CAPÍTULO 5

El caso del negrero que fundó una universidad pontificia

Tomen ejemplo aquellos que quieren ser algo en la vida de cómo, con mucho esfuerzo, sobrada perspicacia y escrúpulos los justos, uno puede prosperar hasta encumbrarse a la grandeza de España.

Nacido en Comillas (Santander), plebeyo y pobre (hijo de una pescadera), Antonio López y López (1817-1883) emigró a Cuba como tantos indianos en busca de más amplios horizontes. Allí se consagró al comercio menudo (pacotilla, tejidos, harina, bastimentos...) y cuando empezó a usar camisas inglesas y levitas americanas dio un braguetazo memorable al matrimoniar con Luisa Brú y Lassús, heredera de una rica familia cubanocatalana, lo que le permitió aumentar considerablemente su compañía de fletes marítimos, Antonio López y Cía. (después Compañía Transatlántica Española).

Al parecer, aunque la verdad solo Dios la sabe, el industrioso montañés consagró al comercio negrero uno de sus más veloces buques, el vapor General Armero, lo que le proporcionó cuantiosos ingresos con los que adquiriría «en poco más de dos años (entre diciembre de 1850 y enero de 1853) cuatro ingenios de azúcar y otros tantos cafetales».26

Inquieto y laborioso como pocos, nuestro hombre dilató su fortuna alquilando al Estado, en régimen de monopolio (¿conseguido mediante sobornos, quizá?), los buques necesarios para el transporte de tropas a África y después a Cuba. Es fama que estibaba a los soldados como sardinas en lata (quizá por una disculpable deformación profesional adquirida en sus tiempos de negrero), aunque luego cobrara los pasajes al precio normal.

Antonio López y López, primer marqués de Comillas.

Siguiendo el cursus honorum habitual de los grandes capitanes de empresa, don Antonio invirtió sus caudales en el negocio de los negocios, es decir, se hizo banquero (Sociedad de Crédito Mercantil y Banco Hispano Colonial, 1876). Hombre plural en sus intereses, lo mismo atendía a sus plantaciones cubanas de azúcar y tabaco que a sus inversiones en el ferrocarril y la hulla de Asturias (Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España y Hullera Española). Incluso prestó dinero al Estado para sostener la insostenible guerra de Cuba (en defensa de los intereses de la oligarquía financiera que ordeñaba aquella fértil vaca).27

Más rico que el rico Craso, su nombre ya engrandecido en el más sonoro Antonio Víctor López del Piélago y López de Lamadrid (aunque también lo conocían como el Negro Domingo o López el Negro), su respetabilidad, asegurada mediante la contratación de un capellán limosnero familiar,28 Alfonso XII, que debía su trono al apoyo financiero de los negreros antillanos, lo ennobleció con el título de marqués de Comillas y con una grandeza de España vinculada al marquesado.

Cumplida la ambición de su vida, la garra peluda de su mano mercantil (exagero, lo sé) dulcificada por un sello con las armas ducales en el meñique, nuestro hombre sintió, como casi todos los indianos, la llamada del terruño. Retirado a Barcelona, se hizo construir una lujosa mansión en el paseo de Gracia, con un despacho espacioso forrado de maderas nobles desde el que administraba su cuantioso patrimonio.

Al regreso a España, estos indianos enriquecidos solían dedicar una parte de su caudal a fundaciones humanitarias.29 O sea, hacían los pobres y luego los socorrían.

Como los otros indianos, no fue don Antonio López ajeno al reclamo de la filantropía, esa cualidad propia de las almas nobles o ennoblecidas que aconseja la realización de buenas obras, sea por legar el nombre del benefactor a la historia, sea en alivio de su conciencia. En 1881 conoció a un persuasivo jesuita que lo animó a fundar en su pueblo un Seminario de Pobres que, con el tiempo, se convertiría en la afamada Universidad Pontificia de Comillas.

Don Antonio falleció de repente en 1883 tras sentirse indispuesto cuando acababa de jugar su diaria partida de tresillo. Su antorcha, que dejaba alta y encendida, la recogió su hijo Claudio, el continuador de la saga.

Barcelona honró la memoria de este preclaro hijo adoptivo en 1884 consagrándole una de sus plazas en cuyo centro, rodeada de cuidados jardines, se podía admirar la colosal escultura del ilustre prócer con la leyenda «España ha perdido uno de los hombres que más grandes servicios le ha prestado», las palabras de Alfonso XII al conocer su deceso.

Ahora vienen los aguafiestas de SOS Racisme Catalunya en comandita con sindicalistas con sobrepeso liberados de Comisiones Obreras (CC. OO.) y la Unión General de Trabajadores (UGT) con el proyecto de cambiar el nombre de la plaza por el de Nelson Mandela, con el argumento de que el ilustre prócer fue negrero (y Nelson, el propuesto sustituto, fue premio Nobel de la Paz además de negro).

Naturalmente, Carlos Guëll de Sentmenat, tataranieto del ilustre amenazado en efigie, ha salido en defensa de su ascendiente:

—Yo siempre he tenido la convicción, y la familia también, de que en su tiempo transportó esclavos en alguno de sus barcos. Hizo ese tráfico porque era un tráfico legal, pero nada más. Y lo hizo al igual que otras compañías navieras. Pero esa no fue, ni con mucho, su principal ocupación ni se hizo rico con ella, eso sí que pertenece a la leyenda negra. ¿Cuántas cosas que hacemos ahora parecerán impensables dentro de cien años?

Muy razonable. Aparte de que ¿de qué vale remover asuntos turbios del pasado? Los protestones han conseguido que la avenida del Marqués de Comillas se nombre ahora de Francesc Ferrer i Guàrdia, el pedagogo víctima de la Semana Trágica, y han suprimido también la notable estatua de Antonio, el Negrero, que adornaba la plaza.

El hijo y heredero del gran hombre, don Claudio López Bru (1853-1925), continuó la obra del padre y capitaneó con acierto sus empresas, especialmente la Compañía Trasatlántica Española, la Constructora Naval, el Banco Vitalicio (Compañía de Seguros), la Compañía General de Tabacos de Filipinas, la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España y diversas minas asturianas agrupadas en Hullera Española. Casado, pero sin descendencia, continuó y acrecentó las fundaciones filantrópicas del padre hasta el punto de que a su muerte fue llamado «el limosnero mayor de España en el pasado y en el presente siglo». Una de sus iniciativas consistió en fletar unos cuantos barcos de su compañía para transportar a Roma dieciocho mil obreros y veinticuatro obispos que felicitaran a León XIII por su aniversario.

La Compañía Trasatlántica obtuvo, en 1887, la línea Barcelona-Guinea Española, lo que estimuló el establecimiento de numerosas empresas catalanas que cultivaban y comercializaban el cacao, entre otras, la propia Compañía Trasatlántica, que diversificó su actividad adquiriendo grandes fincas en la isla.

Don Claudio supo combinar la piedad con los negocios y apoyó decididamente a las misiones claretianas en Guinea. Como la mano de obra nativa, los negros bubis, resultaba insuficiente (aparte de que no se caracterizaban por su amor al trabajo), la propia Trasatlántica se encargó, subvencionada por el Gobierno, de llevar braceros de Liberia, unos por su voluntad y otros no tanto.

La Iglesia había encomendado a los claretianos la evangelización de los indígenas. La abnegada labor de liberarlos del paganismo se subvencionaba generosamente con entre dos mil y cuatro mil pesetas anuales por misionero. Juiciosos como las vírgenes prudentes del Evangelio, los claretianos redondeaban la ganancia explotando a sus catecúmenos bajo la advertencia de que la Virgen premiaba el trabajo y castigaba el ocio.

Preocupados por la optimización del negocio, en 1885 los claretianos fundaron Santa Isabel, un «pueblo cristiano» modélico que resultó subsidiariamente una inagotable cantera de peones para sus fincas y para la Granja Matilda, propiedad de la Trasatlántica.

Los negros isabelinos no eran esclavos, puesto que recibían un jornal. Una cantidad ridícula, admitámoslo, pero no por avaricia del pagador, sino por motivos pedagógicos: por el deseo de educar a los recipiendarios en la virtud del ahorro y hacer de ellos juiciosos administradores, dado que las larguezas solo invitan al vicio y al derroche. ¡Esfuerzo baldío! Como sembrar sobre piedras. Los nativos nunca asimilaron la virtud de guardar. Cuando iban a cobrar el jornal, un dependiente de gafitas y lápiz en la oreja les hacía las cuentas para que vieran que ya lo habían gastado en las bebidas y chucherías que retiraban de fiado en el economato de la hacienda.

—Y a més a més, te siguen faltando veintidós céntimos a cuenta de la semana que viene —advertía el pagador.

Este régimen paternalista de los hacendados y los misioneros fue a menudo malinterpretado por maliciosos funcionarios enviados por Madrid para gobernar la isla. Al gobernador José de Barrasa lo destituyeron fulminantemente (dos años duró) cuando elevó una protesta a la superioridad quejándose de que «el marqués de Comillas y el padre Mata (claretiano) eran en Madrid dos potencias que estaban por encima de la ley».

Falleció el segundo marqués de Comillas en 1925. Veinte años después, con el aplauso de Franco, se inició su proceso de beatificación, que lamentablemente anda hoy bastante estancado. Dado que no tuvo hijos, el marquesado de Comillas y la fortuna pasaron a su hermana Luisa Isabel López Bru, casada con el primer conde de Güell, Eusebi Güell i Bacigalupi, un empresario enriquecido con el algodón de los estados esclavistas de Norteamérica.