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El ominoso año del Halley
En agosto de 1986 rondaba un cierto nerviosismo entre los altos cargos de la embajada de España en Santiago. Había corrido la voz de que un comando de ETA, la organización terrorista vasca, había llegado a Chile y estaría preparando el asesinato del general Pinochet.
Era una versión poco creíble. Se tenía noticia sobre la existencia de lazos de cooperación entre ETA y el MIR en la capital española, allá por el año 81. ETA en aquel entonces se atenía a su habitual libreto de intimidación al Estado por medio de asesinatos de militares, ataques a cuarteles de la Guardia Civil y secuestros de políticos y de hombres de negocios. Algunos miristas habían constituido un comando de información y habían ayudado, en esta calidad, a los grupos operativos etarras en la preparación de ciertos golpes en Madrid.
Una “caída” dejó al descubierto la existencia del comando chileno y algunos de sus miembros se mantuvieron inactivos temporalmente detrás de seguras fachadas y otros se hicieron humo, saliendo de la noche a la mañana de la península. De todo aquello solo había quedado una oscura memoria, que se sumaba, como un episodio más, a la crónica de la alianza internacional que operó, especialmente en aquellos años, entre grupos armados izquierdistas.
Sin embargo, aquellas eran aguas muy pasadas en este atribulado agosto de 1986 de Santiago y, por eso, en la representación española se tendía a restar verosimilitud al insidioso rumor de la presencia de ETA en Chile. Para estas fechas, el MIR se encontraba en pleno proceso de descomposición y la organización armada emergente, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, no era un grupo fiable para la poderosa ETA y parecía incongruente que invirtiese en él recursos y riesgos. Por lo demás, era el tipo de chismes que podían haberse inducido artificiosamente para tensar aún más las relaciones, ya de suyo bastante dañadas, entre el gobierno de Felipe González y el del general Pinochet.
La interpretación sicológica admitida para explicar el rumor, era que este había dado cuerpo a una fantasía de un gran sector de la población que no soportaba más la presencia de Pinochet y anhelaba que saliese de la escena urgentemente y como fuese. Se invocaba de hecho anónimamente el atentado. Se instigaba a él. Pero existía tal sensación de impotencia, tal inhibición ante la figura de King Kong del capitán general, que, de modo inconsciente, sus enemigos criollos habían entregado el protagonismo de este mal pensamiento a un grupo armado extranjero de incuestionable buena reputación en el desempeño de su oficio.
En diciembre de 1973, ETA había exterminado al almirante Luis Carrero, el delfín de Francisco Franco, haciendo saltar su automóvil veinte metros por el aire. “Carrero voló al cielo”, comentaron sardónicamente en esa ocasión muchos españoles. Alegaban que el devoto prohombre franquista salía en ese momento de su misa diaria y que el vehículo explosionado, convertido en humeante chatarra, había terminado dando ruidosamente sobre la azotea de una residencia de jesuitas.
Fue una acción armada de factura técnica impecable, llamada Operación Ogro, que después fue llevada al cine, en clave de thriller, por el realizador italiano Gillo Pontecorvo. El fotograma del pesado Dodge Dart colgando en el aire se convirtió en una versión moderna y peliculera del tiranicidio que fascinó a los europeos “progres” de los años 70 y concitó la envidia de muchos latinoamericanos y, entre ellos, de algunos chilenos. Se recordaba también la muerte a balazos del dictador Rafael Leonidas Trujillo en 1961 en las calles de Santo Domingo.
Más cercana en el tiempo y en el espacio fue la ejecución de Tachito Somoza en Paraguay, donde se había refugiado al amparo de su amigo Alfredo Stroessner. Era mayo del año 1980, cuando un comando sacrificó al exdictador con disparos de bazuca en la ciudad de Asunción. Miles de nicaragüenses se manifestaron jubilosos aquel día por las calles y la opinión internacional se mostró benévola ante esta explosión de necrofílica alegría.
En un atentado similar ponían su secreta esperanza chilenos del interior y el exterior. Soñaban con la eliminación física de Pinochet. Pero nunca se hubiesen atrevido a sufrir ningún riesgo para ponerla en práctica. Querían la película, pero sin costos de producción. Por eso, inventaban un grupo de vengadores, un deus ex machina, que asumiera el trabajo sucio de matar. Incluso, en las regadas fiestas nocturnas del barrio alto de Santiago se hacían histriónicas cuestaciones para recoger el millón de dólares destinado al tirador de élite que alcanzase con sus disparos la pechera del capitán general. Se quería un Chacal frío y exacto, como el del film de Forsythe-Zinnemann, que desapareciese anónimamente después de cumplir su misión. Era un pensamiento fácil. La realidad resultaba mucho más difícil.
Desde el mes de julio la atmósfera política se sentía demasiado plomiza. La protesta de los días 2 y 3, organizada por la recién creada Asamblea de la Civilidad, había dejado como saldo más pavoroso dos jóvenes cuerpos quemados –los de Rodrigo Rojas, que murió el día 4, y el de Carmen Gloria Quintana, que pudo ser salvada– a consecuencia de un encuentro con una patrulla militar. Era la época de la letra “L” en los pasaportes, de los allanamientos sobre poblaciones marginales aterrorizadas, de razzias nocturnas de automóviles corsarios.
El día 16 de ese mismo mes de julio, Pinochet hizo unas osadas declaraciones que desesperaron no solo a la oposición, sino también a muchos partidarios del régimen, comenzando por los integrantes de la Junta. El jefe de Estado eligió para su ofensiva, como en otras ocasiones, un lugar lejos de Santiago, la pequeña localidad rural de Santa Juana, en la VIII Región. Allí manifestó que la Constitución había contemplado siempre dieciséis años, “ocho para normar y otros ocho para que se aplique de manera real”. Y añadía una explicación insólita en un aprendiz de demócrata: “Nosotros no vamos a entregar el gobierno por puro gusto”. Estaba amenazando con quedarse con la banda presidencial hasta el 98. Daba por supuesto que iba a ser elegido candidato por la Junta y que iba a ganar las elecciones y que así completaría cómodamente los veinticuatro años de mandato.
Las palabras del general provocaron indignación.
El gobierno necesitaba, pues, abrir, descomprimir. Pero los preocupantes acontecimientos de los siguientes meses se empeñaron en atornillar más y más hacia la cerrazón y la majadería.
El día 6 de agosto del 86 estalló en las emisoras radiales la noticia de que en la III Región, en la caleta de Carrizal Bajo, se había descubierto un enorme arsenal de armas en poder de miembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Era la hora del almuerzo y algunas digestiones de dirigentes políticos fueron desbaratadas por el sobresalto. El asunto era tan grave y sorpresivo que, al principio, en los medios opositores se negó la realidad, alegando un mayúsculo engaño, mediante el cual el gobierno querría reforzar la autoridad de Pinochet. La revista Cauce mostró una secuencia de varias fotografías en que aparecía que un helicóptero del Ejército estaba depositando armas en el lugar. El escepticismo aumentó. El Partido Comunista trataba en el extranjero de demostrar que la pretendida internación constituía otro infundio del régimen.
Pero en las jornadas siguientes las evidencias se fueron acumulando hasta imponerse. Cuando los expertos de la oposición repasaron una y otra vez las imágenes de las largas teorías de fusiles y explosivos exhibidos por la televisión, se dieron cuenta de que efectivamente eran armas muy sofisticadas, que en Chile no existían. Los M16 que se mostraban en las pantallas no pertenecían ni al Ejército ni a ninguna otra de las ramas de las Fuerzas Armadas. La gente de izquierda más interiorizada sabía que eran armas propias de la guerra de Vietnam que circulaban desde hacía un decenio por el mercado de las organizaciones revolucionarias.
Así que los grupos de oposición política tuvieron que aceptar los progresos de aquellos románticos muchachos del FPMR. Los habían sufrido como “torreros” que provocaban espectaculares apagones eléctricos. Los habían visto desfilar amenazadoramente en poblaciones como Villa Francia, con ocasión de funerales y aniversarios, cubiertos los rostros con pañuelos. Marchaban en grupos de diez o veinte, premunidos algunos de ellos de un armamento nada despreciable: subametralladoras, fusiles hechizos, pistolas. Según los cálculos publicados por la organización, en 1985 el FPMR realizó trescientas cincuenta acciones exitosas y cincuenta fallidas, y en 1986 el número era bastante más alto. Pero nadie había imaginado que fueran capaces de crear una compleja cobertura (una industria de algas funcionando durante meses) que sirvió de fachada para internar más de cincuenta toneladas de armas y explosivos, capaces de poner en pie de guerra a toda una división militar. Nunca algo parecido había ocurrido en la moderna historia revolucionaria del subcontinente.
Ahora se entendió por qué el PC había designado con tanta convicción a 1986 como “el año decisivo”. No era puro eslogan voluntarista, como el del año del retorno en 1980. Tenían en esta ocasión argumentos concretos: la organización frentista y el arsenal de armas. 1986 iba a ser el inicio de la insurrección popular armada. Durante dos años las armas habían llegado lentamente por tierra desde Bolivia y Perú. A partir de diciembre del 85, se prefirió la vía marítima. Los paquetes se recogían en altamar, adonde llegaban en barcos cubanos, mediante operaciones multilaterales. Paralelamente al ingreso clandestino, se realizaba la puesta a punto de unos mandos militares que se habían entrenado en Cuba, Nicaragua y algunos países del Este y quizás del mundo árabe.
El FPMR, como brazo armado del PC y con el apoyo de este, había logrado un crecimiento espectacular, sin que el resto de la resistencia al régimen pudiera sospecharlo. Soplaba todavía un aire histórico de epopeya que favorecía la militarización de la política. Y no solamente recibían apoyos por parte de los países del socialismo real, especialmente de la RDA. Todavía partidos políticos occidentales y diversos organismos internacionales miraban con simpatía, o al menos con indulgencia, la acción de los grupos latinoamericanos armados. Para estos era su última oportunidad, aunque seguramente no lo sabían.
Desde 1980, a raíz de la proclamación por el gobierno militar de la nueva Constitución, el Partido Comunista, por boca de su secretario general en el exilio, Luis Corvalán, había dado a conocer un importante giro estratégico. Propugnaba la “rebelión popular”, como un concepto abarcador de todas las formas de lucha, “desde pacifistas y legales”, hasta “violentas e ilegales”, contra la “dictadura fascista”.
Las bases comunistas del interior que escucharon por Radio Moscú el cambio anunciado por su secretario general, sintieron un escalofrío: ¿qué significaba exactamente para ellos la nueva estrategia? El mensaje estaba lanzado para que estuvieran avisados. Al mismo tiempo que los comunistas de organizaciones sociales se unían a la Asamblea de la Civilidad y se plegaban mansamente a las formas de una lucha política, el PC estaba ayudando a levantar un ejército revolucionario para derrocar al régimen castrense en su propia ley.
La caída de Somoza Debayle en julio de 1979, tras la sublevación y guerra de los sandinistas, había reverdecido las ilusiones guerrilleras de los 60 y 70. Incluso el derrumbe final del régimen del Sha en el mismo año 79, bajo la presión popular, dirigida por los mujaidines shiitas, suponía un antecedente remoto pero tentador. Y no digamos nada de la reciente caída de Ferdinand Marcos en Filipinas, en febrero de aquel 1986. Con todo, es difícil comprender cómo un partido caracterizado por su realismo y por una cierta aridez burocrática pudo confundir el 1979 de Nicaragua con el 1986 de Chile, ni la guardia pretoriana de Tachito Somoza con las Fuerzas Armadas chilenas.
La oportunidad de la alternativa militar parecía abrirse: la agitación social de la época de las protestas no había podido acabar con la dictadura. Se produjo en ellas una rápida escalada. A las primeras manifestaciones se plegaron las clases medias. Pero con la ruda respuesta de los elementos policiales y parapoliciales, las movilizaciones se fueron radicalizando. Se convirtieron en verdaderas batallas callejeras.
Pinochet y su gobierno aguantaron. La muerte de 142 personas en las movilizaciones entre mayo del 83 y julio del 86 había caído aparentemente en el vacío. Y un PC aislado y perseguido, víctima de la crueldad del régimen castrense, había perdido su brújula. Tentado por señuelos heroicos de acción directa en que nunca había creído, embarcó en la lucha armada a un FPMR con cierta autonomía en lo operativo, pero funcional en lo político.
Varios de los frentistas, como Víctor Díaz y Vasily Carillo, eran parientes de desaparecidos o de ejecutados durante la dictadura. Habían vivido el terror y la intimidación policial inmiscuyéndose en sus vidas hasta el interior de sus hogares. Para ellos tomar las armas suponía ecualizarse, al fin, con Pinochet, dejar de ser víctimas estúpidas e impotentes. Eran jóvenes y eternos y estaban comprando boletos para la muerte. Los instigadores de comandos o de un eventual ejército del pueblo habían elegido el escenario exacto en el que tenían todas las de perder: el de la guerra, en cualquiera de sus versiones. Pero la dictadura los había encerrado en esa lógica absurda.
Carrizal sepultó la pretensión de un derrocamiento forzoso de Pinochet y mucho más la quimera de implantar el socialismo por la vía rápida. Aunque costase reconocerlo, esos ya no eran objetivos acordes con el mapa político mundial emergente. Gorbachov, con su perestroika, ya llevaba un año ensayando sus primeros acercamientos a las democracias occidentales y eso trastocaba las viejas estrategias de los bloques. Además, en su segundo período (1985-89), Ronald Reagan intentaba afinar su política de derechos humanos, aunque fuera, en buena parte, para justificar su intervención en Nicaragua y El Salvador a favor de los que él denominaba luchadores por la libertad. Al final de su mandato, comprendió el alto valor de trueque del caso chileno. Así que no dudó en apoyar la democratización del país y una salida suave de Pinochet. De este modo, cosechaba argumentos para convencer a los congresistas norteamericanos de su política de ayuda a la contra y obligaba al gobierno sandinista a que se sometiera a elecciones libres. Cosa curiosa: Nicaragua y Chile, tan distintos y tan distantes, serían la cara y cruz de una misma operación de equilibrios que llegaría a resultados formalmente homólogos en fechas casi idénticas.
Por eso, en noviembre de 1985, en el momento en que la ayuda para la contra aparecía más resistida en los círculos políticos y en la opinión pública norteamericana (estaba a punto de estallar el escándalo Irán-Contra), presentó sus credenciales en La Moneda Harry Barnes, un gringo duro y feo, enviado por el Departamento de Estado como buen manejador de crisis.
Barnes se había desempeñado como embajador en Rumania y en India, y alguna especial atracción sintió por Chile que le hizo solicitar la representación en Santiago. “Era un gran desafío”, se justificaría después. Venía, sin embargo, bastante desubicado, creyendo que Pinochet y su dictadura autoritaria neoliberal se parecía a la de Ceaucescu y su sueño totalitario mesiánico. En el tiempo récord de las ocho semanas previas a su llegada, Mr. Barnes aprendió un castellano de apache, pero suficiente para expresar los cuatro escuetos conceptos eje de su gestión: sí mercado libre; cuidado comunistas; democracia adelante; salida tranquila Pinochet. Estas ideas fueron rociando las reuniones bilaterales, los cócteles, las rondas de lobbies y camarillas. La embajada de los Estados Unidos y su enérgico titular se convirtieron en un foco irradiador de dinamismo político.
Al nuevo representante estadounidense no le gustaron nada algunas cosas que le tocaron vivir en los primeros meses: la lentitud del proceso judicial del caso Letelier; el recibimiento con insultos y tomatazos al senador Kennedy en el aeropuerto de Santiago por parte de exaltados elementos gobiernistas, particularmente de la UDI; la beligerancia antinorteamericana del general Pinochet; el repudio que de su persona como embajador hizo el almirante Merino. Lo peor fue aquella horrible agonía de Rodrigo Rojas quemado en la jornada del 2 de julio del 86, y su muerte dos días después: la presencia del embajador en los funerales desató las iras del Ejecutivo. Prácticamente se le vetaron las puertas de La Moneda.
Esto no impidió, según una primera versión, que, a la hora de la verdad, los servicios secretos de los Estados Unidos entregaran al gobierno chileno, a través del objetado diplomático, unas fotografías obtenidas vía satélite que mostraban extraños movimientos de embarcaciones, personas y bultos a la altura de Vallenar, en la III Región. Puestas sobre aviso, las fuerzas policiales descubrieron el arsenal de los frentistas. Estos habían elegido muy bien una caleta perdida, habían logrado maniobrar, sin levantar recelos ni siquiera en los propios trabajadores de la empresa-fachada de Carrizal Bajo. Pero lo que no alcanzaron nunca a sospechar fue que el Tío Sam los espiaba con su ojo ubicuo y satelital desde lo alto del cielo, burlando cualquier camuflaje. Los perdió lo que para ellos era todavía ciencia ficción.
Otra versión menos tecnológica atribuye el descubrimiento de las armas a un acto de soplonaje muy artesanal. Humberto Sánchez, del Departamento América del Partido Comunista Cubano, operando como doble agente, les habría entregado la valiosa información a los norteamericanos.
Desprovistos de armas, la guerra promovida por los frentistas había terminado.
Aparentemente.
Quedaba aún una fórmula que recorría durante las últimas semanas de agosto las locas tertulias de muchos chilenos que no aguantaban más la situación: el atentado contra la vida de Pinochet. El aire santiaguino estaba envenenado de presagios. Por algún misterioso mecanismo de osmosis se había filtrado que algo definitivo se estaba tramando. El grupo escogido del FPMR, que en aquellos mismos días ultimaba en el Cajón del Maipo los preparativos de la Operación Siglo XX, no podía imaginar que se había producido alguna fuga en el blindaje informativo que acorazaba su temeraria acción. De esa fuga invisible habían surgido fantasías de tiradores de élite, de emboscadas intrépidas, de comandos extranjeros. En este libreto todo encajaba para que en cualquier momento llegase el reventón.
El domingo 7 de septiembre, a las 18:35, al pasar la veloz caravana presidencial por la cuesta de Achupallas, de vuelta de un fin de semana en la residencia de El Melocotón, súbitamente estalló el infierno.
Desde hacía tiempo Pinochet se estaba quedando cada vez más solo. La Iglesia católica, la embajada norteamericana, la misma Junta Militar, algunos de sus partidarios políticos daban claras señales de que su figura no era imprescindible. “Quiero que cambien las caras de La Moneda” era una frase que se le atribuía al brioso embajador Barnes, pero que con matices asumían muchos partidarios del régimen. Así que el jefe de Estado decidió medir sus fuerzas. Sus declaraciones de julio en Santa Juana constituyeron una calculada huida hacia delante. Estiró audazmente el elástico, hasta expresar algo que casi olía a autogolpe. Y las reacciones llegaron desde los flancos amigos y adversarios:
Casi todos manifestaron desazón y sorpresa.
“La sorpresa es que alguien se sorprenda”, retrucaba irónico Ricardo Lagos. Resumía así el pensamiento de la oposición, que no creía que Pinochet fuese a dejar el poder por ninguna razón jurídica, aunque estuviera contenida en la Constitución promulgada por él mismo. Fernando Ariztía, obispo de Copiapó, opinaba que “el discurso de Pinochet era una broma de mal gusto”. Pero también era muy duro Robert Gelbart, subsecretario de Estado para Asuntos Sudamericanos, quien declaraba por aquellos días en forma enfática: “La política de EE.UU. no es ambigua. Desde el presidente Reagan hasta el último funcionario del Departamento de Estado, del Pentágono, de la CIA, todos pensamos lo mismo: queremos que Pinochet se vaya. Y queremos que su gobierno lo herede otro que dé paz y estabilidad a Chile”. La diplomacia había terminado, ahora se hacían presentes los empujones verbales.
Pero las palabras de Pinochet en Santa Juana causaron estupor también en los miembros de la Junta, en el gobierno y en las formaciones oficialistas.
En la Junta, el almirante Merino y los generales Matthei y Stange defendieron su independencia contra la invasión perpetrada por Pinochet en su campo de decisiones. Nunca se habían comprometido con ningún nombre y querían ejercer libremente su codiciado derecho a elegir el candidato para el 88. En su clásico estilo humorístico de los martes, Merino adelantaba que “cualquiera puede ser la persona que continuará el proceso después de 1989. Puede ser un señor que va a ser elegido en la calle y que todavía no tiene idea que va a ser él”. Matthei y Stange recordaron que, según la Constitución, nadie les podía obligar a un determinado candidato. Pinochet comprendió la amenaza. Le esperaba una dura guerra de desgaste para doblegar las voluntades de sus excolegas de la Junta. Le irritaban sobremanera sus pujos de independencia, su pretensión de oponerse a la designación que él había resuelto. Pero aún tenía enormes recursos de poder y dos largos años por delante. Lo de Santa Juana apenas había sido una primera escaramuza.
Del gabinete solamente los ministros incondicionales, como Hugo Rosende y Alfonso Márquez de la Plata, se alinearon con las palabras de su jefe. Los demás, o guardaron silencio o aventuraron aclaraciones y salvedades. El primero que se desmarcó fue el ministro del Interior, Ricardo García. Pero también lo hicieron el canciller Jaime del Valle y Jorge Prado, secretario de Agricultura. Mas, por debajo de todos, seguía maniobrando el cerebro de la operación: Francisco Javier Cuadra, ministro secretario general de gobierno. Cuadra gozaba de su momento de máxima influencia y aprovechaba la fascinación que ejercía sobre el jefe de Estado para hacer que Pinochet golpeara la mesa y reponerlo así en el centro de la escena de cara a los siguientes actos del drama. Audaz, sabía que esto iba a tener un alto costo en la opinión del club político. Pero, según él, merecía la pena, a cambio de mostrar la voluntad robusta de su jefe de persistir y continuar en su cargo. Después habría que preocuparse de las formas legales.
Donde quizás el discurso de Pinochet provocó mayor consternación fue entre sus fervorosos amigos de la UDI. Se sentían algo estafados, tanto que sus dirigentes Jaime Guzmán y Javier Leturia declararon que “el presidente se encontraría en un genuino error de concepto que afecta a la esencia misma del régimen constitucional que el pueblo se dio en 1980 y que las Fuerzas Armadas y de Orden han jurado respetar bajo un compromiso de honor del que nadie puede dudar”.
Entre los simpatizantes de Pinochet se hablaba ya de acortar plazos. El Departamento de Estado, a través de Elliot Abrams, diagnosticaba que la situación no daba para dos o tres años más. Además la visita del general John Gavin, jefe del Comando Sur del Ejército Norteamericano, habría tenido como objeto, según fuentes fiables, avisar a altos cargos de las FF.AA. chilenas que “el general Pinochet estaba concluido desde el punto de vista estratégico”.
Ni siquiera el certero golpe de Carrizal contra los enemigos más radicales del régimen había logrado recomponer la desgastada figura del jefe de Estado. Por eso, los asesores de imagen idearon un gran acto masivo de reafirmación en torno al general, con desfile, farándula y discursos. Un acto para el día martes 9 de septiembre, cuyo eslogan era: El primer día del futuro. El coronel Núñez, encargado de las organizaciones civiles, y su gente debían llevar adelante la gran convocatoria, apelando a todo tipo de colectivos oficialistas, partidos, damas voluntarias de diversos colores, colegios, grupos artísticos. Se trataba de crear el decorado adecuado para escenificar la resurrección política de Pinochet y el inicio de la gran marcha… hasta el 98.
A las 18:35 horas de aquel domingo 7 de septiembre de 1986, la caravana del jefe de Estado se iba abriendo camino apresuradamente por la estrecha carretera G-25 del Cajón del Maipo. En el kilómetro 5.2, a la altura de La Obra, súbitamente un nutrido comando de emboscados atacantes, pertrechado de armas automáticas y pesadas, se tomó la escena y comenzó a disparar a mansalva. Entre el cerro y el terraplén los vehículos de la comitiva estaban cogidos en una trampa. Balas, bombas, cohetes, metralla se abatieron durante seis minutos sobre el séquito del dictador.
No tuvieron fortuna los guerrilleros en el logro de su objetivo. Al inicio de la refriega, el conductor del auto del general fue capaz de girar en ciento ochenta grados en medio de la batahola. Con el blindaje indemne y algunos vidrios trizados devolvió a su jefe, en el Mercedes Benz recién estrenado, a su residencia de El Melocotón. Adelante, en el lugar del enfrentamiento, quedaban cinco muertos y algunos heridos graves, y diversos escoltas alelados aún por el espanto. Los atacantes se retiraron, en orden y sin bajas, en pleno territorio enemigo.
Surgía la pregunta: ¿quiénes habían atacado a la caravana? La situación política de las últimas semanas hacía posibles variadas conjeturas. No se podía descartar ni siquiera la conspiración desde el interior del régimen. De hecho, al llegar a El Melocotón, una de las primeras cosas que hizo Pinochet fue pedir informaciones sobre la situación de los regimientos. Las últimas actuaciones del capitán general habían dejado demasiados flancos al descubierto. Por eso, en el momento en que llegaba a El Melocotón, después de quince minutos de azarosa huida, se preguntaba por el origen de ese brutal poder de fuego que estalló desde la montaña. Los combatientes habían operado sobre el recorrido –teóricamente ultravigilado– de la caravana presidencial. No podía creer en tal descuido de su equipo de seguridad. Pero ¿acaso no había indicios suficientes para pensar en un atentado desde las propias filas?
La misma pregunta se hicieron cientos de miles de telespectadores que vieron interrumpido el programa Jappening con Ja de TVN, algo antes de las ocho de la noche, con un extra que causó asombro: el atentado contra Pinochet, con varios muertos. Durante dos horas un gran suspenso flotó sobre el territorio nacional: ¿dónde estaba el general?, ¿qué había ocurrido en el Cajón del Maipo? A las diez apareció Pinochet en pantalla, con la mano vendada, explicando lo sucedido. A esa hora ya los organismos gobernantes tenían indicios de que el Frente Patriótico Manuel Rodríguez había sido el responsable.
La maquinaria represiva reaccionó con el automatismo devastador de un terrible Frankenstein. Aquella misma noche se decretó el estado de sitio en todo el país. A la madrugada fueron detenidos y cosidos a balazos, con un exceso vesánico, Felipe Rivera Gajardo, electricista; Fernando Videurrázaga Manríquez, profesor primario; José Carrasco Tapia, editor internacional de la revista Análisis. A la madrugada del día siguiente completó la fúnebre cuenta el publicista Abraham Muskatblit Eldelstein. Los cuatro tenían o habían tenido relaciones con el MIR o con el Partido Comunista.
Un comando autodenominado 11 de Septiembre reclamó la autoría de los cuatro crímenes: “Matamos a cuatro marxistas para vengar a los escoltas muertos en el atentado a Pinochet y todavía falta uno para saldar las cuentas”. La última persona elegida como víctima, que se pudo salvar al pedir auxilio en la noche a sus vecinos, era el abogado de la Vicaría de la Solidaridad Luis Toro, a quien unos años después, ya en el gobierno democrático, le iba a tocar poner recursos contra activistas armados de izquierda en los tribunales. Fueron clausuradas y amenazadas de inmediato las siete revistas más importantes de la oposición (Análisis, Apsi, Cauce, Hoy, La Bicicleta, Pluma y Pincel y Fortín Mapocho). Los sacerdotes extranjeros Pierre Dubois, Jaime Lancelot y Daniel Carruete sufrieron sendas expulsiones del país.
Los opositores quedaron dramáticamente descolocados. La mayoría de ellos condenaban el atentado con la cabeza, pero su corazón decía otra cosa. Incluso las viejas teorías católicas del tiranicidio proporcionaban una cobertura moral a sus sentimientos espontáneos. Algunos connotados líderes, tanto decés como izquierdistas, esperaban este hecho, lo deseaban secretamente hacía tiempo y sintieron depresión y rabia por el fracaso de la emboscada. Rendían admiración en su interior a la bravura de aquellos muchachos. Entre tanta comidilla teórica de barrio alto, entre tanto apitutado de oenegés, los frentistas no habían obrado por el puro cálculo. Pero habían cometido un error de realización y ahora su atentado se volvía contra la lenta relojería transicional construida precariamente durante los tres últimos años. Los espacios conquistados para el debate y la vida republicana habían sido suprimidos de un plumazo. Se volvía a la lógica de la fuerza y en ella ya se había perdido. Incluso la movilización social parecía un bello sueño del pasado.
Las organizaciones y grupos tuvieron que pasar por el ritual de la condena del atentado. Pinochet recibía con enorme gusto las pleitesías oficiales de eclesiásticos, líderes gobiernistas, políticos de oposición, asociaciones profesionales y cívicas, instituciones del Estado, embajadas, personalidades académicas. El mismo presidente Reagan le envió un telegrama de apoyo. Aquel obligado besamanos satisfizo la vanidad de un hombre que hasta hacía unos días estaba relegado al leprosario de la política.
La manifestación convocada para el día 9 cambió de signo. Se convirtió en un acto de desagravios, en una denuncia de los adversarios políticos y, sobre todo, en una demostración de poder que aniquilaba las esperanzas de las formaciones opositoras de acelerar el proceso democratizador. Miles y miles de personas desfilaron delante del Altar de la Patria –el feísimo monumento erigido por la dictadura–, en plena Alameda. El jefe de Estado, acompañado por su mujer, flanqueado por los miembros de la Junta y el gabinete, aparecía como el caudillo providencial salvado milagrosamente de las balas marxistas y dispuesto a seguir en su puesto hasta el final. El eslogan del acto: “El primer día del futuro” había ganado en sentido para los entusiastas organizadores. Ese futuro solo se podría escribir encabezado por un nombre: el de Augusto Pinochet.
Las estrategias largamente maceradas por la oposición y sus numerosos expertos en ciencia política se fueron repentinamente a pique. Tres años de depresión económica y de ablandamiento del régimen por medio de la movilización social anunciaban un último empujón para remover el “obstáculo”, a punto ya de caer. La batalla de El Mirador volvió el sueño colectivo a fojas cero. El gobierno se reafirmaba en el itinerario constitucional y enviaba las leyes de partidos políticos para seguir avanzando. Pinochet salía consolidado y, en apariencia, irresistible. La Junta perdía capacidad de contrapeso. Por primera vez desde la crisis del 81 los distintos indicadores señalaban buena salud de la economía. Los siguientes meses fueron para un restablecido oficialismo un paseo casi triunfal.
Al final del año, José Donoso publicó un libro cuyo título dibuja el estado de ánimo acumulado. La desesperanza descubre “un Chile a que estamos condenados”, según las palabras del novelista. Unas semanas más tarde Carlos Camus, el polémico y antipinochetista obispo de Linares, definió el año que terminaba con una palabra: “frustración”, “porque se institucionalizó la crisis y parece que no hay más salida que el suicidio”.
En el deprimido mundo de la oposición se hablaba de impasse, de cuello de botella, de callejón sin salida. La Operación Siglo XX de los arrojados guerrilleros del FPMR marcó un hito en la historia. Cuando a las 18:44 horas de aquel anochecer del domingo 7 de septiembre se hizo el silencio de las balas y de los bombazos, se abría un nuevo capítulo. Había reventado, hecha inútil realidad, la fantasía magnicida de miles de chilenos. Si antes se exigía cambiar las reglas del juego, ahora se aceptaba la cancha rayada por la Constitución del 80, con toda su ilegitimidad a cuestas.
El dilema dictadura o democracia se transformaba en el de continuación del régimen o transición. Esta iba a ser la modesta y molesta batalla.
En 1986 los astrónomos habían prometido una visión esplendorosa del cometa Halley en su visita cada 76 años a la Tierra. Esto provocó gran expectación. Pero el Halley apenas mostró su rostro de luz y su cabellera de fuego. Se perdió, evasivo, en la oscuridad del espacio.