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Es un edificio colonial de dos plantas, un antiguo colegio británico en el barrio del puerto, cerca de la aduana marítima —la alfándega, así la llamamos aquí, no sé si por influencia del portugués o del gallego—; en la planta baja hay una lencería, una clínica dental y una acogedora, y abarrotada, tienda de libros de lance; allí estaban en otros tiempos los despachos y el refectorio de la selecta Clifford School; un cartel discreto anuncia con letras apenas legibles, en la segunda planta, MUDANZAS PANERO, adonde se accede por una herrumbrosa puerta metálica muy estrecha, entre las cristaleras de la clínica y la librería. Tiene dos timbres y solo en el de la derecha hay pegada una borrosa etiqueta que pone Panero. Parece la entrada a un túnel, un tabuco para guardar herramientas o la mazmorra en la que el dentista interviene a los pacientes más ruidosos; pero se abre a una amplia escalera de piedra que lleva al segundo piso, donde hay dos puertas: la de la izquierda (allí estuvo el dormitorio de los internos) permanece cerrada con llave, nadie sabe qué hay ahora en su interior, y los de Mudanzas Panero la llaman La Catacumba; la otra es la de los supuestos trajineros a los que jamás se ha visto transportar un mueble o ni siquiera un paquete, por más que a veces alguno lleve un portafolios de cuero.

Era una ciudad portuaria venida a menos, que ya no existe, y que recordamos con nostalgia, con saudade, con morriña: Atlantic Town, donde fuimos jóvenes; tan distinta unos cuarenta años después, ahora que ya tenemos más de sesenta. Las fachadas de las casas estaban pintadas de azul y de amarillo, y afloraba el salitre en las paredes, y sufrían el castigo del viento oceánico. Tenían azulejos verdes, hornacinas con su virgen de escayola (la mayoría vírgenes del Carmen, patrona de los marineros) y portones de madera con aldabas doradas en forma de delfín o de ancla. En el barrio del puerto había zapateros remendones, pescaderías, guarnicioneros, colmados y tiendas donde vendían bombillas de diez bujías, dinamos para la luz de la bici y transformadores para las neveras extranjeras, y arreglaban lámparas, planchas, transistores de radio y cualquier aparato que les llevaras; todo volvía a funcionar siempre, al menos durante unos meses más. Bajo los soportales de Market Square, sobre mesas de madera, se vendían cromos de futbolistas, garrapiñadas, tebeos, armónicas, monederos y prensa, y en un cajón bajo la mesa estaban escondidos los condones y las revistas ilustradas con desnudos, había que acuclillarse para buscar lo que querías o necesitabas.

Todo eso no son más que recuerdos, neiges d’antan, verduras de las eras, rocíos de los prados, qué fueron sino devaneos, nubes que miramos juntos, cogidos de la mano, hace muchos años, y cuya forma ya no logramos recordar.

A quien entrara en la oficina de la empresa de mudanzas nada le llamaría la atención: una mesa con una máquina de escribir, un teléfono, una agenda abierta, un tarro con lápices y bolígrafos, y una silla giratoria que ocupa Tante Juani, como la llama todo el mundo. No sé por qué, quizá hubiera sido en otros tiempos una institutriz francesa. Es una señora que ya ha pasado de los sesenta, apacible, esponjosa y bastante tiquismiquis, nadie puede coger prestado un lápiz para tomar una nota, los tiene contados; ni desplazar un centímetro la grapadora o utilizar su sacapuntas de manivela atornillado a la mesa. Detrás de ella hay una estantería con archivadores de un cartón gris que imita el papel de aguas, y una repisa donde en un búcaro siempre hay gladiolos, y en la pared un calendario de taco abierto por la hoja que corresponde al martes 11 de septiembre de 1979 (santos Félix y Régula, y san Pafnucio de Egipto, uno de los padres del yermo, que combatió con ardor la herejía arriana, pues negaba nada menos que la consustancialidad del Verbo). Además del santoral, ofrece cada día una cita (probablemente apócrifa), que puede ser humorística (una greguería de Gómez de la Serna), aguda (cosas de Gracián o Schopenhauer o algo así), o de amor y espiritualidad (no se distinguen demasiado), estas últimas siempre repletas de corazones y almas, de belleza y bondad. Hoy toca amor: «Nunca eu fun como te amo». Nunca fui como te amo, de un tal Uxío Novoneyra; si no es inventado, debe de ser portugués, y si tampoco, pues entonces será gallego. Solo la Tante puede actualizar el calendario, es una grave responsabilidad, y en su ausencia, designa a la persona autorizada para que lo ponga al día.

En el recibidor hay dos puertas cerradas. Si alguien obtuviera permiso de Tante Juani —eventualidad muy improbable— y abriera la de la derecha, se encontraría con una inmensa sala (entre tres y cuatro de las antiguas aulas) llena de estanterías con cientos de archivadores, un laberinto en el que solo ella puede orientarse, y es la única que sabe dónde está cada documento. Si el inverosímil visitante abriera la puerta de la izquierda, entraría en un luminoso espacio (más de dos aulas) con tres mesas muy separadas entre sí, ventiladores de madera en el techo (que aún conserva el artesonado de piedra original) y grandes ventanales que dan al océano (remplazados varias veces, después de ser destrozados a pedradas por antiguos alumnos).

La mesa a la derecha la ocupa una mujer que ya ha pasado de los treinta y está escribiendo en una Olivetti portátil. Es Amber Navel, licenciada en Historia, habla con fluidez cinco idiomas (aunque casi siempre sueña en francés, a veces en voz alta), tiene sus puntas de poeta y lleva un jersey negro de cuello de cisne, falda negra con vuelo y medias negras. Esa moda fúnebre y existencialista, tan quartier latin o tan de plañidera siciliana, estaba mandada recoger, y ya no era más que una innecesaria declaración de intenciones, bastante trasnochada en los tiempos de los Sex Pistols y los Rolling Stones.

Con todo, llama la atención de Tom Tyllett, sentado en la mesa de enfrente, que está leyendo un voluminoso legajo, lápiz en mano, buscando incongruencias, detalles pasados por alto, semejanzas sospechosas, algo que no concuerde con lo que se está contando: eso es lo que mejor se le da. Tiene treinta y cinco años, y es atractivo, a pesar del exuberante bigote que hace pensar a algunos en San Francisco, en tenebrosos sótanos donde hombres casi desnudos —a veces sin otra indumentaria que un chaleco de cuero negro— se azotan con gemidos de dolor y de placer; o con más modestia, puede que les recuerde a la zona de nuestra Rue de la Providence, al Ras o al Leather, que disponen de cuartos oscuros en los que los cuerpos desconocidos se encuentran a tientas o a tropezones. Tom viste chaqueta de cuadros verdes y amarillos, corbata azul estampada con motivos ecuestres en color dorado (espuelas, estribos, fustas, riendas), y un ceñido pantalón rojo.

¿Cómo vestía la Tante? Acabo de darme cuenta de que no he dicho ni una palabra, tampoco lo recuerdo: cuando se es joven, las mujeres de esa edad se vuelven invisibles, parte del mobiliario, van vestidas de personas mayores, eso es todo, con faldas largas y zapatos cómodos, a veces incluso con suelas de goma. Con los hombres mayores no sucede lo mismo, no he olvidado los trajes de Ginés Loyola, ni sus chaquetas de tweed o su sombrero Trilby de fieltro marrón.

En la mesa del fondo, al lado de una cristalera, está sentado ese caballero de más de sesenta años, y es él quien piensa en San Francisco o en Providence al ver a Tom. Escribe con una estilográfica en cuartillas de buen gramaje y se detiene cada pocos renglones, mano en mejilla, para mirar el mar, que hoy tiene color metálico, con reflejos repentinos, como el papel de plata al envolver un bocadillo; y un oleaje que se estrella contra el muro y salpica de espuma sucia el paseo marítimo. El cielo también está gris y acerado, forma una humareda en cuyo interior late una débil luz ambarina, podría ser el sol tras las nubes, un buque en llamas o un faro lejano; podría anunciar el rumbo a un lugar seguro o podría ser una llamada de auxilio. Hay un perchero al lado de la mesa, con el Trilby y su gabardina. El taciturno caballero viste traje gris y corbata azul con topos rojos. Es muy alto y lleva unas grandes gafas cuadradas de pasta negra que eran llamativas incluso en los años setenta. Se llama Ginés Loyola, aunque ha utilizado otros nombres a lo largo de su dilatada —y no exenta de incidencias— carrera profesional. Tiene rango militar, pero nadie le llama mi capitán; señor Loyola o Loyola a secas es el tratamiento indicado. Tante Juani es una de las pocas personas que se dirige a él como Ginés, se conocen desde hace más de cuarenta años. Hacen buena pareja, entre ellos podría surgir una pasión tardía. ¿O ya ha sucedido en su juventud y fue prematura?

¿Cuántas veces había sobrevivido Ginés a sí mismo? Ingresó en el ejército para incomodar a su padre, y en el 54 hizo la guerra con los vencedores —de lo contrario no estaría aquí—, pero no pisó el frente, que se estabilizó en La Murada, tras la victoria de los sublevados en la batalla del Pico del Alcaraván. Loyola estuvo los nueve meses bélicos en Misty Cape (la capital de los militares rebeldes, en la retaguardia), asignado a inteligencia, un destino mal visto entre militares. A sus compañeros de armas, que dispararon y recibieron tiros, ese combate de escritorio y delatores les parecía indecoroso, poco masculino, propio de cobardes y —lo que siempre es mucho más grave— de intelectuales, que son todos traicioneros de nascencia; vamos, que no lo pueden evitar, será por la conocida trahison des clercs.

Con la victoria de los militares rebeldes y la toma de Atlantic Town, las autoridades del nuevo régimen del conducator Carabaña despacharon a Loyola a embajadas afines (Lisboa, Madrid, Buenos Aires), siempre con alguna cobertura lo bastante inverosímil para resultar creíble: agregado de caza y pesca, consejero de salud avícola, asesor de meteorología, cosas así.

Su matrimonio con Lady Evelyn Thunder-Buttons —una mésalliance para ambos, malcasados cada uno por sus propias razones: para ella, él era un incordio; para él, ella, una mortificación— facilitó su traslado a la embajada en Londres, como encargado de bienes culturales sumergidos en alta mar.

Tras la muerte en su cama en 1973 del general Carabaña, el dictador vitalicio durante casi veinte años, el nuevo gobierno de Alphonse Dupont-Duval, más conocido como Monsieur De De, nombró vicepresidente a Leopoldo Cadenera, un militar que, como Loyola, había pasado la guerra en inteligencia. Allí se conocieron ambos y el almirante Cadenera le ofreció un puesto en el recién creado centro nacional de inteligencia, el CNI, que estaba en manos del gobierno, al mando de Ian Wilkinson, si bien con una mayoría de veteranos del servicio de inteligencia militar, el SIM, que en ese momento eran los únicos que tenían experiencia en la materia. Ginés tenía el perfil más aceptable, porque era militar, lo que agradaba a los que venían de la dictadura, pero no había hecho la guerra en el frente ni participado en la represión, para tranquilidad de los demócratas (que habían permanecido parapetados durante años y, tras el fallecimiento de Carabaña, surgieron en tropel, como setas después de la lluvia, y ya eran, a partir de ese momento, demócratas de toda la vida o demócratas retroactivos).

Además, y no menos importante, Loyola ya no tenía ambiciones.

Así que volvió con Lady Eve a la isla, y se instalaron en uno de esos chalets unifamiliares en el cerro del Cubilete, en Oak Street —donde no había ninguna encina, como en el resto del país— y pasó casi cuatro años creando equipos, coordinando a militares y civiles, y enseñando técnicas de espionaje.

Hasta que cometió un error. No fue capaz de proteger a la modesta red de cuatro infiltrados que había reclutado en Portugal. Dos en los servicios secretos de la dictadura. Los otros dos, entre oficiales del ejército. Los cuatro fueron detenidos, juzgados y condenados en enero de 1974. En abril la Revolución de los Claveles, impulsada por los militares, concedió un indulto a los dos que formaban parte del aparato del régimen y los despachó a nuestro país; los dos militares permanecieron en la prisión de Caxias.

Aquí hubo una investigación discreta en la que, como es de rigueur, no se llegó a ninguna conclusión y nadie quedó indemne. Mandaron a los dos portugueses a la calle, con una modesta pensión y una irrisoria cantidad de dinero para los primeros gastos. Loyola salió más o menos airoso, porque Cadenera, una vez más, se hizo cargo de él.

En la isla sonaba «Grândola, vila morena», y los profes de universidad y otros idealistas de izquierdas empezaron a vestir con unas gruesas chaquetas de lana a las que entonces se llamaba portuguesas. Sin la red que había montado y perdido Loyola, nuestros servicios se quedaron sin inteligencia en Lisboa.

El mejor acomodo que Cadenera pudo encontrar para Loyola fue la amplia y polvorienta oficina de Mudanzas Panero, en Stray Street —que pronto se bautizó como Bleak House o Casa Desolada—, en un Centro de Documentación del que solo tenía noticia media docena de personas, y que dependía de Cadenera. Loyola seleccionó a sus colaboradores (entre los pocos disponibles): Tante Juani, Amber y Tom.

En su despacho de Nelson Avenue, con antesala, cuarto de baño completo, guardarropa y muebles de madera y cuero, el director de inteligencia, Ian Wilkinson, había oído hablar de la existencia de esas tres personas, en un destartalado local del puerto, a cargo del sexagenario Loyola, el inútil que permitió la caída de la red de Lisboa, y daba por hecho que empleaban su jornada laboral en el crucigrama del periódico, en dar tragos de una petaca escondida en un armario (sobre todo Loyola, recalcaba Wilkinson) y en elaborar informes que archivaba la Tante, tras enviar copia al archivo central, donde —sin ser estorbados por ningún lector— descansarían en paz, alimentando a insectos papirófagos.

Y es verdad que se dedican a lo que se maliciaba Wilkinson, sin perjuicio de que tengan otras ocupaciones recreativas; la Tante hace ganchillo (guarda las agujas y la madeja en una caja metálica de galletas), Amber escribe en un cuaderno que se cierra con un pequeño candado sus endechas y madrigales (ambos llorosos por igual); Tom se esfuerza (sin ningún resultado visible) en resolver la conjetura de Fermat y otros rompecabezas matemáticos; y Loyola enciende sus cigarrillos de picadura —con cuyas brasas quema sus corbatas, las solapas de sus trajes y sus camisas— y lee poemas a escondidas, ahora de Bécquer, en una antigua edición que le ha recomendado Walter Stoner, el librero de viejo. En la Casa Desolada le parece de mala educación leer novelas, eso lo reserva para la soledad de su sillón de orejas en el 7 de Oak Street.

Tom Tyllett no es buen lector ni tiene profundos conocimientos de política, historia o geografía (ni siquiera de matemáticas), pero posee paciencia, memoria y testarudez, cualidades nada desdeñables. En los últimos días ha encontrado el mismo nombre en dos informes: Marc Opinel.

El primero, el asesinato de la jueza Inge Tagelmann en Berna. Opinel formaba parte de una larga lista de interrogados por alguno de los agentes, eran unos quince nombres y una breve descripción: vecina con miedo, repartidor de paquetes, señor elegante, cosas así. Como siempre, cada testigo había visto una cosa distinta: eran dos en una sola moto, había uno dentro y otro esperaba fuera en una furgoneta azul; no, la furgoneta era roja y dentro había dos, llevaban pasamontañas, tenían pañuelos atados para taparse la cara, se habían puesto mascarillas quirúrgicas. Entre tantos pormenores arbitrarios y sin interés, solo Tom es capaz de recordar un nombre: «Marc Opinel, muchacho turista, no vio ni oyó nada, buscaba la Alstadt». Y dejó un teléfono que, según comprobó luego Tom, era el de una conocida pastelería de Berna, La Brioche. Salvo para él, las libretas de los agentes son un aide-mémoire que solo entiende, si acaso, el que lo escribió (como sucede con los lacrimosos poemas de Amber Navel).

Y apareció otra vez Opinel, en Madrid, tras la muerte del abogado Agustín Cabanillas. Era «Mark Opinel, no sabe nada, bien trajeado, gafas con montura de oro, trabaja en un banco de inversión, iba a tomar una caña en Jurucha». Dejó el número de una reputada pastelería madrileña, La Duquesita.

Ahora acaba de encontrar a Marc Opinel en nuestro país. La víctima es el famoso Joe Colombani.

¿Quién no conocía entonces a Colombani, el millonario que iba a ser el próximo presidente de nuestra república? ¿Quién no se vio expuesto a su sonrisa resplandeciente, abrumado por su amor a su mujer y sus hijos, fastidiado por su ambición y aburrido con la leyenda interminable de sus negocios sucios?

En Bleak House nadie cree en las coincidencias ni en las casualidades, así que Tyllett ya sabía lo que estaba buscando, y lo encontró sin dificultad, entre un «Jim Stanford, camarero, vio una silueta de hombre corriendo hacia Tennyson Avenue» y una «Margaret Atwood, maestra, vio un vehículo con tres ocupantes, quizá dos, que aceleraba por Nelson Avenue, no reconoce el modelo». Debajo del camarero y encima de la maestra, ahí está Opinel: «Mark Opinel, turista suizo, de unos treinta, borracho, buscaba un bar abierto, no vio nada», acompañado del teléfono de la panadería y pastelería más conocida de Atlantic Town, la Tomlinson Bakery.

A pesar de la tensión a la que están sometidos tras la muerte de Colombani, en la Casa Desolada, como en los hospitales, nadie se sobresalta, nadie corre, nadie levanta la voz, y se desaconseja vivamente la exhibición de emociones. Tom espera a que Loyola mire hacia él, y entonces levanta la mano enseñando tres dedos; Loyola le hace un gesto para que se acerque.

—¿La tercera aparición? —pregunta.

—Ayer, en el asesinato de Colombani.

—Si alguien está en pocos días en tres países y, en cada uno de ellos, aparece en la escena de un crimen, ¿quién podría ser ese alguien?

—¿El asesino?

—Atinada presunción, Tyllett. Avisa a los demás, a trabajar. A las seis invito a un piscolabis en The Raven. Salimos por separado, ya sabéis en qué orden.

Con la gabardina desabrochada y el sombrero Trilby en la mano, Ginés baja al trote —flamean como banderas los faldones de la gabardina— la espaciosa escalera escolar, tal y como lo hacía de niño, cuando sonaba el timbre del recreo. Por fin tiene algo que ofrecer a los insistentes Cadenera y Wilkinson, que le exigen información. Ya los ha avisado. Ahora Bleak House es el primer servicio de inteligencia que cuenta con un indicio, aunque solo sea un nombre repetido tres veces. Quizá todavía puedan salvarse de la hoguera y ganarse el respeto de sus superiores. Quizá puedan dejar la Casa Desolada. Por primera vez en su vida Ginés ha sentido (y rechazado) la tentación de sentirse orgulloso de Tyllett.

En el edificio lo poco que queda de aquellos tiempos de lluvia en los cristales son esos escalones, el artesonado y los ventanales que dan al océano; la deslumbrante alacridad y la afilada melancolía. Loyola fue un buen alumno y nunca ha apedreado con despecho los cristales. Ya no lo hace nadie, salvo excepciones, desde que incluso hasta aquella calle dejada de la mano de Dios llegó el progreso, y abrieron comercios, bares y restaurantes, todos con letreros iluminados. Con las aceras enlosadas y el pavimento de la calzada, con las farolas y los escaparates, también desaparecieron las piedras, las lajas, los escombros, el cascajo, los cantos rodados y otros proyectiles arrojadizos, hasta entonces tan disponibles y fáciles de allegar en el barrio del puerto; permanece todavía, sin embargo, en muchos antiguos alumnos del Clifford, el resentimiento hacia la propia infancia (que a menudo es una dolencia recidiva, si no incurable).

Loyola sale en dirección contraria a The Raven, bajo esa lluvia fina de media tarde, y da la vuelta a la manzana, con el Trilby puesto, para llegar desde el otro lado de Stray Street. Los militares (salvo los zurdos) solo están autorizados a llevar el paraguas en la mano izquierda, dejando libre la que empuña el arma reglamentaria, y por eso Ginés, aunque ya casi nunca lleva su revólver, se ha acostumbrado a no utilizar paraguas.

Es un local elegante, lo que disuade al público portuario, a pesar de que los precios son asequibles. Nada mejor que la intimidación para espantar como moscas a los pobres; más eficaz que reprimirlos —y además esa es la diferencia más visible y real entre una dictadura y una democracia—. Una larga barra en semicírculo a la derecha y diez mesas en el salón, sillones de cuero, luces tenues, una alfombra mullida y camareras evanescentes, insonoras a ratos y sin memoria para nada que puedan decir entre ellos los clientes. Al fondo, como sobre un tablado, hay dos salas separadas por una mampara, cada una con una mesa grande. No suelen ocuparse, quizá porque parecen muy expuestas, como si fuera un escenario o un altar, más de una vez utilizado para sacrificios humanos. No es así, Loyola lo ha comprobado, desde abajo no se ve casi nada. Hay reuniones que prefiere mantener fuera de Bleak House, en uno de los reservados de arriba. Será por motivos de seguridad (puede haber micrófonos en la falsa empresa de mudanzas), por hábitos de agente veterano, para construir espíritu de equipo, quién sabe, quizá solo para que no bajen la guardia, y recordarles que su apacible y monótono trabajo de oficina también puede volverse peligroso. Ginés se sienta, como siempre, con la espalda contra la pared. No hace falta decir nada, con una señal basta, la camarera sabe lo que él quiere: un Macallan de doce años doble con un solo hielo.

Belén Damajuana tiene veintitrés años y lleva el uniforme de trabajo, pantalones y blusa negros, y un delantal rojo. Como todas las camareras en cualquier bar del planeta, Belén tiene en The Raven una mejor amiga y un enemigo mortal. La mejor amiga es Claire Cleavage, la gordita muy escotada que suele estar detrás de la barra; el enemigo mortal es casi invisible, vive encerrado en la cocina, como un cíclope en su cueva o un herrero cojo en su fragua, y se hace llamar Pierre, sin haber logrado hasta la fecha convencer a nadie de que es francés. Y también como todas las camareras del universo, Belén ignora que su mejor amiga la odia en secreto y que su enemigo mortal la ama también en secreto.

Ya son más de las seis y media cuando están los cuatro sentados a la mesa y con un vaso en la mano, Loyola les resume las tres apariciones de Marc Opinel.

—Hay que felicitar a Tyllett —concluye—, y también a Tante Juani. En cuanto supe lo del ubicuo malhechor Opinel, le sugerí a Miss Navel que lo mirara desde otro punto de vista: ¿qué relación hay entre las víctimas de los asesinatos en los que estuvo presente Opinel? Ella misma nos lo explicará, una vez que hayamos pedido otra ronda.

Una señal es suficiente para que Belén traiga el Macallan doble, el vermú de la Tante, la ginebra de Amber y la tónica de Tom. El piscolabis lo servirá Belén cuando Loyola la avise con un gesto.

—Con la ayuda de la Tante y su archivo ha sido fácil —comienza Amber Navel—. Se trata de Eagleton, Ted Eagleton. Esa es la relación. La jueza de Berna y el abogado de Madrid han intervenido para que Eagleton no consiga hacerse con la naviera de Colombani. Eagleton es un millonario británico metido en todo lo que ustedes puedan imaginar, desde blanqueo de dinero hasta tráfico de armas y personas. Para eso necesita barcos. Hace dos años ya adquirió un importante paquete de Seven Seas, la compañía de Colombani; pero quiere más, una mayoría que le dé control en el consejo de administración, y ha estado maniobrando para adquirir el número suficiente de acciones. Para impedirlo, Colombani contrató a la jueza y al abogado, que lograron que los tribunales cancelaran la operación, de momento. En mi opinión, tanto para Colombani como para Eagleton, se trataba de un juego de suma cero: lo que uno gana lo pierde el otro. Eagleton ha disparado primero. Esto es lo que sabemos por ahora.

Amber bebe un sorbo de ginebra, mira a Loyola, y entonces se siente insegura, casi en peligro. Se pregunta si ha sido conducida a un sacrificio público, con Loyola de oficiante, y Tom Tyllett y Tante Juani como atónitos espectadores.

—Gracias, Miss Navel —dice Loyola, y saca del bolsillo de la chaqueta una holandesa doblada dos veces, la extiende sobre la mesa y la alisa con la palma de la mano—. ¿Esto es lo que sabemos por ahora? ¡Sapristi! ¡Esto ya lo sabíamos!

Le tiende el papel a Amber.

—¿Ese informe? —pregunta asombrada al reconocerlo.

Amber Navel ha sido la autora de aquel informe.

—Equilicuá. Lo sabíamos hace meses. El informe CD-2832, de fecha 10 de diciembre de 1978. Es solo una nota al pie en la página 227, la nota 29; aquí aparecen los tres nombres juntos. Hace meses, casi un año, cuando esos nombres no tenían importancia para nadie, por eso no los recordábamos, no era más que una breve nota al pie en un tedioso documento sobre fletes marítimos, que se remitió a la secretaría, aunque la Tante archivó una copia, que he vuelto a leer. Así que no perdamos de vista a Opinel. Nosotros no perseguimos a criminales, ya he enviado al Centro lo que tenemos sobre ese bandido, y nos han autorizado a colaborar en su identificación. Nuestro trabajo es obtener información y analizarla, cierto, pero también tenemos la responsabilidad de custodiarla. Había alguien a quien sí le interesaba en aquel momento esa nota al pie, ¿no es verdad?

Todos tienen el gesto compungido, avergonzado y vulnerable que tantas veces había adoptado Loyola en las aulas del Clifford. Solo la Tante se atreve a responder:

—Al tal Eagleton, habría pagado mucho por saberlo.

—Lo más probable es que ya lo haya hecho. Nuestro problema es averiguar quién se lo ha vendido. Tenemos que encontrar de dónde procede la filtración. Ya sabéis lo que hay que hacer. No olvidéis que no podemos descartar a nadie, ni siquiera a uno de nosotros. Encargaré una investigación externa de nuestro grupo. Nadie de Asuntos Internos, un informe discreto y que no trascienda —dice Ginés, y piensa que tendrá que llamar a uno de los pocos amigos que le quedan en el Centro.

A una señal de Loyola, Belén trae cuatro humeantes cazuelas de silbapiedras, ese indigesto potaje de patatas de color ceniza, con verduras silvestres (cardo, borraja, ortiga tierna, bledo, lo que cada quien encuentre) y espinoso pescado de roca, que aún sigue siendo nuestro plato nacional y legítimo orgullo para nuestros acomodaticios, timoratos y empecatados ciudadanos. Tras el silbapiedras, comparecen unos triángulos de pan de molde con pollo, mostaza y pepino, acompañados de tres copas de jerez y una botellita de Perrier para Tyllett.

Como siempre, una noticia buena y una mala, piensa Loyola, piedra negra sobre piedra blanca: la información sobre Opinel puede reivindicar por fin al desusado y declinante Centro de Documentación que dirige Ginés en Mudanzas Panero; por otra parte, ha puesto en evidencia una filtración.

Todos son solitarios —el que más Loyola, que está casado—, solo la Tante es viuda y tiene un hijo, Alberto, que vive en Portugal. Los dos hijos de Lady Eve (Archibald y Leonora) no cuentan, nunca han vivido con Loyola, que soporta con estoicismo sus escasas, desganadas y por fortuna fugaces visitas. Unos gaznápiros malcriados que se están echando a perder, opina Loyola, sin decírselo a Eve.

Si han acabado en la Casa Desolada, es porque todos han cometido un error. Podrán intentarlo de nuevo, si el miedo a otro fracaso no les empuja a permanecer allí, en las antiguas aulas, con la infantil y machadiana monotonía de la lluvia en los cristales.

La salida se escalona en el orden inverso a la llegada, así que Loyola se queda solo, y apura el jerez, mientras paga la cuenta y le deja propina a Belén.

Aparece un individuo corpulento, con aspecto de turco y el delantal y gorro blancos de los cocineros, que arrastra el pie izquierdo y lleva, en equilibrio inestable, una bandeja con un vaso, una cubitera y una botella. Belén Damajuana da media vuelta y se aleja con la cabeza muy alta. Le odia, ella no sabe por qué, pero es su mortal enemigo.

A-t-on bien mangé? —pregunta Pierre.

—Pistonudo. Todo excelente —responde Loyola, que está convencido de que su lengua natal es el turco y ni siquiera se llama Pierre.

La dernière est pour la maison.

—Muy agradecido.

Pierre sirve el Macallan en el vaso y después añade un cubito de hielo, como siempre lo toma Loyola, y vuelve renqueando a su cocina y a sus fogones, con la sensación de que nadie le toma en serio.

Supongo que a todos nos sucede lo mismo algunas veces.

Cuando Ginés sale de The Raven, ya no hay horizonte, sino una arqueada bóveda oscurecida por un furioso brochazo gris, y llueve en diagonal, con la inclemencia que el Señor, en su infinita sabiduría, considera apropiada para nuestra isla. Aquí —militares aparte— casi nadie usa paraguas, para qué, siempre llueve igual, al soslayo, de medio lado, con viento y niebla, y hasta nos agrada, y por eso suplicamos que no nos den nunca lo que merecemos, que siempre acaba en que nos den nuestro merecido.

 

 

 

 

Tante Juani ya está en su agradable adosado de Bona Fide Street, se ha puesto el camisón, la bata de lana y las zapatillas cómodas, y está sentada en su sillón favorito, con su novela de Agatha Christie en el regazo y un vaso de Johnnie Walker en la mano. No le gusta beber whisky delante de gente joven, sobre todo si está presente Tom Tyllett. Tampoco le gusta la investigación externa. Aunque no tiene nada que ocultar, siempre hay pormenores que preferimos no exponer a la impertinente curiosidad de los demás. No es la primera vez, ya ha participado en otras dos filtraciones, también con Ginés, y no tiene miedo: está deseando entrar en acción.

 

 

 

 

En su apartamento de la Rua Pessoa, Tom acaba de entrar en acción, en calzoncillos (un ajustado slip de algodón de color rojo, a juego con sus pantalones), lleva auriculares puestos, baila a saltos «Satisfaction», de los Rolling Stones, y utiliza el tubo de la pasta de dientes como micrófono. Recuerda la mitad de un beso que se han dado Amber y él, se han rozado los labios, y no sabe quién lo ha interrumpido. ¿Habrá sido él, el pusilánime Tom, el dubitativo; o ella, la lacrimógena poetisa Amber? Sube el volumen de los Stones. Entre los cuatro, es el primer sospechoso, lo sabe, el más obvio. Por eso sigue dando saltos, sin dejar de pensar en la botella de Tanqueray, que lleva dos años sin abrir, esperando la mano de nieve que le quite el tapón. Por eso prefiere agotarse dando botes y saltar sobre la cama para dormir boca abajo, hasta la mañana siguiente, que será —según dicen y al parecer es costumbre— otro día. Suele tener sueños aterradores que empapan la almohada de sudor.

 

 

 

 

Amber vive cerca de Tom, en la Promenade Rousseau, y se despiden en la glorieta, le rond-point de Robespierre, con un beso inconcluso y torpe, bajo la lluvia, junto a la fuente; lo recuerda mientras pedalea en la bicicleta estática. Odia su cuerpo, en particular los muslos y las nalgas, quisiera reducirlos con una goma de borrar y luego corregirlos, pero como no es posible, no le queda otra que la bicicleta inmóvil. Extenuada, se acostará boca arriba, como siempre, con brazos y piernas extendidos en forma de aspa. Susurrará en sueños: approche la tête, ici l’oreiller est plus frais. Acerca la cabeza, aquí está más fresca la almohada.

 

 

 

 

Ginés Loyola sigue caminando entre la niebla y bajo la lluvia, cada vez más despacio, como si no quisiera llegar a ninguna parte, y menos a su casa. La lluvia le refresca y atenúa el efecto de los Macallan que ha bebido. Más de la cuenta. Sabe que no va a alcanzar a pie el Cubilete: tomará un taxi en uno de los hoteles del camino, le dejará a dos manzanas del 7 de Oak Street, en Cuckold Square. Como hace siempre, se acercará a paso lento, con las manos en los bolsillos de la gabardina, sin saber qué prefiere: que el Mini Cooper de Eve no esté y la posibilidad del último Macallan a solas o en compañía de Galdós; o que ella le espere tambaleándose, con su ginebra en la mano y su inacabable memorial de agravios. En el fondo, bajo la lluvia y el viento, le da lo mismo: él nunca se ha disculpado; ella, tampoco.

Quizá el amor sea eso, decide al bajar del taxi, y de inmediato recuerda: Nunca fui como te amo.