El dolor está ahí, cuando le cierras una puerta, llama para entrar por otra parte.
Irvin D. Yalom
No se puede hablar de fuego sin hablar de oxígeno, de la misma forma que no podemos adentrarnos en la rumia sin hablar antes del dolor. Voy a ir directa al grano: la vida duele, y a veces mogollón. Si lo no hiciese, vivir no tendría ningún sentido. Igual que concibes el día porque existe la noche, hay sensaciones agradables porque hay otras desagradables.
Los seres humanos hemos tachado al sufrimiento, la cara B de la felicidad, de malo de la película, de aguafiestas. Es un villano que aparece de entre las sombras con distintas caras: desde ese nudito en el estómago hasta ese sobrecogedor invierno helado que se te instala en el pecho. Y es que cuenta con un armario repleto de máscaras y disfraces gracias a nuestra compleja capacidad de percepción. Dentro de este elenco de villanos, los protagonistas más comunes son el Capitán Ansiedad, el Cuervo Desamor, Iron Soledad, Lady Dependencia Emocional, Superdepresión...
Hemos vilipendiado el dolor y dado el pistoletazo de salida en una carrera infinita para huir de él. Nos han vendido que así es como experimentaremos la felicidad más pura, plena y duradera. Pero te voy a hacer un gran spoiler: vas a tener que empezar a hacerte amigui de tu dolor, ya que intentar deshacerte de él sería como intentar deshacerte de tu propia sombra. Y, antes de que te cabrees y mandes este libro a lo más profundo de tu estantería, deja que te explique algo; te prometo que mis intenciones son puras, ¡no pretendo deprimirte!
Al revés, si te quedas, intentaré que saques algo muy bonito y positivo de esto. Primero, voy a hacerme cargo de lo que te acabo de decir: que la vida duele es un hecho inevitable para el ser humano, pero ¿por qué? Te voy a hablar de dos razones principales, que irás conociendo más en profundidad durante la lectura:
Nuestra esencia biológica se rige por un único bien superior: la supervivencia.
Imagina que, para que estés a salvo, quiero que te recluyas durante un año en tu habitación. ¿Qué es más sencillo para mí, intentar que seas feliz entre esas cuatro paredes complaciéndote todo el tiempo o electrificar la puerta para evitar que la toques? Pues tu cerebro piensa algo similar:
Tu cerebro: Cada vez que te salgas de lo que yo creo que es conocido y, por lo tanto, no peligroso, te voy a enviar dolor.
Tú: Pero... es que así no soy feliz. Yo quiero cambiar.
Tu cerebro: ¿Es que no escuchaste a tu abuela? Más vale malo conocido que bueno por conocer. Mientras sigas con vida, por mí que no cambie nada.
Nuestro nivel de conciencia hace que nos importen cosas: si hay valor, hay dolor.
A la felicidad le ha pasado algo parecido al dolor, pero al revés: si el dolor ocupa el trono del villano, a la felicidad se la ha coronado como heroína. Y, cuando felicidad y sufrimiento se consideran categorías excluyentes, como si hablásemos del día y la noche, la cosa empieza a oler mal, como cuando dejas un queso azul fuera de la nevera durante un mes. Y es que aferrarse como un koala a esta forma tan polarizada y rígida de contemplar ambas sensaciones solo va a causarte pupita de la buena. Si algo me importa y me hace feliz, eso mismo puede hacerme sufrir: c’est la vie.
Uno de los principales problemas que envuelven la felicidad es su concepción romantizada: hacer realidad aquello que deseas. Schopenhauer, un filósofo y pensador alemán conocido popularmente por ser bastante aguafiestas y pesimista, postulaba que tras un deseo cumplido no hay otra cosa que aburrimiento. En el otro extremo, el dolor de no haberlo satisfecho. Vamos, que, cuando no tenemos lo que queremos, sufrimos. Y, cuando lo tenemos, la sensación de alegría o satisfacción se toma un café con leche rapidito con nosotros y se marcha, dejando a su paso una estela de indiferencia y decepción. Esto ocurre con cualquier tipo de deseo, sea material o no. ¿Alguna vez has oído que dejamos de valorar lo que conseguimos?, ¿o que no sabemos lo que tenemos hasta que lo perdemos?
Por ejemplo, cuando adquirimos un móvil nuevo: al principio juramos que no va a caerse jamás. Hasta que se cae. La caída número uno duele más que la número cinco. Pasamos de cuidarlo y colocarlo en la mesita de noche como si fuese un huevo de Fabergé a lanzarlo sobre la cama en plan bumerán. Lo mismo ocurre con el deseo de tener una pareja, un trabajo, un coche, una casa..., cualquier ejemplo es válido. Al final, de alguna manera, la vida nos empieza a parecer algo absurda o decepcionante. ¿Significa esto que estamos condenados a no valorar nada? En absoluto; de hecho, este libro va precisamente sobre lo contrario.
A la hora de intentar ser felices, encontramos tres conflictos principales:
¡Clave!
Tener una actitud positiva en ningún caso significa echar a escobazos al dolor. La actitud positiva tiene más que ver con aceptarlo como inquilino y tomarse un té con él de vez en cuando. En otras palabras, es dejar de negar la mano de cartas que me ha tocado, es dejar de preguntarse por qué me han tocado esas y empezar a pensar de qué forma me beneficia más jugarlas.
Y es normal, ya que es una rumia que nos han instaurado desde pequeños. Incluso hemos experienciado que, en ocasiones, se cumple. ¿Cómo no nos vamos a rayar si nos han dicho que con desear algo se cumple?, ¿que con esfuerzo todo se puede? ¿Cómo no nos vamos a rayar si nos hemos creído que el mundo le da lo mejor a quien lo merece, pero luego vemos que no es así?
En esta línea, vivimos sin sintonizar el único canal en el que retransmiten la realidad: el aquí y el ahora. Y es que no siempre vas a conseguir lo que te propongas, ni siempre vas a sentir aquello que esperas sentir cuando lo consigas, te ocurra lo que deseas o las cosas sean como tú quieres, ¡y eso no es sinónimo de infelicidad.

PRÁCTICA: UN BUEN RECUERDO DEL DOLOR...
¿Hay algún momento de tu vida que recuerdes con cariño y que no habría sido tan importante si el dolor no hubiese sido el protagonista?
Hay personas que piensan en sus épocas de exámenes con nostalgia, los nervios y las miradas cómplices en la biblioteca que parecían decir «Te entiendo, yo estoy igual», o funerales que, tintados de tristeza, se recuerdan por el vínculo que unía aquel día a todas aquellas personas y que, sin el dolor, no hubiese cobrado significado.
¿Puedes rescatar algún momento de tu vida en el que, gracias al dolor, te llevaste algo valioso?, ¿incluso un recuerdo feliz?
¿Alguna vez te has quitado unos zapatos y has experimentado una gran e intensa felicidad?, ¿esa sensación de descanso y libertad que intensificas moviendo los pies y deshaciéndote de los calcetines? A mí me gusta tirarlos bien lejos por el comedor (intento recogerlos luego, te lo juro). Esa sensación de bienestar que aparece al retirar un estímulo aversivo se conoce en psicología como «refuerzo negativo».
Te lo voy a explicar de forma breve: las conductas pueden reforzarse o extinguirse. Para reforzarlas, se utilizan, efectivamente, refuerzos. Para extinguirlas, en cambio, castigos. El refuerzo positivo tiene que ver con dar, obtener. Si me das una croqueta cada vez que recoja mis calcetines sucios de la sala de estar, será más probable que quiera recogerlos, ya que cuando lo hago recibo un estímulo agradable. El refuerzo negativo, por el contrario, tiene que ver con quitar: si recojo los calcetines, elimino una tarea desagradable de mi lista. Por ejemplo, mi pareja podría decirme: «Si recoges, yo fregaré los platos, aunque te toque a ti».
Al reducirse un estímulo aversivo o eliminarse, aumenta la probabilidad de que se repita una conducta. Si me quito unos zapatos que me hacen daño, la sensación de bienestar que experimento tiene que ver con el refuerzo negativo, ya que disfruto de que ese dolor de desvanezca.
¿Que por qué te estoy dando esta chapa? Fácil. Cuando rumiamos, intentamos darle significado al dolor y, en muchas ocasiones, el significado es aquello que nos falta. Por lo que sería fácil apuntar a objetivos para ser feliz. A mí me gusta llamarlo «felicidad Barbie»: cuando tenga la casa de ensueño..., cuando tenga a Ken..., cuando tenga mil amigos..., cuando consiga ser astronauta...
Y es que eso es lo que nos dice la mente cuando rumiamos, entre otras cosas. Pero ¿esto es realmente así? ¿Qué pasará cuando tenga mi casa de ensueño? ¿Qué estoy sintiendo hoy que no me gusta y mi mente susurra que desaparecerá cuando tenga mi casa de ensueño? ¿De verdad quieres la casa de ensueño o es que la rumia te dice que, en cuanto la tengas, dejarás de sentir desdicha?
Puedes intentar o bien huir del dolor (quitarte unos zapatos que te hacen daño), o bien construir una vida que realmente te llene y te aporte cosas de verdad (recibir un buen masaje en los pies).
No me malinterpretes: el refuerzo negativo existe igual que el positivo. El adjetivo negativo no viene de dañino, tiene más que ver con la idea de restar o eliminar. Lo que yo te planteo es una simple elección: ir de puntillas protegiéndote del dolor o lanzarte de cabeza a sacarle todo el jugo a la vida. Si la vida te facilita las cosas y el dolor desaparece, ¡brindemos por ello!
Como sentir cosas desagradables no nos parece el mejor plan para un viernes tarde, los seres humanos hacemos uso de nuestra creatividad y ponemos en marcha estrategias para no sentir dolor. Esto se conoce en psicología como «evitación experiencial».
El ser humano es capaz de sentir muchas cosas, algunas igual de agradables que una patada en las costillas. En psicología, se habla de seis emociones básicas: alegría, tristeza, ira, asco, miedo y sorpresa. A lo mejor te parecen pocas, pero con ellas ocurre como con los colores: si del verde extraemos tonalidades esmeralda, oliva, aguamarina o jade, de la tristeza extraemos aburrimiento, culpa, decepción, desánimo, soledad...
El léxico emocional puede ayudarnos a matizar la experiencia. A veces, es normal no saber cómo nos sentimos y nos instalamos en el «Bien» o «Pues mal, ¿cómo voy a estar?». Para darle un poco de color al asunto, aquí te dejo una rueda emocional. Puedes mirarla y detectar qué cuadra más con tus sensaciones; quizá así te resulte más sencillo ponerles nombre.

Me gustaría invitarte a hacer una pequeña reflexión: ¿hay alguna emoción que consideres inútil o problemática? ¿Alguna vez has oído decir o pensado que la culpa es una emoción que no sirve para nada? ¿Qué cosas se te vienen a la cabeza si te hablo del odio o del rencor?
Nos han enseñado a rechazar de forma sistemática las sensaciones desagradables. Por ejemplo, cuando sentimos culpa, una emoción que tiende a ser bastante desagradable físicamente. Tampoco es que nos venga a decir cosas amables, pero es una emoción funcional: nos permite conectar con lo que nos parece valioso y digno de proteger, como el dolor de las personas, el perdón...
Me pregunto si una vida basada en evitar el dolor es compatible con una vida llena de sentido y significado. Te pongo un ejemplo:
Gerard es un chico homosexual de treinta y dos años. Está conociendo a quien él llama «su príncipe azul». Tiene muchas ganas de embarcarse en esta relación. Un día, paseando por la montaña, Gerard sentía cierta angustia y se rayó: «¡Tengo miedo a cogerle de la mano! Pero... ¿por qué? ¡Si estoy a gusto con él! ¿Qué más da que seamos dos hombres? ¿Y si lo que pasa es otra cosa? ¡A ver si voy a ser homófobo! No, ¿verdad?».
Verás, Gerard tiene dos opciones principales. La primera es engancharse en ese bucle (que le protege de dar la mano a su pareja) y no exponerse a sus miedos; de esta forma, esquivaría el dolor derivado de esa acción (sería como quitarse los zapatos que hacen daño). La segunda es decidir que, en la vida a la que aspira, quiere ser libre de cogerle la mano a quien le dé la gana y ponerse a trabajar en ello (sería como recibir el masaje de la vida). Como ves, protegerte e ir a por lo que deseas muchas veces son dos acciones irreconciliables.
Por muy raro que te parezca, revolcarte en el sufrimiento como una croqueta puede cumplir una función evitativa. Rumiar, preocuparse, rayarse, comerse el coco..., ¡llámalo como quieras!, tiene la función de intentar placar el dolor como un quarterback en un partido de rugby. Darles vueltas a las cosas intentando repasar lo ocurrido nos desconecta de la experiencia dolorosa momentáneamente, nos hace sentir que estamos ocupándonos del asunto para arreglarlo o darle sentido. Además, nos aporta una falsa sensación de control.
Voy a contarte un caso real (uno duro) para darte uno de los infinitos ejemplos que hay. Se trata de una chica que sufrió abuso sexual por parte de un desconocido. Al día siguiente, al contar lo sucedido, una de las respuestas que obtuvo fue: «Eso, con unos pantalones con botón, en vez de una minifalda, no te hubiese ocurrido».
En este caso concreto, esa idea, que la culpa de una forma injusta, le produjo mucho dolor, un dolor que intentó aplacar sumergiéndose en la rumia, buscando desesperadamente creer que aquel evento hubiese ocurrido igualmente si hubiese llevado unos pantalones en vez de unas medias. Y así lo preguntaba a todo aquel que podía. Y así lo rumiaba ella sola en su cama. ¿El objetivo? Pues no conectar con aquello tan horrible que le había pasado e intentar calmar su sensación de culpa, intentar darle un sentido menos doloroso. El problema es que no suele funcionar o lo hace solo durante un periodo breve de tiempo.
Rumiar es como beber agua del mar: tú sabes que es salada y que va a deshidratarte más, pero, ante la implacable sensación de sed, te la tomas a manos llenas.

PRÁCTICA: COSQUILLAS EN EL BRAZO
Quiero que sientas las ganas de evitar in situ. ¿Tienes las uñas largas o algo con lo que puedas hacerte cosquillas en el brazo? (o en la extremidad que te venga bien). ¡Hazte cosquillas suavemente! Quiero que te apetezca rascarte, pero ¡no lo hagas!
Observa esa sensación de picor; esas ganas de rascarte... Y fíjate en cómo eres capaz de observar esa sensación sin rascarte. Ese picor es algo que te está ocurriendo, de la misma forma que las sensaciones de enfado, tristeza o miedo son procesos que ocurren en tu cuerpo y que puedes observar.
Si en este caso te rascas, no pasa nada. De hecho, ya puedes hacerlo si así lo deseas.
Pero... ¿qué pasa si tienes la varicela o una infección por sarna? ¿Qué pasa si te rascas al sentir picor? En ambas afecciones, la situación empeora. Lo mismo pasa cuando queremos luchar contra nuestras experiencias dolorosas: si me enfado y le doy un puñetazo a la pared, me hago daño; si alguien me hiere y me sumo en un pozo de rumia porque siento que necesito entender el porqué, no soy capaz de ver nada más.
Llegados a este punto, aclaremos que tomar la decisión de huir o soltar no tiene por qué ser malo de por sí. Te pongo un pequeño ejemplo:
Paula lleva tres años saliendo con un compañero de universidad. Lo pasa realmente mal en su relación: cada vez que sale de fiesta con sus amigos, su pareja se enfada y le retira la palabra durante semanas. Además, la amenaza constantemente con serle infiel si no le presta más atención. Paula ha hablado varias veces con él e, incluso, le ha ofrecido ir a terapia de pareja; sin embargo, esto solo ha generado que la tome aún más contra ella.
Paula va a terapia y, con todo el dolor de su corazón, le dice a su pareja que quiere finalizar la relación.
Si hay algo que quiera resaltar de este capítulo, sin duda, es esta parte. La evitación es sinónimo de no aceptar lo que está ocurriendo (tanto fuera como dentro de ti).
Derek quería celebrar su cumpleaños haciendo una barbacoa al aire libre con todos sus amigos. Miró la previsión meteorológica cada día: un sol resplandeciente. Derek deambulaba feliz por los rincones de su casa imaginando cómo iba a ser su decimoctava fiesta de cumple.
Adivina qué vio Derek al abrir los ojos el día de su cumpleaños: ¿el sol? Pues va a ser que no. Derek vio nubes, y no de esas con forma de animalillos con sombreros, sino nubes más negras que el carbón, que solo se aclaraban bajo la dulce luz de algún travieso relámpago.
—Pero ¡si decían que no iba a llover! ¡Imposible! ¡No puede ser!
A ver si va a ser que sí. A ver si va a ser que, aunque te resistas, hay cosas que te ocurren y que te van a doler.
Pese a que muchas personas consideren la aceptación fastidiarse y aguantarse con la cruda, dura e inamovible realidad, déjame decirte que es el primer paso para cambiar las cosas. La aceptación es algo que tiene que practicarse. Decir «No, si yo lo tengo aceptado» no es aceptación. Aceptar no solo es aceptar la lluvia, sino lo que esta nos hace sentir. Si Derek le da espacio a su frustración y tristeza y observa ambas emociones como algo que le está ocurriendo, va a poder decidir qué quiere hacer con su cumple.
Sin embargo, si Derek se come el coco juzgándose por lo que siente («¿Cómo me voy a poner así porque llueva?») o resistiéndose a la realidad de la lluvia mediante la rumia y su mal humor, probablemente consiga tres cosas:
Rumiar sobre las emociones para intentar extinguirlas o darles un sentido es, de nuevo, negar a la vida la existencia del dolor, y el no querer conectar con el dolor genera que nos movamos como abejas: en zigzag y sin descanso, solo frenando ante la sensación de bienestar y huyendo de forma incesante del dolor. A ver, tampoco pretendo que renuncies a tus ganas de sentirte bien: el deseo de sentir felicidad es evolutivo y, por supuesto, legítimo. El problema suele ser la forma en la que intentamos llegar a este bienestar, ya que solo entendemos la felicidad en una vida en la que el dolor no existe. No obstante, el bienestar existe porque también lo hace el dolor: si quieres empezar a exprimir tu vida al máximo, vas a tener que dejar de jugar al escondite con él, cogerlo por sus orejas de conejo, mirar fijamente a sus penetrantes ojos y decirle «Venga, sí. ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres de mí?». De lo contrario, subirás a un tren sin nadie en la cabina. Y es que hemos soltado el miedo a causa de un montón de patrañas que prometen una mal entendida felicidad, que por cierto no llega.
Pero ¿por qué?, ¿por qué somos así?
El ser humano (Homo sapiens sapiens) se raya por naturaleza. ¡Y menos mal! Porque, si no, ya estaríamos todos criando malvas. Mírate... ¿Te ves con la destreza de vencer a una oveja cabreada?, ¿de huir de un hipopótamo?, ¿de esquivar el cabezazo de una jirafa?
Reconozcámoslo: no encabezamos ningún top de aptitud física respecto a los demás mamíferos.
Sin embargo, tenemos un arma secreta que nos diferencia no solo de otros mamíferos, sino de los demás seres vivos (en 2024, al menos): la capacidad de rayarnos.
Gracias al lenguaje, del que hablaremos enseguida, podemos hacer asociaciones arbitrarias: montarnos películas, vaya. Estas películas son necesarias para sobrevivir en el medio natural, en el cual ya no vivimos.
Imagina que un Homo sapiens sapiens primitivo, al que vamos a llamar Germán para abreviar, se prepara para engullir un buen puñado de bayas. Germán reposa en su cueva tranquilo hasta que un ruidito extraño activa su tálamo (la estructura cerebral encargada de percibir estímulos sensoriales).
En un contexto en el que prima la supervivencia, dudo que Germán haya aprendido a fiarse de sonidos que no conoce. ¿Te lo imaginas diciendo «¡Venga, va, que seguro que no es nada! Voy a centrarme en lo positivo: ¡Tengo bayas!»? A Germán se lo ventilan en el minuto uno. Sin embargo, su capacidad de lenguaje y aprendizaje le permiten reflexionar: «¿Qué será eso? Ostras..., ¿será peligroso? ¿Se parece a algo que conozca? ¿Qué hago, cojo una piedra o mejor una lanza?».
Como ves, Germán se ha rayado: intenta dar significado a ese miedo y confusión que lo abruman al mismo tiempo que se preocupa por su futuro y trata de tomar la mejor decisión. En su caso, la evitación experiencial y la rumia son respuestas funcionales, porque lo ayudan a seguir viviendo. Entonces, ¿por qué en la actualidad se asocia la evitación mediante la rumia con trastornos psicológicos si los primeros humanos también se rayaban?
En aquel entonces, los problemas del día a día no tardaban en resolverse: o te morías o sobrevivías y a otra cosa, mariposa. Sin embargo, la rumia en el presente ha variado:
Últimamente, se escribe, se investiga y se habla mucho sobre los trastornos mentales como fenómenos modernos que antes no existían: depresión, trastornos de ansiedad...
Investigaciones recientes apuntan como factor asociado a la depresión a la hiperreflexibilidad (que es lo mismo que la rumia), y no tanto a la propia evitación experiencial, como se venía pensando. Y es que ya hemos visto que evitar el dolor es evolutivo: por eso se enseñaba. Lo que dolía, más temprano que tarde, mataba. Y, ante la duda, mejor no arriesgarse.
Hoy en día, la evitación se continúa enseñando y se refuerza mediante la rumia, aunque tengamos predisposición biológica. Se manipula el lenguaje para que los niños no sufran (a todas mis mascotas les daba por irse de vacaciones al cielo, por ejemplo), se evitan lugares o temas de conversación, se emplean maniobras de distracción (como cuando un niño se cae y alguien intenta distraerlo de la experiencia dolorosa: «¡Mira, un perrito! ¡Es un guau-guau! ¿Lo ves?»), se invalidan las emociones desagradables («Eso no es razón para llorar»), se enseñan reglas verbales rígidas («Si te tratan mal es por envidia», «Si te tratan mal, algo habrás hecho. ¡Piensa!»).
Ante el dolor, existe una gran multitud de respuestas: no todas las personas respondemos del mismo modo. Algunas conductas llevan a la acción (por ejemplo, un ataque de ira); otras, en cambio, posponen la acción o la evitan (como la rumia, el silencio o la disociación). Cabe recordar que la respuesta dependerá de nuestra historia de aprendizaje personal.
La falacia de la verdad es uno de esos extraños y desconcertantes ejemplos de cómo el lenguaje puede doblarse sobre sí mismo en formas aparentemente ilógicas.
Raymond Smullyan
Los seres humanos tenemos una predisposición genética para el lenguaje: es lo que nos facilita aprender y construirnos una idea propia del mundo y lo que hay en él.
El lenguaje es mucho más que utilizar palabras: se trata de un sistema muy complejo repleto de símbolos. Usamos el lenguaje cuando pensamos, cuando hablamos, cuando gesticulamos, cuando interpretamos gestos, cuando imitamos, cuando copiamos, cuando bailamos, cuando fantaseamos... Mediante el lenguaje, se evalúa, se compara, se recuerda, se tergiversa, se adereza, se manipula, se planifica...
Cuando la visión que construimos del mundo es rígida, aparecen el malestar y la inflexibilidad. Por ejemplo, si un niño concibe las nubes como algo blandito, espeso, suave o frío, el día en que se adentra en una lo que ve es simple y llanamente aburrida niebla. La gracia está en que el niño aprenda a ser flexible con esa decepción. Lo mismo ocurre cuando se crece pensando «Si me porto bien, me pasarán cosas buenas» o «Lo normal es morirse siendo una abuelita entrañable» o «Si es amor de verdad, esa persona va a estar siempre que la necesite».
A medida que nos hacemos mayores, vamos siendo conscientes de los elementos que nos rodean. Al principio, mamá, el abuelo, la cuna, el periquito y yo eran la misma cosa. Conforme vamos separando elementos (el abuelo es algo distinto de otras cosas, por ejemplo), el lenguaje se instaura en nosotros y empezamos a dotarlos de significados más complejos y abstractos, como sucede, por ejemplo, con el acto de desear: «Quiero tocar lo que sea eso de ahí», «Quiero agua», «No quiero comer ahora mismo».
Quizá a estas alturas pienses: «Pero, vamos a ver, ¿cómo va a ser el malo el lenguaje si es lo que le permite a un niño sobrevivir y tener autonomía?». Y tienes razón. Más que un villano, el lenguaje es un antihéroe, como Jack Sparrow en Piratas del Caribe: por una parte, es imprescindible para las personas, pero, por otra, él mismo es la piedra angular de la mayoría de los problemas.
A medida que vamos siendo conscientes del entorno y de lo que pasa en él y ponemos nombre a las cosas, empezamos a categorizar y a relacionar. ¿Qué es categorizar? Cuando categorizas algo, de alguna forma, lo metes en un saco y lo etiquetas. Por ejemplo: si te explican que el niño que ves en la guardería y con el que juegas es un amigo, que los amigos son importantes y las experiencias que tienes al respecto son agradables, empezarás a categorizar la amistad como algo positivo en la vida (e incluso en el futuro lo categorizarás de otros modos, como necesario, incondicional o principal).
Sin embargo, si te vas de vacaciones a una casa rural donde hay conejos y uno te muerde (quizá morder sea un acto que ya hayas categorizado como malo, violento, castigable o doloroso), es probable que establezcas una asociación directa entre el conejo y el saco malo de la vida. Pero, fíjate, que la cosa se complica el día en que ves una rata y alguien dice: «Pues, si el mordisco del conejito te ha dolido, como te muerda la rata vas a flipar: ¡Las ratas son más peligrosas!». Quizá jamás hayas visto una ratita, pero probablemente ya la tengas categorizada, lo que lleva aparejada una serie de pensamientos y emociones, ¡pese a que jamás has tocado ninguna!
Hay un famoso y cruel experimento en psicología: a un pobre crío llamado Albert le presentaban un conejito al mismo tiempo que emitían un estruendo con una barra de metal. Albert pronto desarrolló una fuerte aversión por los conejitos y, a medida que crecía, fue extendiendo esa aversión a cualquier cosa que tuviese pelo. ¡Todas al montón malo!
Por otro lado, si yo te digo palabras como cocina, baño, comedor y recibidor, ¿con qué las relacionas? Tal vez con casa, por ejemplo. Y, si te digo la palabra cerilla, ¿podrías relacionarla con algo? Muchas de las cosas que están relacionadas por lógica aplastante para ti (un palo + un caramelo = piruleta) parten de una relación arbitraria, pero ya nos la hemos aprendido e integrado. Esto es muy importante para entender que podemos considerar que el contenido de nuestra rumia tiene muchísimo sentido y experimentarlo de forma muy real pese a no serlo.
Estas relaciones las hacemos a partir de los llamados «marcos relacionales»: construcciones del lenguaje con las que establecemos relaciones entre elementos. Estas relaciones tienen que ver con el aprendizaje propio, por lo que pueden ser distintas a las de otra persona. Sin embargo, solemos pensar que nuestra lógica es la correcta y, por eso, a veces no entendemos las conductas o formas de sentir de los demás y nos indignamos.
Te voy a hablar de algunos de los marcos relacionales más destacables en la rumia:
¡Mira qué fácil es establecer relaciones lógicas! Y, si no, piensa en Caín y Abel, ¡la que se lio por unos melones y unas ovejas!

PRÁCTICA: PATOS Y CEBRAS1
¿De qué formas puede ser más importante un pato que una cebra? Dale un poco al coco primero. Intenta establecer alguna relación entre ambos. Verás como, a lo tonto, todo puede relacionarse desde el lenguaje. Puedes hacer este ejercicio con otra persona para comprobar las diferencias.