Prólogo

Londres, 31 de octubre de 1919.

Muchos años después, los ancianos contarían que aquella había sido la casa más embrujada de todo Londres y que el mismísimo Diablo había bailado en sus salones al son de alguna música maldita, traída desde los infiernos. Pero ahora, a pocos instantes de que comenzara la subasta, no parecía más que una vieja mansión abandonada que emergía entre la niebla y el aullido del viento.

Quizá por eso pocos asistentes se habían molestado en levantar la vista hacia las famosas cariátides de su fachada o hacia la hiedra que se había enredado en sus tejados de pizarra. El aire era frío y amenazaba lluvia, y nadie quería perderse el comienzo.

Solo el anciano parecía no tener interés en apresurarse, a pesar de que aquella venta era el único motivo que le había hecho salir de su casa en meses, obligándolo a aventurarse en un Londres que ya no le pertenecía. Pero, esa tarde, el pasado y él tenían una cita importante, y nada en el mundo podría haberse interpuesto entre ambos.

Su lujoso automóvil se había detenido con un estruendo metálico ante la entrada principal de la casa y, mientras dejaba que el chófer lo ayudara a salir, percibió las miradas curiosas de los últimos rezagados. El escudo de armas de su familia, estampado en dorado sobre el brillante fondo negro de la portezuela, parecía gritarle al mundo quién era y, quizá, también el motivo por el que se encontraba allí. Pero hacía muchos años que esas cosas habían dejado de importarle y, con paso firme, lo único que el tiempo no había podido arrebatarle aún, cruzó el umbral de Sinclair Hall.

No le sorprendió comprobar que la guerra y el abandono habían dejado su huella también en el interior de la que una vez había sido una de las casas más elegantes de Londres. Ahora, un manto de polvo y cenizas cubría los suelos de mármol, y grandes telarañas se cernían en los rincones desde las molduras de escayola. Las inmensas lámparas colgaban sin vida desde el techo, sus cristales demasiado opacos como para que pudieran devolver los reflejos de la escasa luz del atardecer. Incluso las esfinges que decoraban el arranque de la escalera central habían quedado atrapadas por la hiedra que había logrado abrirse camino. La escena le recordó a una vieja ilustración del palacio de La Bella y la Bestia, y en efecto, Sinclair Hall parecía haber sucumbido bajo el maleficio de alguna poderosa bruja.

En el gran salón de baile se habían encendido todas las luces y habilitado asientos para un centenar de asistentes, aunque no debía de haber más de unas veinte o treinta personas allí reunidas, de las cuales él conocía a la mayoría. El director de la casa de subastas se había subido a una especie de tarima improvisada y, junto a él, sus ayudantes custodiaban los pequeños tesoros que, en escasas horas, abandonarían el que había sido su hogar durante décadas.

El anciano tomó asiento en una de las sillas más alejadas del estrado, deseando confundirse con las sombras que lo rodeaban y pasar desapercibido, pero los gestos de saludo y las miradas de curiosidad de los demás asistentes le confirmaron que no lo había logrado.

—Damas y caballeros —anunció por fin el maestro de ceremonias, al tiempo que la lluvia comenzaba a golpear los ventanales—, bienvenidos a esta subasta tan especial. Esta tarde licitaremos una parte, sin duda peculiar, de la exquisita colección del difunto lord Sinclair. Nos referimos, claro está, a su curiosa reunión de objetos de magia e ilusionismo.

Todo el mundo sabía que el día anterior se habían subastado con gran éxito los objetos de arte, antigüedades y piezas arqueológicas pertenecientes a la magnífica colección del viejo lord, muchas de las cuales habían terminado en la National Gallery y en el British Museum. Aquella tarde, sin embargo, el público era mucho más reducido, pero no por ello menos entusiasta.

—Ahora —continuó el maestro, con la plena atención de la sala—, sin más preámbulos… ¡Comencemos! Lote número 240: este interesante incensario de bronce chino, que debió de formar parte del attrezzo de algún truco de escenario.

El anciano frunció el entrecejo, intentando recordar. Él había visto aquel objeto antes, de eso estaba seguro, pero ¿dónde? ¿Sería posible que…? No, no podía ser. Debía de estar equivocado. De todas formas, no tuvo tiempo de pensar demasiado en ello; el lote se adjudicó en unas cuantas pujas y por unas pocas libras. Y lo mismo ocurrió con los siguientes objetos: un autómata que predecía el futuro, una caja de madera con espejos ocultos, una brújula trucada que apuntaba hacia donde el mago deseara… Pequeñas reliquias de otro tiempo que un día estuvieron sobre un escenario en París, Praga o San Petersburgo, con cientos de miradas fascinadas fijas en ellos, y que ahora se vendían como curiosos recuerdos por escasas monedas, arrancando, eso sí, sonrisas de simpatía y generosos aplausos para los ganadores de las pujas.

Pero, de repente, se hizo el silencio.

Un murmullo de anticipación se elevó en la sala y todos pudieron sentir ese hormigueo, esa mezcla de ilusión y expectación que solo ocurre cuando algo muy deseado está a punto de suceder. Había llegado el gran momento que todos estaban esperando: la presentación de la pieza estrella de la subasta. Buen conocedor de su oficio, el maestro de ceremonias lo sabía y no dudó en aprovecharlo, haciendo una pausa dramática que sostuvo hasta que todos los susurros se apagaron por completo.

—¡Lote 249! —reveló por fin, al tiempo que dos jóvenes ayudantes colocaban en el centro de la tarima un objeto del tamaño de una persona, cubierto con una tela de terciopelo rojo—. Sin duda, la pieza más misteriosa de toda la colección. Según algunos, el verdadero origen de la famosa serie de acontecimientos que tuvieron lugar en 1885 y que nunca llegaron a encontrar una explicación. Una pieza única e irrepetible. Ningún otro mago ha logrado replicar esta ilusión hasta el día de hoy. Sea cual sea el secreto que esconde, podemos asegurar que su creador, el gran mago Víctor Mayfair, se lo llevó con él a la tumba —dijo, y añadió con sus ojos oscuros, fijos en la audiencia—: Junto a las respuestas a otros tantos enigmas. —El silencio en la sala era ahora absoluto—. Damas y caballeros: ¡el espejo maldito de Víctor Mayfair!

A un gesto suyo, los ayudantes retiraron el paño con un rápido movimiento, dejando expuesto un espléndido espejo de bronce rematado con la cabeza de Medusa. Y justo entonces, como si de un espectáculo de magia del propio Víctor Mayfair se tratara, un rayo desgarró el cielo, iluminando toda la estancia y provocando una gran exclamación de asombro e incredulidad entre los asistentes.

Pero el anciano ya no prestaba atención a lo que ocurría en la sala. A pesar de que estaba lejos del estrado y de que sus ojos estaban cansados, podía admirar el bellísimo rostro de Medusa e incluso cada detalle de las serpientes que componían su horrenda cabellera. Solo que él ya no se encontraba allí, sentado en una fría estancia, en una mansión decadente, en un Londres aún abrumado por el fantasma de la Gran Guerra.

Estaba en su ciudad, sí, pero él era un hombre joven y fuerte. El mundo era un lugar aún por descubrir, lleno de sorpresas y oportunidades. No lo sabía, pero en solo unas horas contemplaría por primera vez aquel rostro de bronce que jamás olvidaría. Y lo haría en un lugar que, como aquel Londres de su juventud, ya no existía más que en el recuerdo de los que lo habían amado.

Esa noche, uno de los mejores ilusionistas de todos los tiempos, el misterioso Víctor Mayfair, actuaría por primera vez en la sala de magia más importante de Europa.

Era Londres en 1885 y, más allá del tiempo y de la niebla, el Egyptian Hall aguardaba.