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En el frontón del mausoleo de la familia Sinclair, en el cementerio de Highgate, hay un relieve que suele pasar desapercibido. En él se representa a las Moiras, divinidades griegas encargadas de tejer con sus hilos el curso de la vida de los seres humanos y de los dioses. Se las muestra como tres mujeres de distintas edades que se afanan en la ejecución de un tapiz que nunca se concluye.

Conocidas por su voluntad inamovible, los antiguos griegos estaban convencidos de que nadie podía escapar de sus designios, y de que estos se prolongaban incluso más allá de la muerte, en el reino del Hades.

A mis diecinueve años, yo no creía en el destino. Ni siquiera me había parado nunca a pensar en ello. Y sin embargo, ahora, muchos años después, no puedo dejar de preguntarme si todo cuanto ocurrió no había estado predeterminado desde mucho antes de que ninguno de nosotros llegara a este mundo. ¿Qué habría pasado si aquella mañana no me hubiera dirigido al Egyptian Hall? ¿O si el conserje de la entrada me hubiera negado el acceso? ¿O si me hubiera ausentado de Londres para acompañar a mi abuelo en su viaje de negocios?

Nunca sabremos si los acontecimientos de aquel día fueron tejidos por la seda de las Moiras o escritos en las estrellas por algún dios olvidado. Sí sé que, como casi todos los hechos que cambian el rumbo de nuestro destino, aquellos se presentaron disfrazados de meras casualidades.

Aquel día, por primera vez en todas las veces que había logrado colarme en el teatro, me perdí. Si las entrañas de cualquier escenario son un fascinante laberinto de mecanismos de poleas, cámaras y sótanos, las del Egyptian Hall, específicamente diseñadas para espectáculos de magia, lo eran aún más. Y en mi intento de no ser reconocido por ninguno de los guardas ni de los trabajadores que habían presenciado mi vergonzosa pillada, no dudé en introducirme en el primer hueco que vi más allá de los bastidores.

El hueco resultó ser una trampilla oculta que se iba estrechando, hasta que, en el algún punto, incluso me costó trabajo respirar y estuve a punto de volver hacia atrás en mi camino. Sin embargo, en lo que ahora se me antoja una estupidez provocada por la desesperación, decidí seguir adelante, aun a riesgo de quedarme allí atrapado para siempre. El hueco acabó ensanchándose solo lo suficiente para que yo pudiera avanzar en la más completa oscuridad. Súbitamente, mis pies dejaron de tener contacto con el suelo y caí al vacío, como si las mismas puertas del infierno se hubieran abierto de par en par para tragarme.

Debió de ser cuestión de milésimas de segundo, aunque para mí fue toda una eternidad. Recuerdo haber cerrado los ojos con toda la fuerza que pude y preparar mi cuerpo para recibir un fuerte impacto contra la superficie, temiendo lo peor. Un millón de imágenes se agolparon al unísono en mi mente: el rostro preocupado de mi abuelo cuando desperté después del incendio y sus lágrimas de alivio cuando vio que me encontraba bien, el contacto de la piel de mi madre cuando yo era un niño, el resplandor del fuego de aquella noche… Y de repente, todo cesó.

Había caído sobre algo mullido y, aunque podía sentir el dolor del golpe en todo mi cuerpo, supe al instante que no me había hecho ningún daño. Después, todo pasó muy rápido: la luz de un lugar que no conocía, exclamaciones de alarma y de sorpresa y alguien que me asía del cuello por detrás y, a pesar de mi casi metro ochenta de estatura, me elevaba por los aires sin que yo pudiera hacer más que agitar los brazos y las piernas en un intento de zafarme. Apenas podía respirar.

—¡Vaya, vaya! ¿Qué tenemos aquí? —se mofó quienquiera que fuese el forzudo, que tenía dimensiones de gigante. Y un coro de risas se elevó a mi alrededor, procedente de un grupo de nueve o diez hombres a los que yo no había visto jamás—. Parece que tenemos visita.

—Debe de ser uno de los espías de Vittorio Cassini —apuntó alguien—. No parará hasta que descubra la nueva ilusión.

—No lo sé —contestó el forzudo—, pero seguro que nos lo cuenta, ¿verdad que sí? —Y me agitó de nuevo como a un muñeco de trapo, soltando una carcajada seca que fue coreada por algunos de sus amigos.

No sabía en qué parte del teatro estaba, no tenía ni idea de quiénes podían ser esos tipos y no veía cómo podía librarme de aquel puño de hierro que cada vez se cerraba más sobre mis vértebras. Quise toser, pero no pude; mi vista comenzó a nublarse y temí perder el sentido.

—¡Marcus, suéltalo, le estás haciendo daño! —ordenó una voz firme que se alzó por encima de las demás, al tiempo que se acercaba hacia nosotros—. Con cuidado.

La bestia obedeció en el acto y me depositó en el suelo con una delicadeza tal que me pareció imposible en alguien con semejante fuerza. Desesperado por tomar aire, caí doblado sobre mis rodillas, mientras me sacudía un ataque de tos y los ojos se me llenaban de lágrimas.

—¡Traed agua, rápido! —volvió a ordenar el hombre que había salido en mi ayuda. Alguien me ofreció un vaso, que yo aferré con manos temblorosas. Al beber, noté cómo la violencia de la tos iba remitiendo y, después de unas cuantas bocanadas, por fin pude respirar casi con normalidad.

Aun así, percibí que las risas se habían cortado en seco y que las miradas de los desconocidos ya no eran de burla, sino de preocupación.

—¡Eh! ¿Estás bien? —se interesó el desconocido. Yo me limité a asentir mientras intentaba recuperar la compostura. Me ofreció su mano para ayudarme a levantarme y la acepté de buen grado—. Disculpa a Marcus, a veces le cuesta controlar su fuerza, pero no mataría ni a una mosca. Mi nombre es Víctor, Víctor Mayfair.

Podría vivir mil años y, aun así, nunca olvidaría aquel día, aquel instante. El preciso momento en que conocí a aquel hombre extraordinario. Casi tan alto como yo, de porte atlético y elegante, Víctor Mayfair me contemplaba con una mirada de sorpresa y curiosidad, como cuando te encuentras con un viejo conocido en un lugar inesperado. Aquella mirada me taladró como si ya me conociera. Con disimulo, buscó a uno de sus hombres, el de mayor edad, y me di cuenta de que, sin necesidad de hablar, habían compartido un mensaje de preocupación.

Víctor tenía entonces treinta y tres años, aunque había algo en sus grandes ojos azules, una especie de velo de tristeza apenas perceptible, que lo hacía parecer mayor. Tenía el cabello castaño oscuro, a la altura de los hombros, sin que llegara a rozarlos, y unas facciones simétricas que, sin duda, muchas damas considerarían atractivas. Iba vestido con un pantalón negro y una sencilla camisa blanca, aunque llevaba un chaleco de seda color ámbar y un corbatín con un alfiler de plata que hubieran sido aprobados por cualquier dandy. Todo en él tenía un aire de estudiada despreocupación.

Quise decirle mil cosas al mismo tiempo: lo mucho que había leído sobre su trabajo, que cuando lograba hacerme con alguna de las pocas revistas especializadas en magia lo primero que miraba era si había algún artículo sobre él, que mi mayor sueño en la vida era convertirme en un ilusionista tan famoso como él… que me había colado en el teatro con la esperanza de poder verlo, aunque solo fuera de lejos, y que estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de que me aceptara como ayudante.

Sin embargo, como suele ocurrir en las ocasiones que sabes que marcarán un antes y un después en tu existencia, me quedé casi sin palabras, y no fue sino haciendo un gran esfuerzo que por fin pude decir algo:

—¡Trabajaré gratis para usted, señor Mayfair! —Y todos los acompañantes de Víctor estallaron en un coro de risas. Él se limitó a sonreír.

—No veo por qué tendría que hacer algo así —me respondió—. Ni por qué yo tendría que contratarle, señor…

—Alistair —titubeé, cayendo en la cuenta de que ni siquiera me había presentado—. Alistair Belmond. Por favor, llámeme Alistair.

—Bien, Alistair. —Víctor asintió, cruzándose de brazos, mientras los otros cuchicheaban entre risas—. Para empezar, ¿puedes decirnos quién eres y a qué ha venido esa entrada? Si hubiéramos movido los colchones de debajo de esa trampilla, te habrías roto el cuello. —Miré en la dirección que me señalaba y vi que había caído desde una altura de unos tres metros y medio. Comprendí entonces dónde estábamos: en los bajos del escenario. En la oscuridad, me había introducido en una de las escotillas que los magos usan para desaparecer. Mi buena suerte me había acompañado; al no haber función ni ensayo, lo normal habría sido que no hubiera ninguna protección.

—¡Estaba espiando! —aventuró uno de los hombres, vestido con un traje de faena—. ¿Qué iba a estar haciendo, si no? —Víctor no contestó. Se limitó a mirarme, esperando a que me explicara, con el ceño levemente fruncido.

—¡Por supuesto que no! —me defendí. Comprendí que, aunque no me gustara, era el momento de contar la verdad, aunque eso significara que me volvieran a expulsar—. Lo cierto es que he entrado sin permiso en el teatro. Es porque estoy aprendiendo magia y quería verle trabajar. Y ofrecerme como ayudante… si tenía la oportunidad.

Víctor continuaba observándome en silencio, ¿era mi imaginación o me estaba estudiando? Me recordó a un científico concentrado ante algún extraño experimento que acabara de torcerse. En todo caso, no respondió.

—Lo siento, chico, llegas tarde —intervino entonces el hombre mayor. El mismo al que había visto cruzar una mirada con Víctor a mi llegada. Debía de rondar los sesenta años e iba bien vestido, con un traje de tres piezas gris oscuro y corbata negra—. El equipo está completo.

Había hablado en un tono amable, dejando en claro que no quería ser rudo, pero aquellas palabras fueron como un mazazo para mí. No pude evitar imaginar la decepción en los ojos de Elisabeth cuando se lo contara, y aquello fue suficiente para infundirme el valor que necesitaba.

—Señor Mayfair, ¡por favor! —rogué, ignorando las miradas de los otros, especialmente la del último—. ¡No se arrepentirá! ¡Trabajaré día y noche, he dicho en serio lo de no cobrar! —Mi mente voló, buscando ideas que pudieran ser de utilidad, teniendo en cuenta que todos esos hombres debían de ser sus ayudantes y no necesitaba ninguno más. De repente, se me ocurrió algo que incluso a mí me parecía absurdo y desesperado—: ¿Le preocupan los espías? ¡Yo me encargaré de mantenerlos a raya! ¡Me enfrentaré a ellos si hace falta…! ¡Yo…! —Y me callé porque el estruendo de las carcajadas en que todos habían vuelto a estallar era tal que no se me escuchaba. Incluso Víctor se reía esta vez.

—¡Que los mantendrá a raya, dice! —se mofó Marcus, el gigante—. ¡Pero si no tiene ni una mala bofetada! —Y más risas volvieron a elevarse a nuestro alrededor. Yo bajé la vista, avergonzado, comprendiendo que el hombretón tenía razón y dando mi oportunidad por perdida.

—Venga, chico —volvió a hablar el mayor, echando un vistazo de reojo a su reloj de bolsillo y otro a Víctor—. Otra vez será. Ahora márchate o informaremos a la gente del teatro. —Y elevando la voz hacia los demás, añadió—: ¡A ver, todo el mundo, se acabó el descanso! Os recuerdo que mañana tenemos estreno y aún ni siquiera hemos desembalado.

Obedeciendo entre bromas y protestas, los ayudantes se fueron alejando hasta que solo quedó el eco de sus risas y sus burlas. También el hombre del traje gris hizo por un instante amago de retirarse, pero decidió quedarse al ver que el mago no se había movido. Yo estaba tan desanimado que apenas tenía fuerzas para hablar. Ya me imaginaba el nuevo sermón de mi abuelo al enterarse de que le había desobedecido otra vez. Volvería a la carga con que me incorporara a Cambridge en el próximo semestre. Sería mejor que me marchara antes de que el hombre del traje gris cumpliera su amenaza.

Sin embargo, para mi sorpresa, en lugar de alejarse, Víctor Mayfair dio unos pasos hacia mí.

—¿Por qué haces esto, Alistair? —quiso saber, mirándome a los ojos tan fijamente que estuve seguro de que, de alguna manera, podía leer mis pensamientos, hasta los más insignificantes. Era inútil mentirle. Respiré hondo, intentando ganar unos segundos.

A decir verdad, nunca me había parado a pensar en por qué quería ser ilusionista. No era por el dinero, eso lo tenía claro, ni por la fama, ni siquiera por el prestigio. Había algo más, un deseo, una chispa, algo que me definía y que, de alguna manera, siempre había formado parte de mí, incluso con anterioridad al fuego, aunque no pudiera recordarlo. Tragué saliva antes de contestar. Por fin, después de unos breves instantes, musité:

—Porque la magia lo es todo para mí. —Y añadí—: Y porque el mundo me parece un gran espectáculo de magia y yo solo quiero formar parte de él.

El mago no me contestó de inmediato; continuó mirándome con seriedad, como si estuviera sopesando muy minuciosamente lo que iba a hacer a continuación y cuál iba a ser su respuesta. Tras unos segundos que se me hicieron interminables, asintió con gravedad.

—Está bien —acabó diciendo—. Mi valet se ha quedado en Praga, con un tobillo roto. No soy demasiado exigente, pero necesito a alguien que me ayude a vestirme y se encargue de que mi frac esté listo para cada función. Tendrás que planchar camisas, almidonar cuellos… esas cosas. ¿Crees que sabrás hacerlo?

—¡Víctor! —protestó el hombre mayor del traje gris, como si no pudiera creer lo que acababa de oír—. ¡Ni se te ocurra! ¡Sabes que puedo encargarme yo!

—¡Ni hablar, Salomon! —le replicó—. Tú eres mi ingeniero. Necesito que te cerciores de que todo esté perfecto antes del espectáculo.

—Pero ¡Víctor! —continuó. No obstante, el mago hizo un gesto para que no insistiera.

Yo no podía dar crédito. ¡Víctor Mayfair me estaba ofreciendo la posibilidad de ser su ayudante personal! Estaría con él antes del espectáculo, tendría acceso a los bastidores, a sus artefactos, incluso a su camerino, el lugar sagrado de todo ilusionista. Era demasiado bueno para ser verdad. Incluso aunque solo fuera durante unos días para las actuaciones en Londres, era una oportunidad excepcional, de las que solo surgen una vez en la vida.

—¿Y bien? —insistió—. ¿Qué me dices? Doy por sentado que puedes empezar ahora mismo…

Estaba tan sorprendido por la propuesta que casi no tenía palabras. ¡Pero esta vez sí sabía lo que tenía que decir!

—¡Por supuesto que acepto, señor Mayfair! ¡No se arrepentirá, tendrá el frac siempre impecable y le ayudaré en todo lo necesario, yo…! —Pero el ilusionista no me dejó continuar.

—Está bien —me cortó—. Nunca viene mal un par de brazos extra. Puedes empezar ahora mismo… Hay bastante trabajo por hacer.

—¡Víctor, tengo que oponerme! —protestó de nuevo el hombre mayor, que ahora sabía que se llamaba Salomon—. ¡Debemos tener cuidado!

Caí entonces en la cuenta de qué era lo que tanto preocupaba al ingeniero, el motivo por el que los otros me habían tomado por un espía. Si todos los artistas necesitan del misterio para proteger sus espectáculos, en el caso de un mago el secretismo es vital. El éxito de cualquier ilusionista dependía de que nadie desvelase sus secretos, especialmente sus rivales. Y en aquella ocasión —el debut del famoso Víctor Mayfair en Londres— la expectación sobre su trabajo era tan alta como las posibilidades de que algún competidor intentara boicotearle, exponiendo el funcionamiento de sus ilusiones. Si algo así ocurriera en un acontecimiento tan señalado, su carrera estaría perdida para siempre.

El hecho de que alguien del entorno de Víctor, o incluso el propio Víctor, pudiera pensar que yo podría traicionarle, a pesar de la generosidad que me estaba demostrando, me hizo enrojecer de indignación. ¿Cómo iba yo a hacer algo así? Pero no me dio tiempo a decir nada.

—Se me había olvidado —comentó Víctor, restándole importancia, como si se tratara de algo que daba por sentado—. Un mago jamás revela sus secretos. Tu puesto requiere máxima discreción, lo que quiere decir que no podrás contar nada de lo que veas aquí. Nunca. Jamás. A nadie. ¿Nos das tu palabra de que así será?

Sentí cómo Salomon me fulminaba con una mirada acusatoria, pero, haciendo un gran esfuerzo por ignorarlo, me apresuré a dar mi palabra de honor al joven mago y a comprometerme a no contar nada de cuanto compartieran conmigo. Víctor la aceptó con una casi imperceptible sonrisa; el ingeniero, por el contrario, frunció el ceño aún más. «Sé lo que estás haciendo y, créeme, puedes engañar a Víctor, pero no me engañarás a mí», parecía decirme sin necesidad de hablar.

Por alguna razón, aquello me hizo sentir un nudo en el estómago. Me costó unos minutos comprender cuál era el motivo y, cuando lo hice, la idea vino acompañada de una punzada de culpabilidad: en mi intento desesperado por entrar en el equipo de Víctor, le había mentido sin ni siquiera dudarlo.

Aún no había comenzado a trabajar para él y ya estaba traicionando su confianza. No podía sospechar entonces que también Víctor Mayfair tenía sus propios secretos que ocultar, y que estos iban mucho más allá de los mecanismos ocultos de sus trucos de magia.