Lejos de Piccadilly Circus, en uno de los más amplios despachos del Banco de Inglaterra, tres hombres debatían sobre la extraña invitación que cada uno de ellos acababa de recibir esa misma mañana.
—¿Qué demonios se supone que significa esto? —increpó el mayor de ellos, uno de los subdirectores del banco. Su nombre era Arthur Hastings, y el despacho donde se encontraban reunidos era suyo. Rondaba la cincuentena y, al igual que los otros dos, iba elegantemente vestido con un traje del mejor paño inglés, cortado a medida en una de las prohibitivas sastrerías de Saville Road. Era más robusto que sus compañeros y, bajo las pobladas cejas, tan oscuras como su pelo, relucían unos pequeños ojos azules que en aquel momento parecían cualquier cosa menos misericordiosos.
—Debe de tratarse de algún tipo de broma macabra —apuntó otro, mientras volvía a examinar, por enésima vez en la última hora, aquel pequeño trozo de papel que había puesto su mundo patas arriba. La carta había llegado en un sobre con los márgenes en negro, como los que se utilizaban para enviar las notificaciones de defunción. Solo que, en vez de contener los datos para la asistencia a un funeral, incluía una tarjeta con los de otra cita bien distinta. Como si quisiera exorcizar los malos augurios que la nota había traído consigo, volvió a leerla, esta vez en voz alta:
Mi muy estimado doctor Sullivan:
Es un honor invitarle a la sesión de magia que tendré el privilegio de ofrecer el próximo jueves 29 de octubre a las ocho de la tarde en la sede del Egyptian Hall.
Durante el espectáculo, que tendrá lugar delante de casi trescientos invitados, entre los que sin duda se encontrarán algunos de sus distinguidos contactos, facilitaré cierta información que sin duda será de su interés, así como determinadas instrucciones que, estoy seguro, procederá a ejecutar de buen grado.
En deferencia a los demás asistentes se ruega máxima puntualidad.
Con el deseo de poder disfrutar una vez más de su ansiada compañía, se despide,
Su ferviente servidor,
Víctor Mayfair
Mago ilusionista.
Los tres habían recibido exactamente el mismo mensaje, escrito a mano y firmado en tinta roja. La única diferencia entre las tres notas era el nombre y tratamiento del destinatario. El doctor Sullivan, que acababa de dejar la suya, tras leerla, en una de las bandejas de plata junto al servicio de café, se pasó una mano por el ralo cabello castaño, buscando con su mirada las de los otros hombres, como si en ellas pudiera hallar una explicación a lo que estaba ocurriendo.
—¿Una broma macabra? ¡Por el amor de Dios, Sullivan! Es una clara amenaza, ¿es que no lo ves? —El que había hablado era el tercer hombre, William de Lanclos, duque de Greystone. A sus treinta y cinco años, era el más joven y apuesto de los tres. Alto como los otros dos, con el cabello rubio bien cortado y peinado a la moda, era el único que no llevaba barba. Tenía un rostro simétrico y bien proporcionado, con un pronunciado mentón cuadrado que, sin embargo, no lo afeaba. Habría sido un hombre muy atractivo si no fuera porque había algo en sus ojos verdes, cierto matiz de altivez, que lo hacía parecer distante e indiferente; algunos dirían que incluso cruel—. Lo que tenemos que decidir es qué vamos a hacer.
—Pues dínoslo tú, William —le replicó Arthur de mala gana—. Al fin y al cabo, hace seis meses fuiste tú quien nos dijo que todo el asunto estaba arreglado. ¡Y ahora nos topamos con… esto! —Blandió su nota con tanta violencia que estuvo a punto de romperla—. Bonita forma de arreglar las cosas.
—Se marchó de mi casa convencido, de eso estoy seguro. ¿Acaso tú lo hiciste mejor? —se defendió el joven.
—¡Lo habría hecho si me hubierais dejado! Ya sabéis cuál fue mi propuesta. ¡No puede uno fiarse de alguien de esa calaña!
—¡Caballeros, por favor! —volvió a intervenir el médico, intentando que hubiera paz—. No ganaremos nada enfrentándonos entre nosotros. Mantengamos la cabeza fría.
Los tres hombres hicieron un esfuerzo por relajar los ánimos. Arthur tomó asiento tras la gran mesa de caoba que se alzaba en el centro de su despacho, al tiempo que el médico lo hacía en uno de los lujosos sillones de piel, en los que no era infrecuente encontrar a algún alto cargo del gobierno de Gran Bretaña. Solo el duque de Greystone permaneció de pie frente a uno de los amplios ventanales, observando el bullicio del siempre concurrido tráfico de carruajes en Threadneedle Street.
—Quizás estamos sacando las cosas de quicio —acabó diciendo el médico, en un intento de distender la tensión—. No hay nada en esa invitación que realmente suponga una amenaza para nosotros.
—¿En serio? —ironizó el subdirector—. ¿Y para qué nos invita, entonces? ¿Para que pasemos una velada agradable?
—Está claro que trama algo —coincidió William, apartándose de la ventana y acercándose a los otros.
—¿Y ese tono de insolencia? «Su ferviente servidor» es claramente una forma de ridiculizarnos —insistió Arthur Hastings—. ¿Cómo se atreve a dirigirse a nosotros en esos términos? ¿Es que no sabe con quiénes está tratando?
—Busca provocarnos, que nos precipitemos y cometamos algún error —comentó William.
—De todas formas, ¿qué error podemos cometer? —terció de nuevo el doctor Sullivan—. No olvidemos que, en realidad, él no sabe nada. Es imposible. Y, aunque supiera, ¿qué más da? Da igual lo que intente, no podrá contra nosotros.
Al hilo de aquellas palabras, los tres hombres intercambiaron una mirada de complicidad y, por primera vez en toda aquella mañana de rabia e incertidumbre, parecieron coincidir en algo. El médico había hablado con la voz de la razón, la que los devolvía a su lugar en el mundo. Sí, era cierto que se habían puesto algo nerviosos, era normal, teniendo en cuenta que se trataba de una situación inusual en la que todos detestaban verse envueltos. Pero no debían perder la perspectiva correcta del asunto. ¿Quién era ese Víctor Mayfair? Un engañabobos que se ganaba la vida mintiendo a las mentes más simples, un vulgar buscavidas, un mequetrefe….
Sin embargo, ¿quiénes eran ellos? Arthur Hastings, subdirector del Banco de Inglaterra, mano derecha de varios de los ministros más importantes del gobierno del Imperio británico; el doctor Henry Sullivan, uno de los médicos personales de la propia reina de Inglaterra, director de uno de los sanatorios más prestigiosos de Europa; y William de Lanclos, el séptimo duque de Greystone, cabeza de una de las familias más ricas e influyentes de la alta aristocracia británica.
¿Qué podía hacer, o siquiera intentar, alguien como ese Víctor Mayfair contra ellos? Sí, sin duda lo más peligroso que podría hacer era sacarlos de quicio con su insolencia y su desfachatez. Pero ellos podían hacer que incluso esa niñería le costase muy cara.
—Aun así, no debemos quedarnos de brazos cruzados. Tan pronto recibí la nota, procedí a tomar medidas preventivas. De momento, no puedo contaros mucho más, pero pronto tendremos novedades —informó William de Lanclos, mientras los otros dos lo observaban con gran interés.
—Yo haré lo mismo por mi parte —anunció el médico—. Sería absurdo quedarnos observando a su merced.
Arthur miró a cada uno de ellos a los ojos, en un intento de ver más allá de lo que decían sus palabras.
—Creo que todos sabemos lo que tenemos que hacer a partir de aquí —acabó diciendo con gesto grave—. Caballeros, aunque el riesgo es bajo, debemos mantener la guardia. Pronto, ese insolente recibirá su merecido, ya nos encargaremos de ello. Pero, mientras tanto, será mejor que tengamos cuidado y que cada uno haga lo que esté en sus manos para protegerse.
Y con un leve asentimiento, como si aquellas palabras hubieran sido la señal que habían estado aguardando, los tres hombres se pusieron en pie y se despidieron con un sobrio saludo. No hacía falta decir más, todos eran conscientes de cuál era el riesgo que corrían y a lo que se exponían si eran descubiertos. Aunque sabían que las posibilidades eran pocas, ninguno de ellos estaba dispuesto a sacrificarse.
Hastings observó a sus compañeros mientras abandonaban el despacho hasta que la puerta se cerró con un estruendo seco, como el de una tumba centenaria que se sella aislando la estancia del resto del mundo. Solo entonces se permitió dejar vagar la mirada por el elegante despacho en el que había establecido la sede de su pequeño reino, en el que él era el señor absoluto.
Contempló los altos techos, decorados con bellas molduras de escayola, y las estanterías de ébano, repletas de libros encuadernados en piel con sus títulos dorados; los relucientes suelos de madera, cubiertos con alfombras persas de seda con un diseño tan intrincado que solo podrían rivalizar con las del mismísimo Palacio de Buckingham; su escritorio boulle, con su lujosa ornamentación y sus compartimentos secretos, digno de un príncipe. No se trataba de meros objetos de lujo; para él eran un símbolo de su estatus, de su poder, de todo lo que había conseguido con años de esfuerzo y trabajo.
Mientras que De Lanclos y Sullivan habían tenido la suerte de nacer en un entorno privilegiado, para él había sido más difícil. Sus orígenes no eran humildes, pero no podían compararse con los de ninguno de ellos. Él había necesitado mucho más que un apellido honorable para lograr su lugar en el mundo; se había labrado su posición a base de tocar los hilos correctos, mano dura y mente afilada, y de ser capaz de ver más allá de lo que percibían los demás. Ahora, su nombre sonaba con insistencia como sustituto del actual director del Banco de Inglaterra, que no tardaría en jubilarse y, por fin, él y su esposa eran bien recibidos en los salones más influyentes de todo Londres. Todos querían el beneplácito del cada vez más poderoso Arthur Hastings.
Todo lo que siempre había ambicionado estaba al alcance de su mano. Y de ninguna manera iba a permitir que un vulgar mago lo pusiera todo en riesgo. No, él tenía sus propias cartas que jugar antes de que aquel pobre desgraciado sin oficio ni beneficio pudiera siquiera alzar un dedo contra él.
Si no hubiera confiado en el inútil del duque de Greystone, ahora no estaría perdiendo su valioso tiempo con aquel fastidioso asunto. Estaba claro que, si quería las cosas bien hechas, tendría que ser él quien las hiciera. No le faltaban recursos ni resolución, ni le temblaría la voz al dar las órdenes necesarias para protegerse a sí mismo; para protegerlos a todos. Y comenzaría esa misma mañana, no perdería ni un solo segundo más.
Con un movimiento rápido, se levantó dispuesto a marcharse del banco. Ya había tomado su abrigo y su bastón y estaba a punto de salir cuando vio su invitación sobre el escritorio, idéntica a la que habían recibido Sullivan y Lanclos. Mascullando una maldición, la arrojó al fuego de la chimenea con el deseo de que también el mago ardiera con ella y, solo cuando se hubo consumido, se marchó por fin, dando un portazo.
Y entonces, en la soledad de la estancia, una sombra veló la luz que entraba a través de los ventanales y una ráfaga de aire sacudió las llamas, que se agitaron en silencio. Después resonó el eco de unos pasos que se fueron desvaneciendo en la nada, como los de alguien que nunca hubiera estado allí, como los de un fantasma.