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Arthur Hastings nunca había creído en magia, brujas ni cuentos de hadas. Pero esa tarde en su despacho, mientras contemplaba con horror aquella invitación, la que había quemado horas atrás, soltó una blasfemia, maldiciendo entre dientes, convencido de que aquello solo podía ser obra del Diablo. Porque ¿cómo si no podría haber aparecido aquella cosa otra vez sobre la bandeja de su escritorio si él mismo, con sus propios ojos, la había visto consumirse entre las llamas?

Y, sin embargo, allí estaba de nuevo, desafiando toda lógica, riéndose de él.

Sentía su corazón latiendo a toda velocidad, y necesitó apoyarse sobre la mesa en un intento de que su respiración recuperara su ritmo normal. Había ganado peso últimamente y los años comenzaban a pasarle factura. Se prometió que, cuando todo aquello acabara, haría caso a Rachel, su esposa, y se pondría en manos de un buen médico que le ayudara a volver a sentirse mejor, quizás el propio doctor Sullivan. Pero en aquel momento, con la tenue luz del atardecer proyectando extrañas formas en todos los rincones de su despacho, se conformaba con calmarse lo suficiente como para poder pensar con claridad.

Pronto el ritmo de sus latidos se fue ralentizando y pudo de nuevo respirar con normalidad. Solo entonces se dejó caer sobre su sillón y encendió la lámpara bouillotte que decoraba su escritorio. Al instante, la luz hizo que las sombras se desvanecieran en la nada y, de alguna manera, también espantó sus oscuros pensamientos.

Aquello no tenía ningún sentido y, por lo tanto, debía de estar equivocado. ¿Y si no se trataba de la misma carta? Sí, quizás eso era lo que había ocurrido. Alguien debía de haber entrado en su despacho y dejado aquello allí, con algún oscuro propósito. Se apresuró a examinar de nuevo la nota. Aunque era idéntica a la anterior, tenía la sensación de que había algo distinto, aunque no era capaz de discernir qué; allí estaban los mismos bordes en negro, la misma escritura manuscrita, la letra cursiva y masculina, el mismo texto dirigido a él. Pero, sin duda, tenía que ser otra invitación.

Pero ¿cómo era posible? Se había marchado del despacho y, como siempre, había cerrado la puerta con llave. Nadie, ni siquiera el personal de limpieza, podía entrar en su ausencia sin su consentimiento expreso. Pero aquella era la única explicación a lo que había ocurrido. Sus secretarias tenían una copia de la llave. Quizás alguna de ellas había dejado entrar a alguien usando su llave, sin contar con su consentimiento. Se levantó de un salto y salió de la estancia, dispuesto a llegar hasta el fondo de aquello sin importar lo que costara.

—¿Quién ha sido la inútil que ha permitido que alguien entrase en mi despacho en mi ausencia? —bramó, tan furioso que apenas podía controlar su voz—. ¡Saben que lo tengo terminantemente prohibido!

Las dos mujeres, una muy joven y la otra algo mayor, lo miraron sorprendidas. Llevaban años al servicio del subdirector y, aunque conocían de sobra su mal genio, nunca lo habían visto perdiendo el control de aquella manera.

—No sé a qué se refiere, señor Hastings—respondió la mayor de ellas, una mujer de unos treinta y cinco años con un maquillaje impecable y los cabellos rubios recogidos en un estiloso moño—. No ha entrado nadie en todo este tiempo.

—¡No mienta, Louisa! —le espetó, sintiendo a su pesar cómo su cara enrojecía de pura ira.

¿Cómo era posible que aquellas mujeres a las que había dado trabajo durante todo ese tiempo le pudieran traicionar de esa manera? Porque si ellas no habían dejado entrar a alguien, a algún esbirro del mago, no había ninguna otra explicación lógica.

—Jamás le mentiría, señor Hastings. —Ahora eran las mejillas de la mujer las que parecían arder por la vergüenza y la frustración—. Le aseguro que no ha entrado nadie. Constance y yo hemos estado aquí todo este tiempo…pero, si me dice qué ha ocurrido, quizá yo pueda…

—¡Mentira! Ha tenido que entrar alguien. —Y se giró hacia la otra secretaria, cuyo escritorio se encontraba frente al de su compañera, ambos flanqueando la entrada de doble puerta al gran despacho de Hastings—. ¿Acaso ha sido usted? ¡Sí, claro que ha sido usted! Ha aprovechado la ausencia de Louisa para dejar entrar a ese, a ese… ¿Cómo la ha convencido? ¿Cuánto le ha pagado? ¡Exijo que me lo diga inmediatamente! —Calló al ver los ojos de la muchacha llenarse de lágrimas, incapaz de responderle. Las dos mujeres se miraban sin entender qué ocurría, incapaces de reaccionar. Dándose cuenta de lo mucho que había alzado la voz y temiendo que alguien del banco pudiera acudir a ver qué estaba sucediendo, decidió calmarse y cerrar aquel breve interrogatorio—. Está bien —concluyó, bajando la voz—. Mañana hablaremos de esto, pueden retirarse por hoy. Pero esto no se va a quedar así. Mañana mismo tendrán que darme una explicación.

No esperó a que ninguna de las mujeres le respondiera, sino que, aún con el ceño fruncido y su sien palpitando por la ira, volvió a refugiarse en el despacho, cerrando con un portazo tras de sí. ¡Imbécil!, se reprendió. Has montado un espectáculo absurdo, poniéndote en ridículo, y no ha servido de nada. Porque si algo había sacado en claro de aquella escena era que las dos secretarias decían la verdad, de eso podía estar seguro. No había llegado hasta allí sin saber leer la mentira en los ojos de los traidores, y en los de Louisa y Constance no había encontrado más que sorpresa y desasosiego. Ellas no habían dejado entrar a nadie en su ausencia, por mucho que aquella fuera la explicación más sencilla. Pero ¿entonces? ¿Qué había ocurrido?

Por encima de todas las cosas en el mundo, Arthur Hastings confiaba en su inteligencia. Sus juicios siempre se basaban en datos y cifras, sus decisiones siempre habían sido frías, meditadas y precisas. Algunos dirían que incluso despiadadas. Al fin y al cabo, él era un hombre de ciencia, porque la ciencia, al contrario que la fe, nunca deja caer al que se aferra a ella.

Debía de haber una explicación racional para aquella carta, y él estaba dispuesto a encontrarla.

Con una calma renovada, miró a su alrededor como lo haría un depredador en busca de su presa, sin prisas, en pos de cualquier anomalía, cualquier cosa que pudiera parecerle fuera de lugar. Las obras de arte sobre la pared, la gran araña del techo, los documentos desordenados sobre el escritorio…Y entonces su mirada se detuvo. Los papeles yacían esparcidos sobre la mesa, desordenados. Aquellos folios no tenían ninguna relevancia, de ahí que los hubiera dejado sin archivar, pero él los había colocado en orden y ahora estaban dispersos; pero no como si alguien los hubiera estado leyendo, sino como si una ráfaga de viento procedente del ventanal los hubiera revuelto.

El ventanal. Por instinto, su mirada se volvió hacia él. Se encontraba cerrado desde dentro, con las lujosas cortinas de terciopelo azul cayendo a los lados; nada parecía inusual o diferente. Y, además, su despacho estaba ubicado en la última planta, a más de veinte metros desde el suelo, en uno de los edificios mejor protegidos de Inglaterra. Era imposible que alguien hubiera osado siquiera intentar entrar allí a través de una ventana a plena luz del día. Pero… ¿y si, como decía aquel detective, ese que tanto le gustaba a la plebe, «una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad», o algo así?

Con paso titubeante se acercó para inspeccionar el cierre. No tenía ni una sola muesca, ningún indicio de que hubiera sido forzado. Abrió la ventana. Una bocanada de aire frío le golpeó el rostro al asomarse al exterior. Las farolas de gas acababan de encenderse y su luz se difuminaba en la espesa niebla que había comenzado a levantarse. Era casi la hora de la cena y, a pesar de la altura a la que estaba, le llegaba el eco del sonido de los carruajes y de las voces de los viandantes que se apresuraban por Threadneedle Street.

Se inclinó lo suficiente como para poder mirar hacia los lados, dejando que el viento le revolviera el cabello. ¿Sería posible que alguien hubiera podido acceder caminando por las estrechas cornisas del edificio? Sintió vértigo de tan solo imaginarlo, le parecía inconcebible, pero aun así… era probable.

Y, sobre todo, era la única explicación lógica, excepto que… Se detuvo en seco. Un sudor frío le recorrió la espalda, haciéndole estremecerse. No, aquella posibilidad no tenía sentido, no podía ser… debía descartarla inmediatamente. Él jamás había creído en fantasmas, y no iba a empezar a hacerlo esa noche.

Volvió a examinar la carta, que había dejado arrugada en un extremo del escritorio, en busca de cualquier pista, algún detalle que pudiera desenmascarar a su extraño portador, fuera quien fuere. La leyó una y otra vez, de manera obsesiva, analizando cada letra, cada margen y, sin embargo, seguía sin encontrar nada. Ya estaba a punto de romperla en mil pedazos y arrojarlos por la ventana cuando de repente se quedó inmóvil.

Acababa de darse cuenta de algo importante. Cerró los ojos, acercó el papel a su nariz y, entonces, lo comprendió. La diferencia que había advertido antes sin saber qué era había estado ahí todo el tiempo, tan sutil que era casi imposible de descubrir: su perfume.

Sintió el tacto satinado del papel caro contra sus labios y su olor, como si de una máquina del tiempo se tratara, lo trasladó a una noche no muchos meses atrás. Una noche de principios de primavera, de vino, risas y música.

Aquella noche.

Cerrando los ojos con fuerza, apretó la nota contra su rostro como si, al hacerlo, pudiera regresar hacia atrás y retener aquellos instantes, pero era imposible. Por mucho que intentó aferrarse a ellos, el hechizo se desvaneció y las memorias desaparecieron, dejándole de nuevo a solas con su miedo y su incertidumbre en el vacío de aquella estancia estéril. Y ni siquiera el dolor de su puño al golpear su escritorio pudo distraerle del terrible pensamiento de que aquella era la vulgar fealdad en que se había convertido su vida.