La cabaña, mayo de 1969

La niña brincaba y daba saltitos en el jardín delantero. La coleta se le agitaba de un lado para otro mientras iba saltando de charco en charco, con lo que hacía que el agua saliera disparada sobre sus botas de agua amarillas, sus piernas descubiertas y su vestido. La tela de color azul celeste no tardó en verse manchada con salpicones de agua y barro. Ella soltó una risita, y el sonido le resonó a través de los labios, casi como una melodía. Era lo más adorable que había oído en la vida. Podía sentarse en aquel porche y quedarse contemplándola para siempre. Escuchándola.

Knut sacó su armónica de su bolsillo delantero y se puso a tocar una melodía improvisada. La niña dejó de dar saltitos de inmediato y corrió de vuelta hacia él, para luego sentarse a sus pies y ponerse a cantar. Una canción sobre una rana llamada Mariana que comía una banana y se hacía anciana. La letra se le iba ocurriendo de forma espontánea, y ambos se echaron a reír cuando sus ocurrencias se volvieron más y más disparatadas. La niña se tumbó de espaldas, con su coleta larga extendida por encima de la cabeza. Alzó las piernas en el aire e hizo bailar los pies al son de la armónica. El agua empezó a gotear desde sus botas, lo que hizo que el vestido se le empapara más aún.

Un reloj de pie cobró vida en el salón y soltó tres campanadas con dificultad antes de volver a quedarse en silencio. Knut bajó la armónica y se la volvió a meter en el bolsillo. Alzó la vista hacia el lugar en el que la cabaña daba hacia la calle principal, pero no vio ningún coche.

—Será mejor que prepare el café, si es que piensa venir —dijo, estirando una mano en dirección a la niña. Ella se la dio, y él la ayudó a ponerse de pie.

»Mira cómo te has puesto; tendremos que lavar el vestido de nuevo —añadió, frotando la tela de la prenda entre los dedos. La niña se negó a quitárselo y se cruzó de brazos. Tenía una expresión decidida y los ojos tan entornados que apenas eran unas rendijas en su rostro.

—Pero quiero un vestido —dijo ella, entre resoplidos.

—En ese caso, puedes ponerte el rojo —accedió él. Se balanceó de atrás hacia adelante unas cuantas veces antes de ponerse de pie. Su gran barriga le dificultaba moverse, y ya estaba jadeando cuando volvió al interior de la pequeña cabaña, la cual solo se componía de un salón y un dormitorio diminuto. Además de la cocina, donde dormía la niña. El sofá seguía dispuesto como una cama, con el edredón grueso de plumas cubierto de peluches: un osito, un perro y varios conejitos de distintos tamaños. Knut los apiló todos al lado de la almohada, en fila, y luego bajó el asiento de arriba. Aplanó los cojines y acomodó los almohadones de la esquina, de modo que nadie sospechara que, hasta hacía poco, había sido una cama.

El fuego crepitó cuando abrió la trampilla del fogón de leña y metió unos cuantos troncos. Tras ello, puso una olla de agua a hervir. La niña se quedó sentada esperando en la entrada, hecha una bolita. No se había quitado el vestido sucio y mojado.

—¿Qué hora es? —preguntó.

Knut echó un vistazo hacia el salón, al enorme reloj de pie que se encontraba contra una pared. Ya habían pasado quince minutos desde que había sonado, aunque eso no lo dijo.

—Quizá se le ha hecho tarde —comentó, por mucho que la carretera siguiera desierta—. Ve a cambiarte, anda. Ponte algo que esté limpio y seco.

La niña apoyó la espalda contra el marco de la puerta y se quedó mirando hacia la carretera, con los pies estirados hacia el otro lado de la puerta.

—Para lo que importa… —contestó.

Pese a que Knut sabía que tenía razón, no se lo dijo. Habían acordado que dos sábados al mes eran días de visita. A las tres en punto y durante dos horas. Sin embargo, la madre de la niña no solía ir a verlos muy seguido.

—Sí que importa, así no te entrará frío —dijo Knut, al tiempo que sacaba una camiseta y unos pantalones del armario, para luego dejárselos sobre el regazo—. Venga, cámbiate —le insistió.

—Quiero el vestido rojo, quiero estar mona para cuando venga —contestó la niña, enfurruñada, antes de lanzar la ropa hacia un lado. Las prendas se deslizaron por los tablones de madera del suelo hasta quedarse en una montañita desordenada.

—¿Y si dejamos ese para la próxima vez?

La niña no le hizo caso. Se puso de pie de un salto y volvió corriendo hacia fuera, aún enfundada en el vestido sucio y mojado, de vuelta a los charcos y a trepar un árbol. Iba a la casita del árbol que habían construido juntos. La escalera de cuerdas golpeteó el tronco cuando la niña la escaló con agilidad y desapareció en el interior de la casita. Era lo que hacía cuando estaba triste. La casita del árbol era su santuario, un lugar solo para ella.

Knut se dirigió al teléfono y marcó el número que había marcado en tantas ocasiones anteriores. No obstante, como solía pasar, el teléfono timbró y timbró sin que nadie contestara.

Había un calendario colgado en la pared, y Knut dibujó una equis roja sobre la fecha de aquel día. Al lado de la equis, escribió unas pocas palabras: llamada sin contestar.

Era la segunda equis del mes. Retrocedió unas cuantas páginas y vio que cada mes era igual: equis rojas dos sábados al mes.

Pronto iban a ser seis meses desde su última visita.

La madre.

La hija.

La drogadicta.

Algunas fotos adornaban el escritorio del salón, y Knut se detuvo a contemplarlas. Había cuadros de fotos de unas niñas sonrientes. La niña, Hanna. Y la madre de la niña, Johanna. Se parecían muchísimo. Ambas tenían el cabello largo y castaño, como una cascada de rizos burbujeantes. Escogió uno de los cuadros para mirarlo más de cerca. Los labios torcidos en una sonrisa y los ojos brillantes y llenos de vida. En la foto, Johanna se encontraba cerca del roble que había detrás de la casa, con la espalda apoyada en el árbol y un pie sobre el banco que tenía frente a ella. Un fotógrafo profesional le había hecho la foto; había ido casa por casa ofreciendo sus servicios.

Aquello sucedió cuando aún eran tres personas las que vivían en esa casa. Cuando Aina seguía con vida. Cuando Johanna aún era una niña inocente.

Qué bonito recuerdo. Era así como quería recordarla. No como aquello en lo que se había convertido.

¿Acaso era culpa suya? ¿Iba a cometer el mismo error de nuevo?

Limpió el cristal del cuadro con la manga de su camisa y volvió a dejarlo en su sitio, junto a la fotografía de Hanna, la que él mismo había tomado, con la cámara de segunda mano que había comprado cuando ella era apenas una bebé. Alternó la vista entre ambas fotografías. El mismo cabello, la misma sonrisa. Y, aun con todo, no eran iguales.

No, no podía pasar de nuevo. No podía y punto.

Salió hacia el jardín delantero.

—¡Hanna! —la llamó.

La niña sacó la cabeza por la casita del árbol, con la cara manchada de carboncillo. Knut hizo como que se sobresaltaba por el susto.

—¡Buh! —chilló ella, antes de soltar una risita que hizo que sus dientes blancos relucieran contra el color negro. La decepción que sentía porque su madre no se hubiese presentado una vez más parecía haber pasado al olvido. Quizá ya se había acostumbrado a esperar en vano. No podía seguir preparándola y poniéndola guapa para esas visitas, Johanna iba a tener que presentarse un día y ya está, si es que algún sábado le daba la gana de ir a verlos. Knut solía preguntarse qué estaría haciendo, cómo se encontraría. Cada vez que oía el teléfono, la preocupación lo invadía, el miedo de que quizá se hubiese metido una sobredosis.

Knut extendió los brazos y atrapó a Hanna cuando ella saltó hacia él. La niña se le acurrucó contra el cuello.

—Abu —le susurró, abrazándolo con fuerza.

—Ay, mi marranita. El abu te quiere mucho —contestó él, también en susurros y acariciándole el cabello. Entonces la dejó con cuidado en el suelo y señaló su taller de carpintería—. Venga, acompáñame para que veas lo que tengo para ti.

El cobertizo era muy amplio, más grande que la cabaña pequeñita en la que ambos vivían. Allí dentro guardaba su mesa de carpintería y sus herramientas, así como todos los proyectos en los que estuviese trabajando en aquel momento. Unas sillas, unas cuantas ventanas, una cajonera. Solía hacer reformas en su mayoría, quitaba pintura, hacía algunas reparaciones y volvía a pintar algunos muebles. De vez en cuando, fabricaba un mueble desde cero, si alguien se lo pedía. En el centro del taller había una mecedora que él había hecho con sus propias manos. Aún no había acabado de pintarla, así que iba a ser negra con unas florecillas rojas y unos zarcillos dorados que se enroscaban por toda la silla.

Hanna se sentó en ella antes de que pudiera impedírselo. Knut contuvo el aliento, con la esperanza de que la pintura hubiese tenido tiempo suficiente para secar. Estiró una mano hacia la mecedora para tocar el respaldo, nervioso, y soltó un suspiro de alivio al ver que no estaba pegajosa. Meció a su nieta, y la niña se apoyó en el respaldo con las manos en los brazos de la silla. Solo que entonces vio lo que su abuelo había querido mostrarle, y sin previo aviso, se bajó de la mecedora de un salto. Cayó de costado, pero no tardó nada en ponerse de pie nuevamente. En la parte trasera del taller había un caballete, y, sobre él, una página de papel en blanco. En el taburete que había al lado también había una paleta de acuarelas.

—Así tal vez puedas dejar de pintarte a ti misma —dijo él, sonriéndole a la niña con la carita embadurnada de carboncillo, quien no dejaba de dar saltitos mientras agitaba cuatro pinceles nuevos con las manitas.

Hanna siempre lo acompañaba cuando trabajaba; se sentaba en un rincón del taller y se ponía a dibujar. Le encantaban sus tizas, cubría las páginas de principio a fin con ellas y llenaba cada resquicio de blanco con colores llenos de vida. Aunque solía contarle qué era lo que dibujaba, en ocasiones era difícil distinguirlo. Un bosque, un ciervo, un lago. Veía imágenes dentro de su cabecita que tenía que plasmar en papel y ya, pues el impulso era demasiado fuerte como para contenerlo, del mismo modo que le había pasado a su madre antes que a ella. Cuando era pequeña, Johanna pintaba sobre cualquier superficie que podía, incluso alguna vez sobre las paredes. Y Knut se enfadaba. Sin embargo, en aquella ocasión no pensaba cometer el mismo error. Hanna siempre iba a tener un lugar en el que pintar; iba a poder sacar aquello que tenía dentro, todas aquellas imágenes, aquellos pensamientos, aquellas emociones.

Hanna ya no oía lo que su abuelo le decía, sino que se había puesto a pintar. Unos trazos vacilantes sobre la cartulina. El color se extendía conforme el material absorbía el agua. La niña usó el rojo, luego el azul y luego lo mezcló todo hasta que se convirtió en marrón. Knut la ayudó a secar las pinturas con un paño.

Y entonces Hanna volvió a empezar.

Un árbol, un bosque, sangre… Se echó a reír cuando la palabra llegó a sus labios.

—¿Alguien se ha hecho daño? —le preguntó su abuelo, ladeando la cabeza mientras observaba el color escarlata.

La niña asintió, llena de energía.

—Sí. El cuervo ha muerto porque el zorro se lo ha comido —le explicó, señalando a algo negro y algo rojo que había en medio de sus trazos.

—Ya veo —asintió él, fascinado por la imaginación que tenía la niña—. Pobre cuervo, ¡mira cuánta sangre, madre mía!

Hanna retiró el papel con cuidado, lo apoyó contra la pared y retrocedió unos cuantos pasos para observarlo.

—Ya está —dijo, contenta, y enseguida dio un golpecito con un par de pinceles, impaciente—. Para el siguiente necesito más papel.

Knut obedeció, sacó otra hoja de papel y se la colocó en el caballete. Se contuvo para no decirle a la niña que pintase más despacio, con más cuidado.

—¿Y esta vez qué toca? —preguntó en su lugar. La niña no contestó, sino que se limitó a atacar el papel con dos pinceles, mientras dejaba que la pintura fluyera al pintar con ambas manos.

Quizás algún día surja algo de todo esto, pensó Knut, muy entretenido conforme observaba las pinceladas llenas de pasión que hacía su nieta.

Solo que aquel día no había llegado aún.

Knut tomó el cepillo y lo pasó despacio y con cuidado sobre el tablón aferrado por el tornillo del banco. La herramienta emitió un sonido regular y de raspado conforme las virutas finas y enroscadas caían al suelo. Hanna se paseó por sus pies, a gatas, mientras las iba recogiendo, para luego correr de vuelta a su caballete y pegarlas en su cartulina con un poco de cola. Al principio no parecía seguir ningún patrón, como si simplemente las estuviese salpicando por aquí y por allá sobre las pinceladas marrones, al azar. Sin embargo, Knut no tardó en comprender lo que la niña intentaba hacer. Hanna pasó el pincel por la pintura verde y procedió a embadurnar de forma meticulosa cada viruta, una a una. Una vez que hubo terminado, era obvio: se trataba de un bosque, no cabía duda. Eran troncos marrones con copas de árboles verdes. Dejó el cepillo a un lado, por el momento.

—Qué chica más lista —la felicitó, acercándose un poco.

—¡Mira, mira! Es el bosque —dijo Hanna, muy satisfecha, antes de dejarse caer en el suelo con las piernas cruzadas frente a su pintura, como si quisiera adentrarse en lo más profundo de la esencia de la imagen. Knut tiró de un taburete y se sentó a su lado—. Shhh —le dijo la niña, cuando las patas del taburete arañaron el suelo—. Que se despierta el lobo.

—¿El lobo?

—Sí, está durmiendo allí, sobre el musgo que hay detrás de los troncos de los árboles. Lo que pasa es que no podemos verlo aún.

Knut se echó a reír con tantas ganas que terminó tosiendo. La garganta le silbó, adolorida, y se llevó una mano al pecho.

—¿Qué pasa, abuelo?

Knut siguió tosiendo y tosiendo hasta que el cuello se le tensó y las mejillas se le pusieron coloradas.

—Es que… eres una… pequeña artista, sí señor —le dijo, con algo de esfuerzo. El ataque de tos volvió a empezar, por lo que se llevó una mano a las costillas.

—Espera, te traeré un poco de agua —indicó la niña, antes de salir corriendo por la puerta. Knut la oyó tararear una cancioncilla mientras se dirigía a la cabaña. Ya se había acostumbrado a oírlo toser. Por las noches bebía agua con miel, pero eso no lo ayudaba; tenía la garganta llena de una flema espesa y empalagosa, y cada vez que respiraba le silbaba el pecho y le dolía.

Cuando Hanna volvió al taller, el vaso que traía ya solo estaba medio lleno. Se apresuró hasta él y siguió derramando un poco más con cada saltito que daba. Knut lo recibió, agradecido, y se lo bebió de un solo trago antes de carraspear un poco. Tras ello, alzó a la niña en brazos, se la sentó en la rodilla y empezó a mecerla con suavidad de un lado para otro.

—¿Qué canción era esa que estabas tarareando antes? —le preguntó, al tiempo que sacaba su armónica del bolsillo, donde siempre la llevaba. Hanna se puso a cantar de inmediato y entonó cada palabra con tanta fuerza y claridad que Knut se quedó boquiabierto ante la energía sin fin que tenía su nieta en un cuerpecito tan diminuto. Aunó las fuerzas suficientes para ponerse a tocar, como siempre hacía, y acompañó la melodía de la niña con su armónica. Los dos se volvieron uno con la música mientras ella se mecía sobre su rodilla y bailaba agitando los brazos y las piernas en el aire.

La niña yacía dormida en el asiento de atrás, arrebujada en una manta bien gruesa. Knut le echó un vistazo por el retrovisor y distinguió la silueta de su cuerpo pequeñito, su cabello suelto. La oscuridad del otoño ya había descendido sobre los bosques, y los faros del coche no bastaban para iluminar la carretera. Tuvo que entrecerrar los ojos y adelantar la cabeza. El motor del viejo coche soltó un gruñido escandaloso; el silenciador estaba oxidado y tenía un agujero. Aun así, iba a tener que bastarle, siempre y cuando siguiera funcionando, siempre que siguiera llevándolo al pueblo, a sus amigos, a la música.

Siempre llevaba a la niña consigo, se negaba a dejarla sola en casa. Era reacio a contratar a una canguro, pues no confiaba en nadie. Su nieta era demasiado valiosa, no podía defenderse por sí misma. Por mucho que siempre se excedieran de su hora para ir a dormir, Hanna nunca se quejaba. Dormía donde podía: en el asiento trasero del coche o debajo de una mesa en el restaurante en el que tocaban.

Aquellos días no ocurría muy a menudo. Cuando Johanna era pequeña, Knut solía tocar varias veces por semana. A Aina aquello no le hacía mucha gracia, pero él creía que le venía bien escaparse un poco. Solo que aquello era por aquel entonces, cuando soñaba con ser tan grande como Toots Thielemans, con tocar en recintos enormes con grupos importantes. Aquello era por aquel entonces, cuando la música era lo más importante para él.

Al ver la ciudad más cerca, pudo relajar los ojos y el cuello, pues las farolas iluminaban la carretera y podía ver mejor. Olvidó lo que estaba pensando. Ya iba tarde, de modo que aceleró un poco más.

La mayoría de las veces llegaba justo cuando era su turno para subir al escenario, con la niña en brazos y la armónica en el bolsillo. Y se marchaba en cuanto terminaban la última canción. Los otros se quejaban de que ya no quisiera quedarse con ellos y celebrar. Quizás era por eso que cada vez tenían menos oportunidades para tocar. Habían corrido los rumores de que el hombre de la armónica tenía una carga demasiado pesada: una niña.

Knut aparcó en un espacio apretujado entre otros dos coches, haciendo unas maniobras un tanto forzosas que despertaron a Hanna.

—¿Ya hemos llegado a casa? ¿Es hora de ir a dormir? —preguntó, no del todo despierta.

—Hemos llegado a Estocolmo. Será mi turno en el escenario —le dijo él, mientras apagaba el motor.

La niña se sentó, estiró los brazos por encima de la cabeza y bostezó.

—Quiero helado —farfulló, al tiempo que se ponía las deportivas y hacía un par de orejitas de conejo con los cordones para luego atarlos con cuidado. Quedaron casi rectos. Era un nudo un poco torcido, pero al menos estaban atados.

Knut siempre la sobornaba con helado, para conseguir que se mantuviera de buen humor. Unos cuencos enormes, con nata y virutas de colores. Hanna era la consentida de las camareras y siempre las encandilaba con su gran imaginación y su carácter efervescente.

Las gafas se le empañaron cuando abrieron las puertas. El lugar ya estaba lleno de gente y de caos. El grupo estaba tocando en el fondo y la cerveza y el vino circulaban por doquier. Knut agarró a Hanna de la mano y se abrió paso por la pista de baile serpenteando entre la gente. Conforme se acercaban, Hanna le soltó la mano y salió corriendo hacia Elsebeth, la cantante. En mitad de canción, la niña saltó hacia sus brazos. El público rompió a reír al ver que los músicos perdían el ritmo, por lo que el trompetista tocó una tonadita espontánea. Sin embargo, Elsebeth siguió cantando, con un brillo en los ojos. Se agachó para compartir el micrófono con la niña y dejarla cantar con ella. La voz fina y aguda de Hanna contrastaba con el tono más ronco y grave de Elsebeth. Y la niña se sabía la letra de memoria, incluso las palabras en inglés. Se sabía todos los matices y las distintas notas, de tantas veces que la había oído.

Knut dejó a un lado la manta y la mochila y sacó su armónica. Entonces subió al escenario, se quedó a un lado, esperó hasta encontrar el ritmo en la melodía y se llevó el instrumento a los labios. Cada vez que tocaba, todas las nubes de tormenta desaparecían, todos sus pensamientos. Lo único que existía era la alegría de la niña, sus pasos de baile alegres y su voz cantarina. No había forma de que aquello le hiciera daño. Eso era lo que se decía a sí mismo cuando la veía meterse a gatas bajo una mesa, envolverse en la manta y quedarse dormida al son de las notas llenas de emoción del grupo de jazz.

Al día siguiente, durmieron hasta tarde. Era casi la hora de comer cuando Knut salió hasta el buzón que había en la calle principal para recoger el periódico y se encontró un gran paquete bajo este. Tenía la forma de una caja y estaba rodeado con montones de cinta de embalaje que aseguraban el cartón corrugado. El nombre de la niña estaba escrito en él, en una letra que Knut conocía a la perfección. Pese a que intentó levantarlo, era tan voluminoso que no le fue posible. Así que volvió a la cabaña, a por la carretilla. Hanna, quien jugaba en su casita del árbol, sacó la cabeza por la ventana al verlo pasar.

—¿Nada en el correo? —preguntó, al verlo volver a casa con las manos vacías.

—Ven y compruébalo tú misma —contestó él, en voz alta.

Él también tenía curiosidad por saber qué era en aquella ocasión. Y de dónde provenía el dinero. Al inicio había intentado devolver las cosas, pero había terminado rindiéndose.

Como no solía ir a visitarlos, lo que hacía era enviarle regalos a su hija. El osito de mami, la muñeca de mami, el libro de mami. Así los llamaba Hanna, para enfatizar que, como todos los demás, ella también tenía una mami.

Aquella vez tenía que ser algo considerable, de tan grande que era el paquete. La niña se subió a la carretilla de un salto y se sentó allí dentro, con los pies colgando por un lado. Knut la balanceó un poco hacia un lado mientras la llevaba, y, cuando Hanna soltó una risita, el sonido fue como música para sus oídos.

—¡Otra vez, abu, otra vez! —le exigió Hanna, aferrándose a los bordes de la carretilla.

Y él obedeció: levantó un manillar más arriba y luego el otro, con lo que la única rueda del vehículo marcó un camino zigzagueante sobre la gravilla de la entrada.

Hanna se bajó de un salto antes de que llegaran al buzón, pues podía ver la sorpresa desde lejos. Para cuando la alcanzó, ella ya había empezado a intentar quitar la cinta de embalaje. Levantó los bordes y le dio tirones a la caja, impaciente por ver lo que había dentro.

—Lo más seguro es que necesitemos un cuchillo —dijo Knut, mientras cargaba con el paquete.

Hanna avanzó a su lado dando saltitos según volvían a la cabaña.

—Es de mi mami, la mejor mami del mundo —dijo.

Knut murmuró para sí mismo, sin ser capaz de comprender cómo era que los niños podían perdonar tantas cosas. Sin embargo, la niña no parecía sentirse nada decepcionada; era como si no tuviese ninguna exigencia, ninguna expectativa. Siempre había sido así. Y quizás era lo mejor. Quizás aquello la protegía. La pobrecita no conocía sus carencias, al fin y al cabo.

La imagen de la bebé diminuta y desnuda que había salvado hacía mucho tiempo seguía grabada a fuego en su memoria y lo iba a estar por siempre, pues era algo muy difícil de perdonar. El hecho de que Johanna la hubiese sometido a algo así. Las manchas marrones de sus propias heces, los bracitos delgaduchos y, lo peor de todo, la mirada que le había dedicado: en pánico, como si estuviese en un trance. Tan distinta a los ojitos brillantes que tanto adoraba. Por su bien, decidió seguirle la corriente.

—Sí, a tu madre se le dan muy bien los regalos. Me pregunto qué será esta vez, ¿quieres que lo abramos?

La niña se puso a dar brincos de arriba abajo mientras él sacaba su cuchillo de carpintería y cortaba la cinta. Las solapas se soltaron y Hanna las separó para abrir la caja, antes de arrancar el papel de embalaje y lanzarlo por doquier, sin prestar atención. Cuando vio lo que había en el paquete, sus movimientos cesaron. Se quedó boquiabierta. Knut se acercó un poco para asomarse y ver qué había en el interior de la caja. Era un cochecito, solo que más pequeño. Un cochecito reclinable para muñecas con dosel de color rojo oscuro. Se agachó para sacarlo y lo dejó en el suelo para que rodara hasta ella con sus ruedecitas diminutas.

—Todo tuyo —le dijo.

Hanna lo empujó de atrás hacia adelante y también meció la silla. Después, lo soltó y salió corriendo hacia la cabaña y el sofá de la cocina. Knut oyó un crujido cuando Hanna levantó el asiento. Entonces la vio volver con los brazos llenos. Había ido a por sus peluches y su muñeca, aquella que tenía los rizos dorados que le había llegado en otro paquete, en otra ocasión.

Los dejó con cuidado sobre el cochecito, uno al lado del otro, hasta que se quedó sin espacio. Entonces procedió a poner el resto sobre los demás. Al terminar, los cubrió con la mantita de modo que lo único que se podía ver de ellos era su cabecita.

—Adiós, abu, me voy a dar un paseo con los peques —le dijo a Knut, muy orgullosa ella, mientras empezaba a alejarse.

—¿A dónde vas? —preguntó él, dando un par de pasos para seguirla.

La niña se detuvo y se volvió, sin soltar el manillar del cochecito. Parecía que le sonreía con su carita entera llena de pecas.

—A casa de Märta —contestó.

—En ese caso, tráeme unas galletitas cuando vuelvas —le dijo él, antes de guiñarle un ojo. Bien sabía que esa era la razón por la que siempre se iba corriendo a ver a la señora que vivía en la mansión, la vecina que tenían más cerca. Hornear galletas y demás postres era demasiado para él, por lo que cuando Hanna estaba en la cabaña, tenía que conformarse con las obleas que compraban en la tienda.

Knut se quedó en el jardín durante un largo rato, mientras contemplaba a la niña marcharse. La vio girar desde la calle principal y seguir el caminito delineado por árboles hasta la mansión enorme y amarilla que había más allá de los terrenos, donde vivía Märta. Era una viejecita que vivía sola y se deleitaba con todas las visitas que recibía, por breves que fueran. Hanna avanzó muy recta, con su falda ancha ondeándole alrededor de las piernas. Unas frías ventiscas soplaban desde el mar, un vendaval que parecía querer arrancar las copas de los árboles. Cuando miraba a la niña, veía a otra madre. A Aina. Había estado orgullosísima tras el nacimiento de Johanna y lo había dado todo por su hija. La había llevado en brazos mientras la arrullaba y le daba de comer. Solo que Johanna había sido muy inquieta incluso desde pequeña y se pasaba la noche entera llorando de forma inconsolable.

Habían heredado la cabaña de parte de un familiar de Aina y habían dejado atrás la gran ciudad y los clubes de jazz en los que a él le encantaba tocar. Se habían mudado a un lugar aislado y tranquilo, todo por la niña, para que ella pudiera respirar el aire fresco que provenía del mar. Aina recorría ese mismo caminito, de un lado para otro, mientras paseaba a Johanna en su carrito hasta que finalmente se dormía. Y él no la ayudaba, porque los hombres no hacían esas cosas en aquellos tiempos. Solo que tendría que haberlo hecho; se había dado cuenta tarde de eso, al ver la cantidad de trabajo que exigía un niño pequeño.

Aina se fue agotando cada vez más, triste y sola. Iba por la vida sin más, sin ninguna pizca de alegría. Conforme Johanna se hizo mayor, llegaron los problemas en la escuela: se saltaba clases, bebía, se escapaba de casa por las noches. Daba igual que se hubiesen mudado de la gran ciudad, pues aquella destrucción estaba en todos lados, en todo momento. Aina sufría; era ella quien peleaba, gritaba y era una figura de autoridad. Las discusiones entre ella y Johanna podían volverse tan acaloradas que en ocasiones se lanzaban cosas. Mientras tanto, Knut se refugiaba en su cobertizo, para trabajar con sus muebles. Allí podía distanciarse de todo, tranquilo gracias al aroma de la madera y el pegamento y a las voces de la radio que siempre mantenía encendida.

Cuando Johanna se fue de casa, tuvieron unos cuantos años buenos. Hasta que llegó el infarto que le arrebató a Aina. Y él le echó la culpa a Johanna. No quería ver de nuevo a aquella condenada niñata.

—¡Esto es culpa tuya! —le gritó hecho una furia en el funeral de su mujer—. Discutías tanto con ella que la has mandado a la tumba antes de tiempo.

Sabía que debía disculparse con ella por haberle dicho esas cosas. A menudo solía pensar en ello. Sin embargo, no conseguía obligarse a hacerlo. El recuerdo de su hija en el sofá con las marcas amoratadas que tenía en los brazos por culpa de inyectarse drogas lo atormentaba día y noche. No quería que se acercara a su nieta, no mientras siguiera enganchada a aquella porquería, no mientras las drogas le nublaran los sentidos.

Cuando ya no pudo ver a Hanna, recogió los restos de la caja de cartón y los puso detrás de la casa, con todo lo demás que estaba destinado para la fogata. Y entonces entró en la cabaña, en dirección al teléfono. Tras dudarlo un poco, marcó el número, como había hecho tantas otras veces. Quizás algún día le contestara; quizás el hecho de que se disculpara con ella podría ayudarla a escoger un camino diferente.

Solo que no sería en aquella ocasión, pues el teléfono timbró y timbró sin respuesta.