En 2009, un equipo de arqueólogos de la Universidad Autónoma de Barcelona desenterró la que tal vez sea la evidencia más antigua de una pareja de mariquitas en la península ibérica y en Europa, con una antigüedad de aproximadamente cuatro mil años, allá por la Edad del Bronce, en el yacimiento de La Bastida (Totana, Murcia). Este yacimiento pertenece a lo que se ha llamado la civilización argárica, o El Argar, una sociedad prehistórica urbana y estatal que se desarrolló en el sureste de la península (en la zona que hoy corresponde a Murcia y Almería, aunque también a partes de Jaén y Granada). El Argar tenía clases y desigualdades, gente que mandaba y mostraba su poder por medio de las armas,1 y gente que no tenía ningún poder.
Y en La Bastida, bajo el suelo de una de las casas más grandes, se encontró un enterramiento peculiar. Era una tumba doble, con dos esqueletos dentro de una gran tinaja. Lo peculiar no era tener al muerto debajo de la casa, algo normal por aquel entonces (no me meto con el feng shui prehistórico). Tampoco lo de meter a dos muertos en una vasija: encontramos muchos enterramientos dobles, normalmente formados por un hombre y una mujer de edades similares, o mujeres con individuos infantiles. Sin embargo, había algo (casi) excepcional en los dos individuos del enterramiento número 18 de La Bastida (BA-18). Eran dos hombres adultos.
Con esto no quiero decir, únicamente, que fueran esqueletos masculinos: ambos fueron enterrados con los ajuares típicos que encontramos asociados a individuos masculinos de la clase intermedia de El Argar.2 Es decir, nacieron hombres y se los leía como hombres. Y como hombres de cierta clase, además. El primero, de entre veintidós y veintisiete años, tenía un hacha tras su espalda; el segundo, de entre veinte y veinticinco, tenía una daga en su costado. Parece que, en esta primera sociedad estatal de la península ibérica, la más antigua que se conoce hasta ahora en Europa occidental, ya había maricones (o el término que usasen por aquel entonces, vete a saber). Qué cosas tiene la arqueología.
Cuando encontramos a dos personas enterradas juntas, tendemos a acordarnos de los amantes de Teruel y a pensar en el matrimonio, en un amor monógamo y eterno. Pero no siempre es así, y no podemos asumir que hace cuatro mil años fuera así. El equipo de arqueólogos de La Bastida, cauteloso con los sesgos que solemos arrastrar, sugirió que estos enterramientos dobles podían no ser matrimonios y simbolizar un linaje3 (enterrando a abuela con nieto, a lo largo de varias generaciones, por ejemplo).
Así que alguien dirá: «Bueno, pues entonces a lo mejor los dos hombres de BA-18 no eran amantes, simplemente eran... hermanos. O primos. O buenos amigos», como se dijo en Módena cuando se descubrió que «los amantes» eran dos hombres. Pero en un yacimiento no muy lejano, en La Almoloya (Pliego, Murcia), se pudo reconstruir el ADN antiguo de varios de los enterrados y se descubrió que, en los veinte enterramientos dobles de adultos (todos de un hombre y una mujer), no había ninguna relación genética. Ni siquiera de primos. Además, en tres casos se pudo comprobar que estos adultos enterrados juntos pasaron una buena noche al menos una vez en su vida, porque tuvieron hijos que fueron enterrados en el mismo yacimiento.4 Es decir, que estas tumbas representaban una alianza o una unión. Y digo alianza o unión porque, aunque hubiera sexo, pensar en ellos como matrimonios suele conllevar toda una serie de suposiciones, como la monogamia, la eternidad o asegurar la descendencia, que son más una cosa nuestra que de la gente prehistórica.
Entonces, ¿podemos hablar de los dos hombres de BA-18 como de una pareja sexual? ¿No podrían ser simplemente amigos? Es cierto que estamos hablando de hipótesis, no de certezas, pero teniendo en cuenta que encontramos estos enterramientos dobles entre adultos que se apretaban por las noches, pues no sería extraño proponerlo. Conocemos bastante bien los rituales funerarios en la cultura argárica, lo cual quiere decir que podemos ver tanto las normas y las regularidades como las transgresiones, las tumbas que se salen del patrón. Es decir, podemos hablar de diferencias y disidencias, y analizar lo que quieren decir en términos de género, sexualidad o clase.
Y la hipótesis (homo)sexual cobra algo más de fuerza cuando miramos el resto de la evidencia de la tumba 18 de La Bastida. Para empezar, la combinación hombre-hombre no es la única transgresión de esta tumba. También resulta que estos dos hombres fueron enterrados en un intervalo corto de tiempo, y uno de ellos fue colocado sobre su costado derecho, posición normalmente reservada a las mujeres.5 De esta forma, estos dos hombres se miraban cara a cara, íntimamente entrelazados para el resto de la eternidad. También, a escasa distancia de la pareja, se encontró otro enterramiento en una vasija, pero en este caso, un enterramiento que nunca tuvo un muerto dentro, lo que en arqueología llamamos un cenotafio, hecho como un enterramiento simbólico. Esta tumba vacía, la número 13, era pequeña e imitaba un enterramiento infantil, y dentro se encontró un ajuar similar al de la tumba 18 e incluso la ofrenda de una pata de oveja. Todo dedicado a un niño que no existía.6
Por supuesto, a mí esta evidencia me hace imaginarme todo tipo de situaciones. Por ejemplo, una pareja de dos hombres rebeldes que, en una unión sexoafectiva que no podía tener hijos, simuló su propio linaje, modificando los rituales que eran tan comunes en su sociedad. ¿Pero podemos hablar de una sociedad más permisiva en lo sexual? Desde luego, no tenemos evidencias de esto como una norma. Hasta ahora, se han encontrado únicamente otros tres enterramientos dobles de hombres en El Argar, aunque estos estaban en territorios periféricos, como la tumba 12 en el Cerro del Alcázar (Baeza)7 y la tumba 9 de Úbeda.8 Más importante: aún no se ha encontrado ningún enterramiento doble de mujeres.
Pero es que el ejemplo de La Bastida tiene aún más miga. En esa misma casa del enterramiento doble masculino y el cenotafio del niño que no existió, aparece un tercer enterramiento, la tumba 21 o BA-21. Es una mujer, enterrada también en una vasija, con un ajuar típico de las mujeres de clase alta, incluyendo un punzón de cobre. Al igual que los de los individuos de la tumba 18, su ajuar era bastante normativo, acorde a su género y su clase; sin embargo, esta mujer fue enterrada sobre su costado izquierdo, posición normalmente reservada a los hombres.9 Es decir, nos encontramos con otra transgresión de los rituales localizada en la misma casa que, desde luego, puede llevar a otro tipo de elucubraciones. Podría tratarse de enterramientos de distintas generaciones, y tal vez la mujer de la tumba 21 era la matriarca, cuyo nieto fue enterrado con otro hombre. Yo sería capaz de crearme hasta una sitcom de esta vivienda prehistórica de rebeldes: una trieja con unas relaciones dispares, o un «matrimonio» de conveniencia entre dos personas que no sentían ningún tipo de deseo hacia el sexo opuesto. Pero estas son fantasías que vienen de mis sesgos modernos y plantean escenarios a los que sería imposible aproximarnos. Mi productor de televisión interno quiere proponerlas como venganza a esa familia nuclear y patriarcal de Los Picapiedra, o incluso de Modern Family, no voy a mentir. Pero me ceñiré a lo demostrable.
También tenemos que recordar una máxima que es bastante fundamental en arqueología: los muertos no se entierran solos. Incluso cuando dejan instrucciones, es otra gente quien los entierra: ya sea su grupo familiar, ya sean sus vecinos o sus súbditos. Por eso, estos enterramientos suelen seguir ciertas convenciones sociales, y aunque nos hablan de la identidad, de la forma de ser, lo hacen a menudo desde la perspectiva de lo que otros reconocen (o están dispuestos a reconocer) del difunto y de la identidad de la familia que quiere darse importancia en un momento en el que se reúne todo el pueblo a mirar. Un funeral suele ser el momento de lucir o de dar un mensaje. Como escribiría otro mariquita tres mil novecientos años después: «¡Nos hundiremos todas en un mar de luto! Adela ha muerto virgen».
Es decir, que el mundo funerario es un mundo social y expresivo, más que personal e identitario. Así pues, el hallazgo de tumbas que se salen de la norma suele ser revelador de la identidad del finado, no como un mundo interior e individual, sino como parte de unas relaciones construidas dentro del grupo. Y el hecho de que estas convenciones fuesen ignoradas para enterrar a estas personas con cuidado y respeto nos muestra hasta qué punto aceptar la diferencia era posible. Una disidencia reconocida por el resto del grupo normalmente tiene algún tipo de explicación. ¿Por qué enterrar a estos dos hombres saltándose tantas de esas convenciones sociales que vemos en el registro arqueológico? Tal vez la sociedad argárica entendía el afecto sexual de formas más permisivas, aunque recordemos que estos hallazgos son excepcionales y no hemos visto nada parecido entre mujeres. ¿Podría ser porque las relaciones lésbicas no se aceptaban o porque no podían consagrarse como uniones de esas que merecían enterrarte en una vasija?
Pero aparte de quién te hace tilín, hay otro elemento que contemplar: la clase. La sociedad argárica era desigual, con al menos tres clases sociales y una minoría dominante que mostraba su estatus en las tumbas y en sus viviendas, como el palacio de La Almoloya.10 BA-18 se encontró en una casa bastante grande (de al menos unos noventa metros cuadrados), con bastante almacenamiento de grano, algo que le daba cierta importancia sobre sus vecinos. Además, los enterramientos tenían el ajuar propio de las clases medias-altas de esta sociedad. Es posible que nos encontremos aquí en una intersección entre la transgresión y el privilegio,11 es decir, que esa transgresión de las convenciones sociales solo fuera posible para algunos miembros. O, al menos, que ellos podían expresarlas en las formas que son más visibles para los arqueólogos: la tumba y cómo se deja tu cuerpo a la posteridad. Por supuesto, no sabemos la historia de vida de ninguna de estas personas, cómo se sentían con sus roles sociales, cómo daban sentido a sus emociones, a su atracción o sus ideas. Ni siquiera tenemos un nombre. Se han convertido en un código, BA-18, formado por las letras del yacimiento y el número de enterramiento.
La sociedad argárica, el primer Estado en la península ibérica, se instauró hace más de cuatro mil años, y en los siete siglos que duró, nos dejó evidencias de diferencias sociales cada vez mayores. De cómo el género o la sexualidad empezaban a articularse con otros rasgos como la clase. Si en el Neolítico podíamos ver una separación de tareas basada en el sexo, ahora estas también se separaban en función de la clase social y de la jerarquía. Ya no era lo mismo ser una mujer de la élite que una sierva (que distinguimos por sus ajuares muy pobres, independientemente del sexo). Esta interrelación del género y de la clase daba pie a distintas formas de ser y de vivir, y distintas formas de expresarse. La relación con la norma de estos individuos empezaba a tener más y más facetas. Nunca ha sido lo mismo ser maricón con pasta que sin ella, con lazos políticos que marginado. Y pese a ello, la sexualidad y la identidad de género permanecen como algo que puede hacer peligrar tu estatus: tampoco es lo mismo ser rico maricón que rico hetero. Tu clase puede protegerte de ser apartado por marica o afeminado, pero a veces, por muy de clase alta que seas, la salida del armario te expulsa de ese privilegio y te lleva a los márgenes de la sociedad.
A medida que se articulan género, sexualidad y clase, se van interrelacionando. Se crea una forma de ser hombre. Y maricón. Y pobre. O mujer. Y lesbiana. Y rica. Esta interacción forma una matriz, un nudo en el que es imposible señalar un único rasgo y extraerlo para analizarlo sin tener en cuenta el resto. El mundo se vuelve complejo, como la sociedad de este primer Estado. Y esta complejidad se puede estudiar también desde la disidencia y lo desviado. Cuando exploramos estos aspectos en su conjunto, encontramos lo que uno se puede permitir y lo que no, las transgresiones que pueden llevarse a cabo y las que no serán toleradas.
Pero, aprovechando esta extraña familia prehistórica de BA-18, vamos a ir más allá de la sexualidad.
Que levante la mano quien haya oído eso de que los homosexuales, los bisexuales, los transgénero... somos un peligro para la familia (o peor aún, para los niños). La familia siempre es concebida de una única manera, con una categoría que denominamos natural, que como tal extrapolamos al pasado. Hoy día el modelo que nos es más familiar (je, je) es el de la familia nuclear, una herencia del modelo burgués de privacidad, donde el padre tiene la potestad absoluta en su casa. Esta familia nuclear, como dice mi amigo Antonio Higuero, es además radiactiva, la irradiamos y la transportamos al pasado más remoto. Igual que con los Picapiedra, vaya. Además, nuestro modelo de familia está articulado para asegurar la descendencia, no en el sentido de que esa descendencia exista (no hace falta un anillo para que aparezca un bebé), sino para garantizar sus vínculos y la transmisión de la posición social y económica por vía sanguínea, lo que llamamos herencia.
El mejor amigo y sugar daddy de Marx, Federico Engels, entendió esto muy bien tras estudiar la familia y su relación con el origen de la propiedad privada y el Estado.12 Tradicionalmente, este origen de la familia se ha entendido como asociado al momento en el que los seres humanos empezaron a vivir en un sitio fijo, con la domesticación de plantas y animales en el Neolítico. En este modelo, la familia surgiría como forma de garantizar la herencia de la tierra. Esto no es del todo así, porque el mundo es siempre más complicado, y no fue un proceso automático en el que, tras domesticar una planta, apareció un cura celebrando bodas. Pero, de todas formas, el alemán no iba muy desencaminado en eso de asociar el modelo familiar y el modelo económico.
La familia como garante de la propiedad se articula a través del matrimonio de dos formas. Por un lado, asegurar la paternidad a través del control de la sexualidad femenina. Por otro, asegurar el cuidado de la prole por medio de la imposición de obligaciones con el núcleo familiar, como es el reparto de tareas y esa idea de «traer el sueldo a casa». Este modelo no es ni eterno ni natural: ha cambiado a lo largo de los siglos, ha sido distinto para familias de clase media-alta, que podían permitirse vivir solo con un sueldo (normalmente el del hombre), que para familias campesinas o de clase trabajadora, en las que todos tenían que trabajar. Pero tendemos a pensar que cualquier cambio al modelo «tradicional» de familia ha tenido que ser cosa de los últimos años, resultado de la lucha feminista o de la aprobación del matrimonio igualitario. Ni siquiera nos planteamos que antes hubiera otros modelos de parentesco, de reproducción y de cohesión del grupo.
Alguno pensará: «¿Qué me estás contando de las familias? ¿No me ibas a hablar de maricones?». Pero hablar de los modelos de familia es importante para entender cómo se puede llegar a entender la sexualidad, tanto la normativa como la disidente. Si el matrimonio monógamo se entiende como la célula mínima de la sociedad, el garante de la reproducción, esto sin duda afecta a cómo se verá a aquellos individuos que no quieren, o no pueden, conformar esas células, o a quienes entienden su deseo fuera de los cauces reproductivos. Ya verás cuando toque hablar de la Iglesia y de su obsesión con «verterse» en la vasija adecuada. Recordemos que la lucha por el matrimonio igualitario no era tanto un deseo de «ser como los demás» en términos ideales, como una necesidad de que se reconocieran ciertos derechos, como las visitas hospitalarias o las herencias tras la crisis del VIH (algo de lo que hablaremos más adelante). Creada la norma, si no te amoldas a ella, eso trae consigo unas consecuencias muy materiales. Así que, para entender sexualidad y género en la prehistoria, tenemos que entender también qué familias encontramos entonces o, mejor dicho, cuándo empezamos a ver la familia como única garante de la reproducción.
Si viajamos en el tiempo un par de milenios antes de El Argar, tenemos evidencias que apuntan a «familias» más extensas y colectivas. Como ya hemos dicho, Engels sugería que la familia y la propiedad privada surgían como consecuencia de las sociedades agrarias y de la necesidad de repartir terruños para arar, pero lo que vemos en el Neolítico ibérico es más complejo. Aunque empezasen a cultivar tierras, este periodo está lleno de enterramientos colectivos en grandes tumbas megalíticas, donde lo que importaba no era el vínculo de una alianza matrimonial, sino la pertenencia al grupo. Este modelo de enterramiento empezó a generalizarse por toda la península a partir del V milenio a. C. (hace unos seis mil quinientos años), desde dólmenes con cámaras de entre uno y dos metros, hasta ejemplos colosales, con decenas o incluso más de cien personas enterradas dentro.
Construir estos monumentos no era fácil y requería de la colaboración del grupo. Además, estos megalitos eran tan grandes que marcaban el territorio de forma visible. Decían al que se acercase quién tenía un vínculo ancestral con esa tierra. Y en torno a estos megalitos aparecen rituales fúnebres complejos que, en un principio, parecen insistir en mostrar al grupo como un todo unido. Los cuerpos se enterraban no para un reposo eterno, sino para ser manipulados y reordenados de vez en cuando. Cada poco tiempo, se abría la tumba y se mezclaban los huesos, algo que milenios después ha entretenido muchísimo a los arqueólogos que intentan entender qué cráneo va con qué fémur, la verdad. Esto de los enterramientos conjuntos y de mezclar los huesos no era por un afán morboso, sino que ayudaba a que toda diferencia que hubiera en vida, fuera por edad, sexo o prestigio, se borrase al enterrarte. En algunos casos, como los megalitos de San Quirce y Las Arnillas (Burgos), incluso se acumulaban ciertos tipos de huesos en partes concretas de la macrotumba. Todos los cráneos en un lado,13 todos los huesos largos en otro,14 como si quisieran convertir los distintos cuerpos en un único cuerpo colectivo que representase a sus antepasados.15
Es decir, que los linajes y la pertenencia al grupo no se definían tampoco por células matrimoniales (lo que hoy llamaríamos familia nuclear), sino por clanes más extensos dentro de un mismo grupo. Y puede que pienses: «Bueno, debían de ser tribus pequeñas donde se conocían todos», pero este tipo de enterramientos se mantendrá durante milenios en yacimientos de todo tipo. Por ejemplo, el famoso yacimiento de Los Millares (Almería), una macroaldea del Calcolítico, aunque algunos la han llamado ciudad, tenía una necrópolis de unas ochenta tumbas colectivas.
Estos enterramientos colectivos se han visto como intentos de combatir las diferencias sociales que empezarían a abrirse paso en las sociedades neolíticas, a medida que algunos eran capaces de acumular más excedente que otros, bien porque su ganado crecía más, o bien porque sus tierras eran más fáciles de trabajar. Hoy solemos decir que la muerte nos llega a todos, pero aun así tenemos tumbas individuales, nichos y grandes mausoleos (para quienes pueden permitírselo) que diferencian cómo se enfrenta uno a la muerte. Mecano hasta hizo una canción sobre eso. Pero en el Neolítico, la idea de la muerte como la gran igualadora era algo más explícita y, ante la amenaza de que estas desigualdades se convirtiesen en desequilibrios de poder, estos grupos planteaban formas de controlarlas, bajando los humos a quien amenazase con convertirse en el señorito del pueblo. Al fin y al cabo, si la muerte nos llega a todos, mejor que nos llegue a todos igual.
Eso no significa que aquellas sociedades fueran una utopía anarquista sin distinciones. Hacia el final del Neolítico y el comienzo del Calcolítico, en el IV milenio, en algunas zonas de la península empiezan a aparecer enterramientos individuales con ajuares hechos de materias primas exóticas, como el ámbar o la variscita.16 Cosas que los otros no tienen y que ya no se reparten, sino que uno se lleva a la tumba (o más bien, que quienes entierran al muerto deciden poner en su tumba). Algunas de estas grandes tumbas megalíticas se seguirán usando, pero dentro de los grandes osarios empezarán a aparecer estructuras donde ciertas personas son enterradas aparte del resto, con un mayor cuidado, en lo que se podría denominar un área noble.17 En algunos casos, incluso tenían ajuares más ricos. Es decir, vemos cómo se empieza a individualizar a algunos sobre otros.
Aun así, puede que estos honores no fueran por haber nacido en una familia concreta, sino por un prestigio adquirido en vida, lo que los antropólogos llaman sociedades de rango. En este caso, los recursos seguirían siendo comunales, pero algunos miembros podrían acabar sobresaliendo por hazañas y méritos. Tenemos ejemplos de otras tumbas extraordinariamente ricas, como la conocida Señora del Marfil, una mujer que acumuló una serie de honores y riquezas en su enterramiento, pero que, por el análisis de sus restos, sabemos que sufrió malnutrición infantil y tuvo una vida de trabajo físico intenso.18 Si esta persona decía que se hizo a sí misma y que empezó en un garaje (figurado, que todavía estamos en la prehistoria), puede que tuviera razón.
Dicho de otro modo, lo más probable es que la familia no se concibiera como una entidad hecha para garantizar la transmisión de riqueza, sino que se cuidara y criara a los hijos de forma más comunal. Hace unos años, una política de la CUP planteó eso mismo, que los niños no fueran criados por los padres de la familia nuclear, sino en tribu y, aunque muchos ridiculizaron estas declaraciones, antropológicamente esto es algo que vemos en muchas sociedades recientes, como los chumash.
Entonces, ¿qué tipo de familias podía haber en estos grupos del Neolítico y la Edad del Cobre? Si nos vamos a la etnografía, encontramos alternativas al vínculo de sangre. Por ejemplo, entre los martus australianos, los adultos deciden formar bandas con personas con quienes no tienen lazos genéticos. Dentro de una banda martu, los miembros pueden haber crecido en regiones distintas, hablando lenguas diferentes,19 e incluso así, crean vínculos sociales que no están determinados por la capacidad de reproducción y transmisión de bienes. Estas alternativas a la familia como nosotros la entendemos pudieron darse en estas sociedades prehistóricas, donde el grupo primaba frente a la célula «matrimonial» y la descendencia.
Cuando se protestaba contra la ley del matrimonio igualitario, se denunciaba que esta acabaría no solo con el concepto de matrimonio, sino con la familia misma. Y una vez que acabáramos con la familia, acabaríamos con el capitalismo, la libertad, el tomarte una caña en una terraza y las sonrisas de los niños. ¡Quién pudiera! Pero en la prehistoria estamos en un contexto en el que no se ven la familia y el matrimonio como los únicos garantes del mantenimiento, del soporte y de la transmisión de la propiedad, sino que todo parece vincularse a la identidad de grupo. Si la familia era secundaria, esto podría permitir que otros deseos sexuales o incluso de género no fueran una afrenta al grupo y a su orden, y no se echasen a las calles en protestas semánticas sobre el término matrimonio. Sin la familia como única forma de reproducción, es posible que se reconociese que había gente que simplemente no quería establecer vínculos sexuales que llevaran a una descendencia. O que incluso si establecían esos vínculos y tenían hijos para que hubiera una nueva generación, luego pudiesen construir una relación duradera con alguien de su mismo género. Entre los kĩkũyũ de Kenia, por ejemplo, existe una forma de matrimonio entre mujeres en la que una adopta el rol del marido, sin renunciar a su identidad femenina.
Esto, claro, no significa que toda sociedad en la que no hubiera desigualdades o herencias fuese a ser un Edén para la diferencia sexual, pero sí que no habría incentivos económicos y estructurales para estos tabúes. Aún hay mucho que no sabemos del parentesco en estos milenios de prehistoria, entre el Neolítico y el Calcolítico. Durante mucho tiempo, el matrimonio ha sido no un vínculo de afecto, sino una transacción económica o una alianza política. Y por mucho que vemos intentos claros para evitar esas acumulaciones económicas, y los enterramientos no son en pareja sino grupales, puede que algunos de estos grupos sí tuviesen alianzas monógamas y cerradas. Lo que está claro es que no podemos asumir todavía la existencia de matrimonios, y que las familias eran bastante más extensas.
Después de este pequeño trayecto por el Neolítico y la Edad del Cobre, podemos volver a El Argar y la Edad del Bronce. La pista que normalmente nos indica que estamos hablando de una sociedad con herencias —donde los vínculos importantes son el linaje y el parentesco de sangre— suele ser el trato que se da a los niños al morir. Cuando el hijo de una familia aristocrática muere con, pongamos, siete años, y es enterrado con joyería o armas, podemos intuir que no es que el pequeño Timmy se las ganase o que las usase, sino que el funeral fue un momento en el que la familia quiso demostrar su posición enterrando al niño con un ajuar tan rico. «Somos tan ricos que nos podemos permitir enterrar a nuestro hijo con armas que no se van a usar más». Si ese niño hubiese llegado a adulto, probablemente ahora sí que oiríamos aquello de que es un hombre hecho a sí mismo, sin reconocer esa ventaja de salida.
Pues en la Edad del Bronce estas sepulturas infantiles con ajuar empiezan a hacer acto de presencia.20 Las encontramos, por ejemplo, en las tumbas de la cultura del vaso campaniforme, uno de los tantos grupos y culturas que los arqueólogos hemos distinguido porque hacían vasijas con formas peculiares. Y también los encontramos en El Argar, incluso en niños que nunca existieron, como la tumba vacía que apareció junto al enterramiento con el que abríamos este capítulo, BA-18.
En El Argar, de hecho, vemos cómo los niños son rápidamente integrados en las expectativas de clase y género de los adultos,21 recibiendo el mismo tipo de ajuares que hubieran tenido de haber pasado la pubertad. Esto sugiere que sí había derechos de herencia, al menos para las clases alta y media. Ya hemos hablado de cómo las tumbas dobles simbolizaban alianzas que podríamos en algunos casos llamar matrimonios (con sus muchos asteriscos y matices), en el sentido de hombre y mujer que tenían una unión sexual y descendencia en común.22
Volviendo a la tumba BA-18 de La Bastida, la presencia de ese cenotafio imitando una tumba infantil plantea algunas posibilidades cuando tenemos en cuenta lo que sabemos de los modelos familiares argáricos. Alguien tuvo que enterrar a estas personas cuando murieron, saltándose la norma de los enterramientos dobles más comunes. En este sentido, dentro de una familia con cierto poder social y económico, en la que debía de haber expectativas de que el linaje continuase para transmitir esa rica herencia, que se reconociese socialmente la unión entre dos personas del mismo género sería todo un desafío. Pero de haber sido irreconciliable, no habrían sido enterrados con cuidado y respeto. Podría ser que otro miembro del linaje ya cumpliera esa función de dejar herederos y que sobre ellos no recayesen esa necesidad ni esa expectativa. O que uno de ellos ya tuviera descendencia con una unión anterior, ya que se encuentran evidencias de que existían el divorcio o la poligamia. Lo que parece claro es que no es casual ver que estas convenciones sociales se retuercen sin mucho problema entre gente de una clase privilegiada. En cualquier caso, los muertos de BA-18, pese a ser un desafío a las normas funerarias, o incluso a la norma sexual, no fueron un desafío a los modelos de familia. Al contrario, su enterramiento imita los modelos familiares y fue integrado en la medida de lo posible dentro de los códigos sociales más extendidos: pareja enterrada junta, con los hijos que no llegaron a ser adultos cerca, aun cuando esos niños no existieran y fueran meramente simbólicos.
Dicho rápido y mal: fueron asimilados como buenos gays. Tal vez por ser gays con pasta, o tal vez por tener contactos. Y esa asimilación pasó, en parte, por adecuarse a los modelos y las convenciones de la familia, que ya empezaban a formarse.