III. La educación en la Europa del siglo XIX y primera parte del XX

La educación en Prusia. Wilhelm von Humboldt

Wilhelm von Humboldt, el artífice de la educación prusiana, nació en 1767 en Potsdam en el seno de una familia de la pequeña nobleza de Prusia. La temprana muerte del padre, un oficial de la corte del príncipe heredero de la corona, hizo que la educación de los dos hermanos, Wilhelm y Alexander, quedara en manos de su madre, una mujer de origen francés con profundas inquietudes intelectuales.

La familia Humboldt pasaba una gran parte del año en el Palacio de Tegel, propiedad cercana a Berlín que provenía de la familia materna. Los niños fueron educados por preceptores en un ambiente severo, pero intelectualmente abierto y liberal. Wilhelm estudió jurisprudencia, filología clásica y filosofía en la Universidad de Gotinga, mientras que su hermano Alexander se especializó en el estudio de la geografía y llegó a ser un célebre geógrafo y explorador.

En enero de 1789 Wilhelm entró a trabajar como abogado en el Tribunal de Cuentas de Berlín. Permaneció poco más de un año en ese puesto, sus ideas en contra del poder estatal y su inminente boda resultaban incompatibles con el trabajo de Berlín. En el mes de julio de ese mismo año, Wilhelm, acompañado de su preceptor, acudió a París para asistir a lo que, según él, serían «los funerales del despotismo francés». Sus principios, cercanos a los ilustrados franceses, le apartaron de la violencia revolucionaria y le condujeron por una vía reformista. En plena Revolución francesa, Humboldt comenzó a escribir la obra más importante de su vida, Los límites de la acción del Estado, que terminó en 1792 pero que, en su totalidad, no vio la luz hasta años después de su muerte. Algunas de las ideas sobre educación fueron publicadas en una revista berlinesa en diciembre de 1792 con el título Über öffentliche Staatserziehung29 («Sobre la educación pública de Estado»).

En Los límites de la acción del Estado Humboldt expresaba su convencimiento de que un exceso de intervencionismo estatal conduce a la uniformidad y que esta condiciona el progreso del individuo y, por ende, el de la sociedad. Esta idea de que la diversidad de conductas y de opiniones es clave para el progreso científico, económico y social, sería más tarde tomada por John Stuart Mill como principio conductor de su obra On Liberty.

En el mismo sentido que Condorcet, Humboldt temía la excesiva intervención del Estado en la educación. Sostenía que la educación debía limitarse a formar seres humanos, y no a formar un determinado tipo de ciudadanos. Para él, el individuo es el primer responsable de su educación, es decir, de la construcción30 de su personalidad y del desarrollo máximo de sus talentos.

En 1802 Humboldt fue nombrado embajador ante la Santa Sede. La familia fijó su residencia en Roma y allí estuvieron hasta octubre de 1808, cuando los Estados pontificios, invadidos por Napoleón, pasaron a formar parte del Imperio francés.

En 1809, cuando Prusia se encontraba inmersa en la guerra contra Napoleón, Humboldt, que entonces vivía con su mujer e hijos en Roma, fue llamado a Berlín con la misión de emprender una reforma total del sistema educativo. En poco más de un año estableció el modelo de Instrucción Pública más eficaz y durable que ha habido en Europa.

El sistema de instrucción de Humboldt, como el concebido por Condorcet, debía desarrollarse en tres niveles: una enseñanza elemental que proporcionara los saberes básicos; el Gymnasium, elemento central del sistema, como ampliación de conocimientos más profundos y preparación para estudios superiores; y la Universidad, que debería aspirar a una formación intelectual universal de los estudiantes lejos de las estrechas especializaciones.

El sistema estaba concebido para permitir que cada individuo, independientemente de su origen social, llegara a construir su propia personalidad y tratara de alcanzar el más completo desarrollo de sus capacidades intelectuales. Como culminación de sus reformas, Humboldt fundó la primera universidad de Berlín, que hoy lleva su nombre.

Es significativo que Humboldt utilizara la palabra Bildung y que, aún hoy, el Ministerio de Educación alemán se siga llamando Ministerium für Bildung mientras que Francia, en 1932, y España, después de la Guerra Civil, sustituirían el término Instrucción por el de Educación en la denominación de sus respectivos ministerios.

Con las modificaciones lógicas que ha introducido el paso del tiempo, el proyecto de Humboldt sigue vigente en los países germánicos y puede que sea una de las claves de los buenos resultados que siguen obteniendo en la formación tanto universitaria como profesional de los jóvenes y en sus bajos porcentajes de paro juvenil.

En el siglo XIX casi todos los países europeos adoptaron una estructura del sistema de instrucción pública similar a la establecida por Humboldt: una enseñanza elemental común a toda la población, una enseñanza media más exigente y selectiva, y unos estudios universitarios destinados a la élite intelectual. Sin embargo, a comienzos del siglo XX los sindicatos y partidos de izquierdas comenzaron a cuestionar esta estructura. Sostenían que la auténtica igualdad de oportunidades solo se lograría si la enseñanza media se hacía obligatoria y común a toda la población. Lo que suponía que no debía haber obstáculo académico alguno en el paso de la enseñanza elemental a la enseñanza media, es decir, de Primaria a Secundaria.

Jules Ferry y la escuela de la III República francesa31

La primera ley francesa importante sobre la instrucción pública se debe al historiador François Guizot (1787-1874). Guizot pertenecía a una familia de la burguesía protestante. Su padre, simpatizante de los girondinos, murió guillotinado en 1794 cuando él tan solo tenía 7 años. La madre se instaló a vivir con sus hijos en Ginebra; cuando cumplió 18 años François regresó a París para estudiar Derecho.

Guizot comenzó su vida política como diputado en enero de 1830. En las jornadas revolucionarias de julio se convirtió en firme partidario de Luis Felipe de Orleans, de cuyo gobierno formó parte, primero como ministro de Interior y en 1832 como ministro de Instrucción Pública. Su Ley sobre la Enseñanza Primaria, del 28 de junio de 1833, dio un gran impulso al establecimiento de escuelas de primaria en todo el país; en lo fundamental seguía el modelo de Condorcet, pero manteniendo un gran respeto por la enseñanza privada.

La segunda ley escolar importante del siglo XIX fue elaborada durante la II República (1848-1852), siendo ministro de instrucción pública, Alfred Falloux (1811-1886). Escrita en el ambiente de reacción que siguió a las jornadas revolucionarias de junio de 1848 y aprobada en marzo de 1850, cuando Falloux ya había dimitido de su cargo, su ley favorecía la enseñanza privada y especialmente a los colegios religiosos.

Como reacción a la ley Falloux se formó un movimiento laicista a favor de una instrucción obligatoria, gratuita y laica. En 1866, un pedagogo de nombre Jean Macé (1815-1894), creó la Ligue de l’enseignement en Francia, a imitación de la que en 1864 se había creado en Bélgica32. La historiadora francesa Mona Ozouf (1931) en su libro L’École, l’Église et la République, publicado en 1982, explica las ideas de la Liga y sostiene que recibía dinero de las logias masónicas.

Al finalizar la guerra franco prusiana en 1871, en ciertos sectores de la sociedad francesa se fue formando la idea de que la derrota podía haberse debido a la mala formación de sus milicias por contraste con la de los ejércitos alemanes. Los republicanos anticlericales echaban la culpa de esta ignorancia al poder que la ley Falloux había dado a la Iglesia y comenzaron a reivindicar abiertamente el laicismo escolar.

El personaje más destacado en la historia de la educación francesa de las últimas décadas del siglo XIX fue Jules Ferry (1832-1893). Nacido en una familia católica de la alta burguesía, estudió Derecho en Estrasburgo y en París y enseguida volcó todo su interés intelectual en las cuestiones relativas a la educación. Miembro de la Ligue de l’enseignement, fue diputado por la izquierda radical, alcalde de París durante la Comuna revolucionaria de 1871 y ministro plenipotenciario en Grecia. En 1879 fue nombrado ministro de Instrucción Pública, puesto que ocupó en varias ocasiones hasta 1883.

Jules Ferry promulgó las leyes necesarias para establecer la gratuidad (1881), obligatoriedad y laicidad (1882) de la Escuela Republicana francesa. Tuvo siempre muy claro que la educación y la Republica debían ir de la mano.

En 1880 aprobó el decreto por el que se expulsaba a los jesuitas de la enseñanza y se obligaba al resto de las congregaciones religiosas a regular su situación administrativa.

En 1881 se aprobó la ley que hacía gratuita la enseñanza primaria y se reguló la formación que debía exigirse a los maestros. Un año más tarde la instrucción primaria se hizo obligatoria desde los 6 a los 13 años. Los niños podían acudir a escuelas públicas o privadas. Las escuelas privadas eran libres para organizar sus enseñanzas.

La instrucción era obligatoria pero no la escolarización, así que estaba permitido que los niños fueran instruidos en el seno familiar sin acudir a la escuela. Los niños que no acudían a escuelas estatales debían pasar un examen al año sobre los programas establecidos para la enseñanza pública.

La Ley eliminaba la enseñanza de la religión en la escuela, pero disponía que, además del domingo, hubiera un día semanal de vacación para que los padres pudieran dar instrucción religiosa a sus hijos fuera del establecimiento escolar.

Según Virginie Subias Konofal33, autora del libro Histoire incorrect de l’École (2017), la ley sobre el laicismo escolar fue la más original de las promulgadas por Jules Ferry: «El verdadero caballo de batalla de Jules Ferry es la laicidad, una laicidad combativa que es vista como reconquista del terreno dominado por la Iglesia sobre las almas de los escolares».

Jules Ferry es hoy recordado con nostalgia por aquellos profesores franceses que consideran que la exigente escuela republicana, que permitió el ascenso social de tantos niños nacidos de familias pobres, ha desaparecido. Profesores que tratan de encontrar, entre las leyes y principios del político decimonónico, las ideas reformadoras que pudieran ser útiles para recuperar el viejo prestigio de la enseñanza y de los profesores franceses. Ahora, al darse cuenta de que quizás sea demasiado tarde, ante su impotencia, incapaces de reconocer su parte de responsabilidad, culpan a los políticos de haber cometido un mal irreparable, la destrucción de la escuela de Jules Ferry34.

La instrucción pública en España. De la Constitución de 1812 a la Segunda República

El Título IX de la Constitución de Cádiz35, aprobada el 19 de marzo de 1812, está dedicado a la instrucción pública y dice así:

Constitución de 1812.Título IX.-De la instrucción pública. Capítulo único:

Art. 366. En todos los pueblos de la Monarquía se establecerán escuelas de primeras letras, en las que se enseñará a los niños a leer, escribir y contar, y el catecismo de la religión católica, que comprenderá también una breve exposición de las obligaciones civiles.

Art. 367. Asimismo, se arreglará y creará el número competente de universidades y de otros establecimientos de instrucción, que se juzguen convenientes para la enseñanza de todas las ciencias, literatura y bellas artes.

Art. 368. El plan general de enseñanza será uniforme en todo el reino, debiendo explicarse la Constitución política de la Monarquía en todas las universidades y establecimientos literarios, donde se enseñen las ciencias eclesiásticas y políticas.

Art. 369. Habrá una dirección general de estudios, compuesta de personas de conocida instrucción, a cuyo cargo estará, bajo la autoridad del Gobierno, la inspección de la enseñanza pública.

Art. 370. Las Cortes por medio de planes y estatutos especiales arreglarán cuanto pertenezca al importante objeto de la instrucción pública.

Art. 371. Todos los españoles tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidad que establezcan las leyes.

Una vez promulgada la Constitución, algunos diputados liberales consideraron necesaria una Ley de Instrucción Pública que desarrollara estos principios constitucionales. En marzo de 1813 se constituye la Junta de Instrucción Pública, encargada de elaborar un Informe sobre la reforma general de la educación nacional. El llamado Informe Quintana, redactado en seis meses, fue firmado el 9 de septiembre de 1813 por las siguientes personalidades: el sacerdote Martín González de Navas, el matemático, marino y director de la Academia de la Historia, José de Vargas Ponce, el jurista Eugenio de Tapia, el escritor y académico Diego Clemencín; el científico Ramón Gil de la Cuadra y el poeta Manuel José Quintana. Todos ellos eran diputados y miembros de la Junta de Instrucción Pública.

Manuel José Quintana (1772-1857) fue el encargado de presentar en las Cortes las conclusiones de la Comisión de Instrucción Pública. La presentación se hizo el 7 de marzo de 1814, dos meses antes de que Fernando VII disolviera las Cortes y suspendiera la Constitución. Con la vuelta de Fernando VII y el golpe de Estado de mayo de 1814, el poeta Quintana fue condenado a seis años de prisión.

El Informe constaba de algo más de 30 páginas en las que se analizaba el estado de la educación en España en la primera década del siglo XIX. Es el primer documento importante en el que se plasman los principios del liberalismo español en materia educativa.

El Informe Quintana estuvo inspirado en el Informe sobre la Instrucción Pública que Condorcet había leído ante la Asamblea legislativa francesa en 1792. Para los liberales de Cádiz la instrucción pública, que debía ser gratuita, tendría el mismo plan de estudios para toda la nación española, mientras que la enseñanza privada quedaba «absolutamente libre» de la autoridad del Gobierno, cuidando éste sólo de que en ella no se enseñaran doctrinas o máximas contrarias «a la Religión divina que profesa la Nación» y a los principios constitucionales.

Se establecían tres niveles de enseñanza: una enseñanza elemental para toda la población, unos estudios de ampliación de conocimientos para quienes se lo pudieran permitir y tuvieran capacidad para ello, y una enseñanza superior para los más dotados para el estudio.

En 1814, este informe, con algunas modificaciones, se convirtió en proyecto de decreto para el arreglo general de la enseñanza pública y, en 1821, en el primer Reglamento General de Instrucción Pública.

En 1836 Ángel de Saavedra, duque de Rivas (1791-1865), fue nombrado ministro de la Gobernación. El duque de Rivas era un hombre de fuertes convicciones liberales. Había sido diputado por Córdoba durante el Trienio Liberal (1820-1823) y, hasta la muerte de Fernando VII en 1833, había vivido exiliado en Londres, París y Malta. Aquel año de 1836 presentó un Plan de Instrucción Pública que, aunque apenas estuvo vigente unos días, sentó las bases sobre las que se fundamentaron los dos planes de estudios que mayor consenso político alcanzaron antes de la Restauración: el Plan Pidal (1845), durante el Gobierno de Narváez, y la Ley Moyano (1857), bajo el mandato de O’Donnell.

En el preámbulo del plan del duque de Rivas se pueden leer unos párrafos, admirablemente escritos, que ilustran bien sobre la preocupación que los políticos de ideas liberales tenían por no entrometerse en lo que consideraban un sagrado derecho y deber de las familias, la educación de los hijos:

El pensamiento es de suyo lo más libre entre las facultades del hombre; y por lo mismo han tratado algunos gobiernos de esclavizarlo de mil modos; y como ningún medio hay más seguro para conseguirlo que el de apoderarse del origen de donde emana, es decir, de la educación, de aquí sus afanes por dirigirla siempre a su arbitrio, a fin de que los hombres salgan amoldados conforme conviene a sus miras e intereses. Mas si esto puede convenir a los gobiernos opresores, no es de manera alguna lo que exige el bien de la humanidad ni los progresos de la civilización. Para alcanzar estos fines es fuerza que la educación quede emancipada; en una palabra, es fuerza proclamar la libertad de enseñanza.

Otra de las cuestiones más discutidas en los medios educativos durante la primera mitad del siglo XIX fue la gratuidad de la enseñanza. Los liberales de Cádiz, cuando dictaron las primeras leyes para regular el establecimiento de las escuelas, la creación de las universidades y otros centros de instrucción pública, quisieron extender la gratuidad a toda la enseñanza pública. La primera vez que, desde posturas liberales, se proclama un principio opuesto a la gratuidad absoluta es el ya citado plan del duque de Rivas, para quien la gratuidad de la enseñanza debía alcanzar sólo a aquellas familias que no pudieran costearla. En su plan el duque de Rivas dice:

La enseñanza gratuita jamás ha producido los efectos que se esperaba de ella, y no por haberse adoptado en una nación ha sido bastante a acelerar sus progresos. Lo que poco cuesta se aprecia también poco, y con efecto común es en España que al empezar los cursos se matriculen infinitos discípulos y que al concluirse aquellos estén las cátedras casi desiertas. Cuando algo haya costado la matrícula, no sucederá lo mismo; pues los padres tendrán ya cuidado de que sus hijos asistan a todas las lecciones, lo hagan con aprovechamiento para no perder la cantidad, aunque corta, que hayan desembolsado.

Esta idea de gratuidad relativa se mantuvo tanto en el Plan Pidal de 1845 como en la Ley de Claudio Moyano de 1857. Durante la segunda mitad del XIX la gran cuestión que se debatió en el terreno de la educación fue la libertad de enseñanza, y el asunto de la gratuidad empezó a perder interés.

La primera ley que organizaba de forma completa la instrucción pública en España fue aprobada en 1857, siendo ministro de Fomento Claudio Moyano. Fue una ley de consenso político cuyas bases estaban ya en el Reglamento General de Instrucción Pública de 1821, en el Plan General de Instrucción Pública del Duque de Rivas (Real Decreto de 4 de agosto de 1836) y en el Plan General de Estudios, (Plan Pidal, Real Decreto de 17 de septiembre de 1845). Ha sido la ley educativa más duradera que ha habido en España; y es que, aunque con muchos cambios, las líneas fundamentales de la Ley Moyano permanecieron vigentes hasta la Ley General de Educación de 1970.

La Ley Moyano estableció la obligatoriedad de la enseñanza hasta los 9 años y una estructura del sistema educativo36 similar a la concebida por Nicolas de Condorcet y los ilustrados franceses durante los años de la Revolución francesa y que había sido establecida a lo largo del siglo XIX en una buena parte de Europa.

Claudio Moyano (1809-1890) había nacido en un pueblo de Zamora y cursado sus estudios universitarios de Latín, Filosofía y Derecho en Valladolid y Salamanca. En 1841 fue elegido alcalde de Valladolid y en 1843 rector de su Universidad. En 1850 fue nombrado rector de la Universidad Central de Madrid. Durante el reinado de Isabel II fue tres veces ministro de Fomento37 entre 1853 y 1864. La Ley Moyano se promulgó el 9 de septiembre de 1857.

La educación como tal no tuvo un ministerio específico hasta 1900. Hasta entonces fue una Dirección General dependiente de distintos ministerios. Desde 1855 lo había sido del Ministerio de Fomento. El Real Decreto del 18 de abril de 1900 (Gaceta del 19) suprimió el Ministerio de Fomento y creó en su lugar dos nuevos ministerios: el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, y el Ministerio de Agricultura, Industria, Comercio y Obras Públicas (este último volvería a llamarse Ministerio de Fomento a partir de 1905).

El primer ministro de Instrucción pública fue el conservador García Alix que, once meses después, fue sustituido por el Conde de Romanones, del partido liberal. Romanones incorporó los sueldos de los maestros al presupuesto general y reformó el plan de estudios para la enseñanza primaria. Salvo estas reformas de Romanones, pocos cambios experimentó el sistema de enseñanza durante la Restauración. En esos años la mayoría de los ministros de Instrucción pública, unos conservadores y otros liberales, lo eran solo durante unos cuantos meses.

El conservador Eduardo Callejo de la Cuesta fue nombrado ministro de Instrucción pública por el dictador Miguel Primo de Rivera el 3 de diciembre de 1925 y ocupó este puesto político hasta el 28 de enero de 1930. Mediante el Real Decreto de 25 de agosto de 1926, introdujo una reforma del bachillerato que se conoce como Plan Callejo. El Bachillerato, entonces de seis cursos, quedaba dividido en dos etapas: tres cursos de Bachillerato elemental, encaminado a perfeccionar la cultura general adquirida en la instrucción primaria, y otros tres de Bachillerato superior, preparatorio para el acceso a la enseñanza superior. El diputado monárquico Sainz Rodríguez, que será nombrado por Franco ministro de Educación Nacional en 1938, fue el mayor opositor al Plan Callejo.

Los años de enseñanza primaria, común para toda la población, fueron ampliándose a medida que avanzaba el desarrollo económico y social de los países occidentales, pero, por lo general, se hacía sin modificar la estructura tradicional del sistema educativo. De forma que, en muchos casos, se llegó a crear una doble vía: los alumnos que cursaban bachillerato, por un lado, y los que prolongaban unos años más la enseñanza primaria, por otro38.

Se hacía evidente la necesidad social de crear una nueva estructura del sistema escolar. En los primeros años del siglo XX se discutió mucho sobre la forma de extender la enseñanza media: hasta qué edad debía ser igual para todos y a partir de qué momento se debían abrir distintas opciones. Los que se llamaron igualitaristas defendían la universalización de la enseñanza media con un mismo plan de estudios para todos los escolares.

Como veremos más adelante, la idea de la escuela unificada surge en el Congreso Nacional del PSOE de 1918 y fue defendida por el pedagogo socialista Lorenzo Luzuriaga. Desde entonces, y hasta ahora, es la reivindicación pedagógica más destacada del socialismo español.

Cuando la izquierda republicana llegó al poder en 1931, el Ministerio de Instrucción Pública inició los cambios necesarios para cumplir su sueño de escuela única, pero el gobierno republicano no llegó a instaurar ni siquiera las fases previas, por una parte, porque no tuvo tiempo y, por otra, porque los grupos afectados se opusieron fuertemente a ello. Al parecer, durante la guerra civil, en zona republicana y sobre todo en Cataluña, esos principios entraron en vías de realización, al menos en lo que se refería a niveles básicos y medios.

El artículo 48 de la Constitución de 1931 recogía esa aspiración socialista que no tuvo tiempo para desarrollarse: «El servicio de la cultura es atribución esencial del Estado y lo prestará mediante instituciones educativas enlazadas con el sistema de la escuela unificada».

El krausismo y la Institución Libre de Enseñanza (ILE)

«La pedagogía no es sino la aplicación a los problemas educativos de una manera de pensar y sentir sobre el mundo, digamos, de una filosofía».

José Ortega y Gasset, La misión de la Universidad. Pedagogía y anacronismo

Cuando se repasa la historia de la educación en España desde que las Cortes de Cádiz dictaron las primeras normas que debían regular la instrucción pública hasta nuestros días, resulta algo sorprendente que a principios del siglo XX la Institución Libre de Enseñanza (ILE) fuera el modelo educativo para los políticos liberales y, al mismo tiempo, sirviera de referente para lo que, a partir del XI Congreso del PSOE (1918), sería el proyecto educativo socialista.

Posiblemente, esa extraña ambivalencia del pensamiento pedagógico de Francisco Giner de los Ríos (1839-1915) y sus discípulos sea lo que hace que, hoy en día, cualquier crítica, por menor que sea, hacia la ILE y los que se llamaron «institucionistas» sea mal recibida, no solamente por los intelectuales de izquierdas, sino también por muchos sectores de la derecha, que profesan un respeto más que reverencial hacia Giner de los Ríos y su obra.

Para buscar una explicación lógica de por qué, llegado un momento, liberales y socialistas parecen compartir los mismos principios pedagógicos o, mejor dicho, de cómo en España va desapareciendo, en materia de instrucción pública, todo principio liberal, es preciso tener en cuenta, por un lado, lo que fue el krausismo español y su relación con los hombres de la ILE y, por otro, el triunfo de las ideas de Rousseau en el siglo XX, un triunfo que en el terreno de la educación fue tan grande que se ha considerado escuela libre la inspirada en la filosofía educativa que el pensador francés había expuesto con todo detalle en su obra Emilio.

Esta relación entre la ILE y las teorías de Krause está explicada por José María Marco en su libro Francisco Giner de los Ríos: pedagogía y poder (Ciudadela, 2008). La doctrina fundada por el filósofo alemán Friedrich Krause (1781-1832), si bien en Alemania no logró mucho más de una docena de seguidores, en la política española de la segunda mitad del siglo XIX llegó a tener bastante importancia. Los exiliados españoles en Francia durante los años del absolutismo de Fernando VII conocieron a un discípulo de Krause que vivía en París, Heinrich Ahrens (1808-1874), que les dio a conocer las ideas filosóficas de su maestro. El krausismo de Ahrens que conocieron los liberales españoles estaba centrado en la libertad, los derechos individuales y la desconfianza hacia el Estado. En el campo de lo político, Ahrens predicaba el equilibrio y la templanza.

Al iniciarse la década de 1840 los liberales españoles más moderados, entre los que se encontraba Sanz del Río (1814-1869), andaban deseosos de renovación ideológica y encontraron en el pensamiento krausista de Ahrens una buena base sobre la que construir su nueva filosofía política. Sanz del Río, que ignoraba la lengua alemana, estudió la doctrina de Krause en francés. En 1843 viajó a Alemania para conocer al círculo de los krausistas de Heildelberg. A su regreso se concentró en la tarea de elaborar las bases filosóficas de lo que habría de ser el krausismo español. Cuando en 1863, con 24 años, Francisco Giner de los Ríos llegó a Madrid dispuesto a hacer su tesis doctoral, se incorporó al grupo de discípulos de Sanz del Río.

En esos años de 1860 existía también en Madrid un grupo de economistas liberales que habían leído al francés Frédéric Bastiat y eran partidarios del libre cambio. Entre ellos estaban Figuerola, Gabriel Rodríguez y el entonces joven ingeniero de caminos, que llegó a ser premio nobel de Literatura y conocido político, José Echegaray. Pues bien, Echegaray, cuando al final de su vida recordaba el pensamiento político de los krausistas, en los meses previos a la revolución de septiembre del 68, lo hacía de esta manera en su libro Recuerdos (Madrid, 1917):

Los krausistas eran nuestros compañeros de combate, aunque no existiese absoluta conformidad de opiniones entre ellos y nosotros (…) Para nosotros casi no existía más que el derecho individual. Respecto al derecho colectivo, o dígase al derecho del Estado, los más radicales de nuestro grupo lo negaban en absoluto, otros lo achicaban sobremanera, y todos lo mirábamos con desconfianza. En cambio, los krausistas, a la par que afirmaban el derecho del individuo, afirmaban enérgicamente el derecho del Estado.

Es interesante conocer lo que fue y significó el Colegio Internacional fundado por Nicolás Salmerón (1838-1908) que suele citarse como precursor del colegio de la ILE. Salmerón nació en Almería, donde cursó el bachillerato. Para comenzar sus estudios de Derecho y de Filosofía fue a Granada, donde debió de conocer a Francisco Giner de los Ríos. En 1858 se traslada a Madrid para terminar Filosofía. Tuvo como profesor a Sanz del Río, por el que, posiblemente, entró en contacto con los krausistas. En 1860 consiguió una plaza de profesor auxiliar en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid.

Salmerón y otros discípulos de Sanz del Río deseaban tener sus propios centros de enseñanza para difundir las ideas krausistas. En agosto de 1866 abrieron un colegio, «El Internacional», del que fue director el propio Salmerón, quien redactó un Reglamento muy acorde con las ideas del Informe Quintana y la Constitución de 1812. En él se decía, por ejemplo, que el colegio debía ser una institución privada dedicada a la enseñanza «lo cual no quiere decir que prescindamos de la educación» pero siempre teniendo en cuenta que «en la educación la acción soberana es la de la familia».

Para darle una dimensión internacional, en el Reglamento se dice:

Como complemento de nuestro propósito, nos ha parecido indispensable proporcionar a las familias el medio de enviar a sus hijos al extranjero, sin hacer gastos superiores a los que exigirá su permanencia en nuestro Colegio.

Estaba previsto que el colegio tuviera alumnos internos, medio pensionistas y externos. Estos últimos sólo asistirían a las clases y no al resto de actividades. De las actividades propias de los internos, el reglamento decía:

En los días festivos (...) se oirá misa después del desayuno, hecho lo cual, se destinarán una o dos horas a lectura (...) en la forma siguiente: el Inspector de estudios de la sección de Letras hará leer clásicos latinos y castellanos, explicándolos según el grado de cultura de los alumnos y designará a uno de estos para que el próximo día festivo exponga y juzgue lo leído en el anterior, bien de palabra o bien por escrito.

El profesorado del Internacional recibiría formación krausista y, de hecho, el colegio era una respuesta de los krausistas a la política de enseñanza del partido moderado. Giner colaboró en el colegio desde el mismo año de su fundación con un curso titulado «Principios elementales de literatura», a la vez que preparaba sus oposiciones a la cátedra de Filosofía del Derecho y Derecho Internacional en la Universidad de Madrid.

La experiencia del Colegio Internacional duraría sólo ocho años. Con el fin de la I República, Salmerón traspasó el colegio a uno de los profesores que lo mantuvo abierto un año más.

El 11 de febrero de 1873 fue declarada la I República Española. Nicolás Salmerón será presidente del Poder Ejecutivo39 desde el 18 de julio al 6 de septiembre de 1873. Después de las inestabilidades del sexenio revolucionario (1868-1874), con la llegada de la Restauración nace la Institución Libre de Enseñanza, una de las experiencias pedagógicas que más influencia va a tener en la educación española.

Con la Restauración, en diciembre de 1874, el Marqués de Orovio fue nombrado ministro de Fomento en el gabinete de Cánovas. Orovio había ocupado ya este puesto dos veces entre el 16 de abril y el 21 de junio de 1865, y entre el 10 de julio de 1866 y el 23 de abril de 1868 enfrentándose con los profesores krausistas, entre los que se encontraban Castelar y Salmerón.

Con Orovio otra vez en Fomento se produjo un nuevo enfrentamiento con los profesores amigos de los krausistas. Era la conocida como «segunda cuestión universitaria», cuyo desencadenante fue la firma de un decreto en el que se ordenaba a los Rectores que vigilaran para que no se enseñara

nada contrario al dogma católico ni a la sana moral, procurando que los profesores se atengan estrictamente a la explicación de las asignaturas que les están confiadas, sin extraviar el espíritu dócil de la juventud por sendas que conduzcan a funestos errores sociales.

En el trasfondo de este decreto estaba la polémica europea sobre la teoría evolucionista de Darwin. Aunque El origen de las especies, que se había publicado en Inglaterra en 1859, no se publicó en España hasta 1877, en la universidad el darwinismo era desde mucho antes asunto de debate.

Ante la pública disconformidad de ciertos catedráticos con el decreto de Orovio, el gobierno decidió suspenderles en sus funciones y llegó a desterrar a unos y confinar a otros en puntos dispersos de España. En este caso se encontraron Azcárate que fue enviado a Badajoz, Giner de los Ríos a Cádiz y Salmerón a Lugo. Más tarde Salmerón se instalará en París y no volverá hasta que en 1881 el liberal Sagasta se convierte en presidente del Gobierno40.

En el verano de 1876 los catedráticos afectados por el decreto crearon la Fundación de la Institución Libre de Enseñanza (ILE). El propósito era crear una Universidad Libre (privada) que respetara la libertad de ciencia, que, según Giner de los Ríos y sus amigos, la universidad pública no garantizaba. Entre sus primeros accionistas se encontraban conocidos liberales, como Figuerola, Gabriel Rodríguez, José Echegaray o Juan Valera.

El proyecto de crear una Universidad Libre resultó un fracaso. Por otra parte, dos discípulos de Giner, Manuel Bartolomé Cossío y Germán Flórez, en el curso 1878-79 abrieron una escuela infantil que empezó a tener bastante éxito; tanto que Giner decidió abandonar el proyecto universitario y consagrarse a la nueva escuela y a la formación de sus maestros. Para ello se inspirarían en el colegio «El Internacional» que había dirigido Nicolás Salmerón.

En la segunda mitad del siglo XIX, y por iniciativa alemana, se habían instaurado los Congresos Internacionales Pedagógicos, a los que comenzaron a acudir los pedagogos de la ILE que fueron tomando buena nota de las ideas más modernas que corrían por Europa. En el verano de 1878 la ILE envió al jurista Manuel Torres Campos (1850-1918) como representante a la Exposición Universal de París. De allí volvió convertido en un entusiasta de las nuevas ideas pedagógicas que estaban de moda en Francia. Probablemente lo que entusiasmó a Torres Campos fueron las ideas modernas, inspiradas en Rousseau, de los pedagogos belgas de la Ligue de l’Enseignement.

La filosofía de la educación que Rousseau había expuesto en el Emilio tenía para los institucionistas de Giner de los Ríos un doble atractivo. Por un lado, la aparente libertad en la que el joven Emilio crecía, siempre guiado por la naturaleza y sin que aparentemente nadie ejerciera autoridad alguna sobre él, debió de sonar a gloria en los oídos de los pedagogos renovadores de la ILE; y, por otro, no cabía duda de que el Emilio resultaba un magnífico manual para lograr la regeneración social y cultural a través de la educación con que siempre habían soñado los discípulos de Friedrich Krause.

En 1882 se celebró en Madrid el primer Congreso Nacional Pedagógico. En él se discutió sobre la obligatoriedad, la gratuidad, el carácter de la enseñanza primaria, el método intuitivo, la cultura de la mujer, las condiciones de los maestros y las Escuelas Normales. Por boca de Cossío, la ILE definió su postura respecto a una de las cuestiones más discutidas de la época: el papel de la enseñanza media. Para los institucionistas, la primera y segunda enseñanza debían fundirse de forma que sólo hubiera dos periodos en la educación del hombre: uno de educación integral y general, para todos los individuos, y otro de educación especial, facultativa, técnica o universitaria:

Los legisladores empiezan a no saber qué hacer con la segunda enseñanza, y de aquí todos esos tanteos, en el fondo de los cuales palpita, aunque tal vez aún con inseguridad, esta idea: o la segunda enseñanza está llamada a desaparecer por inútil, retórica y abstracta, o tiene que fundirse con la primera, como parte de esta misma, adoptando en absoluto su carácter41.

De aquel congreso lo más destacable fue el enfrentamiento entre la ILE y los maestros de la escuela pública, que acusaron a los discípulos de Giner de ocuparse solamente de los niños «privilegiados del talento o de la fortuna», algo que hirió profundamente a Giner, que se fue de allí sintiéndose incomprendido. El congreso acabó abriendo una enorme brecha entre la ILE y la enseñanza pública.

En los últimos años del siglo XIX los principales puntos de discusión se centraban en la libertad de enseñanza, esto es: quién podía abrir colegios y bajo qué control del Estado, cómo se regularían esos colegios, qué titulación oficial debían tener sus profesores y cómo se examinaría a los alumnos. Estas discusiones tenían como punto más recurrente los derechos adquiridos por la Iglesia en materia educativa. Hay que tener en cuenta que, durante la Restauración, la Iglesia tenía, prácticamente, el monopolio de la enseñanza secundaria. En 1900, por ejemplo, había en España 59 institutos públicos y 466 colegios religiosos. Este poder de la Iglesia obsesionaba tanto a los liberales que, a pesar de sus principios, intentaron poner trabas a la enseñanza libre.

La eterna cuestión de la libertad de enseñanza dejará poco a poco de preocupar. Las ideas liberales irán desapareciendo del terreno de la instrucción. Frente al poder de la Iglesia se levantará un nuevo e indiscutible poder: el del Estado. El nuevo liberalismo tomará carácter más social y conservará casi como única seña de identidad su anticlericalismo.

Otra de las cuestiones poco explicadas en la historia de la educación española es cómo el modelo pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza llegó a convertirse, en 1918, en el modelo educativo del PSOE. El activismo político y pedagógico de los socialistas Manuel Núñez de Arenas y Lorenzo Luzuriaga podrían, quizás, explicar esta relación.

Núñez de Arenas nació en Madrid el 1 de abril de 1886 en una familia de clase media alta e ilustrada. Estudió el bachillerato en el elitista colegio de los jesuitas de Chamartín, un internado al que sólo tenían acceso los hijos de familias muy acomodadas. Después marchó a Francia para estudiar Ciencias Químicas, pero antes de terminar la carrera regresó de nuevo a España y se licenció en Filosofía y Letras. Ingresó en las filas del PSOE en 1909. Fue miembro de la comisión ejecutiva del PSOE desde 1918 hasta 1921. Partidario de la III Internacional participó en la fundación del Partido Comunista Español (PCOE). Vivió exiliado en Francia desde 1923 a 1930. Inspector de Enseñanza durante la II República, tuvo que volver al exilio al terminar la guerra civil e spañola. En Francia fue encarcelado por los nazis. Murió en París en 1951.

En 1910 Núñez de Arenas fundó la que llamó Escuela Nueva de Madrid, una asociación cultural que pretendía establecer lazos de unión entre intelectuales y obreros. El objetivo del fundador era formar unos grupos de profesores y literatos que, de cuando en cuando, tuvieran reuniones en la Casa del Pueblo con obreros y trabajadores manuales. El primer año de su existencia la Escuela mantuvo un carácter abierto y poco politizado. En ciertos sectores socialistas no estaba muy bien vista, pero poco a poco se fue politizando y, dos años después de su creación, en septiembre de 1912, Núñez de Arenas la presentó en el IX Congreso del PSOE, del que salió definida como «centro de estudios socialistas».

En octubre de 1915 tiene lugar el X Congreso del PSOE al que la Escuela Nueva envía una delegación. Núñez de Arenas se muestra dispuesto a afirma el «carácter socialista» de su Escuela a condición de que socialismo y cultura vayan de la mano. La Escuela Nueva de Madrid llegó a tener un local propio en la madrileña calle del Prado y constituyó el punto de unión entre el socialismo español y la Institución Libre de Enseñanza. Lo cual no quiere decir que todos los intelectuales cercanos a la ILE compartieron las mismas ideas pedagógicas y políticas.

Según señala Manuel Tuñón de Lara en su libro Medio siglo de cultura española (Urgoiti, 2018), en 1918 la Escuela de Núñez de Arenas tenía ya 104 socios de las más diversas familias ideológicas, aunque una tercera parte militaba en las filas del Partido Socialista. Entre los socios había catedráticos de universidad y numerosos profesores de enseñanza media. Tuñón de Lara señala como personajes importantes a Manuel Azaña, José Ortega y Gasset, José Castillejo y Lorenzo Luzuriaga.

El 30 de noviembre de 1918 se celebró el XI Congreso del PSOE. En él se presentó una ponencia de enseñanza, «Bases para un programa de Instrucción Pública», que se convirtió, a partir de entonces, en el programa socialista para la educación. En la introducción se establecía el principio de gratuidad de la enseñanza en todos sus grados y el de la «escuela unificada». También se hablaba de la educación infantil, de la obligatoriedad de la escuela primaria de 6 a 14 años, de la ampliación de la educación hasta los 18 años en escuelas de segunda enseñanza o en escuelas profesionales. Además, se fijaba un cuerpo único de profesores y la creación de una Facultad de Pedagogía. Entre los pedagogos elaboradores de aquella ponencia destaca Lorenzo Luzuriaga.

Luzuriaga (1889-1959) nació en Valdepeñas (Ciudad Real) en el seno de una familia de maestros. Cursó sus estudios en la Escuela de Estudios Superiores de Magisterio42, donde asistió a las clases de psicología y filosofía que impartía don José Ortega y Gasset. Esta Escuela había sido fundada en Madrid en 1909 para completar la formación de los maestros e inspectores de educación. En ella dieron clases pedagogos, filósofos y científicos de prestigio. Fue suprimida por la Segunda República al crearse la sección de Pedagogía de la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid.

Luzuriaga comenzó a frecuentar la Biblioteca del Museo Pedagógico Nacional, otra de las iniciativas que impulsó la ILE, donde conoció a algunas de sus principales figuras. En 1912, terminados sus estudios en la Escuela Superior de Magisterio de Madrid, la Junta para Ampliación de Estudios (JAE), creada y dirigida por la propia Institución, le concedió una beca para viajar a Alemania y ampliar sus estudios de pedagogía. Allí entró en contacto con seguidores de la Nueva Pedagogía europea, entre ellos George Kerschensteiner, estudioso de las teorías de Dewey sobre la educación y defensor de la escuela unificada y de las pedagogías «activas».

A su regreso Luzuriaga comenzó a frecuentar la Escuela de Núñez de Arenas. Fundó y dirigió la Revista de Pedagogía, desde la que luchó por su ideal de una escuela nueva, única, pública y laica. Ambos, Manuel Núñez de Arenas y Lorenzo Luzuriaga, formaron parte del Partido Comunista Obrero Español (PCOE) la escisión marxista-leninista del PSOE que se produjo al negarse los socialistas en 1921 a integrarse en la Tercera Internacional (Komintern). Y ambos formaron parte del grupo más politizado de la Institución Libre de Enseñanza.

En los años veinte Luzuriaga se implicó en el combate pedagógico de la Liga internacional de la Educación Nueva por una escuela única, activa y pública. Tradujo a John Dewey, publicó muchos libros y artículos sobre las nuevas pedagogías y la escuela única o unificada43.

Curiosamente, en un libro recopilación de ensayos de Ortega y Gasset publicado por Alianza (Revista de Occidente) con el título Misión de la Universidad y otros ensayos sobre educación y pedagogía encontré un artículo publicado en 1923 por la Revista de Pedagogía, en el que Ortega criticaba la pedagogía de Kerschensteiner. El artículo se titulaba «Pedagogía y anacronismo», y comenzaba así:

Según oigo es Kerschensteiner uno de los pedagogos más eminentes de la hora que corre. Sin embargo, me encuentro con que para el señor Kerschensteiner el fin general de la educación es educar ciudadanos útiles, en cuanto han de servir a los fines de un estado determinado y a los de la humanidad. Yo no concibo cómo un hombre de tan excelente criterio puede decir una cosa así. Ello da medida del descuido en que andan las ideas pedagógicas en nuestro tiempo.

Un siglo después, en noviembre de 2021, nuevos renovadores internacionales de la educación se dieron cita en Calais para conmemorar el centenario de aquel Congreso de 1921 que lanzó la Liga Internacional de la Educación Nueva. Su objetivo era recuperar aquellos principios pedagógicos con los que pretendían configurar al ciudadano que iba a cambiar el mundo. Su efecto comienza ya a notarse en las Facultades de Ciencias de la Educación de algunos países europeos.

En 1915 murió Francisco Giner de los Ríos. Su alumno predilecto, Manuel Bartolomé Cossío se convirtió en el heredero del programa reformista de la Institución Libre de Enseñanza. Cossío se apoyó para su tarea en un discípulo de Giner, José Castillejo.

José Castillejo (1877-1945) nació y estudió su bachillerato en Ciudad Real. Tras terminar los estudios de Derecho en Madrid, quiso completar su formación humanística y cursó las asignaturas que le permitían licenciarse también en Filosofía y Letras. Al finalizar sus estudios acudió a Francisco Giner de los Ríos para pedirle que le dirigiera la tesis doctoral. A partir de entonces su vida quedó ligada a la Institución Libre de Enseñanza.

En 1920, Castillejo, que pasaba ya de los cuarenta, decidió casarse con una joven inglesa, Irene Claremont, dieciocho años más joven que él, licenciada en Historia y Economía por la Universidad de Cambridge, a la que había conocido cuando era una niña, con ocasión de los viajes a Inglaterra que había realizado en nombre de la ILE para buscar intercambios para los alumnos de la Institución.

Castillejo era por aquel entonces secretario de la Junta para la Ampliación de Estudios y, además, director del Instituto Escuela, que había sido creado en 1918, como un centro de enseñanza secundaria financiado por el Estado, pero con una organización y un plan de estudios diferente del que regía para la generalidad de los Institutos españoles. Los Castillejo establecieron su hogar en Madrid, en El Olivar de Chamartín, en el lugar que ahora ocupa la Fundación Olivar de Castillejo. El matrimonio tuvo cuatro hijos, Jacinta (1923), Leonardo (1924), David (1927) y Sorrel (1928).

De la vida familiar de Castillejo antes de la Guerra Civil y de las razones que le llevaron a abandonar España para instalarse a vivir en Londres trata un libro de memorias de Irene Claremont, publicado en español por su hija Jacinta en 1995 con el título Respaldada por el viento (Castalia, 1995). Irene Claremont rememora en ese libro los primeros años de su matrimonio en el paraje idílico de El Olivar, sus dificultades para adaptarse a un mundo que le era absolutamente extraño y la crianza de sus hijos junto a ese «desconocido» con el que se había casado y hacia quien su admiración fue creciendo con los años.

Los niños Castillejo Claremont se criaron en un ambiente familiar totalmente bilingüe. Cuando llegó el momento de escolarizarles los padres buscaron algún colegio en el que pudieran estudiar en español y en inglés. Lo lógico hubiera sido que los niños fueran al colegio de la Institución, que dirigía Manuel Bartolomé Cossío, o a las clases preparatorias del Instituto Escuela, del que era director el propio Castillejo, pero, como cuenta Irene Claremont, ninguno de estos colegios estaba dispuesto a iniciar una experiencia de bilingüismo, por lo que decidieron crear su propia escuela.

En 1928 abrió sus puertas la innovadora Escuela plurilingüe de Madrid con un grupo de niños de 4 y 5 años. La escuela se puso bajo el control de un grupo de padres del círculo de la ILE, entre ellos personalidades del prestigio de Jorge Guillén, Pedro Salinas y Andrés Segovia. Sobre la escuela escribió Irene Claremont:

La intención no era formar niños plurilingües. Se trataba de una escuela española de niños españoles que estudiaban las asignaturas básicas en el idioma materno. Pero todos consiguieron leer y hablar con cierta fluidez un par de idiomas extranjeros y, desde la edad de diez años, podían seguir con facilidad una clase en otro idioma. Nuestros propios hijos aprendieron tres idiomas además de latín. José causó consternación al permitir que los chicos mayores dieran clase de historia con profesores ingleses y franceses además de los españoles.

Castillejo quería para la escuela maestros estatales con contratos anuales. Este empeño, junto con su pretensión de incorporar profesores nativos, chocaba con el estatus del profesor funcionario y pronto se convirtió en causa de malestar entre los profesores de la escuela, que se quejaban de falta de seguridad en su puesto de trabajo, así como de una excesiva intromisión de los padres en las decisiones académicas.

La firmeza de Castillejo en estos asuntos provocó un cisma entre los profesores. Un grupo de ellos, encabezado por Jacinta Landa, hija del krausista extremeño Rubén Landa, se independizó apropiándose el nombre de Escuela Plurilingüe. Con los profesores y padres leales que le quedaron Castillejo mantuvo abierto su colegio dándole el nombre de Escuela Internacional. Ambas escuelas se cerraron al estallar la Guerra Civil.

Al parecer, la ambición de Castillejo era ligar esta experiencia con otras similares en otros países. Pensaba que podrían crearse escuelas internacionales en Francia, Alemania e Inglaterra que tuvieran un plan de estudios común que permitiera el intercambio de alumnos y profesores. En esas escuelas, pensaba don José, podría formarse una «élite de espíritu cosmopolita» de donde pudieran salir diplomáticos, estadistas y empleados de organismos internacionales. Fue una idea que Castillejo expresó en cuantas conferencias y congresos internacionales tuvo ocasión de participar. Las Escuelas Europeas para hijos de funcionarios de la Unión Europea que hoy existen tienen bastantes similitudes con aquel proyecto de don José.

La vida idílica de El Olivar, los proyectos pedagógicos de Castillejo, la educación española de los niños y todo aquello que Irene y José habían soñado hacer en España se vinieron abajo en el verano del 36.

Desde el comienzo —escribe Irene— reinó el terror en ambos lados. No había escape ni posible libertad de elección; o se incorporaba uno al lado que dominaba en su propio distrito o se corría el riesgo de fusilamiento contra la pared. (…) Dio la casualidad que, al estallar la guerra, nosotros estábamos en Benidorm, entonces en manos de los republicanos, la zona a su vez en manos de los comunistas. Pero José se encontraba en Ginebra.

Cuenta Irene que un día llegó a Benidorm una pandilla de muchachos de un pueblo cercano que venían dispuestos a prender fuego a la iglesia. Los lugareños, que tenían afecto al templo pero que, sobre todo, no estaban dispuestos a que unos intrusos quemaran su iglesia, les echaron a puñetazos y los asaltantes se contentaron con lanzar las imágenes al mar. Esta anécdota es bastante representativa del clima de anarquía, caos e improvisaciones que vivió España entonces.

Nada más enterarse del estallido de la Guerra Civil, Castillejo decidió abandonar sus ocupaciones en Ginebra y reunirse con los suyos en Benidorm. Tomó un tren que debía dejarle al día siguiente en Barcelona, pero el viaje se convirtió en una intensa experiencia que duró diez días. Una de las «vivencias» que en aquel viaje tuvo don José fue la contemplación del asesinato del cura párroco de un pueblecito cercano a Barcelona que se había subido al tren en busca de refugio.

Con una ingenuidad bastante incomprensible Irene cuenta que, una vez juntos, los Castillejo hubieran pasado el resto del verano disfrutando del sol y de la playa en Benidorm donde la gente, «tras ver felizmente ahogadas las imágenes religiosas», parecía tranquila e inofensiva. Pero una tarde recibieron un telegrama del cónsul británico instándoles a marchar a Londres. Era la última oportunidad de huir en un barco-hospital inglés que estaba a punto de zarpar de Alicante. Cuando hubo dejado a su mujer e hijos a salvo en el barco, Castillejo decidió marchar a Madrid para ponerse al servicio del gobierno. «Yo soy español», argumentaba José, «Mi país está con problemas. Yo no tomo parte en política, pero estoy a disposición de cualquier gobierno que en el momento actual esté en el poder. Regresaré a Madrid para ofrecer mis servicios».

Una vez en Madrid se presentó ante el ministro de Instrucción Pública, Francisco Barnés Salinas, hombre ligado también a la ILE. Barnés reconoció su incapacidad para darle protección:

Aquí no puede usted hacer nada, Castillejo. Reúnase con su familia lo antes posible. No quiero sobre mi conciencia su asesinato. Arregle para que le llamen del extranjero; sin eso jamás conseguirá la autorización. «¿Pero no me lo puede otorgar usted?», preguntó José, ¿Yo?, contestó con risa Barnés: Yo no tengo autoridad alguna; espero mi propia detención de un momento a otro. Los comunistas y los anarquistas tienen ahora el poder, no yo.

Irene recuerda en su libro el relato que le hizo su marido de los días terroríficos que pasó en Madrid. El miedo que se apoderó de él cuando estuvo a punto de ser «paseado» por cuatro individuos a los que él conocía, alguno de ellos relacionado con la propia Institución Libre de Enseñanza. Individuos que, en opinión de Irene, por alguna desconocida razón, debían odiar a José, a pesar de ser uno de los suyos:

Un día, después de comer con sus hermanas en el Olivar y mientras dormía una corta siesta en su propia cama, llegó Mariana (Castillejo) corriendo desde su casa en el otro extremo del jardín. «Ha llamado Paulino. Les oyó hablar y vienen por ti». Casi de inmediato, el inevitable coche estaba a la puerta; dentro, cuatro hombres con fusiles; los cuatro, profesores, todos conocidos por José, uno hasta del Instituto Escuela, armados y vengativos porque Castillejo les habría negado beca acaso, o algún favor al que habrían aspirado.

Castillejo salvó la vida de milagro gracias a Juan López Suárez, marido de su hermana Mariana, y a la intervención del ministro Barnés44. Mientras tanto, Irene y los niños esperaban en Londres con impaciencia su llegada.

Doce días después de salir de España —recuerda Irene— llaman a la puerta de mi madre en Londres. Un hombre viejo, cargado de hombros y ojos espantados estaba en el umbral. ¡José! ¡De pronto un viejo! «Me llevaron para matarme», susurró, todavía con miedo y horror en los ojos.

Cuenta Irene que, años más tarde, en Londres, en una reunión íntima, escuchó a su marido decir con una inmensa tristeza: «Si me preguntaran quién corre con la responsabilidad de la Guerra Civil, tendría que responder: ‘Yo, no hice lo suficiente’».