
Me desperté de mejor humor del que había tenido los últimos días. Me obligué a prepararme un par de tostadas y un café con leche y me di una rápida ducha de agua tibia para espabilarme. En mi maravilloso Peugeot 208 verde botella del 2000, que me regalaron mis padres al cumplir los dieciocho, me dirigí a las prácticas de Enfermería mientras canturreaba los hits que sonaban en la radio, fingiendo que mi mundo no se desmoronaba.
Hacía solo una semana que había empezado el curso y todavía estaba un poco desubicada porque este año era diferente de los anteriores. Estaba en el tercer año de la carrera de Enfermería, donde el curso se divide en dos períodos: el de prácticas profesionales y el de formación, que son básicamente las clases teóricas.
En mi caso decidí empezar por el período de prácticas y, aunque en segundo de carrera ya había tenido mi primer contacto práctico con la profesión, fue mucho más breve, en un Centro de Atención Primaria de un pequeño barrio, donde todo estaba bastante tranquilo, nada que ver con lo de este año.
Por decisión propia, esta vez había solicitado que las prácticas fuesen en un hospital, porque al fin y al cabo es donde me gustaría trabajar en un futuro. Tenía que admitir que, aunque las estuviese disfrutando mucho, se me estaban haciendo un poco abrumadoras, más aún con todo lo sucedido con Darek dando vueltas en mi cabeza continuamente, como si viviese observando una película de terror en bucle.
Sentía que no estaba al cien por cien en lo que hacía. No es que hiciera las cosas mal, pero sabía que podía dar mucho más de mí y me fastidiaba no poder hacerlo, porque mi cabeza no estaba donde debía estar. Era como si mi cuerpo funcionara de forma automática, como si de un robot se tratara, mientras mi conciencia estaba desconectada del plano terrenal.
Me sentía fuera de mí misma.
Si eso tiene algún sentido.
En general, mi mente es como una montaña rusa. Tengo días en los que estoy genial, pero otros en los que me siento destrozada. Ratos buenos que en un instante se convierten en llantos y también llantos con los que arrojo toda mi tristeza y me quedo bien a gusto, sintiendo que todo el dolor ha terminado, que he conseguido liberarme de él. Pero ni la tristeza ni la rabia se acaban: se esconden, pero vuelven a aparecer.
Puto desamor.
Puto Darek.
Habían pasado nueve días desde la ruptura y aún no me había escrito. Bueno, puede que lo hubiera hecho, pero lo seguía teniendo bloqueado en todas las redes sociales, así que, si me había enviado algún mensaje, no podría haberlo sabido. Tampoco creía que me hubiera enviado nada, aunque podría haberlo desbloqueado solo por comprobarlo, a ver si volvía a enviarme alguno, a ver si volvía a buscarme...
—¿Para qué, estúpida? —me regañé en voz alta—. No necesitas que te hable, no lo necesitas.
«Sí lo necesito.»
Como si del destino se tratara, empezó a sonar por la radio la canción 11 razones de Aitana. Subí el volumen tanto como para dejar de oír mis pensamientos y la canté a viva voz, desgarrándome la garganta mientras me martirizaba imaginándome a Darek frente a mí.
—«¡Nunca te creí, siempre me engañé! ¡Nunca quisiste cambiar! —Las lágrimas recorrían furiosas mis mejillas, no quería ni pensar cómo llevaba el maquillaje—. ¡Nunca me reí, siempre te lloré y no más! Once razones para olvidar...»
Once no. Tenía veinte, treinta o incluso cuarenta para olvidar a Darek.
Pero seguía sin poder hacerlo.
Sigo sin poder hacerlo.
Camino del hospital, me topé con carteles que indicaban la aproximación al aeropuerto y, por momentos, fantaseé con seguir las indicaciones. Ir al aeropuerto, coger un vuelo a vete a saber dónde e irme. Huir sin pensarlo. Dejarlo todo atrás y empezar una nueva vida en la que yo tuviera el control. Nada de Darek. Yo sola, conmigo misma.
Fruncí el ceño con fuerza, como si de aquella manera pudiese estrujar los pensamientos que rondaban mi mente e incitarlos a que inundaran todos los demás. Sentí una profunda presión en el pecho en ese instante, el anhelo de aquella fantasía se volvió más intenso, más real. Verdaderamente quería hacerlo, quería desviarme del camino, seguir la flecha:
[M-14] AEROPUERTO 
De forma automática, mi mano decidió pulsar el intermitente, mis brazos decidieron girar ligeramente el volante a la izquierda y cambié de carril.
Pero a escasos metros de desviarme por la salida, me desperté del delirio en el que estaba sumida, di un brusco volantazo que podría haberme causado un accidente y me recoloqué en mi camino. El coche que circulaba a pocos metros detrás de mí me pitó con furia y vi por el retrovisor cómo me dedicaba una serie de improperios que no llegué a oír, pero los cuales podía imaginarme.
No pude hacerlo, no pude irme.
En ese momento sentí que se me estaba yendo la cabeza completamente. ¿Cómo iba a hacer semejante estupidez? No sabía ni cómo era posible que me estuviera planteando algo así.
Puede que realmente se me esté yendo la cabeza.
Porque, cuatro días después, lo he hecho.