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HISPANIA

Las historias tienen que empezar por algún lado; al fin llegan la mirada y la mano que registran los hechos. Los acontecimientos ya no quedan atrapados únicamente en la piedra o el yeso, el fragmento de hueso, el cristal o el mosaico. Aumenta el número de documentos escritos, se inicia el largo camino hacia la administración moderna y, con ella, la esencia siempre cambiante y cuestionada del registro histórico. Empieza a tomar forma un relato: cuando se destruyó Cartago, el Mediterráneo —y con él la joya de Iberia, rica en recursos, situada en su extremo occidental— quedó a disposición de los romanos.

Los romanos llegaron al continente europeo y al entorno del mare nostrum no solo para comerciar, sino para colonizar. Hispania fue una provincia romana durante los siguientes seiscientos años, y aportó infraestructuras, urbanismo, arte y arquitectura, tecnología, lengua, sistemas de gobierno, derecho y justicia, fiscalidad, comercio y administración. La colonia tuvo su propio y profundo efecto sobre el colonizador. Las clases dirigentes de las tribus nativas de la Península se integraron con una pequeña élite romana y, con el tiempo, «el gobierno, las artes, la literatura y la religión cristiana en el mundo romano recibieron una huella muy profunda de los hispanos»1. Estos aún no son «españoles».

Sugerir que los pueblos de la península Ibérica bajo dominio romano eran «españoles» es invocar un debate académico sobre los orígenes culturales e históricos del pueblo español, que ya se dio en los siglos XIX y XX y puede decirse que fue estéril. Como ha argumentado José Álvarez Junco, incluso durante la época romana, «Hispania» hacía referencia a una identidad geográfica más que étnica2. Esta surgió con el periodo visigodo, como se ejemplifica en las alabanzas de Isidoro de Sevilla, que ensalzaba las muchas virtudes de la «sagrada Hispania». Desde la península Ibérica se influyó, sin duda, en el Imperio romano, pero todavía no existía la lengua española, poca gente tenía conciencia geográfica de toda la Península y el concepto de identidad nacional no cobraría importancia hasta los siglos XV y XVI con el dominio de Castilla.

A pesar de que colonizados y colonizadores no constituían todavía una entidad étnica significativa, la historia de España como entidad política y cultural consolidada comienza con estos siglos de ocupación romana, durante los cuales las tribus de la Península empezaron a adoptar las formas de ser romanas, aunque no tuvieran nada más en común. Existen numerosas evidencias arqueológicas de asentamientos romanos en los alrededores de Madrid, al sur, en las que fueron fértiles riberas del Manzanares, en Carabanchel y Villaverde, y al este, en Complutum. Esta presencia romana dispersa no sugiere nada que pueda llamarse una ciudad, y mucho menos una capital. Aparte de Toletum, la ciudad más importante era Complutum —posteriormente la Qal’at Abdal-Salam musulmana, hoy Alcalá de Henares—, mencionada en el siglo I a. C. en los escritos de Plinio. Probablemente su época romana fue la más espléndida; cayó en el olvido durante siglos hasta principios de la Edad Moderna, cuando prosperó como ciudad universitaria que atraía a numerosas figuras legendarias, entre ellas Catalina de Aragón, el cardenal Cisneros, Miguel de Cervantes y Francisco de Quevedo.

La España romana era a un tiempo rural e intensamente urbana. Ciudades provinciales tan llamativas como Mérida, Itálica, Lugo, Segovia o Tarragona no se parecían a nada que se hubiera visto antes en la Península. Sin embargo, quinientos o seiscientos años después del apogeo de la influencia romana, cuando se marcharon los visigodos y la Península quedó en gran parte bajo el control del califato omeya, numerosas ciudades romanas perdieron su importancia o se abandonaron deliberadamente porque carecían de interés estratégico para los nuevos gobernantes islámicos. Durante mil años quedaron en ruinas y las piedras se utilizaron como material de construcción en tiempos venideros.

«La colonización romana de Hispania comenzó con dos siglos de constantes desafíos y pacificaciones locales. España —escribe Michael Kulikowski— fue la primera gran aventura imperial de la República romana en ultramar»3. Sugiere que esto explica que la influencia de Roma y su cultura sobre España fuera más profunda y duradera que en cualquier otro país del Imperio occidental, influencia que se prolongaría durante siglos, dadas las historias entrelazadas de España y los estados italianos a lo largo del periodo medieval y del moderno temprano. Tras la reorganización de las fronteras provinciales que llevó a cabo Augusto, la Península se dividió en Hispania Tarraconensis, con el futuro emplazamiento de Madrid en su extremo suroccidental, Hispania Baetica e Hispania Lusitania.

Estas Hispanias reunidas proporcionaron a Roma riquezas intelectuales, culturales, minerales, militares y agrícolas. En resumen: soldados, esclavos, plata y oro, caballos, cereales e impuestos, además de filósofos, poetas y emperadores. Figuras como Marcial, Lucano, Séneca, Trajano y Adriano procedían de la Península, al igual que, hacia el final del imperio unificado, Teodosio y Magno Máximo. Muchos personajes de Hispania gozaban de protección e influencia dentro del imperio. Por otra parte, Roma contribuía a suministrar los exquisitos bienes que la aristocracia de una provincia próspera se podía permitir para decorar sus casas y templos: los mejores mármoles italianos, así como mosaicos, vinos, bronces, perfumes y cristalería.

Los romanos recorrieron la Península en busca de fuentes de riqueza o simplemente de mano de obra militar. No se dejaron intimidar por el obstáculo que suponían las abruptas cadenas montañosas o los infranqueables acantilados y desfiladeros nevados, a los que se añadía la hostilidad ocasional de las tribus locales, que hacían que el transporte fuera una ardua tarea, pero no era un problema insuperable. La creación del sistema de caminos —las calzadas romanas— supuso, por primera vez, el establecimiento de un modelo físico y administrativo para un proyecto común en la mayor parte de la Península. Con la ocupación, colonización y posterior desarrollo se instauró un complejo sistema de transporte y gobierno. En doscientos años los romanos lo habían establecido por toda Hispania, que quedó entretejida de calzadas y monumentos, y enmarcada en fronteras, estatutos y administración.

A media hora al sur de Madrid, cerca de la ciudad de Titulcia, se cruzaban dos vías romanas clave: de oeste a este —la Vía Augusta, de Mérida a Caesaraugusta (Zaragoza), una calzada que seguía el valle del Tajo— y de sur a norte. Una calzada romana, de la que aún se conservan partes y algunos robustos miliarios, cruzaba el puerto de la Fuenfría en dirección a las tierras altas de Segovia y unía así lo que más tarde serían las dos Castillas. De Sevilla a Cartagena, Sagunto y Barcelona, o de Cádiz a Salamanca, Lugo y Finisterre, para el observador moderno existe una similitud sorprendente entre la extensa red de calzadas romanas y la red de carreteras de España en la actualidad: no hay nada nuevo bajo el sol.

Una vez que los romanos comprendieron la Península en su conjunto, el hecho de la centralidad geográfica incrementó la importancia estratégica de la región madrileña. Era su destino ser una encrucijada de caminos. La provincia estaba bien poblada, sobre todo al sur, donde se establecieron prósperas villae en torno a Móstoles, Pinto, Ciempozuelos o las ya mencionadas Titulcia, Carabanchel y Villaverde. Estas villae constaban de una casa señorial central en un terreno elevado, cerca de los lugares de caza y pesca, de los bosques como fuente de madera para la calefacción y la construcción, y estaban rodeadas de jardines, huertos y campos de labor. El complejo de una villae albergaba a jornaleros, sirvientes y esclavos, y prefiguraba el latifundio o hacienda de siglos posteriores, del mismo modo que el rancho, la hacienda o la hacienda terrateniente habituales en otros países.

Como es usual en la historia de la península Ibérica, las poblaciones se mezclaron. Hispania se convirtió en un lugar de retiro para los veteranos de las guerras imperiales, y las influencias romanas «podían llegar hasta el campo y los asentamientos indígenas locales, lo que fomentaría la emulación y, al final, la asimilación»4. Las élites locales, especialmente en el sur y el este de España, veían el lado positivo de la cultura y la ciudadanía romanas; era frecuente que ambos mundos terminaran unidos. Otra razón evidente para aceptar el nuevo imperio era que la «hegemonía indiscutible de las armas romanas significaba que, para las élites locales, la mejor forma de mantener el poder al que estaban acostumbradas era hacerse romanas»5. Esta situación se repetiría una y otra vez en los siglos venideros: los pueblos nativos encontraban formas de acomodarse a la presencia imperial siempre que la colaboración significara el refuerzo de su propio poder sobre vecinos o rivales.

A diferencia de los colonizadores anteriores, los romanos terminarían por incorporar todo el territorio de Hispania a la maquinaria del imperio6. Esto significaba tomar contacto y, en la medida de lo posible, suavizar las diferencias que hubiera entre comunidades y pueblos muy diferentes. El intento de crear una identidad común que abarcara la variedad geográfica y cultural de la Península traería como resultado tanto una enorme fortaleza como una terrible debilidad y conflicto a lo largo de los siglos, según el periodo histórico y los actores políticos que estuvieran gobernando. Andando el tiempo, Madrid será el foco de la aceptación de este nacionalismo centralizador, así como la parte a la que se suele culpar de este mismo nacionalismo.

Este también fue el comienzo de nuevas formas de elaborar mapas y medir distancias, pues se empezaba a tener una visión más cartográfica del mundo. Los mapas romanos de la época muestran una ciudad en el corazón de la Península que iba a ser central en el futuro político y cultural de toda la región durante más de mil años. No se trataba de Madrid, sino de Toletum, construida en un emplazamiento privilegiado sobre el río Tajo, a unos cincuenta kilómetros al sur de la actual capital. Por el momento, la futura ciudad de Madrid seguía siendo un lugar en su mayor parte silencioso, donde había algunas viviendas en medio de una encrucijada de arroyos y ríos, influido principalmente por la cultura de las villae que lo rodeaba, e indicio de que las élites locales aspiraban a adoptar estilos de vida romanos. Se fueron abandonando rituales y hábitos prerromanos a medida que las antiguas formas autóctonas de organización social y economía se sustituían por modelos romanos más avanzados y potentes.

Siglos después, mientras que Madrid iba naciendo, los vestigios de Roma estuvieron siempre presentes. Con el tiempo, la ciudad se adornaría con elementos de la Antigüedad clásica, en sus arcos, columnas y fuentes, hasta el gran circo que es la plaza de toros —el primero se construyó junto a la Puerta de Alcalá—, el credo eclesiástico, las raíces latinas de los nombres y los fundamentos del sistema judicial. Esta herencia cultural sobreviviría a los siglos de ocupación islámica y serviría de base al posterior desarrollo cristiano y laico de la ciudad y sus leyes. Fue un acto de memoria: aquí y en otros lugares, las ciudades europeas se remontaban al pasado clásico para afirmar ambiciones imperiales, embellecer sus calles y palacios, imponer orden y autoridad. A pesar de que su presencia física ha desaparecido en gran parte, Roma ha seguido estando presente en el urbanismo y la administración de los siglos siguientes.

Las ciudades romanas de los alrededores de Madrid —Complutum, Toletum y Segovia— fueron testigos del esplendor y la decadencia del imperio. En el siglo IV, el poder romano había empezado a fragmentarse: sus vastas fronteras no se defendían adecuadamente, sus mercenarios se dedicaban al saqueo y al pillaje, y las provincias más alejadas se ceñían cada vez menos a la ley, la administración y la cultura de la capital imperial. Habían comenzado las primeras y premonitorias invasiones bárbaras desde el norte, al tiempo que se producían incursiones en la Península desde el sur. Tribus africanas como los mauros (mauri, en latín) descendían de las montañas situadas algo más allá de Tánger y cruzaban el estrecho para asaltar el mundo romano ya en decadencia. Fueron irrupciones breves y, en principio, infructuosas, pero eran un anticipo de lo que iba a ser el futuro, prefiguraban las incursiones que se realizarían más adelante bajo el estandarte del islam.

El periodo romano había durado cerca de seiscientos años, de los cuales cuatrocientos habían sido de florecimiento y prosperidad de la cultura latina. Fue una conquista tan completa como pueda imaginarse; Hispania formaba ahora parte de una continuidad cultural más amplia con lazos compartidos allende los Pirineos. Los romanos cambiaron por completo no solo cómo se construía el mundo de Hispania, con sus bellas calzadas, teatros y acueductos, sino también cómo se ordenaba, con su sistema legal y su avanzada administración. Más tarde modificarían también la forma de concebirlo con la introducción del cristianismo, aunque en los últimos años de la España romana, antes de la llegada de los visigodos, el Verbo que emergía de Judea era todavía un conjunto incipiente de creencias, importado del otro extremo del Mediterráneo, que en nada se asemejaba a la fuerza arrolladora en la que se transformaría después.

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A principios de la década de 1950, el Gobierno de Estados Unidos, anticipándose a la premisa posterior de «puede que sea un capullo, pero es nuestro capullo», había establecido buena relación con el régimen de Franco, al que consideraba un baluarte contra el comunismo en el sur de Europa. El deshielo permitió los primeros flujos de inversión y turismo en España, y en esos años se rodaron una serie de epopeyas romanas en los alrededores de Madrid. El arte crearía una versión distorsionada del pasado y lo que nunca había llegado a ser, ahora se hacía realidad. En 1960, las escenas de batallas de Espartaco, de Stanley Kubrick, se rodaron en las colinas que rodean la ciudad de Colmenar Viejo, y otras en el campo alrededor de Alcalá de Henares. En 1964 se construyó un foro romano completo y un templo de Júpiter en Las Matas, al norte de Madrid, para la epopeya de Anthony Mann La caída del Imperio romano. Mann, que solo unos años antes había dirigido El Cid, saltó de la emergente España medieval a la Roma a punto de fenecer, y Madrid se convirtió en el foco de un nivel de intensidad romana que no había conocido dos mil años antes.

Estas películas, estridentes y absurdas, como muchas de las producciones de la época, sirvieron de manera tangencial para volver a colocar España y Madrid a la vista del mundo, sobre todo porque Hollywood trajo consigo a una serie de estrellas, como Ava Gardner, Orson Welles, Grace Kelly, Audrey Hepburn, Cary Grant y Elizabeth Taylor, que encontraron la energía necesaria para apartar sus miradas acerca de la dictadura y centrarse en Madrid y en la versión folclórica y aldeana de España que se ofrecía para que las producciones fueran consumidas por una amplia mayoría. No se les puede culpar: dado el efecto amortiguador del dinero, la fama y el glamur, y la capacidad para no mirar las cosas demasiado de cerca, Madrid debió de ser para ellos parte de un paraíso inocente, un extraño país de las maravillas que se descubría como si fuera la primera vez.