Estocolmo,
3 de octubre de 1965

La bebé estaba tumbada sobre su propia inmundicia. En el suelo, en medio de la sala. Desnuda y envuelta en una manta asquerosa que prácticamente ya no la cubría ni un poco, daba pataditas insistentes con sus piernecitas descubiertas, como si estuviese luchando por liberarse. Las sacudía en el aire, y los brazos también, con los puñitos apretados con fuerza. Sin embargo, la bebé no lloraba, no emitía ni un solo sonidito. Era como si estuviese librando una batalla silenciosa por salvar la vida. Con los ojos bien abiertos, miraba sin ver hacia la habitación.

Knut se arrodilló a su lado, la tomó en brazos y la acunó con fuerza contra el pecho, sin que le importara que su camisa de franela se estuviese ensuciando. Se dispuso a calmar a la bebé, la meció mientras movía el cuerpo entero y le susurraba despacito al oído:

—Ya está, pequeñaja, ya está. Todo va bien, ya lo verás.

Había botellas de alcohol y vasos a medio beber desperdigados por la mesa, además de latas de cerveza, abiertas y apestosas, que alguien había estrujado con las manos hasta que el aluminio endeble había cedido bajo la presión. También había una jeringa, tirada por ahí, y una goma elástica aún con el nudo hecho, uno doble, que hacía que el color amarillo sucio del caucho se abultara. Una cucharilla que alguien había calentado por debajo hasta que el acero se había oscurecido y se había llenado de hollín. Unos rastros de un polvo blanco sobre un trozo de espejo. Knut se quedó observando todo eso mientras cambiaba de posición a la bebé hasta situársela sobre el hombro, de modo que no tuviese que ver aquel espectáculo tan lamentable. Quizás eran anfetaminas, aquellas drogas horribles sobre las que había leído en incontables ocasiones.

La madre yacía tendida en el sofá, medio desnuda, junto a un hombre que él no había visto en su vida. Ambos dormían, y las costillas les subían y bajaban de vez en cuando. Con la respiración acompasada, emitían un silbido por las fosas nasales.

La madre. La hija.

La drogadicta.

Knut notó cómo se le revolvía el estómago y le venía una arcada, pues no podía contenerlo más tiempo. Aún con la niña en brazos, vomitó sobre la alfombra hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas. La bebé empezó a lloriquear; un suave lamento al principio que no tardó en aumentar de volumen hasta volverse inconsolable. Seguro que tenía hambre. Knut la tranquilizó y le dio un beso en la cabecita. Su cabello de bebé le pareció muy suave contra los labios, casi como si fuese de seda. Y su aroma era inocente, dulzón.

Con un jersey que había colgado en una silla envolvió a la bebé. Antes de irse, se asomó en el baño en busca de algunos pañales, pero se dio media vuelta de inmediato al ver lo asqueroso que estaba. Se dijo a sí mismo que tendría que pasarse por la tienda y comprar lo básico para la niña de camino a casa. Salió del piso sin mirar atrás. Le dedicó una sonrisa y moduló un «gracias» para la vecina, quien lo esperaba fuera de casa. Era ella quien lo había llamado.

—¿Podría usar su teléfono antes de irme? —le pidió.

La mujer asintió y abrió la puerta que daba hacia unas escaleras. Allí todo estaba limpio. La alfombra de trapo estaba tendida sobre el pasillo, recta e impecable, y las plantas eran de un color verde lleno de vida. Aunque tan solo unos metros separaban ambos pisos idénticos, eran extremos opuestos.

—Lo he hecho por la bebé, por eso lo he llamado —dijo, apoyando una mano sobre la espalda de la niña—. No debería tener que vivir así.

—Ha hecho bien —contestó Knut, sin entrar en detalles, mientras marcaba el número de la policía. Giró el dial rotatorio más rápido después de marcar cada número, de modo que pudiese marcar el siguiente sin perder tiempo.

—Tenéis que venir y encargaros de un antro de drogas. Es el piso de mi hija. No puede controlarse, necesita ayuda —les dijo, antes de darles la dirección.

Contestó sus preguntas de forma tan concisa como le fue posible. Les contó cuántas personas se había encontrado en el interior y qué había visto allí. También les habló de la bebé, de en qué estado estaba.

—Me la llevo conmigo, que lo sepáis —añadió, antes de terminar la llamada—. Necesita que alguien se haga cargo de ella, y yo soy su abuelo. Será lo mejor.

Se despidió de la vecina y volvió a la calle, donde lo esperaba su Volvo de color azul oscuro. El borde inferior del coche estaba tan oxidado que había empezado a deformarse. Unas burbujas marrones se extendían hacia la puerta y estaban devorando el metal. Tumbó a la bebé de espaldas sobre el asiento del copiloto y, con una mano apoyada de forma protectora sobre su barriguita, arrancó el coche y empezó a conducir. El estruendo de las sirenas se estaba acercando, y, antes de que hubiera doblado la esquina, vislumbró la parte delantera de una patrulla de policía por el retrovisor.