II. Rousseau y la educación occidental

«Rousseau es el único hombre que, por la elevación de su alma y la grandeza de su carácter, se mostró digno del papel de maestro de la humanidad».

Robespierre

Rousseau, ¿un loco interesante o un santo incomprendido?

«Falso, orgulloso como Satán, ingrato, cruel, hipócrita y malvado (…) Un monstruo que se consideraba como el único ser importante del universo».

Diderot sobre Rousseau

Jean-Jacques Rousseau nació en Ginebra en 1712. Era el segundo hijo de Suzanne Bernard, una mujer que provenía de una familia adinerada, y de Isaac Rousseau, relojero por tradición familiar. A los pocos días de nacer Jean-Jacques, su madre murió de fiebres puerperales. El pequeño fue educado por su padre y una hermana de este. En sus Confesiones, Rousseau hablaba con cariño de su padre y de cómo, desde que cumplió los siete años, le invitaba a leer todo cuanto se conservaba de la extensa biblioteca de su madre: «Plutarco, sobre todo, se convirtió en mi lectura favorita». Sobre su hermano mayor, François, al que su padre había enviado a un reformatorio, escribió: «Apenas le veía, casi puedo decir que no le conocía; pero no dejé de amarle tiernamente». De su tía, así como del resto de adultos que le rodearon, recordaba que sólo recibió cariño y cuidados.

Esa paz hogareña fue interrumpida en 1722, cuando Isaac abandonó Ginebra para evitar un conflicto con la justicia. Antes de marcharse encomendó el cuidado de Jean-Jacques a su cuñado, Gabriel Bernard, quien puso en manos de un preceptor su educación, junto a la de su propio hijo. Tras dos años de estudio, Rousseau entró a trabajar de aprendiz con un grabador. Ni el oficio ni el maestro eran de su agrado, así que decidió fugarse mucho antes de que terminara el contrato de aprendizaje que el maestro había firmado con su tío. Abandonó Ginebra el 14 de marzo de 1728, tenía ya más de quince años y estaba decidido a buscarse la vida por su cuenta.

Desde muy joven fue capaz de ganarse el cariño de las mujeres. Su primera benefactora fue Madame de Warens, a la que siempre llamó «Maman» a pesar de que llegó a hacer de ella su amante13. Se encontraron por primera vez cuando el joven Rousseau había huido de Ginebra. Este vivió bajo su techo durante nueve años en los cuales ejerció diversos oficios: grabador, músico, lacayo, seminarista, granjero, preceptor, cajero, escritor e incluso fue secretario privado de un embajador. Tras romper con «Maman» en 1742, marchó a París dispuesto a aprovechar cualquier ocasión para introducirse entre la gente bien que frecuentaba los salones. Inició una fuerte amistad con Denis Diderot, casi de su misma edad y por entonces todavía un desconocido.

La relación de Rousseau con la joven lavandera Thérèse Lavasseur, diez años menor que él, comenzó en 1745. Tuvieron cinco hijos. El primero nació en 1747 y el último en 1751. Todos ellos fueron entregados a la inclusa, hecho por el que, en sus Confesiones, trata constantemente de justificarse. Estas justificaciones le ayudaron a conformar su filosofía política en lo referente al Estado. Seguramente, se decía Rousseau, los niños serían más felices en el orfanato que su propio padre lo había sido en el seno de su familia. Además, no hay duda de que el mimo de los padres vuelve débiles a los hijos. Este era el tipo de argumentos que siempre encontraba el gran Rousseau cuando quería acallar su conciencia y convencerse a sí mismo, y a sus lectores, de su buen obrar.

En 1750 la vida del pedagogo ginebrino cambió bruscamente. La Academia de Dijon había convocado un concurso de ensayos con el tema: «Si las ciencias y las artes han contribuido al mejoramiento de las costumbres». Rousseau decidió presentarse con un ensayo que fuera incorrecto social y políticamente. En plena euforia de la Ilustración se le ocurrió defender la tesis del «buen salvaje», que ya Montaigne había utilizado: las ciencias y las artes alejan al hombre de la naturaleza, o sea, de la bondad y de la verdad.

En su ensayo avanzaba la postura que más tarde, en el Emilio, sostendría sobre la educación:

Desde nuestros primeros años una educación insensata adorna nuestro espíritu y corrompe nuestro juicio. Por todas partes veo grandes establecimientos donde, con un elevado coste, se educa a la juventud para enseñarle todo tipo de cosas, excepto sus deberes14.

Rousseau ganó el premio del concurso y con él la fama. De la noche a la mañana se convirtió en un hombre cuya presencia era requerida en los salones más restringidos, donde se daban cita aristócratas e intelectuales. Aquel premio determinó su carrera como intelectual amante de la humanidad y comprometido con la moral y la virtud.

En 1753 marcha a Ginebra, quiere recuperar el estatus de ciudadano y, para ello, se reconvierte al calvinismo (años antes había tenido que hacerse católico para asegurarse la protección de Madame de Warens). De regreso a Francia, Rousseau conoce a Madame d’Épinay, Louise, a cuyos salones de Montmorency acudían los ilustrados de la época. En 1756, con Thérèse y la madre de ésta, se instala a vivir en el Ermitage, una vivienda arreglada para él por Madame d’Épinay. Al cabo de un año la idílica y provechosa relación con esta mujer entra en crisis, por un lado, porque Jean-Jacques se enamora de Sophie d’Houdetot, y, por otro, porque Madame d’Épinay inicia una relación amorosa con su amigo Melchior Grimm.

Madame d’Épinay (1726-1783) había perdido a su padre cuando tenía diez años. Su madre, al quedar sin apenas recursos económicos, retiró a los profesores que tenía la niña y se refugió con ella en un pequeño apartamento. Louise acudió dos años a un convento, de donde salió con una muy escasa instrucción. Se casó con un primo suyo del que se separó pronto. En 1749 abandonó a su marido y se instaló a vivir en el Château de La Chevrette, en el valle de Montmorency, un municipio con menos de dos mil habitantes, situado a unos veinte kilómetros de París. La Chevrette se convirtió en lugar de encuentro de intelectuales distinguidos, entre ellos, Francueil, Rousseau, Diderot, Voltaire, D’Alembert, Duclos, Montesquieu, Saint-Lambert y el abad Galiani. De ellos recibió Louise la formación intelectual que en su juventud no había tenido.

Madame d’Épinay tuvo dos amantes. El primero, entre 1749 y 1754, fue Louis Dupin de Francueil, abuelo de George Sand, con quien tuvo dos hijos y a través del cual conoció a Rousseau. A Francueil le sucedió Melchior Grimm, un escritor alemán afincado en Francia que había sido amigo de Rousseau, pero con el que, en las Confesiones, este se despachó a gusto.

La relación de Madame d’Épinay con Rousseau estuvo basada casi siempre en malentendidos, medias verdades, cuando no en auténticas mentiras. Rousseau aceptó vivir en el Ermitage casi como si estuviera haciendo un favor a su anfitriona, cuando esta creía que le hacía un generoso regalo. Cuando la relación se rompió, el uno y la otra utilizaron la literatura para saldar sus cuentas: Rousseau en sus Confesiones y Louise en sus pseudo-memorias póstumas, Histoire de madame de Montbrillant (1818). Sus desavenencias también se manifestaron en la teoría que ambos tenían sobre la educación de las mujeres.

A Rousseau nunca le faltaron benefactores. Abandonado el Ermitage, los duques de Luxemburgo le ofrecieron una vivienda deshabitada en sus posesiones. Allí, comenzó a escribir sus obras más conocidas: El contrato social y Emilio. En enero de 1761 publicó Julia o La nueva Eloísa que tuvo notable éxito, sobre todo entre las mujeres. Según Rousseau «se prendaron del libro tanto como del autor, hasta el punto de que había pocas, incluso en las de alto rango, cuya conquista no hubiera logrado de haberla emprendido»15.

En abril de 1762 se publicó El contrato social y dos meses más tarde Emilio o de la educación. Como Emilio tardaba en publicarse Rousseau acusó a los jesuitas de entorpecer la edición del libro que él consideraba su obra maestra: «Me figuré que los jesuitas, furiosos por el tono despreciativo con que hablaba de los colegios, se habían apoderado de mi obra, y que eran ellos los que habían detenido la edición16

En El contrato social Rousseau expuso su pensamiento político, su idea del Estado y de la voluntad general. Emilio debía ser educado para ser el «hombre nuevo» capaz de entregar su voluntad a la voluntad general, esto es, al Estado.

Tanto El contrato social como Emilio fueron condenadas por el Parlamento de París y por las autoridades de Ginebra, que decretaron una orden contra su autor. Obsesionado con la idea de que existía un complot contra él, en enero de 1766 decide exiliarse a Inglaterra donde permaneció quince meses17.

La última década de su vida la pasó Rousseau en Francia, quejándose siempre de su salud y de la incomprensión de sus conciudadanos. Para él, quienes le atacaban lo hacían por envidia; quien hablaba mal de él se convertía en un enemigo y todos sus enemigos, por supuesto, eran gente malvada.

Atacado por Voltaire, que censuró que habiendo abandonado a sus hijos pretendiera dar lecciones morales sobre la educación de los niños y rotas sus relaciones con Grimm y Diderot, Rousseau decidió escribir un libro que le permitiera reivindicarse como un hombre bueno a quien la sociedad había maltratado. Comenzó a escribir sus Confesiones en 1765 y las terminó en 1770. Hizo varias lecturas públicas de los capítulos que iba terminando, pero la obra no se publicó hasta después de su muerte18. El primer tomo comienza con una primera confesión, la confesión de un cínico: «Quiero descubrir ante mis semejantes a un hombre con toda la verdad de la naturaleza y ese hombre seré yo».

En su magna autobiografía muestra una arrogancia moral que no tiene límites:

Quienquiera que, incluso sin haber leído mis escritos, examine con sus propios ojos mi talento, mi carácter, mis costumbres, mis inclinaciones, mis placeres y mis hábitos y pueda creerme un malvado, es un hombre digno de la horca19.

A lo largo de todo el libro sobre su vida y sus sentimientos, Rousseau despliega un amor de sí mismo desmedido, no siempre cuenta la verdad y, lo más notable, es que suele justificar todas las malas acciones pues su «alma buena» no las hubiera cometido si no fuera por la maldad del mundo y la corrupción de la sociedad.

Teresa Lavasseur, a la que, según confesó, nunca había amado, permaneció con él hasta el final de su vida. La despreciaba por ser analfabeta pero también se despreciaba a sí mismo por tener tal compañera. Tenía obsesión con el dinero y acusaba a Teresa de ser una derrochadora. Se casó con ella de forma casi clandestina en 1768.

Rousseau murió el 3 de julio de 1778. Fue enterrado en la Île des Peupliers en el lago de Ermonville, que se convirtió inmediatamente después de su muerte en lugar de peregrinación laico para gente de toda Europa. En 1794 la Convención trasladó sus restos al Panteón de París. Aristócratas, intelectuales, profesores y pedagogos le consideraron su maestro y le veneraron como a un santo.

En las Confesiones observamos constantemente el efecto de la gran trampa de su autor. Rousseau es un hombre que siempre quiere hacer el bien, es un hombre justo y honesto, si actúa con maldad no es por su culpa. El responsable de su mala acción o es el otro o es la comunidad en su conjunto. Pienso que el gran éxito de la paradoja de Rousseau, y de las doctrinas colectivistas que se sustentan en ella, es que libera al individuo de toda responsabilidad y, por ello, de la mala conciencia de sus errores o de sus acciones perversas.

El escritor británico Paul Johnson dedicó el primer capítulo de su libro Intelectuales (1988; Trad. esp. Ed. Homo Legens, 2008) a Rousseau. Sobre la admiración que su figura ha despertado durante tantos años en filósofos, historiadores y literatos, escribió:

Es muy desconcertante y sugiere que los intelectuales son tan poco razonables, tan ilógicos y tan supersticiosos como cualquiera. La verdad parece ser que Rousseau fue un escritor de genio, pero irremediablemente desequilibrado tanto en su vida como en sus ideas.

El escritor británico no abrigaba ningún tipo de duda sobre el carácter totalitario de la idea que sobre el Estado tenía Rousseau:

El Estado de Rousseau no es meramente autoritario, es además totalitario, ya que ordena cada aspecto de la actividad humana, incluido el pensamiento. Bajo el contrato social el individuo estaba obligado a «enajenarse con todos sus derechos a la comunidad total» (es decir, al Estado) (…) Rousseau preparó así el proyecto de las principales ilusiones y locuras del siglo XX.

Y, por lo que estamos viendo hoy, se puede también sospechar que ha inspirado incluso las locuras ideológicas del siglo XXI. Esa obsesión por la bondad de la naturaleza, su empeño por educar al niño lejos de la influencia de las ciencias, de las artes, de la cultura y de su familia, la arrogancia moral, la soberbia, el sentimentalismo, el cinismo, la justificación de las maldades que uno mismo comete por la maldad de los otros, la irresponsabilidad, son características de la personalidad del izquierdista de nuestros tiempos. Además, Rousseau, con su admiración por el buen salvaje, es ya un precursor del posmodernismo y del poscolonialismo del siglo XXI.

Pedagogía y política en la obra de Rousseau. Emilio y El contrato social

Emilio es el libro de pedagogía sobre el que quizás más se haya escrito y más se haya discutido desde el mismo momento de su publicación en 1762. Con él Rousseau introducía, junto a un nuevo concepto de la educación, innumerables falacias que han cautivado los corazones de miles de pedagogos y maestros desde hace más de doscientos cincuenta años.

Rousseau rompía con el modelo humanista de la educación. Ni griego, ni latín, ni matemáticas, ni libros, nada se debe enseñar al niño, cuya infancia ha de transcurrir ligada a la naturaleza. Emilio llegará a los 15 años sin haber leído un solo manual. Rousseau no quiere poner la educación de Emilio en manos de un preceptor, porque este tiene como misión la instrucción de los niños puestos bajo su tutela, y no se trata de «instruir» sino de «conducir20» la voluntad de Emilio para que crezca sin influencia alguna de la sociedad, la cual corrompe y acaba con la libertad del individuo.

Rousseau quería marcar distancias con los que hasta entonces se habían ocupado de la formación intelectual y social de los jóvenes y, en particular, con Locke, uno de los intelectuales más leídos de su tiempo.

Es importante recordar que las dos obras preferidas de Rousseau, Emilio y El contrato social, fueron publicadas en el mismo año, 1762. Ante el dilema de saber qué limitaciones es lícito que ponga la sociedad a la libre voluntad del individuo, Rousseau ofrecía una ingeniosa solución: el libre sometimiento del individuo a la voluntad general, la renuncia voluntaria al ejercicio del derecho a elegir en aras de un hipotético bien común.

El individuo educado por Rousseau no será un hombre capaz de tomar sus propias decisiones y de formarse su propio criterio, sino un ciudadano autómata, «libremente» sometido al poder del Estado.

Otra de las falacias de Rousseau es que el niño nace libre y que son las leyes, las reglas y las instituciones las que le esclavizan. A partir de la Revolución francesa, los seguidores de Rousseau adoptarán esa idea de que la libertad exige la eliminación de las instituciones y de la jerarquía y la trasladarán a la educación.

Como escribió el filósofo Roger Scruton en su libro Usos del pesimismo, Rousseau «suministró el lenguaje y las líneas de pensamiento con las que presentar un nuevo concepto de libertad humana, de acuerdo con el cual la libertad es lo que queda cuando retiramos todas las instituciones, restricciones, leyes y jerarquías». Para los pedagogos rousseaunianos educar en libertad es educar sin autoridad, sin la imposición de reglas, de enseñanzas o de disciplina.

Como ya hemos visto en el primer capítulo, los revolucionarios franceses admiradores de Rousseau vieron en su doctrina la solución para acabar definitivamente con el Antiguo Régimen, educar al nuevo ciudadano para que fuera capaz de crear un nuevo orden social. Todos los hombres importantes de la Revolución se mostraban admiradores de Rousseau.

En realidad, Rousseau mostró el aspecto político de la educación. Para los revolucionarios que pretenden crear una nueva sociedad, el camino más seguro es el de configurar un hombre nuevo y, para ello, es esencial controlar la educación.

Influencia de Rousseau en la educación occidental. La Escuela Nueva

«Todas las ideas modernas sobre la educación están afectadas en alguna medida por la doctrina de Rousseau, especialmente por su tratado Emilio (1762). Popularizó, y en buena medida inventó, el culto de la naturaleza, el gusto por el aire libre, la búsqueda de la frescura, la espontaneidad, lo vigorizante y lo natural…».

Paul Johnson, Intelectuales

A finales del siglo XIX surgieron en Europa experiencias pedagógicas basadas en la pedagogía desarrollada por Rousseau en Emilio. Por lo general eran escuelas privadas con carácter experimental e innovador que surgían en contraposición a la enseñanza pública y tradicional. Esta pedagogía fue ganando adeptos entre maestros y teóricos de la educación al comenzar el siglo XX. Recibió diferentes nombres: pedagogía moderna, nueva, activa, o también, pedagogía centrada en el niño. Como nombre genérico podríamos utilizar el de Nueva Pedagogía21.

En 1912 el psicólogo suizo Édouard Claparède (1873-1940), un médico interesado en la psicología del niño y en las formas de aprendizaje, tuvo la idea de crear en Ginebra un Instituto que llevara por nombre Jean-Jacques Rousseau. Se cumplían doscientos años del nacimiento del filósofo ginebrino y su idea era reivindicar el pensamiento pedagógico desarrollado por el autor de Emilio. Claparède creía, como Rousseau, que la naturaleza, y no la imposición, debía guiar la educación del niño. En la práctica, se trataba de observar y conocer en profundidad la naturaleza del niño para adaptar a ella el sistema educativo22.

Ya a finales del siglo XIX, la pedagogía y la psicología habían obtenido el reconocimiento académico de la Universidad de Ginebra. Claparède creía que todos los maestros y profesores debían tener conocimientos de medicina, psicología y pedagogía experimental. El Instituto Rousseau23 debía facilitar a los educadores documentación, orientación y entrenamiento en el método científico. Debía ser, además, un centro de investigación pedagógica, de información y difusión de las investigaciones, y de propaganda a favor de la renovación pedagógica.

El Instituto nació como un centro privado y su dirección estuvo a cargo del psicólogo Pierre Bovet (1878-1965). Por primera vez se habló de «Ciencias de la Educación» y se reivindicó el carácter científico de la pedagogía. El Instituto abrió sus puertas el 21 de octubre de 1912 con una veintena de alumnos de 13 países distintos. Dependientes del Instituto se crearon más tarde escuelas para las prácticas de los profesores y se organizaron conferencias, cursos de verano y semanas pedagógicas.

La Guerra paralizó la actividad del Instituto que renació en 1920 con gran entusiasmo. Había que reconstruir el mundo y, para ello, una educación nueva era necesaria. En 1921 se celebró en Calais el primer Congreso Internacional de la Escuela Nueva. Allí se dieron cita pedagogos y psicólogos de nombres tan famosos como John Dewey, Ovide Decroly, María Montessori, Adolphe Ferrière o Jean Piaget.

En el Congreso de Calais, se creó la «Liga Internacional de la Educación Nueva». La Liga se propuso introducir en la escuela sus métodos educativos, establecer una cooperación más íntima entre los educadores que se adhirieran a sus principios mediante congresos bianuales y a través de revistas.

El ideario de la «Liga Internacional de la Educación Nueva» aparece claramente expuesto en sus siete principios, que fueron el común denominador de cuantos se adscribieron a ella:

1. El fin esencial de toda educación es preparar al niño para querer y para realizar en su vida la supremacía del espíritu.

2. Debe respetar la individualidad del niño.

3. Los estudios, y de una manera general el aprendizaje de la vida, deben dar curso libre a los intereses innatos del niño, es decir, a los que se despiertan espontáneamente en él.

4. Es necesario, pues, que la disciplina personal y la disciplina colectiva se organicen por los mismos niños con la colaboración de los maestros.

5. La competencia o concurrencia egoísta debe desaparecer de la educación y ser sustituida por la cooperación, que enseña al niño a poner su individualidad al servicio de la colectividad.

6. La coeducación reclamada por la Liga excluye el trato idéntico impuesto a los dos sexos.

7. La Educación Nueva prepara en el niño no sólo al futuro ciudadano capaz de cumplir sus deberes hacia su prójimo, su nación y la Humanidad en su conjunto, sino también al ser humano, consciente de su dignidad de hombre.

El 1922 el Instituto se había anexionado una pequeña oficina de información para orientar a las escuelas que se adhirieran a la Nueva Pedagogía. La oficina, con el nombre de Bureau International d’Éducation24 (BIE) fue ganando importancia a medida que se abrían escuelas experimentales por toda Europa. En 1969 la BIE se convirtió en parte integrante de la UNESCO.

Alternativa pedagógica de Gramsci

Antonio Gramsci (1891-1937) nació en un pueblo de Cerdeña en el seno de una familia numerosa de escasos recursos económicos. Una deformación en la columna vertebral provocada por un accidente infantil, junto a una enfermedad mal curada, le produjeron complicaciones de salud a lo largo de toda su vida. Por otra parte, las dificultades económicas de su familia impidieron que tuviera una formación escolar y académica continuada. A los 20 años consiguió una beca para estudiar Filología en la Facultad de Letras de la Universidad de Turín, pero no llegó a terminar la carrera. A los 23, se afilió al Partido Socialista Italiano y comenzó a colaborar en algunos periódicos.

Gramsci conjugó la vida intelectual con el activismo político. En 1919 participó en la fundación de la revista socialista L’Ordine Nuovo y creó varias instituciones culturales y propagandísticas. En 1921 su radicalismo bolchevique le llevó a liderar la escisión del Partido y a crear, junto a Amadeo Bordiga, el Partido Comunista Italiano.

El 28 de octubre de 1922 se produjo la Marcha sobre Roma que permitió a Mussolini hacerse con el poder en Italia. En 1924 Gramsci entró en el núcleo duro del PCI; fundó L’Unità (Diario de los obreros y campesinos) como órgano oficial del Partido y fue elegido diputado en el Parlamento. Dos años después, a pocos meses de ser nombrado secretario general del Partido Comunista, fue detenido y condenado a prisión25. No abandonó la cárcel hasta meses antes de su muerte acaecida el 27 de abril de 1937.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial empezaron a publicarse las reflexiones, apuntes y cartas que Gramsci había escrito en los años de prisión. Fueron seis volúmenes que constituyeron los Cuadernos de cárcel y en los que se recoge su pensamiento marxista y sus ideas sobre la educación, la historia de Italia y los nacionalismos.

Gramsci sostenía que los bolcheviques no conseguirían mantener el poder alcanzado en la Revolución si no llevaban a cabo una transformación total de la mentalidad del pueblo. Esa mentalidad, que vendría a ser la forma de pensar, actuar y reaccionar de la mayor parte de la población, es lo que Gramsci llamó «hegemonía cultural». Para imponer una hegemonía socialista era necesario, según Gramsci, introducirse en todas las instituciones, especialmente en las educativas, culturales y religiosas.

Las ideas de Gramsci sobre la educación están recogidas en los libros Cartas desde la cárcel y Alternativa pedagógica de Gramsci, editados por primera vez en 1975 y 1988 respectivamente26.

Gramsci, como Rousseau, pensaba en la educación como el mejor instrumento para colectivizar la sociedad y crear un hombre nuevo. En una carta que escribió desde la cárcel a su mujer aconsejándole sobre la educación que debía dar a sus hijos, le explicaba que el objetivo de la nueva educación debía ser «crear, por así decir, el hombre italiano del Renacimiento, el tipo moderno de Leonardo da Vinci, convertido en hombre-masa u hombre colectivo, si bien manteniendo su fuerte personalidad y originalidad individual».

La educación debía crear ese tipo de hombre y ese modelo de sociedad. Un hombre del Renacimiento no podía ser formado para ser obrero. La sociedad sin clases a la que aspiraba Gramsci no era compatible con la organización escolar tradicional, que separaba las enseñanzas humanísticas y científicas de las profesionales. Por eso Gramsci, y en eso estuvo siempre de acuerdo con los viejos socialistas, abogaba por una escuela única, una misma educación para todos que pusiera fin a la tradicional diferencia entre formación académica y profesional, entre la enseñanza primaria y la secundaria. Para Gramsci todo hombre es un intelectual en potencia, luego todos los individuos deberían recibir la formación propia de un intelectual.

Gramsci seguía la filosofía colectivista de Rousseau. Para él, ese «hombre colectivo», como el hombre nuevo de Rousseau, debía ser capaz de renunciar a su libertad individual para libremente depositar su voluntad en la voluntad general. La sociedad colectivizada de Gramsci debía tener como primera célula, no un individuo, sino un organismo, el partido.

Sin embargo, Gramsci no aceptaba las ideas pedagógicas que en aquella época defendían la mayor parte de los partidos socialistas europeos y que, inspiradas en el Emilio de Rousseau, había dado lugar a la Nueva Pedagogía. El comunista italiano consideraba que la pedagogía de la Escuela Nueva estaba «cargada de esnobismo» y al pasar revista a las escuelas que se habían puesto de moda entre la «izquierda burguesa» de la época escribe: «Es de utilidad conocer todas estas tentativas que no son más que ‘excepcionales’, más bien para ver lo que no conviene hacer que por otra cosa».

Gramsci no quería que con ello se le tomara por enemigo de Rousseau. Para él, los intelectuales socialistas se habían desviado de los auténticos principios rousseaunianos y habían transformado en dogmas lo que, en el fondo, habían sido, simplemente, expresión de los rencores religiosos del ginebrino:

No se ha tenido en cuenta que las ideas de Rousseau constituyen una reacción violenta contra la escuela y los métodos pedagógicos de los jesuitas y, en cuanto tales, representan el progreso, pero se ha formado después una especie de iglesia que ha paralizado los estudios pedagógicos y ha dado lugar a curiosas involuciones.

Para Gramsci no tenía sentido separar educación e instrucción porque no creía que se pudiera educar sin instruir. Tampoco compartía la idea de que el niño aprendía mejor de forma natural y espontánea sin que se le impusieran conocimientos ni la de que se pudiera eliminar de la escuela la autoridad y la disciplina.

Gramsci consideraba relevante el papel que debía cumplir la élite intelectual en la educación de los niños. Se lamentaba de que, hasta entonces, los «intelectuales laicos» se hubieran desentendido de la educación dejándola en manos del clero. Abogaba por una política pedagógica que supusiera una auténtica alternativa a la educación que impartían en los colegios religiosos e invitaba a los intelectuales laicos a implicarse en la tarea.

Isaiah Berlin: Rousseau, uno de los grandes enemigos de la libertad

Isaiah Berlin nació en Riga (Letonia) en 1909 y murió en Oxford el 5 de noviembre de 1997. Era el único hijo de un matrimonio judío. En 1915 la familia se instaló a vivir en San Petersburgo, donde fue testigo de la Revolución de 1917. Según Michael Ignatieff, autor de la biografía de Berlin titulada Isaiah Berlin: Una biografía (Taurus, 2018), los padres de Isaiah en un principio se sintieron contagiados por el entusiasmo revolucionario de febrero, pero, cuando el gobierno cayó en manos del Soviet de Petrogrado y la banda bolchevique se hizo con el control de la calle, no pudieron librarse de las visitas intempestivas de la Cheka, policía secreta de Lenin, ni de los habituales registros de domicilio.

En 1920 Mendel Berlin, padre de Isaiah, decidió sacar a su familia de la Rusia comunista de Lenin y fijar su residencia en Inglaterra. Años después Mendel explicaría las razones que le llevaron a optar por el exilio:

La sensación de estar encarcelado, sin contacto con el mundo exterior, el estar continuamente espiado, las detenciones repentinas y el sentimiento de impotencia total frente a los caprichos de cualquier vándalo vestido de bolchevique.

Los Berlin llegaron a Londres en febrero de 1921. Isaiah era un niño de 12 años que apenas sabía inglés, sin embargo, no tardaría en convertirse en uno de los alumnos más prometedores del colegio St. Paul’s de Londres, una venerable institución cristiana que no excluía a los judíos. En 1927 obtuvo una beca para cursar estudios clásicos en el Corpus Christi College de Oxford, universidad de cuyo selecto grupo de profesores formaría parte el resto de su vida.

Berlin, formado en tres grandes tradiciones, rusa, judía y británica, y testigo de las corrientes filosóficas y políticas del siglo XX, ha sido uno de los intelectuales de su tiempo que más ha profundizado sobre el tema de la libertad y el peligro que para ella entrañan las promesas de los vendedores de falsas utopías que seducen a los pueblos con la idea de un Nuevo Mundo Feliz.

Leer a Berlin, cuando todo parece indicar que los principios sobre los que se construyeron nuestras democracias occidentales se tambalean, puede proporcionar argumentos sólidos para defender los valores liberales de nuestra civilización frente a quienes pretenden desenterrar viejas ideologías liberticidas.

La traición de la libertad. Seis enemigos de la libertad humana es el título de un libro publicado en 2004, siete años después de la muerte de su autor, que recoge seis conferencias que Isaiah Berlin pronunció para la BBC en 1952. Aquellas conferencias tuvieron un gran éxito, no solo por la curiosidad que despertaba su título, «Los límites de la libertad», sino también por el tono persuasivo, claro y riguroso que utilizaba Berlin.

Berlin planteó el asunto con una pregunta muy sencilla: ¿por qué alguien debe obedecer a alguien? Y para responder de forma fácilmente comprensible se sirvió de seis pensadores que vivieron más o menos en la misma época y que elaboraron teorías acerca de la libertad y sus límites que, según Berlin, encerraban trampas destructivas para la propia libertad.

Los seis personajes elegidos por Berlin fueron Rousseau (1712-1778), Helvétius (1715-1771), De Maistre (1753-1821), Saint Simon (1760-1825), Fichte (1762-1814) y Hegel (1770-1831).

Si se considera la libertad como «el derecho a forjar libremente la propia vida como se quiera» sin otra barrera que «la necesidad de proteger a otros hombres respecto a los mismos derechos, o bien, de proteger la seguridad común de todos ellos», estos seis pensadores, decía Berlin, «fueron hostiles a la libertad, sus doctrinas fueron una contradicción directa de ella, y su influencia sobre la humanidad no sólo en el siglo XIX sino particularmente en el XX fue poderosa en esta dirección antilibertaria».

En el siglo XX y en lo que llevamos del XXI educadores y pedagogos de todo el mundo, unos bienintencionados y otros no tanto, han sido seducidos por el canto a la educación en libertad que aparenta ser el Emilio. De ahí que merezca especial interés conocer las razones que llevaron a Isaiah Berlin a considerar al filósofo ginebrino como «uno de los más siniestros y más formidables enemigos de la libertad en toda la historia del pensamiento moderno».

Los pensadores del siglo XVIII que se preocuparon por la libertad dieron muchas vueltas al problema que planteaban sus límites. Casi todos ellos llegaron a la conclusión de que era necesario una especie de contrato o acuerdo social que permitiera conciliar el deseo de libertad del hombre con la necesidad de una autoridad que controle el cumplimiento de ciertas reglas de convivencia.

Hobbes (1588-1679), que creía que los hombres eran más malos que buenos, había optado en el siglo anterior por la existencia de una fuerte autoridad y la limitación de la libertad individual. Mientas que Locke (1632-1704), que creía que los hombres eran más buenos que malos, concedió mayor espacio a la libertad y abogó por una autoridad menos coercitiva. Según Berlin, la originalidad de Rousseau consiste en dar un enfoque nuevo al problema. Y, para ello, utiliza las mismas palabras que sus antecesores, libertad, naturaleza, contrato, pero establece un nuevo sentido a cada una de ellas.

Para Rousseau la libertad es un valor absoluto, una especie de concepto religioso que está en la propia esencia del hombre. Pues si el hombre no fuera libre, si no pudiera elegir entre diferentes alternativas, no tendría responsabilidad moral sobre sus actos. Cuando el hombre está obligado por otra persona o por las circunstancias a hacer determinadas cosas, deja de actuar por sí mismo y deja de ser una persona. Para Rousseau el hombre, en estado natural, es bondadoso, libre y feliz. Por tanto, cuanto más cerca permanezca de su estado natural, más feliz, bondadoso y libre será.

Según Berlin, a partir de esa idea y sin poder evitar el rencor que sentía hacia los Ilustrados, Rousseau describe al hombre bueno como aquel que posee una sabiduría instintiva, muy diferente de la corrompida sofisticación de las ciudades.

El concepto más genuino de Rousseau, el de la «voluntad general», aparece por primera vez en su ensayo El contrato social. La «voluntad general» no es para Rousseau la suma de voluntades individuales. Se trata de un concepto nuevo, con cierto carácter místico, que representa la voluntad única de toda la comunidad.

La voluntad general exige, dice Rousseau, «la rendición de cada individuo con todos sus derechos a toda la comunidad». Si nos rendimos, ninguna institución, ningún tirano estarán coartando nuestra libertad, pues el Estado es cada uno de nosotros, que, juntos, unidos, buscamos el bien común.

De esta forma Rousseau pasa de la noción de grupo de individuos que se relacionan libre y voluntariamente buscando cada uno su propio bien, a la noción de sumisión a algo que está por encima del individuo: la comunidad, el Estado.

Rousseau otorga a la naturaleza un carácter casi sagrado. Dado que el hombre es bueno, si desea el mal será porque no sabe lo que le conviene, así que es lícito que alguien (el educador cuando es todavía niño, el Estado o la voluntad de la mayoría cuando ya es un adulto) asuma la responsabilidad de decirle lo que es mejor para él, lo que es justo y bueno.

No hay dictador en Occidente —escribe Berlin— que en los años posteriores a Rousseau no se valiera de esta monstruosa paradoja para justificar su conducta. Los jacobinos, Robespierre, Hitler, Mussolini y los comunistas: todos ellos emplean este mismo método de argumento, de decir que los hombres no saben lo que en realidad desean; y por tanto, al desearlo por estos, al desearlo en nombre de ellos, estamos dándoles lo que, en algún sentido oculto, sin saberlo ellos mismos, ellos en realidad desean27.

Rousseau, con su paradoja, convirtió la libertad en una especie de esclavitud. El individuo entrega su libertad política y su propia conciencia a esa autoridad que reconoce como suprema y que sabe realmente lo que es bueno para él. Esa autoridad puede estar representada por un dictador, por el Estado, por la comunidad o por la asamblea.

Isaiah Berlin terminaba su conferencia con estas palabras claramente condenatorias:

Rousseau, quien afirma haber sido el más apasionado y ardiente adorador de la libertad humana, que trató de suprimir los grilletes, los frenos de la educación, del refinamiento, de la cultura, de la convención, de la ciencia, del arte, de cualquier cosa, porque todas estas cosas, de alguna manera violaban su libertad natural como hombre… Rousseau, pese a todo esto, fue uno de los más siniestros y más formidables enemigos de la libertad en toda la historia del pensamiento moderno28.