judía de iniciación a la edad adulta (Bar y Bat Mitzvá) son una prueba de la extraña normalidad en tiempos anormales. Su decisión fue totalmente motivada por él mismo; ciertamente su padre, con su política de dar la máxima autonomía a sus hijos, no le orientó en esa dirección. Al haber crecido en una generación anterior, Tivadar estaba más cerca de la vida judía tradicional y era más consciente de sus costumbres y hábitos —así como de los omnipresentes chistes judíos, algunos de los cuales ofrece en un capítulo de Masquerade titulado «Un poco de filosofía judía»—, pero él mismo no era religioso en ningún sentido convencional. De hecho, al parecer era bastante integrador en sus lecturas espirituales, que incluían el Corán y el Bhagavad Gita, un libro titulado La historia de Cristo y las Leyendas judías de Martin Buber. En cuanto a Erzebet, se oponía activamente a cualquier muestra de judaísmo, aunque tenía tendencias espiritualistas de tipo más bien ocultista.

La decisión de George de emprender los estudios necesarios para un Bar y Bat Mitzvá fue tanto más sorprendente cuanto que, al parecer, fue un estudiante mediocre durante sus años de bachillerato —quizá paradójicamente debido a su autoconfianza y no a su falta de ella—. Sencillamente, no le importaba mucho y estaba claro que no creía que su destino dependiera de las buenas notas. Pero se inició en varios idiomas, entre ellos el alemán, el inglés y el francés, así como algo de latín y esperanto. Si esto nos parece bastante excepcional, probablemente no lo era para los húngaros de su clase social. El húngaro no pertenece a ninguna de las grandes categorías de lenguas europeas y es extremadamente difícil de aprender para los extranjeros. Por eso, los húngaros cultos han tenido que aprender otras lenguas que, según mi experiencia, aprenden con una facilidad impresionante. George también escribió cuentos y poemas durante sus primeros años, lo que sugiere una vida interior activa y un impulso por expresarla, o quizá darle sentido.

Sin embargo, el hebreo no figuraba entre los idiomas incluidos en su plan de estudios, y asistió a clases de hebreo por iniciativa propia. Su Bar y Bat Mitzvá no incluyó los extensos rituales o fiestas que ahora asociamos a tales acontecimientos, sino que tuvo lugar en una sinagoga casi vacía, donde leyó la sección apropiada de las escrituras y fue formalmente iniciado en la edad adulta judía masculina.

En retrospectiva, George dijo que su decisión se debió a un breve pero intenso período de interés por las cuestiones espirituales. En aquellos días pensaba mucho en las cuestiones últimas de la muerte y el sentido de la existencia, lo cual, añadió, le parecía natural para alguien de su edad. Sin duda lo era; pero, dadas las circunstancias, llevar a la práctica esos intereses fue un gesto fuerte. Está claro que, incluso a una edad temprana, George sintió el impulso de dar expresión a sus convicciones internas y ponerlas en práctica con sentido, algo que puede apreciarse en su posterior labor humanitaria y política.

George decidió celebrar su Bar y Bat Mitzvá en un momento en que todavía era relativamente seguro hacerlo; pero no mucho después, todo cambió, cambió por completo. En marzo de 1944, Hitler convocó al regente de Hungría, Miklós Horthy, para una conversación en la que informó al gobernante del país de que el estatus de aliado de Hungría ya no se mantenía y de que Alemania tenía la intención de ocupar territorio húngaro. No había resistencia armada posible, no solo porque los alemanes eran mucho más fuertes, sino también porque una facción del propio gobierno húngaro era pronazi. Tivadar, como la mayoría, se enteró por las noticias de este sorprendente giro de los acontecimientos, pero al principio le resultó difícil valorar sus implicaciones. El domingo en que se hizo público el anuncio, la partida de bridge semanal se desarrolló como de costumbre, aunque los últimos acontecimientos fueron objeto de animadas discusiones, así como de cierta indignación por la falta de resistencia por parte de Horthy.

Poco después, sin embargo, las noticias informales fueron más impactantes. Mientras se jugaba al bridge, se supo que destacados políticos y periodistas (presumiblemente de tendencia más liberal o izquierdista) habían sido arrestados, y que refugiados polacos —sin duda intentando huir de sus círculos más profundos del infierno iban a ser deportados—. Cuando los invitados se marcharon, Tivadar pasó de la radio húngara, que seguía con su habitual música ligera, a la transmisión de la BBC desde Londres, en la que la ocupación de Hungría era la noticia principal, al parecer en varios idiomas. En la radio sonaba como una noticia más, pero él se dio cuenta enseguida de algo que muchos otros, durante demasiado tiempo, no habían entendido. «Tuve la sensación», escribió en sus memorias, «de que ninguna radio podía transmitir la verdadera noticia: la condena a muerte de un millón de judíos». También hubo una emisión del presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt en la que apelaba a los húngaros para que ayudaran a los judíos ante la amenaza de muerte colectiva que la ocupación nazi suponía claramente para ellos. Dado el ambiguo papel que Estados Unidos desempeñó en el Holocausto —se negó a acoger refugiados o a intervenir—, resulta sorprendente que Tivadar considerara que se trataba de una «declaración conmovedora y humana, el primer toque de humanidad que había oído en todo el día».15

En el momento de la invasión nazi, las potencias aliadas presionaban a Hungría para que pusiera fin a su pacto con el Eje y se esforzara más por proteger a su población judía; pero era demasiado poco y demasiado tarde. En una frase expresiva utilizada por George, el progreso del Holocausto en Hungría es difícil de entender, porque —en contraste con los acontecimientos en Polonia, por ejemplo— ocurrió en un repentino «crescendo» de violencia en el último año de la guerra. De hecho, leer sobre la rapidez con que se pasó de la aparente normalidad al asesinato en masa, sobre la implacable determinación de los nazis dirigentes de completar el proceso de exterminio en Hungría con una eficacia despiadada, y sobre la cooperación de numerosos húngaros en la realización de esta espantosa tarea resulta —incluso después de todo lo que sabemos ahora del Holocausto— horroroso hasta el punto de lo inverosímil. Es difícil de asimilar. Tal vez no sea de extrañar que muchos ciudadanos judíos normales y corrientes no estuvieran preparados para afrontar los acontecimientos. Por supuesto, las noticias de los horrores que se estaban produciendo en Polonia desde el comienzo de la guerra habían llegado a la población húngara, pero si Tivadar prefirió ignorarlos, sin duda todos los demás también lo hicieron. La alianza de Hungría con el Eje también contribuyó a crear una falsa sensación de seguridad; al fin y al cabo, ese era su objetivo. Y, de hecho, incluso en la noche de la toma del poder por los nazis, los acontecimientos solo ocurrían en la radio. Budapest permanecía tranquila, sin ejércitos invasores a la vista. Tivadar, sin embargo, aparte de comprender las terribles implicaciones de las noticias, comprendió algo que muchos otros no: sabía que debía tener miedo. Puede parecer paradójico, pero la sensación de peligro y su valoración realista eran, en aquella terrible época, cruciales para la supervivencia. Significaba que, al menos, podías intentar tomar medidas para protegerte. En el caso de Tivadar, el instinto del peligro se afinó durante su cautiverio y huida de Rusia, y aunque en Masquerade dice que el día en que se anunció la invasión nazi no quería parecer «temeroso o derrotista», intentó transmitir a su familia los peligros a los que se enfrentaban y la necesidad de protegerse. Ahora que contemplamos el Holocausto desde nuestra larga distancia, y con todo el conocimiento retrospectivo de la variedad de respuestas a esa atrocidad, creo que no hace falta decir que la comprensión de Tivadar del peligro final, y su miedo ante él, no fueron un signo de cobardía sino, por el contrario, de un valor más sabio.

Sin embargo, al miedo le siguió una serena valoración de la nueva situación y de lo que significaba para él y su familia. En retrospectiva, lo que George encontró admirable en su padre durante el momento de mayor peligro fue que «consiguió superar sus miedos y parecer intrépido; hacer que fuera una experiencia feliz para nosotros». «Feliz», una vez más, puede parecer una palabra incongruente, pero para aclararlo, George añadió que aunque su padre a veces sintiera miedo de sí mismo, «se las arregló para darme la sensación de que sabía lo que estaba haciendo, de que yo estaba en buenas manos, y eso me dio una sensación de felicidad». Quizá también la sensación de seguridad que le proporcionaba la protección de su padre permitía a George sentir que enfrentarse al peligro era su propia aventura; su propio gran juego.

Para Tivadar, sin embargo, había que tomar literalmente decisiones de vida o muerte. Tras considerar varias posibilidades, decidió que la única forma de salvarse a sí mismo y a su familia era ocultar su identidad y vivir como no judíos. A esta decisión contribuyeron indirectamente las acciones del Consejo Judío, creado por los alemanes inmediatamente después de la invasión y formado por líderes de la comunidad judía. El papel de los Consejos Judíos en el Holocausto ha sido un tema muy debatido, y ninguno ha sido objeto de mayor escrutinio o crítica que el establecido en 1944 en Budapest. Estas organizaciones se crearon, en efecto, para actuar como representantes de las autoridades nazis dentro de las comunidades judías y facilitar el trabajo de los nuevos gobernantes. Los líderes de estos organismos se enfrentaban a decisiones angustiosas sobre qué acciones salvarían —o perderían— el mayor número de vidas; pero en Budapest, los líderes del consejo cumplieron las órdenes nazis con demasiado entusiasmo, con la esperanza de salvarse a sí mismos y a sus familias. En Masquerade, Tivadar expresa sin ambages su opinión sobre este lamentable episodio. «Cuando comenzó la persecución sistemática de los judíos», escribe, «no fue llevada a cabo por los alemanes, ni por sus lacayos húngaros, sino —lo más sorprendente— por los propios judíos... No había nada que los alemanes pudieran pedir que no estuvieran dispuestos, sin pensárselo dos veces, a proporcionar».16

George tuvo su propio breve encuentro con el consejo, cuando su representante le pidió que entregara una «citación» en las direcciones donde vivían judíos, ordenándoles que se presentaran en un «Seminario Rabínico» con una manta y comida para dos días. Cuando Tivadar preguntó a su hijo si sabía lo que esto significaba para las personas que respondieran a la citación, George respondió que pensaba que serían internadas. Era perspicaz, aunque aún no podía comprender lo que podría derivarse del internamiento; Tivadar, sin embargo, sí podía, y ordenó a George que entregara la citación, pero que dijera a la gente que no obedeciera la orden.

Pero lo trágico fue que la gente obedeció, entre ellos un gran número de abogados judíos que perecieron en los campos de concentración. Al parecer, el hábito de confiar en las autoridades oficiales estaba profundamente arraigado, pero la connivencia del Consejo Judío de Budapest con los nazis permitió y ayudó a ello, con terribles consecuencias. En retrospectiva, el papel del Consejo parece aún más dudoso, ya que ha salido a la luz un documento llamado Informe Vrba-Wetzler. Este relato de dos presos fugados de Auschwitz describía lo que ocurría en ese campo de concentración, incluidos detalles de las cámaras de gas. Algunas décadas después de la guerra, un antiguo empleado del Consejo, Gyorgi Klein, escribió que vio el informe cuando se lo entregaron a su jefe en 1944. Tras leerlo, consiguió evitar subir a un tren que le habría llevado a Auschwitz. Sin embargo, el Consejo no informó a la comunidad judía sobre el informe, probablemente por miedo a perder el favor de sus supervisores nazis. Cuando hablé de esto con George, me dijo, en un tono que sugería la gravedad de lo que estaba diciendo, que «se trataba de una tragedia del Holocausto», ya que los judíos que siguieron las directrices del Consejo eran en cierto sentido «víctimas voluntarias», una tragedia real, añadió, que era muy difícil de explicar. De hecho, tras una historia traumática, la vergüenza y la humillación son las emociones más difíciles de afrontar.

La justificada ira de Tivadar contra el Consejo Judío nunca se calmó, y no tenía intención de responder a su convocatoria, ni de esperar a que le llegara. En lugar de ello, se dedicó a encontrar la manera de proporcionar documentos de identidad falsos a varios miembros de su familia. No tenía ninguna duda sobre lo acertado y necesario de tal decisión; y, sin embargo, sentía que si iba a llevarla a cabo, necesitaba abordar «el problema moral de infringir la ley». Merece la pena citar sus reflexiones al respecto: «Me sentía con pleno derecho, moral y legalmente, a desobedecer al Estado cuando me amenazaba injustificadamente», dice en sus memorias, y a continuación amplía las cuestiones morales al orden internacional. «Todo Estado no solo tiene derecho a intervenir en los asuntos internos de otro Estado si este viola los derechos humanos fundamentales, sino que tiene la responsabilidad moral de hacerlo... Todos tenemos la obligación de ayudar a los indefensos cuando se violan sus derechos humanos y cuando se cometen atrocidades contra ellos».17

Sin duda, tales reflexiones se vieron impulsadas por el fracaso de los Aliados a la hora de acudir en ayuda de los países menos poderosos, o de intervenir en los horrores del Holocausto. Y sin duda se puede ver la influencia de las ideas de Tivadar en las actividades posteriores de George, sobre todo en las Open Society Foundations, que se establecieron en Estados autoritarios para permitir la libre expresión de la oposición y, a veces, la acción. En la conversación, George reiteró que su padre «quería que me formara mis propias opiniones». Y sin embargo, añadió, «soy su copia fiel».

Tras la traición nazi, los acontecimientos se desarrollaron a la velocidad del rayo. Cuando Alemania ocupó Hungría, las tropas invasoras incluían una división dirigida por Adolf Eichmann, que llegó allí para supervisar la deportación de judíos a Auschwitz. Por citar solo una terrible estadística, entre mediados de mayo y principios de julio de 1944, más de 434.000 judíos húngaros fueron deportados a Auschwitz y asesinados en cámaras de gas. Al parecer, los historiadores se han preguntado por el ritmo de los transportes, teniendo en cuenta que las cámaras de gas y la cremería de Auschwitz ya tenían dificultades para hacer frente al número de reclusos que había que «procesar», y que la guerra estaba claramente llegando a su fin. Pero, sin duda, fue precisamente por eso por lo que el «crescendo» del Holocausto húngaro cobró velocidad y tono: Eichmann y sus compañeros verdugos querían terminar el trabajo antes de que fuera, desde su punto de vista, demasiado tarde.

Al principio, la situación fue peor en el campo, donde se crearon inmediatamente guetos como lugares de reunión para la deportación a Auschwitz. Tivadar tenía informes de estos sucesos de personas que habían logrado escapar, y dice que los sintió profundamente. También observó la oleada de suicidios que se produjo inmediatamente después de la toma del poder por los nazis y el aumento instantáneo de las denuncias contra los judíos. Sin embargo, Masquerade se lee más como un thriller de suspense que como una narración de acontecimientos traumáticos.

Durante el terrible período que siguió a la invasión, Tivadar continuó buscando formas de proteger a su familia y evitar ser descubierta como judía. Para ello se valió de dos estrategias básicas: crear o encontrar escondites y obtener documentos que probaran la identidad no judía de cada uno de los miembros de su familia y, en algunos casos, también de otras personas. (George calcula que Tivadar pudo haber ayudado a unas cincuenta personas de esta forma). La tarea de obtener documentos de identidad falsos pero creíbles para personas de diferentes edades y sexos supuso un gesto de buena voluntad por parte de un administrador de una propiedad que Tivadar gestionaba, quien proporcionó un conjunto inicial de documentos personales —así como algunos intentos fallidos—, pero finalmente, la búsqueda de Tivadar le puso en contacto con un falsificador ingenioso que estaba dispuesto y era capaz de proporcionar documentos perfectamente plausibles para todos los miembros de la familia Soros, y también para algunos amigos.

Una vez obtenidos documentos convincentes, Tivadar decidió que varios miembros de la familia vivieran en lugares diferentes para minimizar las posibilidades de ser descubiertos. En algunos casos, esto implicaba acercarse a personas que conocía —por ejemplo, el administrador del edificio que le había dado los documentos de identidad— y confiar en que no traicionarían a sus inquilinos judíos, incluso si eran conscientes de sus verdaderas identidades. Acercarse a esos posibles ayudantes en primer lugar implicaba un cierto riesgo, pero Tivadar juzgaba con rapidez y discernimiento el carácter de las personas. A menudo tomaba decisiones instantáneas e instintivas sobre en quién confiar y quién podría resultar poco fiable o ceder ante la presión. Afortunadamente, nunca cometió errores graves.

Finalmente, Tivadar decidió vivir en el edificio cuyo administrador conocía bien, y que eligió en parte —incluso entonces— por su proximidad a un buen restaurante y su cómodo acceso a una piscina (donde siguió reuniéndose con sus hijos durante los meses siguientes). También encontró un compañero de piso llamado Lajos Kozma, que era uno de los arquitectos más famosos de Hungría, y los dos convirtieron su vivienda en un escondite bien diseñado.

Aparte de proporcionar identidades falsas a los miembros de la familia, Tivadar decidió que era más seguro que vivieran separados. George, por mediación de un barbero que le tenía cariño (parecía tener talento para hacerse querer por la gente), fue colocado con un hombre llamado Baufluss, al que el Ministerio de Agricultura húngaro había asignado oficialmente la tarea de hacer inventarios de las fincas judías confiscadas. Baufluss (que tenía una esposa judía) estaba la mayor parte del tiempo fuera de Budapest, dejando a George infelizmente solo. En una ocasión, al darse cuenta de que su pupilo de catorce años lo estaba pasando mal, se llevó a George de viaje al campo, donde estaba trabajando en una finca muy grande de un aristócrata judío que prefería marcharse con su familia y su vida antes que conservar toda su riqueza. Durante su estancia, Baufluss incluso permitió a George montar a caballo por la finca. (Varias décadas más tarde, esto fue la fuente de un extraño programa de televisión de la CBS en el que George Soros —por aquel entonces una figura de renombre, así como el blanco de un antisemitismo excepcionalmente despiadado— fue acusado de ayudar a los nazis a confiscar propiedades judías. Huelga decir que George quedó totalmente desconcertado por esta línea de ataque, pero la acusación infundada se repitió en varias ocasiones en los medios de comunicación de extrema derecha, para gran consternación de George).

Paul decidió muy pronto no responder a la llamada a filas al cumplir los dieciocho años, una decisión que Tivadar solía dejar en sus manos y que posiblemente le salvó la vida, ya que muchos jóvenes reclutas, entre ellos un amigo íntimo de Paul, nunca volvieron. En lugar de ello, encontró para sí mismo pisos más o menos satisfactorios. El miembro de la familia al que fue más difícil proteger fue la anciana madre de Erzebet. Ella no creía que los ocupantes estuvieran haciendo algo más que trasladar a la gente de un lugar a otro, ni que las deportaciones culminaran en las cámaras de gas. «Esas cosas simplemente no son posibles», decía, y Tivadar señala que en cierto sentido tenía razón: esas cosas no deberían ser posibles. Durante un tiempo aceptó ser alojada en un hotel, pero al cabo de varias semanas regresó a su apartamento, alegando que quería limpiarlo. Finalmente, aceptó un lugar más seguro en un edificio donde conocía a algunas personas, pero Tivadar sospechaba que su visita al apartamento era para proteger sus muebles y otras posesiones, un motivo que también veía en otras personas y que él despreciaba, sobre todo cuando conducía a peligros mayores.

Pero fue Erzebet, el miembro psicológicamente más frágil de la familia, quien más cerca estuvo del peligro. Vivía en una casa de campo de los suburbios, bajo un seudónimo, dos policías la visitan y la interrogan. Dada su propensión a los estados de nerviosismo, bien podría haber sucumbido a la ansiedad, o incluso al pánico. Pero en lugar de eso, entró en un estado descrito a menudo por personas que han vivido momentos de peligro mortal: en sus recuerdos, decía que era como si estuviera de pie a su lado o por encima de sí misma, observando lo que ocurría con una serenidad total. Respondió tranquilamente a todas las preguntas que le hicieron, de acuerdo con sus documentos de identidad falsos, y permitió que los policías, cada vez más nerviosos, inspeccionaran sus instalaciones, observándoles mientras se esforzaban por rellenar un informe sobre su visita, tras lo cual, con algunas disculpas, se marcharon. Más tarde, dijo que había sido su mejor momento. Había superado la prueba más dura con nota y estaba orgullosa de ello. No es que pudiera mantener este estado durante mucho tiempo —esto también se sabe por los relatos de experiencias extremas—, pero es posible que empezara a tener menos miedo de tener miedo. Tras mudarse a otro lugar cerca del lago Balaton, en parte para estar cerca de una joven a la que apreciaba, llegó a enviar un mensaje alertando a otra persona del peligro; pero su estancia allí fue segura en su mayor parte e incluyó algunos momentos bucólicos de recogida de setas y otras actividades rurales.

De hecho, las descripciones de Erzebet sobre la vida en el campo llevaron a George a decidir que a él también le gustaría vivir allí, y se trasladó a un lugar cercano, aunque, siguiendo el principio de separación familiar de Tivadar, se quedó en otro lugar. Ninguno de los dos fue informado ni se encontró con un peligro inmediato en los meses siguientes, pero ser judío exigía estar siempre alerta. Cuando los miembros de la familia se encontraban en lugares públicos, se dirigían unos a otros por sus seudónimos, y cuando George enfermó de amigdalitis, su madre juzgó demasiado peligroso llamar al médico local, ya que era miembro de la Cruz Flechada y, en estado de desnudez, el judaísmo de George habría sido fácilmente discernible.

George, sin embargo, se recuperó pronto, y su necesidad de placer y compañía volvió. La vida en el pueblo era agradable, pero pronto se aburrió de ella y se mudó con la familia Prohászka, a la que conoció a través de Baufluss en aquel viaje posteriormente malinterpretado, a su casa en las colinas de Buda (al otro lado del Danubio desde la parte principal de Budapest). Estas personas simpáticas y aparentemente desprejuiciadas eran monárquicos cristianos que incorporaron a George a su pequeña familia y que, en palabras de Tivadar, «le prodigaron todo el amor paternal que echaba de menos y que realmente seguía necesitando».18 Al parecer, el afecto fue recíproco y, en un gesto reflexivo, George le dijo a Tivadar que «los Prohászka son tan buenos conmigo que me gustaría hacer algo por ellos. Tal vez podríamos hacer una ronda por las farmacias e intentar comprar alimentos para bebés».19 Tivadar aceptó y, tras descubrir farmacias suburbanas mejor abastecidas, correspondió a la atención que los Prohászka prestaban a su hijo con la entrega de grandes cantidades de este producto difícil de encontrar.

La propia situación de Tivadar, mientras tanto, volvió a precarizarse por un desarrollo político que, entre todos los territorios ocupados por los nazis, fue único en Budapest: la creación de las llamadas Casas Judías. Se trataba de una táctica similar a la utilizada anteriormente en Theresienstadt, un campo de concentración en territorio checo donde las autoridades nazis consiguieron convencer a una delegación de la Cruz Roja de que se trataba de un campo de internamiento legal y, de hecho, bastante agradable. En Budapest, en lugar de crear un gueto, lo que habría sido una clara señal de que se avecinaba el exterminio, los supervisores nazis reclutaron al Consejo Judío para que preparara un inventario de las casas propiedad de judíos —una tarea que el Consejo cumplió con presteza—, que luego fueron marcadas con una estrella de David amarilla. Toda la población judía de Budapest, compuesta por unas 150.000 personas, estaba hacinada en estos barrios. El edificio en el que se alojaban Tivadar y Kozma se encontraba entre las llamadas casas de la Estrella Amarilla, lo que significaba que, para mantener su disfraz, tenían que trasladarse a otro lugar.

Al mismo tiempo, la comunidad internacional comenzó, aunque tardíamente, a actuar, y en Budapest varias embajadas designaron sus propios refugios para judíos, aunque Tivadar decidió que también era mejor mantenerse alejado de ellos. Tal vez porque vio las estafas mortales perpetradas contra los judíos, cuya desesperación pudo haberles hecho aún más crédulos. En un incidente, un gran número de judíos subieron a un avión que supuestamente iba a llevarles a El Cairo, e incluso cedieron sus relojes antes del despegue. Ninguno de estos desafortunados regresó con vida, y en Masquerade, Tivadar expresa una combinación de disgusto y desprecio por su ingenuidad.

Entre los pocos personajes heroicos que surgieron de esta oscura historia, el más conocido fue Raoul Wallenberg, diplomático sueco y enviado especial a Hungría que utilizó su cargo en la legación sueca en Budapest para expedir pasaportes de protección a los judíos y alojarlos en casas designadas como territorio sueco. En una ocasión, se presentó personalmente en la estación de tren de Budapest e insistió, haciendo uso de todos sus poderes oficiales, en que se permitiera desembarcar a las personas que viajaban en el tren y que él sabía que se dirigían a campos de concentración. Lo consiguió, y salvó a miles de judíos, antes de desaparecer y, muy probablemente, ser asesinado en una prisión soviética. El misterio de su desaparición nunca se ha resuelto del todo, a pesar de los repetidos intentos después de la guerra, pero su leyenda y los monumentos que se le han erigido en varios países siguen vivos.

Menos conocido, pero no por ello menos valiente, fue Carl Lutz, diplomático suizo que ocupó cargos en Estados Unidos y en Palestina antes de ser vicecónsul suizo en Budapest desde 1942 hasta el final de la guerra. En ese puesto, cooperó con la Agencia Judía y, mediante un acuerdo con el gobierno húngaro y los nazis, obtuvo ocho mil documentos de salvoconducto, que permitían a los judíos emigrar a Palestina, y que aplicó deliberadamente a familias y no a individuos. En total, se le atribuye haber salvado sesenta y dos mil vidas judías. Se le ha erigido un monumento junto a la embajada de Estados Unidos en Budapest.

El final de la guerra y el Holocausto en Hungría fue tan infernalmente complicado como su progreso previo. En Masquerade, Tivadar lo sigue al detalle, con todos sus giros políticos y sus repentinos cambios de rumbo, tal y como se enteró a través de la prensa callejera y de las emisiones en alemán de la BBC. La montaña rusa comenzó el 15 de octubre, cuando el almirante Horthy declaró el fin de la alianza de Hungría con el régimen nazi, que, según él, había traicionado sus promesas a su país, y anunció un armisticio con «nuestros antiguos enemigos», es decir, los Aliados.

El anuncio fue recibido por Tivadar y mucha otra gente con euforia. Pero esta duró poco, ya que las noticias anunciaban el siguiente giro de los acontecimientos: la toma del gobierno por el partido fascista Cruz Flechada, bajo el liderazgo de Ferenc Szálasi. Incluso un realista como Tivadar no quería creerlo en un principio; sabía que el gobierno de la Cruz Flechada significaba un desastre total para la población judía de Budapest. En cuanto Szálasi llegó al poder, decenas de miles de judíos fueron enviados a la frontera austríaca en marchas de la muerte; la mayoría de los trabajadores forzados del ejército fueron deportados a Bergen-Belsen, entre otros lugares. Se establecieron dos guetos en la ciudad —uno ostensiblemente bajo la protección de potencias internacionales neutrales— y en ambos se llevaron a cabo descaradamente redadas de la Cruz Flechada y ejecuciones masivas. El único logro de los diplomáticos que supervisaban el «pequeño gueto» fue expedir a sus habitantes unos cuantos miles de documentos de salvoconducto para salir del infierno húngaro. Además, aunque es difícil hacer estimaciones exactas, los guardias de la Cruz Flechada asesinaron a más de siete mil judíos, que fueron arrojados al Danubio en enero de 1945 o asesinados con métodos más convencionales. Cuando se acercaba el final de la guerra y la inevitable derrota de los fascistas, este fue sin duda uno de los actos más crueles de «violencia gratuita», según la expresión de Primo Levi, es decir, violencia cometida no con fines de conquista o victoria, sino simplemente para acabar con la identidad o la existencia misma de un grupo, así como con víctimas individuales.

Sin embargo, para la familia Soros, protegida por sus identidades supuestas, la vida continuó brevemente casi como antes, aunque con una nueva conciencia del horror circundante. El día de la toma de control de la Cruz Flechada, Tivadar se reunió con su mujer y su hijo mayor en el Café Mienk. Erzebet, alias «Julia», estaba muy disgustada y rompió a llorar cuando un grupo de judíos perseguidos por la Cruz Flechada desfiló cerca de allí con los brazos en alto. Paul apoyó a su padre cuando la instó a volver al campo, diciendo: «Los hombres nos las arreglamos mejor aquí».20

Hacia finales de diciembre, las tropas rusas y rumanas, ahora aliadas, rodearon y asaltaron Budapest, iniciando un período de violentas luchas dentro de la propia ciudad. Tivadar, observando el derrumbamiento de un importante puente entre Buda y Pest, convocó a George de vuelta a Pest, juzgando que sería mucho más difícil regresar más tarde. Sin embargo, incluso entonces, sus aventuras personales no habían terminado del todo. La violencia aún no había llegado a su parte de la ciudad y, durante un tiempo, Tivadar continuó con sus visitas diarias al Café Mienk, donde observó una gran presencia de jóvenes franceses, que presumiblemente habían escapado de la cárcel o de un campo de internamiento en Francia y, de alguna manera, se habían dirigido a Hungría, que podía ser, para ellos, un lugar más seguro. Tivadar los observó durante un rato y quedó impresionado por su espíritu, su elegancia y su capacidad para atraer a mujeres jóvenes y atractivas. Lo suficientemente impresionado, de hecho, como para hacerles partícipes de una audaz aventura en la que George fue reclutado como diario intermedio de su padre. Se trataba de un valioso brazalete de oro confiado a Tivadar por una conocida que estaba en apuros y le preguntó si podía vendérselo a buen precio. Tivadar juzgó, correctamente, que los chicos franceses podrían estar interesados en tal transacción; también decidió que era más seguro enviar a George a hacer este recado que ir él mismo. Décadas más tarde, George explicó, con apenas una pizca de disculpa, que su padre hizo esto porque era menos probable que detuvieran a un chico joven, pero Tivadar también debía de tener mucha fe en la capacidad de su hijo para juzgar la situación. De hecho, en esta ocasión, George tuvo que tomar el tipo de decisiones instantáneas en las que se especializaba su padre: si, por ejemplo, confiar el brazalete a los «chicos franceses» mientras buscaban un comprador. Resultó que su confianza no estaba fuera de lugar; tras una larga espera, que puso cada vez más nervioso a Tivadar, George regresó triunfante, con el dinero en la mano. Tal vez se tratara de una temprana iniciación en la asunción de riesgos económicos, por la que el futuro financiero adquirió tanta fama. Desde luego, no hubo riesgos mayores ni decisiones que exigieran mayor confianza en uno mismo que las tomadas durante la guerra.

Pero a medida que el asedio y el bombardeo de la ciudad se intensificaban, Tivadar decidió que salir a la calle se estaba volviendo demasiado peligroso; y las siguientes semanas las pasó, junto con sus hijos y su compañero conspirador Kozma, en el escondite que habían preparado en las primeras fases de la guerra. Aun así, los hombres Soros no se desanimaron. Tivadar y sus hijos jugaban a preguntas geográficas y cotejaban las respuestas con grandes mapas colgados en la pared. Como era de esperar, Tivadar seguía ganando con gran regularidad y, en un momento dado, George acusó a «Uncle Lexi» (se refería a su padre por su alias) de hacer trampas. Tivadar, a quien claramente le importaba la opinión que sus hijos tuvieran de él, se enfadó mucho por ello, pero a partir de entonces les permitió hacer las preguntas. Tras unas cuantas rondas de juego, Paul dijo que había un problema adicional: Tivadar no solo seguía ganando, sino que además «se comía sus ganancias» consumiendo galletas sabrosas y difíciles de conseguir, con lo que reducía las posibilidades de que los chicos volvieran a ganarlas. A esto siguió un serio debate sobre lo bueno y lo malo de la situación, en el que George, en un argumento decisivo, dijo a su padre que para él y Paul se trataba «más de una cuestión moral que material».

La negativa a desanimarse sostuvo al trío secuestrado durante el deterioro de la situación, la falta de alimentos, la necesidad de acarrear agua desde el exterior, las ventanas rotas que George intentó reemplazar con cartones —con lo que se arriesgó a que le dispararan— y la imposibilidad de bajar al refugio antiaéreo porque Paul, que estaba claramente en edad de ser reclutado, podría ser reclutado. Pero hacia el final de la batalla de Budapest, padre e hijos se enfrentaron a otra prueba moral más seria. Mientras se libraba la batalla, un joven soldado alemán —resultó tener diecisiete años y parecía, en palabras de Tivadar, «el mismísimo emblema de esa arianidad cuyos fanáticos seguidores habían intentado esclavizar a los pueblos y exterminar a las razas»21— se introdujo accidentalmente en el cuarto de baño de su escondite. Una vez descubierto, la cuestión, por supuesto, era qué hacer con él. Cuando llegó el momento de la decisión, «los ojos de George, de 14 años, parecían llenos de lágrimas».22 Tivadar ofreció cigarrillos al confundido joven y lo envió por donde había entrado. Las lágrimas de George eran claramente una respuesta a la difícil situación de un joven; pero quizá, en ese momento de gran ambigüedad, también se vio influido por los principios de Tivadar y su negativa a «identificar a Hitler y lo que representaba con el espíritu alemán», o a culpar a toda una nación por lo que algunos, o incluso la mayoría, de sus miembros habían hecho.23 Sin duda, estos principios se pusieron de manifiesto en gran parte de la labor posterior de George en materia de derechos humanos, que se extendió a muchos países en los que facciones de la población se comportaban de forma inhumana, pero en los que otros, no obstante, necesitaban y merecían protección.

El último encuentro descrito en Masquerade anunció el principio del fin de la guerra, aunque no trajo inmediatamente nada parecido a la paz. El 12 de enero de 1945, cuando el grito de «¡Vienen los rusos!» se alzaba ante la expectativa de la inminente derrota alemana, Tivadar encontró a dos oficiales soviéticos fuera de su edificio y los invitó a tomar el té. Gracias a sus conocimientos de la lengua y la sensibilidad rusas, adquiridos durante su aventura en la Primera Guerra Mundial, sabía cómo tratar a sus invitados y los problemas que surgían cuando los nuevos vencedores tomaban el poder y hacían alarde de él, a veces de formas muy desagradables. Cualquiera que llevara un reloj de pulsera debía entregarlo si le era solicitado, y aunque Erzebet no habló de ello al principio, fue una de las muchas mujeres que vivieron la horrible experiencia de ser violadas por soldados rusos. George también recordaba «quizá las treinta y seis horas más extrañas» de su vida, pasadas en un lujoso hotel donde la madre de Erzebet había sido colocada por Tivadar después de que esta escapara por segunda vez de un escondite y se trasladara a una de las casas Estrella Amarilla del gueto. En el hotel, fueron tiranizados por un soldado ruso que se negó a dejarles marchar, acusó a Tivadar de ser un espía porque hablaba ruso y alegó que George y Paul eran paracaidistas porque no lo hacían. Los soldados les obligaron a pasar la noche en un sótano de la planta baja con un extraño grupo de personas, entre las que había fascistas y resistentes, así como un ruso que se enfadó mucho cuando por la mañana se dio cuenta de que se había quedado dormido y amenazó con hacerlos explotar a todos con una granada.24

La guerra rara vez termina cuando se declara oficialmente su fin. El período de posguerra en Hungría, como en otros lugares, tuvo su parte de caos y emoción. La hiperinflación alcanzó niveles sin precedentes, incluso durante el período de Weimar en Alemania, y las operaciones en el mercado negro prosperaron. Tivadar, como de costumbre, se las arregló muy bien, y durante un tiempo trabajó como transportista para los estadounidenses, que se instalaron en la embajada suiza. Paul cambió durante un tiempo jerséis por patatas. George se dedicó a diversas transacciones más o menos legítimas, y adquirió una temprana percepción financiera cuando un conocido le pidió que cambiara dólares por moneda húngara y descubrió que los tipos de cambio diferían en varios lugares poco convencionales (uno de los cuales era un mercado instalado en una sinagoga). Consiguió así un tipo de cambio más ventajoso para su cliente y argumentó que, en su calidad de intermediario, merecía una mayor comisión. Sin embargo, se le negó, lo que le proporcionó otra lección temprana sobre los peligros y las ventajas de las distintas funciones financieras, aunque en ese momento de su desarrollo, George no pensaba ni fantaseaba con dedicarse a ninguna de ellas.

Lo que quería hacer aún no estaba nada claro. Siempre había sido un ávido lector, y sus primeras ambiciones tenían que ver con la política, la filosofía, el periodismo y la escritura, aunque al parecer no pensaba estudiar ninguna de ellas mediante la educación formal. De hecho, la vuelta al colegio no fue una experiencia feliz. Faltaban algunos compañeros, y aunque la segregación de los estudiantes judíos ya no estaba oficialmente sancionada, un grupo de estudiantes no judíos era bastante agresivo. Para entonces, George ya estaba muy sensibilizado con este tipo de intolerancia y, aunque estaba claro que no era de naturaleza pugilística, retó a uno de sus compañeros de clase a un combate de boxeo, que ganó satisfactoriamente.

Aunque George recordó más tarde este período como una aventura continua, las tensiones acumuladas de la guerra (por muy bien que le protegieran de sus horrores reales) pudieron haber provocado una acumulación de ira interna. Esto se hizo evidente en un periódico escolar (su único ejemplar expuesto en una pared), en el que George emulaba el periódico que su padre producía como prisionero en Siberia, con la diferencia de que su publicación «atacaba a todo el mundo. Yo atacaba a mi profesor de historia. Le acusé de corrupción porque vendía una revista en clase y todo el mundo debía suscribirse». Cuando el profesor suspendió a su díscolo alumno, George se desquitó escribiendo: «Una buena nota por un billete de banco. Solo del profesor Takacs».25

Quizá fueron experiencias como estas las que, al acercarse a la edad universitaria, le hicieron pensar en estudiar en el extranjero, y su impulso inicial fue ir a la Unión Soviética. Esta elección aparentemente extraña fue alentada, según me dijo más tarde, por su sensación de que «el comunismo era muy importante» y quería entenderlo. En este caso, sin embargo, Tivadar decidió intervenir. Tenía suficiente experiencia de lo que había ocurrido en la Rusia revolucionaria para saber que sería un paso peligroso. George le hizo caso y decidió emigrar a Gran Bretaña. Tuvo que esperar mucho tiempo para obtener un pasaporte y enviar repetidas cartas a parientes lejanos que finalmente accedieron a acogerle, pero le dieron una bienvenida muy tibia.

En conjunto, tras el drama de la guerra y la supervivencia, la vida en Londres era cansada, plana, rancia y poco recomendable. Llegó allí en la época de las raciones y el café malo, sin acceso a buenas universidades ni a gente interesante. Su inglés hablado no era muy bueno, y seguía siendo rechazado por mujeres jóvenes con las que no sabía cómo flirtear. Pero las lecciones de la guerra y la supervivencia no le pasaron desapercibidas: aprendió a valerse por sí mismo, a exigir un trato justo cuando le trataban mal y, de vez en cuando, a realizar pequeñas pero ventajosas transacciones financieras. Aceptó trabajos de camarero (¡un puesto en el que le prometieron ascender a ayudante de camarero si trabajaba lo suficiente!) y de vigilante de piscina, que no solo le acercaban a su deporte favorito, sino que le dejaban mucho tiempo para leer.

Durante su estancia en Londres, George intercambió cartas semanales con su familia; he aquí algunos extractos de una de las pocas disponibles en inglés, en el archivo de la familia Soros:

La semana pasada pensé en escribir una carta psicológica. Y lo hice: Escribí sobre ti, aunque no con un éxito abrumador. Sin embargo, espero que mi marcha haya devuelto a Pali [Paul] su posición original, que tanto le había faltado desde que yo nací: la posición del hijo único, si no el único. Y por qué no iba a ser que la diferencia entre Pali y yo fuera la causa de todas las diferencias en el seno de la familia...

Pero lo que planeé hacer la semana pasada no te concierne. Quería analizarme. Lo necesitaba. Estaba descontento con algo. Tenía que averiguar, ¿con qué? Ya sabes que las penas ocultas son muy peligrosas: perturban todo el semblante y son incurables mientras permanecen ocultas. Mi problema no era muy grave. Sin embargo, no me gustan los problemas, incluso cuando son pequeños... Estoy descontento, porque no conquisté Inglaterra como esperaba. Con toda probabilidad, no la conquistaré. Así que debo resignarme a eso.

Estoy descontento, porque no he encontrado amigos, no he encontrado una buena compañía... pero miles de chicas corren por la calle y eso me hace la boca agua. Hago grandes esfuerzos pero no soy atractivo: No tengo dinero, no hablo inglés lo suficientemente bien, mis intereses son absolutamente diferentes a los de ellas. Además, no conduzco, no fumo y me da miedo bailar... Soy un hombre austero. Y estoy asombrado, porque nunca antes lo había sabido.

La carta es conmovedora en su franqueza y fascinante en su énfasis en los estados internos y la necesidad de autoconocimiento, así como en el rastro de esos conflictos de la primera infancia.

Aunque ahora pensamos en George Soros como un hombre de acción, su vida intelectual e interior en este período fue intensa. Tras matricularse en el «realmente de tercera categoría» Kentish Polytechnic, consiguió abrirse camino (al principio de forma un tanto ilícita, ya que no estaba oficialmente admitido) en la London School of Economics, donde, una vez aceptado oficialmente, se especializó en economía, al tiempo que alimentaba su pasión por la filosofía y se encontraba con figuras tan fascinantes como Harold Laski y Karl Popper, que se convirtieron en su guía intelectual. Bajo la influencia de Popper, George escribió artículos sobre la «falibilidad» y la «reflexividad», que fueron sus conceptos filosóficos centrales, pero por aquel entonces era demasiado tímido para mostrárselos a su mentor. También escribió un artículo muy crítico sobre Freud —quizá para pulir sus credenciales intelectuales—, pero se sorprendió cuando lo mencioné en nuestra conversación. Dijo que llegó a admirar enormemente los escritos y las ideas de Freud y que, finalmente, durante un período de ansiedad, inició un breve psicoanálisis modificado, que al parecer tuvo mucho éxito. La razón específica para ello, me dijo, fueron los problemas con uno de sus propios hijos, de los que asumió toda la responsabilidad. «Fui demasiado permisivo», dijo, y añadió que también en esto intentaba seguir los pasos de Tivadar.

En Londres, su situación práctica mejoró gradualmente. Hizo amigos y se relacionó con una joven que se convirtió en su primera novia. Con el tiempo, consiguió trabajo en una pequeña entidad financiera de propiedad húngara, donde empezó en un puesto bastante bajo.

En 1956, George emigró a Estados Unidos, donde ya vivía Paul; ese mismo año, Tivadar y Erzebet, junto con muchos otros, emprendieron la arriesgada huida de Hungría, tras el trágico fracaso del levantamiento anticomunista, y se reunieron con sus hijos en Nueva York. Allí intentaron establecerse de formas que se asemejaban a su vida anterior (intentando, por ejemplo, montar un puesto en la playa de Brooklyn vendiendo café y pasteles, como hicieron en la isla de Lupa). Pero a Tivadar, a pesar de su flexibilidad y capacidad para afrontar nuevas situaciones, le costó mucho adaptarse a la cultura estadounidense. George cuenta que en una entrevista de trabajo le preguntaron a su padre qué le gustaría conseguir en su posible lugar de trabajo. «Me gustaría empezar por arriba y llegar hasta abajo», respondió Tivadar con insubordinación, sin duda con la esperanza de divertir. Pero no consiguió el trabajo. En los Estados Unidos de finales de los años cincuenta, con su ética puritana de trabajo duro y esfuerzo por ascender, el humor autocrítico no era la forma de entrar en la empresa.

Sin embargo, para George, Tivadar seguía siendo un referente. Cuando le pregunté si creía que la idea de la «falibilidad» habría sido útil para su padre durante la guerra —si Tivadar podía superar las dudas cuando tenía que tomar decisiones a vida o muerte—, George respondió simplemente que, además de su agudo sentido del juicio, Tivadar tenía «experiencia», y eso marcaba la diferencia.

Se refería a las lecciones de las experiencias rusas de Tivadar, que también calaron hondo en la conciencia de George. Esto le vino muy bien cuando decidió patrocinar una Open Society Foundation en la Unión Soviética, una empresa que, según me dijo, considera su «compromiso político más importante», y que fue el comienzo de su propia gran aventura. En relación con esto, conoció al gran activista ruso de los derechos humanos Andrei Sájarov, quien, al enterarse de las intenciones de George, opinó que su dinero «pronto llenaría las arcas del KGB». A su vez, George aseguró al famoso disidente que «no era un estadounidense inocente» y que entendía la Unión Soviética mejor que la mayoría de los bienintencionados, pero a menudo muy ingenuos, benefactores occidentales. Es divertido verle (en un documental de Jesse Dylan sobre sus actividades internacionales) ofreciendo su espléndido reloj a uno de sus anfitriones rusos, que se había fijado en él en la muñeca de George. El amor de los rusos por los relojes sobrevivió evidentemente a muchos cambios de régimen.

El alcance de la labor de George en favor de la democracia ha sido alucinante, y su dedicación incansable. Por supuesto, no ignora la magnitud de sus logros, pero también aquí rinde homenaje a Tivadar, afirmando que las Open Society Foundations son «un monumento a mi padre» y a los valores que inculcó a sus hijos desde el principio. Más que eso, piensa que la forma de altruismo pragmático de su padre durante la guerra fue en cierto modo más admirable que sus propias actividades, porque Tivadar «era más genuino en sus contactos con la gente. Yo operaba en un nivel de abstracción». Con un destello de humor en la voz, añadió: «Mi padre comerciaba al por menor, mientras que yo trabajo al por mayor».

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Es una autocrítica entrañable, pero si George valora más el «comercio minorista» que el «mayorista», es porque para él lo personal es tan importante como lo político, y prefiere que ambos estén estrechamente interconectados. Esto, de hecho, puede haber explicado al menos en parte su sorprendente cambio de rumbo en la mediana edad. Cuando señalé la rareza de su decisión de dejar de dedicarse a actividades financieras, dijo que ser rico era «una liberación» porque le daba libertad para hacer lo que quisiera y hablar como quisiera. Aparte de que el entorno financiero le resultaba francamente aburrido, consideraba que trabajar en él le obligaba a ser muy cuidadoso con lo que decía. Se trataba de «una limitación» que le resultaba muy desagradable. «Hay un gran deseo en mí de hablar libremente», me dijo, una afirmación que sin duda apunta a un impulso que estimula gran parte de su obra. La libertad de expresión es un principio tanto personal como político.

Pero George añadió que si la riqueza puede ser una liberación, también crea una obligación: utilizarla bien y lograr algo significativo. Con su Open Society Foundations y otras muchas actividades humanitarias, encontró la forma de cumplir esta obligación a gran escala y de la forma que más le importaba. Y tal vez fue la combinación de lo personal y lo político lo que hizo que sus esfuerzos, en su opinión, tuvieran más éxito en Europa Central. Después de todo, creció allí, y la sensibilidad, los modos de comunicación y las relaciones humanas de esa región le son familiares, lo que facilita la comprensión interpersonal, de la que tanto depende. En su opinión, el lugar donde ha tenido menos éxito es China, en gran parte porque «no entendía su cultura». La cultura, incluso en nuestro mundo globalizado, importa.

George y Paul eran lo bastante jóvenes cuando emigraron a Estados Unidos como para aculturarse completamente allí, pero George, por su parte, ha seguido valorando sus orígenes húngaros. Cuando señalé que tanto la cultura húngara como la judía han aportado al mundo mucho más que su parte de gente con talento, George dijo: «Sí, y todos son de mi generación». La generación de los tiempos de guerra, en otras palabras, cuya experiencia de lo extremo fue tan informativa sobre la condición humana, y cuyo testimonio de destrucción dio lugar a tanta creatividad. George también reflexionó sobre un escenario alternativo que podría haber fructificado si Tivadar se hubiera salido con la suya antes de la guerra y hubiera enviado a Erzebet a Estados Unidos en 1939, prometiéndole reunirse con ella más tarde. Erzebet se negó a separarse, probablemente porque sabía que Tivadar quería que se marchara para tener un romance serio. Pero George se alegra de que no fuera así por otros motivos, porque entonces, dice, «me habría convertido en una persona diferente. Y estoy feliz de ser la persona que soy».

Los orígenes importan, y la persona en la que se ha convertido George Soros es un ser humano polifacético que ha trabajado incansablemente para contrarrestar las peores tendencias de nuestra vida colectiva, cuyas consecuencias presenció de primera mano en su infancia, y aún no está dispuesto a dormirse en los laureles.