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Entre las pocas memorias que el fuego no había logrado arrebatarme estaba la de la primera vez que visité el Egyptian Hall. Recuerdo el contacto cálido de la mano de mi abuelo mientras nos adentrábamos a través de las grandes salas de exposiciones. Yo no debía de tener más de cinco o seis años y todo me parecía enorme: las inmensas columnas de estilo egipcio, la gran cúpula central, los altos techos… Pero sobre todo recuerdo las momias. Se trataba de una exposición de objetos egipcios procedentes de alguna expedición inglesa y, aunque estoy seguro de que habría otras piezas igualmente fascinantes, fueron los sarcófagos y sus inquietantes ocupantes los que lograron hacerse un lugar en mi mente para no abandonarla nunca.

«No tengas miedo, Alistair», me había dicho mi abuelo, inclinándose para poder mirarme directamente a los ojos. «Todas esas momias llevan muertas miles de años. Los muertos no pueden hacernos daño. Solo hay que temer a los vivos».

Después, el Egyptian Hall había dejado de albergar exposiciones, charlas y conferencias y se había convertido en «la casa de los misterios de Inglaterra», una de las salas de magia más importantes del mundo, en la que todos los grandes ilusionistas de la época soñaban con poder actuar algún día.

Cada noche, a las ocho, la entrada principal, situada en Piccadilly Circus, se llenaba de elegantes carruajes, de los que descendían damas y caballeros vestidos con sus mejores galas, pero también de trabajadores que acababan de terminar su jornada en la oficina, el taller de costura o la tienda de moda. Aquel era el poder de la magia, el de encender una chispa de entusiasmo en todos por igual, independientemente de su origen y condición social, porque una vez que traspasabas las puertas del Egyptian Hall, nada era imposible.

No, nada es imposible, me dije en un intento de infundirme una seguridad que estaba lejos de poseer. Acababa de cumplir diecinueve años y era muchas cosas, pero por encima de todo me consideraba un aprendiz de mago. Y, por supuesto, mi gran ambición, mi deseo más salvaje, el gran sueño de mi vida, era poder actuar algún día en el magnífico escenario del Egyptian Hall.

El edificio se alzaba ante mí como si hubiera sido arrancado desde las lejanas tierras de Egipto y transportado hasta allí a través de los siglos y la distancia. Dos inmensos pilonos flanqueaban uno aún más grande, dentro del cual destacaba la entrada principal, guardada por dos columnas egipcias con capiteles en forma de papiro. Parecía un templo más que un teatro, o al menos así lo percibía yo: un lugar lleno de secretos prohibidos, al que solo tienen acceso unos pocos privilegiados.

Aquella mañana faltaban tres días para la víspera de Todos los Santos, y el cielo había amanecido cubierto de mil matices de gris. Soplaba una brisa suave que me revolvía el pelo y que levantaba un remolino de hojas doradas y plateadas a mi paso. Era aún muy temprano y el Egyptian Hall no había abierto sus puertas, pero aquel era un día tremendamente especial y no podía permitirme llegar tarde ni cometer ningún error. Me atusé el flequillo rubio con la mano, me coloqué el viejo traje lo mejor que pude y confié en que, al menos aquella vez, las cosas salieran como yo las había planeado. O, al menos, mejor que la última vez…

—No estés nervioso —susurró una voz conocida detrás de mí—. Ya verás como lo consigues.

Me giré, incapaz de reprimir una gran sonrisa. Como siempre que la veía, el corazón me había dado un vuelco.

—Solo espero que esta vez salga mejor que última… —acerté a responder, acercándome a ella. Se llamaba Elisabeth, debía de tener más o menos mi edad y se ganaba la vida vendiendo flores con una cesta en Piccadilly Circus y Bond Street. Y, a pesar de que estaba extremadamente delgada y de la palidez de sus mejillas, era la chica más bonita que había visto jamás, con aquellos inmensos ojos grises que, cuando te miraban, te hacían sentir el tipo más afortunado del mundo, como si fueras alguien mucho más importante que un vulgar muchacho ansioso por probarse a sí mismo.

—¡No te fue tan mal! —se rio. Y la luz se reflejó en su larga trenza rubia, arrancándole destellos rojizos—. Solo te dijeron que no necesitaban a nadie. Y que no te colaras en el teatro…

—¡No me había colado, quería que me contrataran como ayudante de bastidores! —me defendí, riéndome. Lo cierto era que, semanas atrás, había descubierto una entrada a través de una cámara de aire que terminaba en el tejado y a la que se podía llegar sin problema desde un edificio anexo. La había usado para poder acceder a los ensayos de los magos, pero me descubrieron y no dudaron en echarme—. Pero esta vez será diferente. ¿Sabes que ya está aquí Víctor Mayfair? Es un ilusionista muy famoso —aclaré, viendo por su expresión que no sabía de qué le hablaba—, uno de los mejores escapistas del mundo. Voy a intentar que me contrate como ayudante, aunque solo sea durante los días que va a actuar en Londres. Si lo lograra, sería una gran oportunidad para mí. Imagínate todo lo que podría aprender de él…

—Seguro que hoy tienes más suerte —aventuró ella, aunque yo sabía que era imposible que comprendiera lo importante que aquel día era para mí—. Pero ¿y esa ropa? ¿No te queda un poco grande?

Yo estaba convencido de que mi gran error de la última vez había consistido en no ir vestido como se esperaba que lo hiciera un ayudante de mago. Así que me había fijado en lo que llevaban los demás y había intentado copiarlo. Más o menos.

—Es que he pensado que este traje era más elegante que lo que suelo llevar —respondí, restándole importancia y apresurándome a cambiar de tema—. Bueno, tengo que dejarte, parece que ya van a abrir. Y no quiero que nadie se me adelante.

—Pero… ¡espera! —me llamó y, al girarme hacia ella, se acercó para colocarme un ramito de violetas en el ojal de la chaqueta. Un pequeño estallido de vida y color en aquel tejido viejo y desgastado que, sin duda, había vivido tiempos mejores.

Sonreí, cayendo en mi error. ¿Cómo había podido olvidarme? Ni una sola vez de las muchas que habíamos hablado me había marchado sin comprarle algo. Yo sabía lo mucho que necesitaba vender aquellas flores antes de que acabara el día. Y para mí unas monedas no significaban nada.

—Elisabeth, hoy no llevo nada encima, no te lo puedo pagar —le expliqué con una sonrisa triste, haciendo un amago de quitarme el ramillete, algo que ella se apresuró a impedir con un gesto de su mano.

—No importa —me sonrió—. Es un regalo. Por todas las demás veces. Te dará suerte.

Al acercarse, su pelo había rozado mi mejilla. Había sido solo un segundo, pero su tacto había sido suficiente para que el mundo dejara de girar a nuestro alrededor. Ya no escuchaba el sonido de los carruajes ni los ecos de las conversaciones de la gente que pasaba a nuestro lado. Solo estábamos Elisabeth y yo.

Aun así, el espectáculo debía continuar y, haciendo un gran esfuerzo, rompí el silencio por los dos.

—Pero ¿has visto? ¿Qué tienes aquí? —le pregunté, señalando con mirada de preocupación hacia su cabello, detrás del cuello. Ella se tocó alarmada, al tiempo que yo simulaba extraer una moneda de dos chelines de su trenza. Y entonces su rostro cubierto de pecas se iluminó con una gran sonrisa, la recompensa que siempre acompaña a un truco bien ejecutado, por sencillo que sea.

—¡Me has engañado! —protestó, divertida, mientras yo dejaba los dos chelines en su cesta.

—¡Tengo que irme! —En efecto, las puertas del Egyptian Hall habían comenzado a abrirse y ya había varios hombres aguardando para entrar, otros que, como yo, venían buscando trabajo por horas o días. No podía retrasarme. Me despedí con un gesto rápido y me alejé hacia el edificio.

—Algún día serás un gran mago, Alistair —musitó ella a mi espalda.

Y aquellas palabras de Elisabeth llenaron mi pecho de orgullo. De repente, ya no importaba que mi abuelo se opusiera a mi vocación ni que me presionara para entrar en la universidad ese mismo año, ni siquiera que hubiera trucos que se me resistieran una y otra vez, por más horas que practicara a escondidas. No importaban todas las veces que había fracasado intentando que un ilusionista me aceptara como su ayudante. Elisabeth creía en mí. Ella pensaba que algún día lograría mi objetivo. Y esa mañana, mientras me apresuraba hacia el Egyptian Hall, aquello era mucho más que suficiente para seguir persiguiendo mi sueño.

Instintivamente, rocé con la yema de mis dedos el ramillete de violetas mientras cruzaba las imponentes columnas de colores y me adentraba en el vestíbulo del teatro, dispuesto a todo con tal de conocer al gran Víctor Mayfair y avanzar, aunque solo fuera un pequeño paso, en mi carrera de magia.

No sabía entonces que estaba a punto de comenzar la gran aventura de mi vida. Tampoco conocía las terribles consecuencias que traería para todos nosotros.