EL NACIMIENTO DE ZEUS

Cronos, el principal de los titanes, vivía temeroso de que algún día sus propios hijos crecieran y ocuparan su lugar como amo del mundo. Este hijo de Gea y Urano no tenía la menor idea de lo que eran la amabilidad humana ni la lealtad familiar. Para que sus hijos no pudieran usurpar su poder, los iba devorando en cuanto nacían. Cada vez que su esposa, Rea, sentía que un bebé le daba pataditas en el vientre, le suplicaba que se olvidara de su poder y dejara vivir a la criatura inocente, pero, ni bien nacía el bebé, Cronos se lo arrebataba de los brazos.

Rea perdió así a cinco hijos, pero, cuando supo que llevaba en su interior al sexto, concibió un plan. Huyó a la isla de Creta, donde el mar circundante la protegía de su esposo. Oculta en una cueva, dio a luz al bebé en secreto y lo llamó Zeus. Sin embargo, el mar no podía mantener alejado a Cronos para siempre. Pocos días después del nacimiento de Zeus, Rea advirtió un zumbido nervioso entre las ninfas de las abejas que vivían en las proximidades: habían llegado las naves de Cronos. Los muros de la cueva temblaron y se hicieron eco de cada pisada de los gigantescos pies de su esposo. A Rea no le quedó más remedio que dejar al bebé Zeus al cuidado de las ninfas y enfrentarse a su marido a solas. Con fuerza sobrehumana, arrancó una de las rocas de la pared, la envolvió en una manta suave que había tejido ella misma y la cogió en sus brazos. A continuación se despidió de Zeus con un beso y salió de la cueva, dejando atrás a su bebé.

Cuando Cronos vio que su esposa sostenía contra su pecho lo que tomó por su hijo recién nacido, no pudo por menos de recordar la profecía que había oído hacía mucho tiempo: que algún día su propio hijo lo mataría y asumiría el control del mundo.

—Lo he llamado Zeus —dijo Rea, sosteniendo al bebé de piedra fuera de la vista de su marido para que no advirtiera el engaño.

Cronos se lo arrebató y, sin desenvolver siquiera los pliegues de la manta para ver lo que contenía, abrió la boca como una serpiente y se lo tragó entero. Después levantó a su esposa con un solo puño y, cruzando la playa en tres pasos gigantescos, se dirigió otra vez al barco, donde dio la orden a los vientos, que alejaron rápidamente la nave.

Zeus vivió en la cueva con las ninfas de las abejas hasta que tuvo edad suficiente para comprender lo que su padre les había hecho a sus hermanos. Quería demostrarle que había obrado mal, de modo que se puso a recorrer la isla para ver si se le ocurría algún plan. Un día, cuando estaba de pie en la orilla, le pareció distinguir entre el estrépito de las olas el sonido de una voz.

Zeus avanzó hasta que el agua le llegó por los tobillos. De la blanca espuma emergió una joven. Él conocía la leyenda de Metis, una ninfa marina que sabía preparar pociones mágicas, pero nunca la había visto con sus propios ojos. Ella alargó su mano acuosa y Zeus vio que sostenía una botella verde, en cuyo interior burbujeaba y se agitaba un líquido, aun cuando esta permanecía quieta.

Zeus no habría podido pedir una poción más perfecta. En cuanto Cronos la bebió, se agarró el estómago con las dos manos y vomitó. Zeus contempló a sus hermanos y a sus hermanas que nadaban para salvar la vida en la gran ola que brotó de la boca de su padre. Los contó a medida que iban pasando: Hestia, Deméter, Hera, Hades y Poseidón. Lo último que salió del vientre de Cronos fue la roca que había tragado en lugar de su pequeño hijo.

Furioso, Cronos reunió a los titanes de todo el mundo y declaró la guerra a sus hijos. El enfrentamiento duró diez años, pero, mientras que Zeus y los otros cinco dioses y diosas se iban haciendo mayores y más fuertes, Cronos y los titanes se volvían cada vez más débiles y frágiles. Zeus empezaba a pensar que la guerra duraría para siempre, pero entonces se le ocurrió una idea.

Los cíclopes eran los mejores guerreros que conocía —unos gigantes inmensos que devoraban grandes bestias a puñados—, pero no podían acudir, porque estaban encerrados en el Tártaro, una mazmorra subterránea situada tan por debajo del Inframundo como lo está el cielo por encima de la tierra. Zeus emprendió el viaje para encontrarlos y liberarlos, porque un dios no necesita una llave para abrir las puertas del Tártaro, pero a punto estaba de entrar cuando avistó una criatura inimaginable, llamada Campe. Era mitad mujer y mitad dragón y en torno a su cintura gruñían y lanzaban dentelladas las cincuenta cabezas de otros tantos lobos, osos, serpientes, leones y tigres. De su espalda salían una cola larga con un aguijón de escorpión y un par de amenazadoras alas negras. Campe se le acercó. Al moverse, las serpientes enroscadas a sus tobillos sisearon y aullaron los lobos que le rodeaban la cintura. Sin embargo, Campe no podía competir con el futuro rey de los dioses. Zeus la abatió con un poder que ni siquiera él sabía que poseía: un único relámpago. Liberó a los cíclopes de su celda y los condujo a lo alto del monte Olimpo. Con ellos de su parte, Zeus y sus hermanos no podían perder.