6

El mago retiró con cuidado el último lienzo de lino. «Aquí está… el Espejo de Medusa», anunció el ilusionista. Durante algo más de dos horas, todos en el equipo, incluidos los propios Víctor y Salomon, habíamos estado trabajando sin descanso en descargar los artefactos que formarían parte del espectáculo, depositándolos en el almacén que el Egyptian Hall tenía habilitado para ello. Algunos permanecían cuidadosamente embalados para protegerlos de cualquier daño, mientras que otros se encontraban ya al descubierto.

Aunque todos habíamos recibido instrucciones precisas sobre cómo tratar cada objeto con la máxima precaución, Víctor había insistido en supervisar personalmente el traslado de algunos de ellos: esculturas de varios tipos, una extraña máquina de madera y latón que parecía un gramófono, aunque con un mecanismo aún más extraño, y, muy especialmente, aquel espejo. Todos nos habíamos reunido a su alrededor, impacientes por descubrir cuál era el gran misterio.

Cuando el trozo de tela cayó al suelo, un murmullo de desconcierto se extendió entre los ayudantes, y yo mismo tuve que hacer un esfuerzo por no retroceder.

Alto, labrado en bronce y con su base en forma de garras de águila, aquel espejo se alzaba ante nosotros como arrancado del mundo de las hadas, tan magnífico como inquietante. Desde su parte superior, Medusa nos observaba en silencio. Era el rostro de una mujer muy joven, casi una niña, con unas facciones perfectas, dignas de una diosa. Y, sin embargo, su cabellera estaba formada por decenas de serpientes que se retorcían entre ellas, en una batalla sin fin que había comenzado miles de años atrás. Un contraste perfecto entre calma y caos, la lucha eterna del bien contra el mal.

De repente, la luz de alguna de las lámparas incidió sobre él, arrancando un extraño reflejo azulado al viejo cristal, y algo pareció moverse en su interior, como si un velo invisible se agitara al otro lado. Justo entonces, las serpientes parecieron deslizarse al tiempo que aquellos ojos labrados en metal cobraban vida. Durante aquel instante el tiempo se detuvo, se hizo un silencio infinito y, si me hubieran preguntado, habría jurado que incluso la Tierra había dejado de girar.

Tan solo un segundo después, la magia se deshizo como si nunca hubiera tenido lugar. Pero, para mi sorpresa, mis nuevos compañeros y el propio Víctor actuaban con absoluta normalidad, ajenos a lo que había ocurrido. ¿Acaso ellos no habían visto lo mismo que yo? ¿O quizá yo lo había imaginado todo? Tardé unos segundos en poder reaccionar, pero cuando por fin creí comprender lo que había pasado, me sentí como un completo idiota: se trataba de un espejo trucado. Sin duda, lo que había visto debía de ser algún tipo de ilusión óptica, una muy bien conseguida.

—¡Muy bonito! —exclamó una voz masculina detrás de nosotros—. ¿Y se puede saber cómo engaña a la gente con eso?

Todos nos giramos al unísono para encontrarnos con un extraño que nos observaba desde la entrada. Era un hombre alto y moreno, de aproximadamente la misma edad que Víctor, y su voz sonaba con la arrogancia y la prepotencia que traslucía su pose. Detrás de él, dos policías uniformados parecían escoltarlo.

—¿Quién demonios es usted y cómo ha entrado aquí? —exigió saber Víctor, dirigiéndose hacia él. No obstante, a mí no me pasó desapercibida la rápida mirada de preocupación que intercambió con Salomon ni cómo este se apresuró a volver a cubrir el espejo. Comprendiendo que era importante camuflarlo, corrí hacia él para ayudarlo, mientras seguía pendiente del mago con el rabillo del ojo.

—Inspector Mathew Poe, de la Policía Metropolitana —anunció el desconocido, mostrando con desgana su placa de identificación—. Estaré encargado de la seguridad en el Egyptian Hall durante los próximos días. —Y le tendió un documento que el mago se apresuró a leer.

—¿Cómo? ¿A qué viene esto? —preguntó, frunciendo el ceño. Luego buscó con la mirada al grandullón que casi acaba conmigo—. ¡Marcus! Avisa a la gerencia del teatro. Los demás, seguid con el trabajo.

El gigante corrió a cumplir la orden y los otros ayudantes se dispusieron de mala gana a continuar con sus tareas. Solo nosotros nos quedamos acompañando a Víctor, después de asegurar bien el Espejo de Medusa. Lejos de ofenderse por la reacción del mago, el inspector Poe parecía complacido, como un gato que se divierte con un ratón al que tiene atrapado a su merced.

—Avise a quien quiera, son órdenes de muy arriba —le replicó—. Gente importante vendrá a ver su espectáculo a partir de mañana, y me han encargado su protección. —Se le acercó un poco, como si quisiera compartir con él una confidencia—. Miembros de la familia real. Bueno, muy cercanos.

Si con ello había intentado impresionar a Víctor, no podía haber estado más equivocado. El rostro del mago permaneció impasible y, cuando habló, su tono solo expresó aburrimiento:

—Todos mis espectadores son igualmente importantes para mí, inspector Poe.

—Permítame que lo dude —cuestionó Poe—. Pero, sin embargo, no deja de ser sorprendente, ¿no cree? Toda esa gente, ricos y pobres, pagando a engañabobos que no hacen más que mentirles en sus propias narices.

—Si se refiere a la política, no tengo nada que ver con ese tema —respondió Víctor. Poe se le quedó mirando muy fijamente, como si estuviera midiendo sus propias fuerzas con las del mago. Poe era algo más robusto, pero los dos tenían casi la misma altura y complexión atlética.

—Ja —acabó diciendo de mala gana—. Muy gracioso. Pero veamos qué hay por aquí. —Y se aventuró hacia el resto de la sala, mirando a su alrededor con curiosidad, como si buscara algo pero no supiera exactamente qué. Sus ojos eran grandes e inteligentes, tan oscuros como el cabello que le caía con descuido sobre la cara. Cuando se lo apartó, dejó ver una antigua cicatriz en un lateral de la frente, que le cruzaba la ceja izquierda. Sin embargo, no lo afeaba, más bien lo hacía parecer un tipo duro que se las había apañado para salir indemne de unas cuantas batallas difíciles.

—Si busca a alguien que pueda hacer daño a sus aristócratas, pierde el tiempo. Aquí solo estamos mis ayudantes y yo.

Ignorando a Víctor, Poe continuó con su inspección. Se detuvo ante una de las esculturas, cubierta con un lienzo, que el propio mago había trasladado con ayuda de Salomon. Representaba a una mujer joven, vestida con sencillez, que parecía mirar al infinito.

—¿De qué está hecha? ¿Cartón piedra? —quiso saber, rozándola con los dedos y dejando caer el paño.

—Son solo cosas de attrezzo —respondió, dirigiéndose hacia él y volviendo a cubrir la estatua con cuidado, sin molestarse en disimular su enojo—. Haga el favor de no tocarlas. Algunas son peligrosas.

—¿Peligrosas? Yo solo veo un puñado de cachivaches ostentosos, como ese espejo, por cierto… ¿dónde está? —preguntó, mirando a su alrededor, aunque enseguida volvió su atención hacia Víctor—. Además, no debería enfadarse, solo hago mi trabajo —le replicó, sonriendo, y al hacerlo unos hoyuelos se marcaron en sus mejillas.

—Yo intento hacer el mío. Y con usted y sus hombres aquí me es imposible.

—Le propongo algo. Dígame en qué consiste ese famoso nuevo truco que estrena en Londres, ese del que les habló ayer a los periodistas y, si no es nada ilegal, lo dejaré tranquilo.

—Debe de estar de broma. —Esta vez fue Víctor quien sonrió abiertamente, dando por sentado que lo que Poe acababa de proponer era una solemne tontería—. Un mago jamás revela sus trucos.

—En tal caso, nuestra inspección nos llevará todo el día —avisó, haciendo un gesto a los policías uniformados que aguardaban en la puerta para que se unieran a él.

Víctor ni siquiera se movió; dejó que los compañeros de Poe comenzaran su escrutinio y, con una voz clara y potente, se limitó a decir:

—Eso no va a ocurrir. —Y en cuanto lo dijo, se hizo el caos. Una explosión seca surgida de ninguna parte hizo estallar en mil pedazos un gran tibor chino decorado con dragones rojos, justo cuando uno de los policías se había inclinado sobre él. Mi corazón dio un vuelco al ver el resplandor del fuego que me recordó al de aquella noche en que lo perdí todo y, cerrando los ojos con tanta fuerza como me fue posible, me agazapé sobre mí mismo. Oí pasos, gritos de alarma, Poe y el otro policía corriendo a ayudar a su compañero. Hice un gran esfuerzo para salir de mi estado de confusión.

Afortunadamente, no había sido nada. El policía, un chico un poco mayor que yo, no tenía ni una sola herida. El susto que se había llevado era un asunto distinto.

—¡Ha sido usted! —le gritó Poe al mago, todo su rostro contraído por la ira—. ¿Qué demonios ha hecho?

—¿Yo? ¿Con un atajo de cachivaches ostentosos? ¿Cómo podría? —se limitó a responder Víctor, con frialdad.

—¿Qué ocurre aquí? ¡Víctor! ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?

No necesité volverme para reconocer aquella voz que, fuerte y clara, irrumpía desde la entrada; pertenecía a Maskelyne, uno de los dos gerentes del Egyptian Hall, y yo sabía demasiado bien que, si me encontraba allí, estaría perdido. Aproveché la confusión del momento para esconderme detrás de una gran caja de madera que contenía todo tipo de disfraces. Desde allí, bien protegido de la mirada de los demás, podía observar sin ser visto.

—Un pequeño accidente con nitrato de carbono —explicó Víctor—. Intenté advertir al inspector de que era peligroso, pero no le ha importado poner en riesgo a sus hombres, me temo.

—¿Quién es usted? —quiso saber Poe de malas maneras.

—Soy John Nevil Maskelyne, socio gerente de este teatro —respondió, molesto por las formas del inspector—. ¿Y usted?

—Inspector Mathew Poe —se presentó, bajando un poco el tono de voz. Me dije que, para aquel tipo, los cargos y los puestos debían ser importantes—. Desde hoy estoy al cargo de la seguridad del teatro—. Le entregó al director el mismo documento que a Víctor.

—Pero esto es altamente inusual —se extrañó Maskelyne. Sus ojos oscuros, bajo las pobladas cejas negras, barrían el documento a toda velocidad—. Hemos contado con visitantes ilustres en numerosas ocasiones y nunca ha sido necesaria la presencia de la policía. ¡Jamás hemos tenido ningún problema!

—En esta ocasión —aclaró Poe— asistirá un miembro muy cercano a la familia real. Con su esposa.

Aquello hizo que el nudo que fruncía el ceño del director se deshiciera al instante. Mesándose los gruesos bigotes, Maskelyne empezó a vislumbrar las infinitas posibilidades que aquello entrañaba para el Egyptian Hall.

—Comprendo —dijo por fin—. Pero por favor, venga conmigo, el señor Mayfair no podrá ayudarle en este asunto y, además, debe preparar su espectáculo para mañana. Le enseñaré los lugares más conflictivos del teatro y podremos ver cuántos hombres serán necesarios… no menos de veinte… ¡o treinta! —Según hablaba, se fue llevando de allí a Poe, que solo tuvo tiempo de lanzar una rápida mirada de recelo al joven mago antes de abandonar el gran almacén, seguido por sus compañeros.

Tan pronto desaparecieron de su vista, Víctor procedió a dar un descanso a todo el equipo; era la hora del almuerzo y la orden fue acogida con un rugido de aprobación. Decidí esperar a que también él y Salomon se marcharan para salir de mi escondite sin tener que preocuparme por mi dignidad, pero algo me hizo detenerme.

—¡Víctor! —llamó su atención el anciano al tiempo que señalaba una pequeña mesa de madera dorada con la tapa de mármol rosa. Sobre ella, en el mismo centro, descansaba un sencillo ramillete de hiedra.

El mago lo miró sin comprender, pero, tan pronto fijó su vista en lo que Salomon le indicaba, algo cambió en su expresión; un velo de preocupación ensombreció sus ojos azules y, súbitamente, palideció.

—No puede ser —murmuró mientras se acercaba a la mesa, como si dudara de lo que veían sus propios ojos—. Pero ¿cómo?

Observé entonces que se apoyaba sobre un bastón que no le había visto llevar en ningún momento. Aquello no era nada inusual, muchos caballeros portaban un bastón así como signo de distinción, pero cuando Víctor dio unos pasos apoyándose en él y cojeando levemente, tuve que taparme la boca para no soltar una exclamación de sorpresa. Había pasado horas con él, y ni por un segundo había imaginado que el mago tuviera un problema en la pierna. Todo aquel tiempo me había parecido un hombre sano, fuerte y en forma.

—Quizás hayan entrado con el viento, o alguien las habrá tenido prendidas del abrigo —aventuró Salomon, aunque su tono de voz parecía indicar que lo veía poco probable.

—No —negó el ilusionista, con la mirada fija en aquellas hojas—. Imposible. Están colocadas justo en el centro de la mesa, alguien las ha dejado ahí a posta.

—¡Cielo santo, Víctor! ¡Entonces tienes que suspender todo esto! ¡Aún estás a tiempo! Ya sabes lo que harán si…

—¡Ni hablar! —le interrumpió—. Llegaré hasta el final, haré lo que haga falta, no me detendré ante nadie ni ante nada.

—Pero… —el anciano pareció dudar de lo que iba a decir— ¿y si ya es tarde? ¿Y si…?

—¡No lo es! ¡No puede serlo! —le cortó elevando la voz, aunque me dio la sensación de que hablaba más para sí mismo que para el ingeniero—. ¡Aún no es tarde!

Me encogí todo lo que pude e intenté silenciar mi respiración. Me hubiera encantado poder desaparecer en aquel instante. Sabía que había visto algo que no debía ver y que estaba escuchando una conversación que no me correspondía oír. Si me descubrían en aquel momento pensarían que estaba espiando, cuando lo único que había querido hacer era pasar desapercibido.

—Está bien —escuché decir a Salomon—. Pero tienes que extremar las precauciones. Ahora más que nunca tu vida corre peligro.

Víctor no respondió. Vi a los dos hombres acercarse a la salida y, justo antes de cruzarla, el joven mago se detuvo un instante, se enderezó por completo y comenzó a caminar con normalidad, como si su cojera no hubiera existido nunca. Aguardé unos segundos, hasta que estuve seguro de que se habían alejado para salir de mi escondite, y no pude evitar acercarme y tomar el ramillete de hiedra que había quedado abandonado sobre el mármol. No eran más que unas hojas vulgares, del tipo que uno podría encontrar en cualquier lugar de Inglaterra. Nada especial se desprendía de ellas.

Y, sin embargo, un hombre capaz de ignorar el dolor durante horas había palidecido al verlas. ¿Por qué? Debían de significar algo, pero ¿qué?

Salí de allí en busca de mis compañeros, haciendo miles de cábalas imposibles, sin darme cuenta de que ya había comenzado a enredarme en aquella corte de magia y secretos que giraba en torno a la sombra de Víctor Mayfair.