–¿Y las visitas? ¿Qué tal han ido?
La mujer sentada frente a Knut tenía una libreta en la mano y escribía todo lo que él decía. Le hacía preguntas sin mirarlo y anotaba sus respuestas de forma metódica, línea tras línea.
—No ha venido, no ha habido visitas.
—¿Ni una vez?
—No. No desde hace mucho tiempo. Al principio iba bien, venía dos sábados al mes. Pero luego desapareció. Ni siquiera sé si sigue viva. ¿Usted lo sabe? La llamaba y la llamaba y nunca contestaba, así que terminé rindiéndome.
—Pero estamos hablando de su propia hija, de la madre de su nieta. ¿De verdad no mantiene ningún contacto con ella?
Lo miró con una expresión llena de acusación que lo hizo estremecerse, como si le hubiera lanzado dagas de hielo a la piel.
—No.
—¿No deberían…?
Knut se pasó una mano por el cabello y notó que el sudor se le estaba acumulando en la cabeza. Odiaba aquellas visitas, con tantas preguntas.
—Lo he intentado durante muchos años, si usted supiera…
Se dirigió a la cocina, sacó el calendario que tenía colgado en la pared y se lo mostró cuando volvió hacia donde estaba la mujer. Pasó las hojas mes tras mes y le señaló todas las equis rojas, todas las anotaciones que decían que había llamado, que lo había intentado.
—Ya veo —dijo la mujer, dejando su libreta a un lado. Levantó la taza de café que había en la mesa del salón. Era una tacita blanca y delicada con rosas coloradas. A Aina le encantaba. Él ya no solía usarla; el borde estaba astillado y un trocito considerable se había desprendido. La mujer la giró para evitar poner los labios sobre el borde roto, bebió un sorbo y tragó de forma sonora.
—Qué buen café.
—Lo muelo yo mismo —dijo Knut, señalando la cafetera que había en la pared. Le gustaba el aroma, el olor puro que surgía de los granos cuando se presionaban contra el molinillo.
—¿Y la niña? ¿Dónde está?
Knut le echó un vistazo al reloj de pie: pasaban de las dos de la tarde. Se quedó callado y esperó a que la aguja del reloj se moviera un poco.
—No tardará en verla asomarse por esa calle —le dijo, una vez que el minutero se movió. Señaló a la ventana, y la mujer se puso de pie y se acercó hasta allí, todavía con la taza de café en la mano.
—¿Cómo puede saber que…? —empezó, hasta que vio a la niña. Hanna dejó la calle principal para adentrarse en el caminito de entrada y avanzó dando saltitos en dirección a la cabaña, con los guijarros bailoteando conforme las puntas de sus zapatos rozaban la gravilla. La mochila se le sacudía de un lado para otro en la espalda.
—Siempre vuelve del preescolar a esta hora. No se parece en nada a su madre; es una niña bien portada, amable y muy lista.
Su canción fue lo primero en asomarse a la cabaña, pues las notas llegaron hasta los oídos de los adultos a través de la ventana abierta. La niña cantaba tan alto y de forma tan clara como siempre. Sin embargo, cuando abrió la puerta de par en par y vio a la desconocida, se quedó callada y bajó la cabecita, avergonzada.
—Ay —dijo, cubriéndose la boca con una mano.
Pero Knut ya estaba listo, con la armónica en la mano. Le dedicó un ademán con la cabeza a la mujer y tocó un par de notas en su armónica, antes de bajarla de nuevo.
—Esta de aquí es Rosmarie, ha venido para ver cómo estás. ¿Quieres que le toquemos una cancioncilla?
Knut volvió a soplar en la armónica y movió los dedos y la boca con habilidad para producir distintas notas musicales. Solo que Hanna se mantuvo en su sitio, cabizbaja.
—¿No quieres? ¿Qué ha pasado? Si tú cantas muy bien —intentó animarla, tras apartarse la armónica de los labios.
—Sí, he oído una canción de lo más bonita cuando llegabas. Y me han contado que se te da muy bien —dijo la mujer, estirando una mano hacia Hanna, al tiempo que se agachaba un poco, para quedar a su altura. Intentó tomarla de la mano, pero Hanna se apartó.
—¿Y Maj? —preguntó ella, fulminando con la mirada a la mujer. Los ojos le quedaban medio cubiertos por el flequillo, el cual Knut le había cortado con las tijeras de cocina sin mucha pericia y ya estaba demasiado largo.
—Maj ya no está. Ahora su trabajo lo hago yo, así que me encargaré de ver que tú y tu abuelo estéis bien.
—Estamos bien. No tiene que encargarse de nada, ya lo hacemos nosotros la mar de bien…
Hanna salió corriendo sin terminar de hablar, y las suelas de sus zapatos resonaron contra el suelo de madera. Knut dio unos cuantos pasos en dirección a la cocina, para ver a dónde había ido. La vio levantar el asiento del sofá, meterse de un salto dentro y cerrarlo tras ella. Como la tapa había quedado superpuesta en las esquinas, había espacio considerable para que entrara el aire, y Knut vio sus ojitos verdes y brillantes en el interior, devolviéndole la mirada.
—¿A dónde ha ido? —preguntó Rosmarie al entrar en la cocina. Se volvió sobre sí misma, mientras buscaba a la niña—. ¿Y dónde está su habitación, por cierto? —añadió—. Tiene que haber otra estancia en la casa, ¿verdad? ¿Dónde duerme la niña? Tiene una habitación propia, ¿no?
Hanna levantó un poquitín el asiento para asomarse. Lo único que quedaba visible de ella eran la frente y los ojos. Knut negó con la cabeza de forma casi imperceptible y le hizo un ademán con la mano para que cerrara la tapa. La niña obedeció.
—Ay, las moscas —dijo, moviendo la mano que tenía alzada por delante de la cara—. Están por todos lados. Y los ratones también.
—Ah, sí, supongo que en el campo es así —contestó la mujer, con una expresión de asco mientras se aferraba a su bolso.
—Puedo adoptarla, si eso hace que todo esto sea más sencillo. Así no tendrá que estar molestándose en venir hasta aquí una y otra vez.
—No es ningún problema. Me alegro de ver que están bien los dos. Además, es una salida agradable. Me gusta el campo —dijo ella.
Knut empezó a caminar en su dirección, de modo que la mujer se vio obligada a retroceder. Con unos pasos torpes, hizo que saliera de la cocina, y pareció que ya se había olvidado de lo que acababa de preguntarle. Knut no veía la hora de conseguir que se fuera.
—¿Le gustaría llevarse algunas manzanas de vuelta a la ciudad? —le preguntó, al salir hacia el jardín delantero. Señaló hacia uno de los árboles; uno con unos frutos grandes, rojos y de estación—. Esas están maduras. Vamos a recogerlas este fin de semana para hacer compota para el invierno.
La mujer se tambaleó un poco y se frotó con discreción un pie contra la parte trasera de la pantorrilla para quitarse unas manchitas de lodo del zapato. Cuando casi perdió el equilibrio, Knut se apresuró en ofrecerle una mano para ayudarla a recobrarse.
—Lo siento —dijo ella, avergonzada, antes de señalar sus zapatos—. Es que me los he manchado un poco, así que quería…
—Así es la vida en el campo. Tendrá que lustrarlos al volver a casa.
Knut se estiró hacia el árbol, sacó unas cuantas manzanas bien grandes y las limpió con una esquina de la camisa. Cuando se las entregó, estaban relucientes.
—Al menos llévese algunas para el camino. Puede recoger más si quiere.
La mujer asintió antes de aceptarlas. Se metió una en el bolso y luego le dio un buen bocado a la otra. La acidez de la fruta la hizo poner una mueca.
—Ah, casi lo olvido —dijo, tras haber tragado—. No he llegado a ver su habitación. Donde duerme la niña, quiero decir.
—Es la misma que ha sido siempre. Maj no tenía mayor problema con ello.
Conteniendo la respiración, Knut esperó su respuesta. Maj sí que había tenido problemas con que el sofá fuera el lugar en el que la niña pasaba las noches. Solo que, al final, se las había arreglado para convencerla, y la verdad era que no tenía nada de ganas de pasar por lo mismo con aquella mujer. Rosmarie parecía más estricta, más minuciosa. Aun con todo, tras unos momentos de dudas, pareció contentarse con la respuesta y se dispuso a recorrer el jardín de nuevo en dirección al coche azul celeste que había dejado aparcado en una zanja. Los tacones de sus zapatos se hundieron en la tierra blanda, y cuando se subió al asiento del conductor, se llevó tierra y barro al interior del coche.
Antes de marcharse, bajó la ventanilla y sacó la cabeza.
—Les está yendo muy bien juntos. Recomendaré la adopción, así podrán estar tranquilos sin estas visitas. Si su hija está dispuesta a firmar los papeles, el proceso es bastante simple. E imagino que lo estará, dado que no tiene mayor contacto con ninguno de ustedes.
Si está dispuesta. Knut clavó la vista en la tierra. Pensó en Johanna y en las conversaciones que habían mantenido, en cómo gritaba que Hanna era suya. Siempre se las arreglaba para dejárselo claro durante las pocas veces en las que habían hablado. Como si la niña fuese un objeto que había dejado a su cargo. Un escalofrío lo recorrió al pensar en la posibilidad de hablarle sobre la adopción.
—Abu, ¿por qué todo está bonito después de que llueva?
Knut miró en derredor. Las plantas de un color verde lleno de vida se asomaban por el camino por el que iban. Hojas de helechos, hierba amarilla, ramitas de arándano, así como hojas de álamo en unas ramas delgadas, todo brillaba debido a la humedad, de un color verde intenso. Por todos lados había gotitas adornando las hojas, relucientes y redonditas.
—Pues la verdad es que no lo había pensado. Pero la lluvia es más bien algo molesto, ¿no crees? Es una lástima que llueva en nuestro día libre.
Hanna negó con la cabeza. Con delicadeza, pasó un dedo por un helecho, para luego sacudirlo y mandar las gotitas volando por todos lados. Aquello la hizo reír. Knut se había mojado los pantalones y los zuecos. El agua se le coló por el cuero de los zapatos y le heló los pies sin calcetines, por lo que se quejó en voz baja.
—¿Y si volvemos a casa? Así nos bebemos un tecito y encendemos la chimenea.
Solo que la niña no estaba por la labor. Avanzó por el sendero un poco más, dando saltitos, para chapotear en los charcos sin ningún miramiento y en ocasiones agacharse y recoger ramitas. No tardó en tener los brazos llenos de ellas.
—Es sábado, y sabes que los sábados son los días para jugar —le dijo ella con su vocecita chillona, mientras se levantaba el borde de la falda y dejaba caer su alijo de ramitas en su cesta improvisada.
—¿Para qué necesitas todas esas ramitas? —le preguntó Knut, con impaciencia.
Se detuvo, y la distancia entre ambos se extendió conforme la niña seguía avanzando por el sendero para adentrarse más y más en el bosque con su falda aún levantada. Tenía un gran corazón que adornaba la parte de atrás de sus braguitas blancas, de un color rojo brillante.
—Necesitamos muchas porque vamos a construir algo grande. Algo muy muy grande —le dijo ella en voz alta según le daba tirones a una rama larga con una mano. La rama se rompió y Hanna cayó hacia atrás, con lo que soltó todas las ramitas que llevaba en la falda. Knut se acercó deprisa hacia ella y la ayudó a recogerlas, una a una, al tiempo que las giraba y las acomodaba.
—¿Y estas son ramitas especiales? —le preguntó a su nieta, en voz baja.
—Sí, superespeciales. ¿Es que no lo ves? —contestó ella, de mal humor, mientras se quitaba tierra y agujas de pino mojadas que se le habían pegado a las piernas descubiertas—. Son para construir. Vamos a construir… eh… ¡Una estatua de oro!
Knut le quitó un trozo de corteza a una de las ramitas, al darle un golpecito a la madera. Seguía siendo sólida y firme. Le retiró el resto de la corteza y se dio cuenta de que por debajo había una madera blanca y lisa.
—Una estatua de oro —repitió.
—Sí, vamos a juntar todas las ramitas hasta que la estatua sea grande y enorme —siguió parloteando la niña, emocionada—. Y luego la pintaremos con tu pintura dorada tan bonita.
Knut asintió, sonriendo. Su nieta estaba llena de ideas. Era como si tuviera la cabecita a rebosar de ellas. Apiló las ramitas en un brazo, cruzándolas entre ellas.
—La pintura dorada es demasiado cara, pero puedo ayudarte a hacer algo con las ramitas —le dijo, señalando a algunos lugares—. Podemos hacer patrones aquí, allá y más allá —añadió, haciendo unos dibujos con uno de los dedos, como si fuese un lápiz.
Hanna dio saltitos de alegría, una y otra vez, y asintió, emocionada. Llevó a rastras la rama larga conforme volvían a la cabaña, y esta dejó un rastro profundo en la tierra tras de sí, como un surco.
—¡Va a ser una torre grandotota! Con muchos zigzags, y en la cima pondremos… ¡pondremos una taza de café! —chilló ella, agitando las manos con entusiasmo. Al imaginar lo que tenía en mente, soltó una risita.
—¿Una taza de café?
—Sí, la favorita de la abuela, así esa mujer no la usa la próxima vez que venga.
Knut se detuvo en seco. No sabía qué decir. Hanna no se dio cuenta, sino que siguió avanzando por el sendero mientras arrastraba con dificultad su enorme rama y le daba tirones con ambas manos.
¿Cómo…? ¿Cómo lo había sabido? Que cada vez que aquella mujer se había llevado aquella taza a los labios se le había formado un nudo en el estómago por el miedo a que se le cayera, a que la rompiera. ¿Acaso su nieta lo había comprendido, por mucho que solo fuese una niña? ¿Había comprendido que se había arrepentido de haberla sacado? Por muy pequeñita que fuera, era tan… tan… atenta y considerada.
—Pues una torre es lo que haremos —dijo él, muy decidido.
Se apresuró a darle alcance y se agachó para recoger más ramitas conforme andaba. El bosque estaba lleno de ellas, y Hanna tenía razón: iban a necesitar muchísimas, porque no todas les iban a servir. Evaluó todas las que veía con sus ojos bien entrenados y rompió unas cuantas de un árbol. Ya tenía un diseño en mente.
La lluvia azotaba los cristales de las ventanas. El ambiente en el taller era cálido, y alguna gotita de condensación que ya no conseguía aferrarse más a su sitio se había deslizado hacia abajo hasta formar algunos patrones sobre el cristal. El otoño iba llegando, día a día, y con él, el frío. La hornilla que tenían en el cobertizo estaba encendida, por primera vez en meses. Unas volutas de humo se colaban por los resquicios y llenaban la estancia de su olor a pino. La niña se había subido a una silla, para unir una ramita con otra con unos clavos. La obra que tenían ante ellos era impresionante. Había ramitas que iban en distintas direcciones, montadas sobre ramas más grandes para mantenerse estables sobre el suelo. Y todo había salido como ella había querido: muy grande y frondoso.
Hanna soltó un grito cuando se dio en el pulgar con el martillo. El clavo al que había intentado darle se había torcido contra la madera, por lo que lanzó el martillo hacia el suelo y soltó un quejido. Knut se le acercó, acompañado de un abrazo y de un poco de consuelo. Hanna se arrebujó entre sus brazos y escondió el rostro en su cuello. Él le miró el pulgar, aunque no vio nada de lo que preocuparse.
—Ya está, ya está, no ha sido nada —le dijo, dejándola con cuidado sobre el suelo una vez más.
Fue a por la rama que tenía en el torno, la sacó y le mostró el bonito patrón que había tallado en ella, al usar sus cinceles de distintas dimensiones. La niña le echó un vistazo anhelante al botecito de pintura dorada que se encontraba en la mesa de trabajo. Él la vio, pero no cedió. En su lugar, se acercó a la torre y dejó la ramita sobre la cima. Justo en lo más alto.
—Quizás así —propuso—. Así podremos pegar la taza ahí.
Solo que Hanna no pudo resistir la tentación. Corrió hacia la mesa de trabajo y agarró el bote de pintura.
—Porfa, porfa, porfa —le suplicó, al tiempo que abría la tapa sin permiso.
Él no era rival para su mirada suplicante, para aquellos ojazos verdes que eran un reflejo de los suyos: el mismo tono, con unas motitas marrones. Cuando lo miraba de aquel modo era imposible no ceder; terminaba dándole cualquier cosa que quisiera. Así que le quitó el bote de las manos.
—Vale, puedes usar un poquito de pintura, pero yo te sujeto el bote —le dijo.
La niña esbozó una sonrisa tan grande que se le formaron unos hoyuelos en las mejillas. Salió disparada hacia el rincón en el que se encontraba su caballete y escogió un pincel de su latita.
—Va a salir requetebién, sí, sí, sí —entonó, mientras pintaba con cuidado la ramita tallada.
Knut la ayudó a encajarla en su sitio. La ramita dorada se alzaba como una jabalina en medio del caos. Muy extraña, aunque también muy bonita por alguna razón.
—Y ahora la taza —dijo ella.
Se la llevó a su abuelo, con todo el cuidado del mundo, y la taza tintineó contra el platito. Knut dudó antes de aceptarla.
—¿Y si…?
—No. La vamos a poner, me lo has prometido —lo interrumpió Hanna, con un mohín.
Se la volvió a extender, con tanta intención que la taza se deslizó un poco por el platito. Knut reaccionó por instinto y se las arregló para atraparla antes de que se cayera al suelo. Pasó un dedo por su borde astillado, por el recuerdo que le traía. La tristeza en los ojos de Aina cuando se había plantado en la cocina con aquel trocito de cerámica en las manos. Cuando aún estaba viva. El borde estaba áspero, y notó su textura en la punta del dedo.
—Lo mejor será que la peguemos a su platito primero, así no se cae —le dijo, al tiempo que se giraba hacia su mesa de trabajo y el tubo de pegamento.
Colocó una capa sobre ambos objetos y esperó algunos segundos antes de presionarlos juntos. Luego hizo lo mismo con la parte de abajo del platito y la rama. Y, por fin, la taza ocupó su lugar en lo más alto de la torre.
—La taza está en su sitio —anunció Hanna, llevándose las manos a las caderas en un gesto de satisfacción.
Knut estaba apoyado en el borde del sofá. Había arropado a Hanna en la cama y estaba esperando que se sumiera en un sueño profundo y tranquilo. Sin querer, se fue quedando dormido y empezó a dar cabezadas, hasta que el rugido de un motor lo despertó de sopetón y sin nada de consideración. Tras levantarse con un poco de esfuerzo, se apresuró hacia la ventana. Un coche se acercaba, muy deprisa, demasiado deprisa, de hecho, en dirección a la cabaña. Un Saab viejo y anaranjado. Abrió la puerta de par en par y salió, agitando los brazos.
—¡Para, para! —exclamó.
Los frenos chirriaron y los neumáticos se hundieron en la gravilla cuando el coche derrapó hacia un lado hasta detenerse justo frente a la casa. La gravilla salpicó los escalones del porche y luego todo quedó en silencio.
—¿Quién es, abu?
Hanna salió desde detrás de él, pues se había despertado de nuevo. Se le prendió a las piernas y apoyó sus pies descalzos sobre los de su abuelo.
Un hombre bajó del coche. Uno alto y delgado. Unas venas azules e hinchadas le brillaban en las manos y tenía los brazos cubiertos de tatuajes. Llevaba los ojos escondidos detrás de unas gafas de sol y el pelo grasiento. Empezó a avanzar hacia ellos, pero se detuvo, pues se tropezó un poco y tuvo que aferrarse a una rama del manzano. Unas cuantas frutas se soltaron y cayeron hasta el suelo entre crujidos.
—¿Quién carajos eres? ¿Qué haces en mi propiedad? ¡Largo de aquí! —rugió Knut, alzando su escoba.
El hombre levantó las manos hasta ponérselas delante de la cara.
—Veníamos a recogerla… A la niña —dijo, haciendo un ademán hacia Hanna.
Las palabras le salieron entre tartamudeos y con dificultad. Seguía sujetándose al árbol con una mano y se balanceaba como si estuviese en medio de una tormenta en altamar. Knut cubrió a su nieta con una mano y la sujetó con fuerza, para acercarla a él. Movió un poco el cuello para ver por el parabrisas del coche y distinguió a alguien más dentro del vehículo.
El hombre rodeó el coche y abrió la puerta con un movimiento brusco. Una a una, unas piernas cubiertas de cuero pisaron el exterior. Sus zapatos de charol de un rojo brillante tenían unos tacones de infarto y unos rayones y arañazos que dejaban ver el plástico blanco que había debajo. Knut reconoció de inmediato de quién se trataba, pues el lunar que tenía en el pie derecho la delataba.
—Corre —le susurró a Hanna, mientras la levantaba y la hacía pasar por encima de la baranda—. Ve por el caminito hasta la casa de Märta. Y no te detengas hasta que llegues. Pase lo que pase, ¡no te detengas!
Hanna se escabulló por el lateral de la casa y no tardó en desaparecer por el bosque, descalza, con su camisón de dormir agitándosele alrededor de las piernas. El hombre estiró sus brazos delgaduchos para atraparla y los agitó en el aire, pero no consiguió pescarla. Estaba demasiado colocado y no dejaba de tropezarse, por lo que tuvo que volver a aferrarse del árbol para no perder el equilibrio.
—Me la llevo, no pienso dejar que adoptes a mi hija. Ni de coña. ¡Es mía! —rugió una voz ronca. Se trataba de una voz que Knut casi no reconocía; era completamente distinta a la que recordaba.
Knut dio un paso atrás al ver al resto de su hija bajar del coche. Johanna estaba tan pálida, tan cadavérica… Tenía unas ojeras muy marcadas, el pintalabios corrido por el labio superior y el cabello corto y desordenado.
Tras retroceder unos pocos pasos más, Knut cerró la puerta de la cabaña y se refugió detrás de ella.
—Vete, no hay nada para ti aquí —le gritó, una vez que consiguió poner el pestillo a la puerta. El corazón le latía a mil por hora y notaba cómo el sudor se le acumulaba en la nuca.
Sin embargo, ellos no cedieron, sino que se pusieron a aporrear y darle patadas a la puerta. Knut vio cómo esta empezaba a astillarse, cómo la vieja cerradura se caía del marco de la puerta. Se cubrió el rostro con los brazos para protegerse de los golpes que empezaron a caerle encima, uno tras otro, sin parar. Solo que estos eran más bien sin demasiada fuerza, por suerte, pues el hombre estaba sumamente borracho y drogado.
—Johanna —le pidió—. Llévate a tu amigo y vete de aquí. Déjanos en paz. Nunca te ha importado Hanna, y eso no va a cambiar. Aún puedes venir a verla, si eso es lo que quieres.
Su hija le escupió, directo a la cara.
—Dámela. Es mía. Devuélveme a mi hija —chilló, abriéndose paso a empujones.
Johanna emitía una peste rancia, y su jersey blanco estaba lleno de mugre, con unas manchas amarillentas y marrones. La observó mientras ponía la cabaña patas arriba, mientras rasgaba los cojines y las mantas y arrojaba libros de sus estanterías. Algo de cerámica se rompió, y Knut cerró los ojos al darse cuenta de qué era lo que su hija había destrozado.
—Marchaos en este instante. No quiero que vuelvas a pisar esta casa en tu vida —siseó.