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El sabor inglés de Mahón

Cuando desembarco en el muelle de Poniente tengo la sensación de haber llegado a una ciudad de dos niveles, como ocurre en Lisboa con los barrios de la Baixa y el Chiado. En Baixamar está el puerto de Mahón, con una hilera de restaurantes que ofrecen arroces, pescado y marisco, barcos de colores llamativos que realizan excursiones turísticas y almacenes de los tiempos de la navegación. En la parte alta, después de subir andando por la cuesta de Ses Voltes, o en ascensor desde 2021, te encuentras en el centro de una ciudad que evidencia en algunas casas la influencia británica de la dominación del siglo XVIII. Se nota, por ejemplo, en la ausencia de balcones. Y es que lo que se estila en Mahón son las ventanas de guillotina y las tribunas, que en la isla llaman boinders, del inglés «bow windows».

Del tiempo de la dominación británica el menorquín conserva algunas palabras inglesas. Al yeso, por ejemplo, le llaman xoc (de chalck), a las conchas xel (de shell), los niños juegan a mèrvels (del inglés marbles, ‘canicas’), un destornillador es un tornascrew y si te descuidas te pueden poner «un ull blec» (un ojo black, ‘negro’).

Josep Pla escribe que cuando llegó a Menorca un pasajero le dijo que en la isla vivían «muchas personas delgadas y huesudas». Por mucho que me fijé, yo no conseguí ver a ninguna. Quizás es que ahora hay tantos extranjeros que se ha perdido esta característica. Por otra parte, estoy de acuerdo con Pla cuando escribe que Mahón tal vez no tiene nada de particular, «pero tiene una personalidad difícil de olvidar». Es decir, que de entrada puede que no sepas ver su encanto, pero al cabo de unas horas te das cuenta de que tiene un atractivo difícil de definir, pero que te hace sentir a gusto.

 

Mi primer paseo por Mahón empieza en la parte antigua, donde hubo siglos atrás un castillo descrito en las crónicas de la conquista. Este barrio incluye las plazas de la Conquista y del Pla de la Parròquia (oficialmente de la Constitución), con edificios históricos como el Ayuntamiento, la biblioteca y algunas iglesias del siglo XVIII, en especial la de Santa María, que cuenta con un órgano excepcional del año 1809, de quince metros de altura, cuatro teclados y más de tres mil tubos. Cerca se encuentran las iglesias de Sant Francesc y del Carme, unos miradores privilegiados y el portal de Sant Roc, el único que ha sobrevivido de la muralla, derribada hace ya muchos años.

Como ocurre en la mayoría de las ciudades, para conocer bien Mahón tienes que caminar mucho y fijarte en los detalles. En la calle de Isabel II, abierta en el siglo XVIII, me llaman la atención la casa Febrer i Cardona y Can Albertí, además de Cas General, antiguo palacio del gobernador británico y actual sede del Gobierno Militar. Esta fue una de las primeras calles que se construyeron fuera de las murallas; se llamaba Sant Cristòfol, pero le cambiaron el nombre por el de Isabel II cuando en 1860 la reina visitó Menorca. En esta calle, por cierto, nacieron dos hijos ilustres de la isla: el arquitecto Nicolau Rubió i Tudurí (1891-1981) y el escritor Mario Verdaguer (1885-1963).

Las casas de esta parte de Mahón tienen un aire histórico que me lleva a pensar en el ataque turco de Barbarroja del año 1535. Según las crónicas, dos frailes del convento de Sant Francesc fueron los primeros que advirtieron que los barcos que acababan de entrar en el puerto con estandartes españoles eran en realidad piratas turcos camuflados. Enseguida dieron la alarma y la ciudad se preparó para defenderse, pero un grupo de ciudadanos, viendo que los turcos eran muy superiores, les abrieron las puertas de la ciudad después de pactar que a ellos no les harían ningún daño. Los asaltantes entraron a saco y mataron al gobernador y a un centenar de caballeros. El saqueo fue terrible, con incendios, robos, violaciones, muertos y más de seiscientos prisioneros que fueron enviados como esclavos a Estambul. Los turcos solo respetaron las casas de algunos dirigentes, que fueron acusados de traición, juzgados y ajusticiados en octubre de 1536 en la plaza del Born, en Ciutadella. Antes de matar a uno de los caballeros, Antoni Olivar, le cortaron la mano derecha, la que había abierto la puerta de la ciudad de Mahón a los turcos; al consejero Jordi Uguet le cortaron el pie derecho, el primero que pisó la ciudad cuando entró guiando a los piratas. Como escarmiento, las cabezas de los ajusticiados fueron expuestas durante meses en Mahón.

Junto al convento de Sant Francesc, por cierto, se encuentra el museo de Menorca, donde se puede repasar la historia de la isla en un recorrido muy didáctico.

 

—Mahón es una ciudad con dos mil años de historia que se transforma en el siglo XVIII con la llegada de los ingleses —me dice el escritor Josep Maria Quintana, autor de varios libros que profundizan en la historia de Menorca—. Los ingleses enseguida se dieron cuenta de la importancia del puerto y estimularon el comercio. En Ciutadella se sentían muy incó­modos, ya que se enfrentaron con el obispo y la nobleza. Por esta razón trasladaron a Mahón los tribunales. En el tiempo de los ingleses se duplicó la población. Es evidente que sin el siglo XVIII no sería lo que es.

Entre los estímulos que los ingleses decretaron para impulsar el crecimiento de Mahón estaba la declaración de puerto franco y la libertad de mercado. Esto atrajo a numerosos comerciantes extranjeros, entre ellos muchos griegos, malteses y judíos.

—La comunidad griega era la más importante entre las extranjeras de Mahón —me apunta Quintana, que en la novela Los Nikolaidis recrea a una familia llegada de Grecia a Menorca en el siglo XVIII—. Incluso llegaron a construir una iglesia ortodoxa para la comunidad. Ahora, una vez reformada, es la de la Concepció.

De las familias griegas que se establecieron en Mahón, la que más triunfó es la de los Ládico, procedentes de la isla griega de Cefalonia. Llegaron a Mahón en 1745, pero con el paso del tiempo el único hermano que se quedó en Menorca fue Iorgos, que amasó una fortuna comerciando por el Mediterráneo. El hijo sería alcalde de Mahón en 1820 y senador en 1844. El nieto, Teodoro Ládico, sería diputado, ministro de Hacienda de la Primera República con Pi i Margall y senador por Puerto Rico en 1887.

Después de Los Nikolaidis, Quintana escribió Los Clarks, una continuación de la saga familiar que en esta ocasión se centra en el siglo XIX en Mahón.

—El nombre griego pasó de Ladikos a Ládico cuando se adaptaron a Menorca —me cuenta—. Cuando pasados unos años expulsaron a los comerciantes extranjeros, ellos se quedaron. La madre era italiana, de Livorno, y ello influyó en que los Ládico se bautizaran como católicos. Siempre se adaptaron, y se quedaron muchas propiedades de los griegos que no regresaron a Menorca. Acabaron reuniendo una gran fortuna e incluso crearon una banca.

 

Guiado por la curiosidad, visito en la plaza de la Miranda la antigua casa de Teodoro Ládico, hoy sede de la delegación del Gobierno, un edificio señorial con vistas al puerto y con unos muros que rezuman historia. Después, recordando la fama de la ginebra menorquina, me acerco a la destilería Xoriguer, en el muelle de Poniente, donde veo como aún hoy elaboran ginebra siguiendo una receta antigua, con bayas de enebro y alambiques de cobre. La envasan como ginebra de Mahón en unas botellas originales, con asa y un molino en la etiqueta, recuerdo de que los Xoriguer vienen del campo menorquín.

Cualquiera que visite Menorca puede comprobar que la ginebra es una bebida muy popular, a menudo mezclada con limonada. En una gran parte de la isla esta combinación recibe el nombre de pomada, y me fijo en que muchos turistas compran en Xoriguer la pomada ya envasada para ahorrarse tener que hacer la mezcla.

Pomada, pomada, mucho bueno —me dice un alemán rubicundo que me muestra una botella como si fuera un trofeo.

A pesar de que se ha querido vincular la fabricación de ginebra en la isla con la dominación británica, el historiador Alfons Méndez Vidal ha escrito un libro, El gin de Menorca, de la llegenda a la història, en el que prueba que dicha bebida no procede de los ingleses.

—La ginebra de Menorca viene de los neerlandeses —me dice cuando nos encontramos en un bar cerca de la iglesia del Carme—. Que era de origen inglés lo utilizaron hace unos años como gancho turístico, ligándolo con la dominación británica del siglo XVIII, pero no es verdad. Es del siglo XIX, cuando en el puerto de Mahón había mucho movimiento. La flota norteamericana en el Mediterráneo, el Mediterranean Squadron, tuvo base en Mahón desde 1815 hasta 1848, año en que se marcharon a Nápoles. También tenía base en Mahón una flota comercial neerlandesa, y por eso creció la demanda de ginebra. Fue entonces cuando se empezó a producir la ginebra aquí, pero tenían que importar los ingredientes, porque en la isla no había enebro. A los fabricantes les favoreció que después de la Guerra Civil no dejaran importar ginebra en España.

 

Otro paseo por Mahón me lleva desde la gran plaza de l’Esplanada hasta el Carrer Nou, pasando por Sa Costa de Sa Plaça. Al final, en la esquina con el Portal de Mar y cerca de la iglesia de Santa Maria, se encuentra Es Dineret, un bar restaurante tradicional que fue sede del casino La Unión, fundado como Casino dels Menestrals en otro lugar en 1867. El nombre de Cas Dineret viene, según dicen, del que fue propietario, Joan Deyà, quien al anochecer pedía un dineret (‘dinerillo’) a quienes querían entrar.

En la terraza de Es Dineret, un mirador ideal para observar el ir y venir de los mahoneses y de los turistas, me encuentro con Alfredo Pastor, un reconocido economista catalán que visitó por primera vez la isla en 1963 y que vive aquí desde hace unos años.

—Mi mujer, Maria Olives, es de origen menorquín —me cuenta mientras desayunamos café con leche y una ensaimada, rodeados de historia y con la terraza llena de turistas—. Su familia tenía una tienda llamada La Cigüeña cerca de aquí, en el Carrer Nou. Eso hizo que yo viniera a Menorca cuando era muy joven. Entonces era una isla distinta, con muy poco turismo. Recuerdo que viajábamos en barco y que a bordo todos se saludaban.

—¿Por qué, con los años, te has venido a vivir a la isla? —le pregunto.

—Aquí se está muy bien: por el silencio, por la calma, por la proximidad del mar y de la naturaleza, por la amabilidad de los menorquines... —me dice mientras su rostro irradia felicidad—. De entrada puede parecer una isla plana con poca flora y mucha piedra, pero la Enciclopèdia de Menorca tiene un tomo entero dedicado a la flora. Leyéndolo te das cuenta de que en la isla hay una gran variedad. Menorca, además, tiene lugares preciosos, como cala Pregonda o el cabo de Cavalleria, aunque también otros que se han estropeado, como el Arenal d’en Castell o el Port d’Addaia. Sea como sea, en Menorca me encuentro muy a gusto.

Son, las de Alfredo Pastor, buenas razones para vivir en Menorca, una isla que cada día seduce a más forasteros que tienen la tentación de quedarse a vivir aquí, cerca del mar, bajo el sol y rodeados de una calma proverbial.

Cuando me despido de Alfredo, camino por el Carrer Nou hasta la plaza Reial, donde el emblemático American Bar reúne desde 1924 a mahoneses con inquietudes culturales y, en alguna época, a izquierdistas. En esta plaza empieza s’Arravaleta, una calle corta y muy concurrida que desemboca en la iglesia del Carme, del siglo XVIII. Justo al lado, en el claustro, hay un original mercado que data del siglo XIX, de los años de la desamortización, con puestos que parecen que estén bendecidos por todos los santos. No lejos de allí, hay un parque casi secreto donde me gusta ir a descansar, el de Freginal, un oasis de calma y verdor que ocupa, en pleno centro, el espacio de un antiguo torrente.

Más allá de la iglesia del Carme, al principio de la bajada hacia el puerto, me gusta detenerme en el mercado de pescado, o Sa Peixateria, un interesante edificio de 1927 donde puedes comprar pescado o sentarte a comerlo en alguno de sus restaurantes. El puerto queda muy cerca, al final de la bajada de Ses Voltes.

Pienso que podría ir a comer al puerto, pero después de consultar con un amigo menorquín, prefiero hacerlo en Ses Forquilles, un restaurante de la calle San Fernando. El hecho de que esté instalado en una casa antigua, con un agradable patio mahonés, me ayuda a decidirme. Los platos, elaborados con productos locales y dotados de un toque moderno, están muy bien. Una ensaladilla rusa con sabor a mar y una lubina bien cocinada me conectan con el sabor de la Menorca de siempre y me hacen sentir a gusto en la isla.