1
Moderna Museet, 20 de septiembre de 2022

Una multitud llena el vestíbulo del Moderna Museet y no parece que vaya a dejar de aumentar. El ruido canturrea en el ambiente, entre las expectativas, la emoción y las voces. Hay un grupo de periodistas, tanto suecos como internacionales, con sus cámaras de vídeo adornadas con los nombres de sus respectivos canales en mayúsculas. Se han quedado frente a un pequeño escenario con un único micrófono, y su pedestal de cromo reluce gracias a la luz del sol que lo ilumina todo desde las enormes ventanas. A un lado del escenario, frente a las puertas que conducen hacia la exposición, hay una gran obra de arte cubierta por una tela negra. La custodian un par de guardias de seguridad, plantados uno a cada lado con las piernas separadas, enfundados en un traje, con gafas de sol y pinganillos. Hanna nota que el plástico les brilla detrás de las orejas y que se les enrosca al lado de la nuca, cubierta por su pelo cortado casi al ras. Los hombres mantienen la cabeza quieta, no se mueven ni un centímetro. Y ella se pregunta cómo es que pueden soportarlo.

La tela negra no cubre la obra de arte en su totalidad por la parte de atrás, por lo que se puede apreciar el marco de un cuadro en la base. Tiene unas molduras decorativas y unos cuantos arañazos donde se ha desprendido parte de la pintura dorada. No tardarán en quitar la tela negra; no tardarán en desvelar la obra de arte al público.

Los cámaras se agitan cuando una mujer se aproxima al escenario con pasos rápidos. Los fotógrafos se revuelven como si fueran uno y siguen sus movimientos a través de las lentes de las cámaras. En el instante en que la directora sube, muy decidida, el par de escalones que la conducen al escenario y al micrófono, el ruido del vestíbulo desaparece. Hanna abre la puerta un poquitín, tan solo una rendija minúscula, de modo que pueda oír mejor lo que dicen al otro lado.

La mujer se queda en silencio durante algunos segundos, con la vista clavada en la multitud y su cuello largo y su postura entera muy tensa. Su vestido negro, que se va volviendo más ancho conforme le llega a los pies, cae de forma recta desde sus hombros delgados. La tela se agita con sus movimientos cuando, tras un rato, alza los brazos para dar la bienvenida y empezar su discurso.

—Es un placer ver a tantas personas aquí reunidas. El Moderna Museet tiene el gran honor de inaugurar la exposición de una de las mejores artistas contemporáneas del mundo, reconocida por sus cuadros exquisitos y sus esculturas de bronce, por los ángeles que comparte con nosotros.

Hace una pausa, mientras espera una ronda de aplausos espontánea, tras lo cual asiente, conforme. Cuando estos cesan, vuelve a inclinarse hacia el micrófono.

—Y, como bien sabéis, hoy nos acompaña la mismísima artista en persona, para desvelar su última obra de arte. Es la primera que presenta en varios años, y nos la describe como su mejor trabajo hasta la fecha. Estamos muy agradecidos por que haya decidido hacerlo en nuestras instalaciones, en Estocolmo. ¡Démosle un aplauso y una cálida bienvenida al escenario a Hanna Stiltje!

La mujer extiende los brazos en dirección a las puertas que conducen a la sala de exposiciones. La pequeña rendija se hace grande, y Hanna sale desde allí. Lleva un vestido rojo con un cinturón ancho que hace que la tela se le ciña tanto por arriba como por debajo, para luego agitarse y curvarse alrededor de las piernas, como si estuviera enfundada en un tulipán del revés.

Un sombrerito desenfadado le oculta los ojos conforme se dirige al escenario, pues tiene la vista clavada en el suelo. Y no va sola. Un hombre la sigue muy de cerca, y, cuando llega al primer escalón, ella se aferra a la mano de él en busca de apoyo. Él se la sujeta durante algunos segundos sin moverse, mientras Hanna le da la espalda a su público. Murmura algo, un susurro difuso que no llega hasta los oídos de los espectadores, pero sí hasta él, quien ríe por lo bajo, le deja un suave beso en la mejilla y la ayuda a subir los escalones. Tras ello, la suelta y retrocede algunos pasos. Se queda allí, esperándola, apoyado contra la pared.

Hanna se acerca al micrófono y se aferra al pedestal con una mano. Como tiene que ponerse de puntillas ligeramente para llegar al micrófono, una mujer no tarda en acercarse para bajarlo a su altura, al tiempo que se agacha un poco para no meterse por medio. El público espera con paciencia mientras la manipulación al aparato consigue crear un chirrido que resuena por los altavoces. A la artista eso no parece molestarle, sino todo lo contrario: parece hasta entretenida. Una sonrisita se le asoma en las comisuras de los labios y alza la mano para saludar un poco antes de, por fin, empezar a hablar, con un acento norteamericano.

—Cada obra de arte tiene su propia historia, sus propias emociones —dice, antes de volver a quedarse en silencio durante varios segundos. Estudia a su público con la cabeza bien alta y devuelve sus miradas llenas de expectativas. Cuando les sonríe, los ojos se le esconden detrás de unas arruguitas y parecen brillar.

»Mi nueva obra, la cual estáis a punto de ver, es la mejor que he hecho hasta el momento. Y también es la última que compartiré con el mundo. En resumen, lo dejo. Dejo el arte.

Hanna no dice nada más, sino que deja que esas pocas palabras, llenas de dramatismo, floten por toda la estancia. Cuando retrocede un paso del micrófono, se lleva una mano a la joya que le adorna el cuello, un relicario ovalado hecho de plata. Les hace un ademán con la cabeza a los dos encargados de seguridad, y ellos sostienen la tela negra antes de retirarla por completo, con lo que esta se desliza hacia el suelo y revela la obra de arte que antes cubría.

Un murmullo se extiende por todo el público. Las cámaras vuelven a cobrar vida, y un hombre con una cámara de vídeo se abre paso hacia adelante. Se agacha y resigue los contornos, antes de levantarse muy cerca para capturar todos los detalles. Una periodista del mismo canal casi le pisa los talones, y, cuando el cámara se vuelve hacia ella para enfocarla, esta alza su micrófono.

—Y aquí tenemos lo que será…, lo que acabamos de oír que será… la última obra de arte de Hanna Stiltje. Una… Eh… Una cajonera.

La periodista no puede evitar fruncir un poco el ceño al pronunciar la última palabra, como si lo que viera la confundiera e incluso hiciera que perdiera el respeto por la artista.

La cajonera que se encuentra frente al público parece una mescolanza de baratijas. Cada parte que la compone es diferente, en color, forma y material. La parte de arriba, hecha de piedra negra, tiene distintas marcas y muescas aleatorias, además de una rosa de papel pintada de negro que parece marchita y sin vida sobre uno de los bordes. Los cajones y demás compartimentos se han montado a base de un amasijo de ventanas viejas, trozos de rodapiés, tablones sucios y manchados y puertas de alacenas. Detrás de un armario con puerta de cristal hay una pila de sobres abiertos que tienen los bordes irregulares y rasgados.

Hanna respira hondo y contempla a su público. Han empezado a moverse; muchos le han dado la espalda al escenario y se han dispuesto a hacer cola para adentrarse en la sala de exposiciones y presenciar la grandiosa retrospectiva por la que han acudido al museo. Aquella con las magníficas pinturas al óleo y esculturas de bronce que han hecho que se la reconociera a nivel mundial.

—Hanna Stiltje, ¿puedes contarnos un poco más sobre tu obra? ¿Es una alusión a lo que representa la vida? ¿Quiere decir que llevamos con nosotros distintos compartimentos? —pregunta otro periodista, plantándole su micrófono prácticamente en las narices. El objeto se le acerca a tanta velocidad que Hanna no puede evitar echarse atrás y, cuando se choca contra alguien, se disculpa. Las preguntas empiezan a llegarle desde todas direcciones.

—¿Por qué has optado por renunciar a las esculturas de bronce?

—¿Crees que esto de verdad es una obra que esté a tu altura?

—¿Y qué nos dices de los cuadros? Sí que seguirás pintando en un futuro, ¿verdad?

—¿Por qué dejas el arte cuando aún tienes tantos años por delante?

Los periodistas la encierran y se dan codazos entre ellos para ganar espacio. Hanna deja de oír sus preguntas y lo que oye en su lugar es un zumbido colectivo.

—Vuestras preguntas tendrán que esperar, podéis hacerlas durante vuestros turnos de entrevista —les dice, con firmeza.

El hombre que la ha acompañado al escenario la espera a su lado y se remueve en su sitio, impaciente. Hanna se estira para darle la mano y se aferra a él con fuerza al tiempo que se aleja en sus tacones brillantes, serpenteando entre el mar de personas que se dispersan por la sala. Está rodeada de voces decepcionadas que no dudan en expresar en voz alta el chasco que se han llevado.

Al llegar a la puerta que conduce al restaurante y a la pequeña estancia diseñada para las entrevistas, Hanna echa un vistazo hacia atrás y observa de refilón a todas las personas que se marchan del museo. Estas cruzan las puertas de salida y desaparecen por el patio.

En el exterior, una niña pequeña juega al lado de su padre, quien está hablando por el móvil y no la mira. Tiene a la niña de la mano, mientras que ella salta de arriba abajo con sus botitas amarillas para la lluvia. Su cabello largo y rizado le cae sobre los hombros, y cuando se sujeta con ambas manos de la de su padre para treparle por la pierna, casi roza el suelo con el pelo.

—John, esa niña de ahí, mira —le dice Hanna en un susurro, antes de señalar; solo que su acompañante no la oye, pues ya ha abierto la puerta y la espera al otro lado.

Hanna observa a la niña y a su padre hasta que estos se giran y desaparecen de su campo de visión. Se queda quieta unos segundos, plantada en su lugar como si se hubiese convertido en piedra. Y solo despierta de su ensoñación cuando oye una voz conocida llamándola. Sin demora, se adentra en la estancia y cierra la puerta a sus espaldas, tras lo cual busca el pestillo con torpeza.

—¿Qué coño has hecho? ¿Dónde carajos están las pinturas? —grita la voz, furiosa, desde el exterior.