II

Tanto presumir de laicismo, tanto dar masculillo a los curas y rapiñarles las propiedades, tanto prohibir terminantemente la formación religiosa en las escuelas, pero en la hora de la desesperación los gabachos se encomendaron a las jerarquías celestiales y organizaron una misa votiva en la catedral de Notre Dame, a la que asistieron todos los carcamales de la moribunda Tercera República. Yo, aunque no soy mucho de misas, también asistí por el gustazo de ver a toda aquella patulea prosternada en sus reclinatorios, sin atreverse a alzar la vista al sagrario, no se les fuera a ulcerar el alma leprosa. Cubierta de sacos terreros, Notre Dame era un baluarte a punto de rendirse; pues, como nos enseña Víctor Hugo en la novela celebérrima que dedicó a esta catedral, «toda civilización empieza por la teocracia y termina por la democracia». Y aquella tarde, con los hinojos artrósicos clavados en el terciopelo de los reclinatorios y rogando a un Dios que creían haber matado, estaban las escurrajas hediondas y claudicantes de la democracia, entonando su patético gorigori. El arcediano, al acabar la misa, recitó la letanía secular de Francia que aquellos alfeñiques habían querido enterrar prematuramente, en la que se invocaba a San Miguel Arcángel y a la Doncella de Orleans, rogándoles la victoria en el combate (como si los gabachos todavía lo estuviesen librando); pero todos los santos y arcángeles, todos los coros celestiales se habían desentendido de Francia, dejando que se alimentase con las algarrobas de los puercos.

Por lo demás, aun suponiendo que los coros celestiales se hubiesen dignado atender las plegarias de aquella patulea, la derrota ya estaba consumada. En los cines que todavía permanecían abiertos se proyectaban noticieros sobre los estragos causados por la aviación alemana en la fábrica Renault de Boulogne-Billancourt, en la periferia parisina, que la Luftwaffe había elegido a modo de chivo expiatorio, después de pasar de largo sobre el centro de la ciudad, sin molestarse en arrasar el Elíseo ni el Quai d’Orsay ni ningún otro edificio público. El ángel con gabardina y bigote cantado por Ruanito seguía velando por la ciudad que los gabachos abandonaban a su suerte, porque quería darse el gustazo de pasearse por sus calles intactas, como los reyes se daban antaño el gustazo de profanar vírgenes en el tálamo. Y mientras se aguardaba la llegada del ángel con gabardina y bigote, las últimas multitudes se largaban de París, sin necesidad de que se lo indicara ninguna espada flamígera. Ya todos los vehículos particulares habían abandonado la ciudad; y a los rezagados sólo les restaba la posibilidad última de hacerlo en los trenes que salían de las estaciones de Austerlitz y Lyon. Allí acampaban —lo mismo en andenes que en vestíbulos atestados— multitudes como enjambres de gitanos pálidos, entre fardos de ropa mugrienta, cestas con viandas podres, maletones atados con cuerdas y una prole llorona y gemebunda; pero todos se aferraban patéticamente a sus sombreros de pluma y perifollo, a sus vestiditos de organdí y a sus trajes de chaqué. Como los trenes no salían con puntualidad —y a cada día que pasaba salían menos trenes, porque los alemanes estaban cortando todas las vías férreas— las multitudes se exasperaban y organizaban comités de protesta mentecatos, que iban de ventanilla en ventanilla exigiendo el libro de reclamaciones. Había que reconocer que los rojos nuestros, cuando la caída de Cataluña, con sus trajes de pana raída y sus pañolones a la cabeza, habían tenido mucha más dignidad en el éxodo que aquel pueblo de petimetres.

—Coño, Perico, cómo me alegro de verte. Estás hecho un pincel.

Tendí la mano a Urraca, que me aguardaba a la puerta del cabaré del Infierno, uno de los últimos establecimientos «recreativos» que todavía no había echado el cerrojo en París; pero Urraca prefirió darme un abrazo efusivo con mucho palmeteo en los omóplatos, demasiado efusivo incluso para el trato que nos unía, que básicamente era el que une a un policía con su soplón. Con su pelo engominado y su boca de alfil —como una hendidura cruzándole el rostro—, con su chaqueta de rayadillo y sus zapatitos lustrosos, como si el limpiabotas se los acabase de lamer, parecía un pimpollo con veinte años menos, rezumante de brío y felicidad.

—Esta noche dormimos en el Bosque de Bolonia, Fernandito —me anunció, con un plural inclusivo que no dejaba resquicios a la duda sobre su posición en el conflicto bélico—. La fruta está a punto de caer del árbol.

Sólo hacía falta que cayese de una puñetera vez; como hacía falta que cayese la lluvia para ahuyentar el espantoso bochorno de junio que aplastaba aquel París desierto, en donde los humos de los incendios de combustible habían contribuido a formar una calima que tenía consistencia de hollín, como si viviésemos en algún aledaño del tártaro. De este modo, el cabaré del Infierno, que quedaba como una reliquia anacrónica en el París de la época, recuperaba una imprevista vigencia.

—Chico, no sabía que fueras aficionado a este antro —le dije, un poco intimidado ante su fachada horripilante.

Urraca soltó una risotada que era casi un graznido, a juego con su apellido:

—Es que ya apenas quedan locales abiertos. El cabaré del Infierno no ha cerrado porque está regentado por momias que no se enteran de lo que ocurre en el mundo de los vivos.

El cabaré del Infierno se erguía en el bulevar de Clichy, junto a la plaza Pigalle, en el corazón mohoso de Montmartre, allá donde el hampa de la prostitución y la estafa había instalado sus reales, como un viejo galeón que no se hunde porque se ha quedado encallado en los bajíos. Toda su fachada estaba cubierta con relieves de mayólica —para entonces por completo deslucidos y desportillados— que representaban diversos motivos infernales con gran bullicio de figuras, al estilo de los cuadros de El Bosco; y la puerta de entrada representaba a un demonio malencarado, de boca voraz abierta hasta el descoyuntamiento de la mandíbula —como Leviatán devorando a los réprobos—, que se tragaba a los clientes del cabaré que entraban como si lo hicieran en una caverna o en una checa. Como me daba repelús ir palpando a oscuras las paredes, no fuera a toparme con vísceras sangrantes o vómitos todavía tiernos, me agarré del brazo de Urraca, que conocía bien el antro y me guiaba como Virgilio a Dante.

—No te puedes imaginar las noticias estupendísimas que te traigo, Fernandito.

—A ver, desembucha. ¿Me has conseguido el certificado del fusilamiento de Gálvez?

—Y algo más que el certificado. Espera y verás —jugó a intrigarme, estirando su boca en una sonrisa batracia.

En la sala principal del cabaré del Infierno, sobresalían de las paredes y el techo una turbamulta de bichejos modelados con yeso y arpillera, endriagos y vestiglos, hidras y serpientes, que tenían más mugre que las uñas de Solms y estaban chamuscados por las llamaradas que iban arrojando por la boca un par de tragafuegos disfrazados de diablejos que hacían las veces de camareros. En otro tiempo el antro había logrado reunir una clientela populosa, empachada de satanismo de garrafón y lecturas turulatas del ocultista Papus; pero aquella noche Urraca y yo éramos los únicos clientes del cabaré, cuyo escenario se iluminó de repente con luces de acetileno, como si aguardasen nuestra llegada para comenzar la función.

—Ya sólo podemos ofrecerles absenta. Los suministros han quedado interrumpidos —nos dijo uno de los tragafuegos o camareros.

—¡Pues vengan un par de absentas! —exclamó alborozado Urraca, que hablaba un francés exquisito—. Además, seguro que es una absenta añeja de cojones, viendo el panorama del cabaré.

Y volvió a reír como si crascitara.

—La verdad es que hablas un francés que ni Racine, Perico. Menuda envidia me das.

—Me ayuda mucho cuando viajo —me dijo, halagado—. Piensa que me he tirado la mitad de mi vida dando tumbos por el mundo. Pero siempre digo que uno no debe fiarse de una lengua en la que una palabra que se escribe «e-a-u» se pronuncia «o».

Me reí yo también, porque los gabachos me habían parecido siempre liantes y fementidos. Al escenario había salido, bajo una luz azulenca, una jamona muy entrada en años y en arrobas que, inverosímilmente, empezó a hacer una danza de los siete velos con una gracilidad paquiderma. Los velos reproducían los colores del arco iris y estaban distribuidos con escasa lógica indumentaria: dos cubrían sus cabellos y su rostro; otros dos, prendidos de los hombros y extendidos sobre los brazos, le servían a modo de capa vaporosa en sus evoluciones por el escenario; uno más escondía sus senos desvencijados; los dos últimos componían una suerte de taparrabos que caía hasta los tobillos, por delante y por detrás. La jamona hacía ondular sus brazos como una reencarnación rolliza de la diosa Kali y hacía vibrar obscenamente las lorzas de grasa que se le amontonaban en la tripa, como una bacante en pleno rapto dionisíaco. Urraca la contemplaba engolosinado y sin pestañear:

—Lleva repitiendo el mismo número desde hace veinte años por lo menos —me informó, con un brillo salaz o admirativo en la mirada—. Verás, verás lo que hace.

Urraca había empleado su juventud en la marina mercante, atracando en los puertos africanos y asiáticos más recónditos, y tal vez de aquella época le viniese el gusto por la extravagancia, la truculencia y la sordidez. Luego había ingresado, en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera, en la Escuela de Policía de Madrid, donde se había especializado en dactiloscopia, para incorporarse al Ministerio de Asuntos Exteriores, como experto en control de pasaportes. Durante nuestra guerra, además de afiliarse oportunamente a la Falange, se había probado un lince en la persecución del contrabando de divisas; y mientras lo perseguía se había pegado la vidorra padre, viajando por toda Europa, al estilo de Ruanito, mientras los pringados andábamos disparando o recibiendo tiros. Al acabar la guerra, Urraca había ganado un concurso con más de ochenta candidatos a la plaza de agregado policial de la Embajada de España en París, donde había probado ser un sabueso formidable, de una tenacidad, paciencia y perfidia superlativas. Se había casado con una francesita bastante coqueta y apetecible (al menos en apariencia, porque luego, en la intimidad, todas las gabachas son reacias al jabón); y con ella tenía montado algún negociete indescifrable que le permitía vivir muy rumbosamente, mucho más de lo que permitían los sueldos funcionariales. Menos apetecible que su mujercita, la jamona del escenario se iba quitando velos sin gracia ni sicalipsis, mostrando unas tetas como albardas flojas, un culo como un mapamundi lunar (con todos sus cráteres y desbordamientos pulposos) y un coño con una pelambre que dejaba chiquito ese «penacho lacio de altos sueños» que tan cachondo ponía a Ruanito. Pensé que con esa pelambre se habrían podido confeccionar al menos un par de bisoñés para Velilla, y todavía hubiese sobrado para añadirle un bigotillo postizo, a la moda hitleriana.

—Vaya cachalote de tía, Perico —me quejé, un poco harto del numerito.

—Espera, espera, que ahora viene lo bueno —susurró Urraca, expectante.

Y como si la jamona estuviese aguardando que Urraca musitase estas palabras, se empezó a sacar de la vagina, o del útero, o de las trompas de Falopio, unos bichejos viscosos y ondulantes, no sé si anguilas o culebras de agua o sanguijuelas recrecidas de sangre, una y otra y otra, hasta diez o doce, para entusiasmo de Urraca, que aplaudía a rabiar, mientras yo combatía el asco y la lipotimia trasegando la absenta que nos acababa de dejar sobre el velador uno de los tragafuegos.

—No entiendo cómo te puede gustar semejante cochinada, Perico —dije, reprimiendo una náusea—. Te pregunté antes si me habías conseguido el certificado de defunción de Pedro Luis de Gálvez.

La jamona había abandonado el escenario, aplaudida frenéticamente por Urraca, pero las faunas ofidias o anélidas que se había sacado del coño andaban culebreando por el cabaré, huérfanas de una guarida calentita.

—Aquí tienes tu certificado, hombre de poca fe.

Y se sacó del bolsillo superior de la chaqueta, donde asomaba muy pintón el moquero, un folio doblado en cuatro, en el que se aseguraba que, en cumplimiento de la sentencia del Consejo de Guerra Permanente, el condenado Pedro Luis de Gálvez había sido fusilado en las tapias del cementerio de la Almudena, a las seis y media de la mañana del 30 de abril de 1940, apenas mes y medio atrás. Noté que las culebras o sanguijuelas liberadas por la jamona se habían refugiado debajo de nuestro velador, buscando nuestros tobillos, para envolverlos con su gelatina fría. A Urraca se le iluminaba de gozo la cara de salamandra.

—¿Por fin te has quedado tranquilo? —me preguntó.

Asentí con un escalofrío, mientras me sacudía las perneras del pantalón, por evitar que aquellos bichos nefandos me subiesen por las pantorrillas. Sorprendí en Urraca un estremecimiento de placer, mientras en su derredor se congregaban los bichos, trepando por sus piernas como enredaderas.

—Dejad que los bichitos se acerquen a mí —rió con una risa repelente—. Y, aparte del certificado de defunción, te he conseguido copia mecanografiada de una carta que Gálvez dejó encargado que te entregaran, antes de su fusilamiento.

Los tragafuegos disfrazados de diablejos recorrían la sala, lanzando sus llamaradas sobre los bichos liberados por la jamona, que anguileaban y se retorcían furiosos cuando el fuego los alcanzaba, esparciendo un hedor de barbacoa execrable. Urraca me tendió la carta postrera de Gálvez, que algún chupatintas castrense había transcrito añadiéndole anacolutos y faltas de ortografía. De un vistazo somero deduje que era una suerte de testamento regado de amenazas y maldiciones, en el estilo tremebundo del bohemio. En algún pasaje especialmente lúcido deslizaba una observación que podría haber adoptado yo mismo como lema vital: «De nada me arrepiento, ni a nadie pido perdón por el mal que haya podido causar, pues otros me lo causaron a mí, multiplicado por cien, y el mal, como el rencor, es una enfermedad que se repercute involuntariamente sobre quienes nos rodean». Sólo disentía de Gálvez en el adverbio; pues en la repercusión voluntaria y premeditada del mal que otros nos han infligido se cifra el secreto fatal —y también el disfrute sibarítico— del resentimiento. Hacia el final de la carta, Gálvez me lanzaba un anatema feroz:

 

En el cielo, o en el infierno, o en la pura nada te espero, para que me rindas cuentas. No creas que vas a librarte de mí tan fácilmente: vete haciendo el equipaje, que yo te iré buscando alojamiento en alguna vivienda contigua a la que yo habite. Seguiremos siendo vecinos en ultratumba, y quizá por fin podamos dirimir nuestras diferencias.

Sigue mi ejemplo y muérete pronto. Hasta que eso ocurra, no te mires demasiado en los espejos, pues descubrirás el cáncer que corroe tu alma.

 

Pero ese cáncer ya lo tenía sobradamente descubierto y diseccionado; y, como Gálvez, no me arrepentía ni pedía perdón por repercutirlo voluntariamente sobre quienes me rodeaban. Un tragafuegos pasó a nuestra vera, después de achicharrar las culebrillas de la jamona, para intimidarnos con su aliento de llama, y aproveché para acercarle a la boca la carta de Gálvez, haciéndome el displicente. La carta prendió al instante, como si estuviese espolvoreada de azufre (y tal vez lo estuviese, delatando el negociado de ultratumba donde Gálvez me esperaba). Sus pavesas cayeron blandamente al suelo.

—Chico, vaya cuajo tienes —se admiró Urraca—. La carta supuraba rabia.

—La rabia de un muerto se muere con el muerto —zanjé la cuestión—. Para eso hicimos una guerra, ¿no?

Urraca aplaudió zalamero mis palabras y se acodó sobre el velador, como si se aprestara a declararme su amor:

—Ése es mi Fernandito Navales. Te mereces un premio en condiciones, después de haber padecido tantas zozobras por culpa de ese Gálvez —dijo—: ¿Qué te parece una entrevista exclusiva con el embajador Lequerica?

Los tragafuegos seguían lanzando llamaradas por la sala, ahora dirigiéndolas hacia el techo, chamuscando los endriagos y vestiglos de yeso y arpillera que lo recubrían. Entre sus repliegues y anfractuosidades anidaban murciélagos que chillaban sobresaltados en su sueño y salían volando con las alas prendidas, como fuegos fatuos. Seguí fingiendo impasibilidad, para impresionar a Urraca:

—Velilla ni siquiera me deja firmar las piezas que escribo —murmuré—. Mucho menos me dejará publicar una entrevista de tanto lucimiento. Aunque tampoco creo que El Hogar Español la merezca.

—Olvídate del capullo de Velilla y de su hoja parroquial —dijo Urraca, tajante—. Estoy hablándote de algo mucho más grande. Esa entrevista la publicarías en el Arriba. Y te aseguro que será un bombazo. Me consta que Lequerica está mediando entre franceses y alemanes, por petición del mariscal Pétain al Caudillo, para que se firme cuanto antes el armisticio. Cuando se culminen las negociaciones, Lequerica te concederá la entrevista. Y será la única que conceda.

Me resistí al cortejo, convencido de que detrás de la golosina se ocultaba alguna contraprestación onerosa:

—¿Estás seguro? Lequerica es hombre vanidoso, seguro que querrá pavonearse en todos los periódicos.

—Tienes razón en lo de que es vanidoso —concedió Urraca, con una sonrisita que curvó la ranura de hucha de su boca—. Pero también es un vago de campeonato y un frescales muy simpático. No le gusta conceder entrevistas. La tuya será la única, te lo prometo.

Recién nombrado embajador, Lequerica ya se había apuntado un éxito resonante, logrando la recuperación de muchos tesoros del patrimonio artístico nacional que los rojillos habían sacado de España, para salvaguardarlos de las bombas o disfrutar de su usufructo. Si encima conseguía mediar fructíferamente en el armisticio, iba a hincharse como un pavo real; y no un pavo cualquiera, porque contaba en su prosapia con catorce apellidos vascos.

—Lequerica no quiere tratos con periodistas, temeroso de que anden hurgando en su intimidad. Acaba de casarse, ya cincuentón, con su novia de toda la vida, que también tiene sus añitos y apodan la Burrera —me informó Urraca, maledicente.

—¿La Burrera? ¿Y eso por qué? ¿Se arrima a los más burros o pone burros a los que se le arriman?

Urraca rió estrepitosamente, alborotando todavía más a los murciélagos, que ya alcanzaban densidad de enjambre.

—¡Eres la caraba, Fernandito! —celebró—. Resulta que la familia de la mujer de Lequerica regenta, desde hace varias generaciones, un apostadero de caballerizas cerca de la plaza de Zabálburu, en Bilbao. No creo que ponga burro ni siquiera a Lequerica, pero un caballero vascongado no deja atrás a su novia de toda la vida.

Lequerica, según me explicó Urraca, se había tirado los años de la República exiliado en Londres, después de militar en las filas monárquicas y de ocupar un escaño en Cortes por el partido maurista. Así, entregándolo a alfonsinos y mauristas, estábamos desbaratando el legado de José Antonio.

—A Alfonso XIII le supuraban las orejas porque padecía sífilis —afirmé, con el encono que todo falangista de pata negra debe destinar a los borbones—. Estamos construyendo una Nueva España con las supuraciones de un sifilítico. Así no vamos a ninguna parte.

Urraca manoteó alborozado, para espantar la nube de murciélagos con las alas chamuscadas, como si espantara moscas:

—No me seas maximalista, Fernandito. Lo que hay que hacer es ponerse en la fila para chupar del bote —dijo, con risueño pragmatismo—. Esa entrevista va a ser tu consagración; después de que la publiques todos los periódicos se van a disputar tu firma, ya lo verás. Por no hablar de la humillación que va a sufrir Velilla. Nadie entenderá que tenga preterido a un escritor de tu categoría, a quien se conceden entrevistas en exclusiva.

Lo miré, de hito en hito. Urraca nunca hacía los favores gratis et amore, siempre quería llevarse a cambio alguna joya o baratija que relumbrase en su nido.

—¿Y qué quieres a cambio? —le pregunté—. Los chollos siempre esconden letra pequeña. Y mucho más los que tú repartes.

—Lo que quiero a cambio no hará más que agrandar tu gloria —dijo, relamiéndose los labios largos y blandulones—. Si la entrevista a Lequerica va a consagrarte en la prensa nacional, el negocio que te voy a proponer te consagrará ante las altas instancias.

—Ya será menos. Seguro que llamas altas instancias a cualquier pelagatos de la Falange.

Urraca se irritó, o fingió irritarse:

—¿El Conde de Mayalde te parece un pelagatos?

El Conde de Mayalde me parecía una beata gilroblista, por muy amiguito que fuera de Serrano Súñer y por mucho que hubiese visitado al Ausente en la cárcel de Alicante, antes de que lo fusilaran. Pero también era Director General de Seguridad, así que convenía andarse con tiento. Me puse la venda antes de la herida:

—Si lo que quieres es que reparta plomo entre los políticos rojos que se refugian en París, te advierto que me he jubilado de esas labores...

—Qué cosas tienes, Fernando —se carcajeó Urraca—. Esas acciones tan drásticas las hemos dejado atrás... De los políticos rojos ya me encargaré yo cuando llegue el momento... que esperemos que sea pronto, porque entretanto se nos están escapando en barco. —Urraca hizo rechinar los dientes, exasperado por no poder intervenir, mientras los alemanes no entraran en París—. A la mayoría los tengo localizados, pero de alguno no conozco todavía el paradero, como el de la famosa Victoria Kent. Por supuesto, cualquier soplo me vendrá de perlas. Pero no es esto lo que quiero pedirte.

Calló y volvió a relamerse, escrutándome entre el aleteo de los murciélagos, por ver si me vencían la ansiedad o la repugnancia.

—La Kent se habrá escondido escapando de las sufragistas. No le perdonan la campaña que hizo en contra del voto femenino, aunque sea de las suyas —bromeé sin inmutarme—. Si descubren dónde para, ellas mismas te darán el soplo.

En el escenario del cabaré del Infierno habían dispuesto una güija con un vaso desportillado; y un espiritista cadavérico y medio transparente, con pinta de alimentarse de sangre anémica, anunció con mucha prosopopeya que se disponía a invocar al espíritu de Napoleón, para que nos asesorase sobre el modo de vencer a los boches. Puso una mano que era todo carpos y metacarpos sobre el culo del vaso y lo empujó sobre el tablero de la güija, trazando alfabetos imaginarios.

—Un momento —anunció el espiritista, campanudo—. El espíritu de Napoleón no quiere corporeizarse, porque dice que por este lugar sobrevuela el espíritu de Fouché.

Urraca aplaudió complacido, muy seguro de que lo estaban aludiendo:

—Pues que no se inquiete el espíritu de Napoleón, que enseguida nos vamos. Mi amigo, además, está a disgusto en este antro.

Se levantó con mucho estrépito, fingiéndose indignado y pegando patadas al aire, como si se las propinase en el culo al espíritu de Napoleón.

—Por mí no lo hagas, Perico —traté de detenerlo—. Si a ti el antro te gusta, a mí también.

Pero Urraca ya se dirigía hacia la salida, dejándome apenas apurar la absenta, que me raspó el esófago como una lengua de fuego. Caminando a su zaga, me tocó esta vez salir palpando las paredes, que en efecto tenían un tacto como de víscera sangrante o vómito todavía tierno, y me golpeé la cabeza contra uno de los colmillos del Leviatán de cartón piedra que abría su bocaza, a la puerta del cabaré. Aunque todavía no era de noche, el cielo era de una negrura espesa, por efecto de la humareda de los depósitos de combustible incendiados. Había empezado a llover, para alivio del bochorno, pero el agua caía sucia de carbonilla, manchándonos cuaresmalmente el traje.

—No convenía que se enterase nadie de lo que tengo que decirte —se justificó Urraca.

Me llevó por callejuelas de una soledad metafísica, como cuadros de Chirico, dilatando la revelación y mareando la perdiz con mil nimiedades, como si quisiera aburrir al espíritu de Napoleón, en prevención de que nos anduviera siguiendo. Porque, desde luego, por aquellas calles vaciadas de vecinos y flaneurs no se paseaba ni un alma, todas habían huido del avance alemán.

—Tú tienes mucha amistad con los artistillas y plumíferos españoles de Montparnasse, según tengo entendido... —comenzó al fin.

—Hombre, no es que seamos uña y carne, pues a fin de cuentas saben que trabajo en la avenida Marceau. Pero con muchos tengo buen trato. ¿Por qué?

Habíamos terminado desembocando, tras mil revueltas, en los Campos Elíseos, cuando ya parecíamos una pareja de deshollinadores bajo la lluvia negra. También los Campos Elíseos estaban tiznados y solitarios, como vestidos de luto para recibir al ejército invasor. Desde el Arco del Triunfo hasta la plaza de la Concordia sólo conté media docena de personas, correteando como piojos despavoridos. Aquella avenida, tan hermosa cuando la llenaban las multitudes, tenía de repente un aire de poblachón expoliado.

—Porque necesito a alguien que sepa camelarlos. Tengo entendido que la mayoría son rojillos, y muchos de ellos polacos, para más inri. —Volvió a reír o a crascitar—. Polacos de Cataluña, quiero decir, no de Polonia, que a esos ya les hemos dado para el pelo.

—Muchos son polaquitos, en efecto —le confirmé—. Entre ellos hacen camarilla y hablan en su lengua, pero conmigo hablan en cristiano, como Dios manda.

El Arco del Triunfo, con crespones de carbonilla, parecía la ruina de una civilización caduca, la civilización del trilema revolucionario y la farfolla de los Derechos Humanos. Nos acercamos a la llama del soldado desconocido, tan exangüe como los ánimos gabachos, donde una mujeruca se había arrodillado, inmóvil y llorosa, tras depositar sobre la tumba un ramo de hortensias marchitas, como repescadas de algún cementerio submarino. Urraca me expuso su propuesta con voz cándida o insidiosa, dorándome mucho la píldora, convencido de que yo era el hombre idóneo que podría pastorear a todos aquellos artistillas y plumíferos hasta el redil de la colaboración con la Falange y la adhesión a la Nueva España, para que después quedase en su ejecutoria, como el tizne de la lluvia que ennegrecía nuestros trajes, una mancha de la que no podrían desprenderse nunca, porque no habría tintorería que la lavase. Asentí, excitado por la maldad alevosa de su propuesta:

—Puedes contar conmigo, Perico. Pero con la condición de que luego no te atribuyas mis éxitos ante el Conde de Mayalde.

Urraca hizo un aspaviento de dignidad:

—¿Por quién me tomas, Fernandito? Tus éxitos serán sólo tuyos. Ya te avisaré cuando llegue el momento de entrevistar a Lequerica. Haré una llamada a la avenida Marceau y le dejaré el recado a Velilla, para que se chinche. Y, por supuesto, le haré notar que, desde hoy, tú te encargarás de la dirección cultural de la Delegación.

Su risotada asustó a la mujeruca que rezaba ante la tumba del soldado desconocido, que se alejó, temerosa de que Urraca se la fuese a tragar con su bocaza, más grande que la del Leviatán. Sonaba fúnebre a lo lejos la campana de una iglesia, mezclada con el ruido de un cañoneo procedente del sur que hacía todavía más vasta y retumbante la soledad tiznada de los Campos Elíseos. Dice Marañón en su Tiberio que el resentimiento es pasión de grandes ciudades, sobre todo a medida que la civilización avanza y se hace más áspera la candidatura al triunfo. Mi resentimiento se desplegaba sobre los Campos Elíseos, bajo la lluvia de carbón, ofreciendo su candidatura imbatible.

—Sabía que no me defraudarías, Fernandito. Tendrás que abrir mil ojos para llevar a todos esos artistillas y plumíferos al redil que nos interesa. Por supuesto, los gastos que te surjan corren de mi cuenta; quiero decir, de la cuenta del fondo de reptiles —precisó Urraca, con lengua viperina—. Puedes empezar por pasarme el recibo de la tintorería, que el traje te va a quedar hecho un pingajo.

En la despedida, al palmearle sus omóplatos, me pareció que le culebreaba alguna sanguijuela gorda como una morcilla por debajo de la chaqueta. De vuelta a mi buhardilla de la calle Froidevaux, prendí la radio, donde se anunciaba que París acababa de ser declarada ciudad abierta. La fruta, por fin, se caía del árbol. Aquella noche me crecieron mil ojos, estremecido de halagüeñas inminencias.