A fines del siglo XIV o comienzos del XV de nuestra era, se formó en los Andes un Estado poderoso, que logró someter a pueblos que vivían cuarenta siglos separados unos de otros, formando una unidad territorial, un país, que recibió el nombre de Tawantinsuyu por sus habitantes.
Por cierto, su incorporación al territorio no era solo el reconocimiento de su dominio político, sino que incluía una efectiva intervención en los beneficios de carácter económico y social, que incluían el uso de la fuerza de trabajo y la intervención en la habilitación de servicios, tales como los medios de comunicación; ello indicaba una seria interferencia en los usos y las costumbres locales de corte urbano o aldeano, que eran vigentes en todo ese desigual territorio, donde vivían pueblos que tenían formas de vida adaptadas a sus condiciones naturales, locales o regionales, con lenguas diferentes, dioses diferentes, distintos antepasados y manejo propio de sus historias particulares.
Todos los indicios conocidos señalan al héroe cusqueño Pachakutiq Inka Yupanki como el organizador de esta empresa política, la cual habría iniciado luego de vencer una guerra contra sus vecinos, a quienes los cusqueños llamaban «chancas». En esto, todos los historiadores están de acuerdo, aunque en un inicio se hubiese discutido mucho sobre la veracidad de esto, pues resultaba muy difícil entender cómo en tan poco tiempo —solo en tres generaciones— se pudo constituir una organización tan exitosa como la de los incas (los españoles llegaron al Tawantinsuyu en 1532 —solo cien años después de su creación—, y lo encontraron en pleno vigor, con una red de caminos impresionante, con una infraestructura envidiable de servicios públicos y una renta capaz de financiar obras de un vastísimo espectro).
No era —qué duda cabe— un paraíso de hombres felices, pero sí un proyecto político exitoso, con logros económicos y sociales que muchos Estados modernos quisieran lograr, sobre todo en países con una geografía tan difícil y con recursos naturales tan ariscos como los andinos. De hecho, el proyecto colonial español no pudo reproducir nunca nada parecido, y menos aún la República semicolonial, que sufrió de una progresiva descomposición social y anemia económica crónica, lo que ubicó al ex-Tawantinsuyu en el nivel de los países subdesarrollados tercermundistas.
Extrañamente, mientras en aquel tiempo el mundo andino se erguía sobre la naturaleza, sometiéndola con las técnicas y la organización que ahora llamamos «atrasadas y primitivas», desde el siglo XVI en que llegó «el progreso», con una tecnología cada vez más avanzada, nosotros comenzamos a retroceder: la naturaleza se fue imponiendo y lo que era favorable al progreso de pronto se convirtió en adverso. El ser humano erguido sobre tierras duras y secas, propietario de los aires y las aguas, devino en deslumbrado espectador del progreso de otros pueblos y en congelado habitante de un país que fue cubriendo con hambre y miseria las viejas y arruinadas estructuras que hicieron posible el éxito de un Estado como el que había fundado Pachakutiq lnka Yupanki un siglo atrás.
A diferencia de otros pueblos, para el nuestro es importante entender cómo fue aquello, no para levantar un monumento a la gloria del ilustre estadista fundador del Tawantinsuyu e «inflar» el orgullo nacional con glorias que no son nuestras, porque son de un pasado lejano, sino para entender cómo fue posible que aquellos «primitivos» hicieran lo que nosotros no podemos hacer y, según eso, ejercer la crítica de la razón política y económica que organiza nuestra existencia. Para nosotros, el estudio de la historia antigua, precolonial, no es, pues, un ejercicio académico más o menos interesante; es la búsqueda de una explicación coherente del estado de cosas que nos toca vivir y de las alternativas que hagan posible una salida hacia el futuro. Es una paradoja, pero los códigos de nuestro pasado lejano son la principal entrada al futuro.
Pretender «volver» al lejano Tawantinsuyu no puede considerarse una propuesta posible. Se trata de entender los mecanismos que hicieron posible un proyecto de ese tipo en un territorio en donde todos los proyectos posteriores han fracasado. Necesitamos examinar procesos, instituciones, procedimientos y sistemas. Es por allí que encontraremos una racionalidad diferente a la nuestra, que está llena de condicionamientos coloniales alienantes, de fijaciones raciales reaccionarias, de perversas vergüenzas centenarias. El Estado de los incas y sus antepasados no es un ejemplo a seguir, es un proceso que necesitamos entender.
El Estado de los incas fue fundado en el siglo XV, según lo señalan arqueólogos e historiadores de manera reiterada. La leyenda que reemplazó al mito de los orígenes decía que antes de su formación hubo una larga etapa de la dinastía gobernante, que se inició con un legendario promotor de esta, identificado con el nombre de Manqu Qhapaq, junto con su compañera Mama Uqllu. Ambos, con sus tres hermanos y sus esposas, recorrieron la parte alta y media de las tierras que rodean al río Vilcanota, desde la cuenca del lago Titicaca hasta llegar a un punto donde ubicaron el valle del Cusco, en el cual Manqu y su esposa Uqllu decidieron instalarse y fundar la ciudad del mismo nombre. De ese modo, al mito de los orígenes del mundo, se le agregó la leyenda de los orígenes y justificación del poder, con la familia de los incas y sus dioses cósmicos presididos por el sol.
Dice la leyenda que en el Cusco estaba instalada una pequeña aldea de unas treinta chozas, llamada Akamama, donde vivían los alcavizas, a los que tuvieron que expulsar los incas para fijar su asentamiento. Los descendientes de Manko, llamados Sinchi Ruq’a, Lluq’i Yupanki, Mayta Qhapaq, Qhapaq Yupanki e Inca Roq’a, se instalaron en la parte alta del valle, llamada Hanan, y fueron sucedidos por Yawar Waqaq y Wiraqucha, quienes tuvieron que enfrentar, a lo largo de su existencia, las arremetidas guerreras de sus vecinos collas del sur —que vivían en el entorno del lago Titicaca y en las orillas del Vilcanota— y los chancas, vecinos del oeste, que vivían alrededor del río Pampas, tributario del Apurímac.
Wiraqucha Inka, aliado con los collas, se enfrentó a los chancas que habían cercado el Cusco —como dice la leyenda—, pero, aun así, no pudieron liberarse del cerco, hasta que Cusi Yupanqui, hijo de Wiraqucha, tomó el comando cusqueño y logró vencerlos, liberando al valle del cerco impuesto por los comandos del enemigo. Cusi Yupanqui fue cambiado de nombre por los reyes del Cusco y pasó a llamarse Pachakutiq, que quiere decir ‘el que revuelve el mundo’, el que hace una revolución. Garcilaso, el cronista, y algunos otros, lo llaman «Pachacútec», que quiere decir ‘el que devuelve la tierra’, desmereciendo su papel revolucionario; pero la mayor parte de los cronistas y otros escritores lo escriben con la terminación «kutiq», que es la que parece corresponder.
Pachakutiq reforzó a la descendencia de Manko Qhapaq en el poder, con un plan total de cambios en las estrategias estatales. Pero no solo fue el impacto de un sintomático cambio en las bases del poder, sino que, además, estableció un régimen social diferente. Se instalaron muchas novedades, tanto en lo religioso y político como en las relaciones sociales y económicas vigentes. Estas eran, entre otras, aquellas que implicaban el traslado de poblaciones (mitmaq o mitimaes); la formación de monasterios para regular el trabajo fino de mujeres en el campo industrial (aqllacuna), fundamentalmente asociado a la industria textil, la industria culinaria, la joyería y otras; igualmente, la formación de entidades conductoras de actividades militares; la especialización en las artes civiles de la construcción y habilitación de caminos; la regulación de los mercados e incluso de la educación en aspectos ligados a la intervención del Estado; además de aquellas que ya estaban asociadas a la vida activa de las comunidades, incluidos los dioses y su culto.
Todo eso fue el aporte de una era de intensa actividad del gobierno dirigido por Pachakutiq, quien sentó las bases de su reinado en un Estado que comprendía las vecindades del Cusco, pero que pronto creció cubriendo el mismo territorio que tuvo el Imperio wari entre los siglos XII y XIII, según las inferencias de John H. Rowe (1946) al proponer la historia territorial del incanato.
No sabemos realmente lo que ocurrió luego del triunfo militar de los incas sobre sus vecinos chancas (o chankas). Los cusqueños contaron a los cronistas la noticia de que los jefes chancas de Andahuaylas huyeron hacia las selvas del norte luego de su derrota en una batalla final ocurrida en unas pampas ubicadas entre Cusco y Andahuaylas. En efecto, cerca de Chachapoyas, en las selvas del Huallaga, quedan pueblos que todavía hoy llevan nombres como el de Ancoayllu, un gran líder chanca, y la ruta probable pudo haberse iniciado desde la cuenca del Vraem —entre Cusco y Huamanga— hacia los tributarios mayores del río Amazonas, donde existían antiguas dependencias del vencido Imperio wari. Asumimos que los incas tuvieron como suyo el territorio que estuvo bajo el Imperio wari en los siglos XII y XIII, cuando este ya había perdido muchos de sus dominios.
Presumimos que de eso se deriva una historia que permitiría entender el silencio de los cusqueños en relación con el viejo Imperio wari del que eran sucesores; donde el épico desplazamiento de los fundadores del Cusco (desde el lago Titicaca hasta el valle del Cusco) no daba respaldo a la leyenda del nacimiento y origen de los reyes incas del Vilcanota, que, según vimos en esta historia, se inició luego de que una larga guerra entre vecinos dejó el poder en manos de los vencedores, los cusqueños, que trasladaron al Cusco aquello que los vencidos habían procesado a lo largo de su historia en Wari: la instalación de un imperio. A partir de entonces (con Pachakutiq primero y con Tupaq Inka y Wayna Qhapaq después), montaron su espectacular Estado —el de los incas— llamado Tawantinsuyu.
Desde luego, en Wari las estructuras físicas, tanto en Pikillaqta como en Wiraqochapampa, quedaron tal cual estaban al momento en que los wari dejaron el poder; a tal punto que los arqueólogos, antes de iniciar sus excavaciones, sugerían que esas instalaciones no habían sido ocupadas luego de ser construidas. Con Wari, la ciudad, eso no ocurrió: nadie volvió a vivir en la antigua ciudad. Sus edificios fueron abandonados, se llenaron de tierra y piedras, y un bosque de plantas silvestres, preferentemente espinosas, creció sobre los escombros. La última ocupación de Wari corresponde a la edad de abandono de su poder; eso coincide con la edad en que nace el Cusco de Pachakutiq —entre los siglos XIII y XIV— y continúa el imperio, pero con otra capital —en el vecino Cusco—, con un nuevo emperador, llamado Inka Yupanki. Por cierto, no sabemos el nombre del último gobernante de Wari, a menos que fuera Anco-ayllo o Tumay Waraca, capitanes del ejército chanca que enfrentó a los cusqueños.
Desde luego, el Qhapaq Ñan no pasaba ni tocaba Wari; lo bordeó y pasó por el valle de Huanta o por las alturas de Huamanguilla y Quinua. Wari pasó al olvido, lo que se mantuvo plenamente cuando llegaron los hispanos, a quienes nadie mencionó Wari, que se convirtió en una memoria perdida. Los cusqueños solo tenían la historia de sus reyes incas como única historia, y detrás de ellos, el mito y la leyenda.
No hemos podido reunir las pruebas de lo que pasó inmediatamente después de la batalla final, en Ichupampa, pero siempre recordaron y recordaremos que los incas descienden del sol, la luna y las estrellas, de donde nació su poder; y que los gobernantes incaicos eran de origen divino, pues surgieron del lago Titicaca como hijos de Inti (el sol), donde estaban —y aún están— visibles sus templos, en el lugar llamado Tiwanaku, al sur del lago. Ya el dios Wiraqocha pasó a ser de segundo rango, aunque no pudo desaparecer porque todos los pueblos lo habían conocido durante siglos, tanto en el Cusco mismo como en todo el ámbito del Imperio wari.
De eso mismo se derivarían los denuestos con que se referían los cusqueños a los guerreros chancas en su vestir y actuar: harapientos, vándalos, sin más recursos que el terror y la criminalidad en la acción bélica. Las batallas eran cuerpo a cuerpo, con los puños, la cabeza y los pies; premunidos de lanzas, cuchillos, piedras y hondas, porras y palos, hachas y flechas de apoyo; protegidos con escudos y ropa gruesa, con el canto coral, el traqueteo de los tambores y el discurso agresivo pletórico en adjetivos, interjecciones y llamadas a sus dioses tutelares.
El origen de los incas no parece poder restringirse a las aventuras mágicas de un grupo de hermanos que abandonaron unas cuevas misteriosas y que en un siglo crearon un poderoso Estado imperial, conectado por una escrupulosa red de caminos, con ciudades que antes jamás existieron en el Cusco o alrededores, con vínculos políticos y económicos sumamente eficientes y beneficiosos, con industrias e instalaciones de alto rendimiento en la explotación de los recursos marítimos, agrícolas y ganaderos, junto con los beneficios mineros, madereros y de otros rubros de explotación de las riquezas de la tierra, el mar y las montañas.
Todo eso, que a ojos de los cusqueños del siglo XVI era explicable bajo el poder de los dioses, no lo era del todo para los españoles, cuyas creencias eran de otro talante, asociadas a una religión largamente construida en el oriente mediterráneo con una divinidad antropomorfa portadora de códigos de vida muy distintos. Sin duda, la imagen de Wiraqocha, el dios defenestrado por Pachakutiq, era más próxima que la del Sol-Luna-Estrellas-Arcoíris de la reciente versión cultista de los incas; además, todo se daba en el momento en que en la vieja Europa se estaban produciendo cambios radicales en el manejo de las creencias y el conocimiento de las cosas.
Hasta hace pocos años se hablaba de la expansión panperuana de Tiwanaku, advirtiendo que allí se encontraba el origen de los incas. Es evidente que Tiwanaku fue, en su momento, un foco principal en los Andes, tanto como Chavín en otro momento.
Tiwanaku es la civilización preincaica más conocida y de la que más antiguamente se ha hablado. En verdad, era el pueblo al que los incas reconocían como su «antecesor» y del que decían descender. El mito incaico de los orígenes del Estado cusqueño conducía a Tiwanaku, el punto de partida para su concepción histórica; de modo que, cuando los cronistas españoles recibieron dicha historia de fuente oral, en el siglo XVI, dieron noticia de ella y hasta constataron «en estado ruinoso» la existencia de la mítica Tiwanaku (o Tiahuanaco, como escriben los españoles). No es, pues, de extrañar que, en los siglos XVII, XVIII y XIX, Tiwanaku fuera el único símbolo del nebuloso mundo preincaico.
Fue Max Uhle quien encontró, a fines del siglo XIX, en sus excavaciones en Pachacámac, al sur de Lima, la primera evidencia física de la anterioridad de Tiwanaku en relación con los incas, confirmando de este modo la tradición mediante la arqueología, pero introduciendo, al mismo tiempo, la base de lo que más adelante crearía toda la confusión que se dio en el debate sobre el origen de los incas. Merece recordar lo que Uhle (1903) decía entonces:
Aparte de la cerámica Cusco, cuya forma fósil, llamada «aríbalo» por Hamy, aparece en Pachacamac, hay otro tipo decorativo prominente del antiguo Perú… que es mejor conocido en consideración a su peculiaridad y gran antigüedad. Stübel y el presente autor (Uhle), en un trabajo sobre las ruinas de Tiahuanaco, probamos que aquellas antiguas estructuras monumentales de piedra proceden de un antiguo periodo preínca ignorando todas las leyendas de origen dudoso, pero basándonos enteramente en serias razones históricas. Numerosos objetos se encuentran poseyendo un gran parecido con el estilo de estos monumentos en todas sus características… En aquel tiempo (Stübel y Uhle, 1892) nos parecía sorprendente que un particular estilo decorativo, peculiar de un pequeño distrito del extremo sur del lago Titicaca en Bolivia, pudiera aparecer en una región enteramente diferente del antiguo Perú. Nuevos descubrimientos han modificado considerablemente esta visión. Ricas colecciones de especímenes en el museo de Berlín prueban que el estilo decorativo, que a falta de otro nombre puede también ser llamado según los antiguos monumentos de Tiahuanaco, está representado a lo largo de las orillas del gran lago también como en las islas. El autor encontró para su sorpresa que en Bolivia, al sur del lago, el tipo cesa abruptamente y sus últimos trazos se encuentran en Ancoaqui, en el Desaguadero, diez millas al sur del pueblo de Desaguadero. Este importante tipo más adecuadamente debe ser conectado con el norte más que con el sur… Parece más o menos evidente que el tipo de cultura Tiahuanaco no es aislado, existiendo en el borde meridional de la civilización peruana, pero que él será un gran tipo de importancia histórica para todo el Perú. (p. 17)
A partir de estos argumentos, Uhle decide denominar «Tiahuanaco» a las tumbas preíncas de Pachacámac, cuya cerámica y tejidos muestran semejanza con los diseños tiwanakenses propiamente dichos. Recordemos que él ubicó tres «capas de suelo» en las tumbas, que asignó a los periodos Tiahuanaco, epigonal e inca, encontrándose las tumbas que él llamó Tiahuanaco «debajo de las paredes del Templo» de Pachacámac (op. cit., p. 19). En cuanto a la fase «epigonal», él señala que se trata de materiales cuya «ornamentación muestra un nuevo tipo artísticamente inferior a Tiahuanaco» (op. cit., p. 21) y enfatiza que «nosotros designamos como el estilo epigonal a aquel tipo cultural que, aunque cercanamente relacionado con el estilo de Tiahuanaco, es inferior a su famoso prototipo en más de un respecto» (op. cit., p. 26). (Todas las transcripciones de Uhle están originalmente en inglés; la traducción es de L. G. L.).
Uhle, más adelante, gracias a sus investigaciones en Nazca, Ica, Lima, Supe, Moche y otros lugares de la costa, pudo constatar que lo que había encontrado en Pachacámac podía generalizarse a toda la costa, y definió, entonces, una «época Tiahuanaco» generalizada en el Perú y Bolivia, anterior a los incas.
Este esquema de Uhle tuvo inmediatas repercusiones en el tratamiento general de la arqueología peruana, de tal modo que se comenzó a hablar de un imperio Tiahuanaco y, sobre todo, de una época de ese nombre. Phillips A. Means (1931) hizo una síntesis de los conocimientos vigentes en aquel tiempo: clasificaba la «cultura Tiahuanaco» en dos fases, en donde la fase I era altoandina y la II representaba su expansión hacia la costa. Decía Means (1931) que «Tiahuanaco, sin duda, es el sitio arqueológico más importante de Sudamérica; es claramente la metrópolis altoandina del periodo que aquí estamos considerando. El sitio fue ocupado por un pueblo... que vivió y trabajó en esta localidad durante el periodo Tiahuanaco I» (p. 117). Y, más adelante, agregaba que «en resumen, nosotros tenemos suficientes razones para pensar que Tiahuanaco fue la metrópoli de un poderoso Estado, quizá de un carácter teocrático...» (op. cit., p. 129), y que «hay evidencias de la influencia Tiahuanaco a lo largo de la costa peruana..., particularmente en Nazca y Pachacamac. De la primera de estas localidades tenemos tejidos soberbios en el estilo Tiahuanaco II, así como mucha cerámica del mismo estilo. Y Pachacamac, donde el arte de Tiahuanaco II está muy bien representado, parece haber sido la primera alta civilización de la zona...» (op. cit., p. 138).
Means interpretó Chavín y sus esculturas como una fase tardía de la expansión tiwanakense (op. cit., p. 143), y decía que «todas ellas (la Estela de Raimondi, el obelisco Tello y el Lanzón) son relativas al arte del periodo Tiahuanaco II, sino parte integral en el sentido estricto. Los varios motivos decorativos, la personalidad de la figura central…, ojos, narices, bocas y otras partes de los varios personajes en los diseños, todos remiten al arte Tiahuanaco II...». Indudablemente, el entusiasmo tiwanakense llegó a extremos anecdóticos, como los que adoptó el señor Arthur Posnansky (1896), quien hizo derivar de Tiwanaku a todas las civilizaciones americanas.
En 1932 comenzó a ordenarse el conocimiento sobre las ya mitológicas ruinas bolivianas, cuando el arqueólogo Wendell C. Bennett (1934) decidió excavar en ellas con criterios mucho más rigurosos, obteniendo una primera secuencia de la cerámica tiwanakense, que hasta ahora es vigente. En sus excavaciones en Tiwanaku, Bennett no encontró ni un solo fragmento de cerámica que fuera igual a aquellos que estaban siendo llamados Tiwanaku en la costa peruana, y, al mismo tiempo, concluyó que «no hay nada que sugiera la derivación de las formas inca de tipos Tiahuanaco. En otras palabras, el material inca está superpuesto sobre Tiahuanaco, pero sin implicaciones de conexión histórica» (Bennett, 1934, p. 477). Con esto puso en duda el «origen tiwanakense» de la cultura incaica; pero, además, llegó a la conclusión de que el estilo Tiahuanaco es distinto de aquellos de la costa (op. cit., p. 487), indicando que «desde el punto de vista del Tiahuanaco de la sierra, la divergencia de la cerámica de la costa es marcada. Ninguna de las formas del Tiahuanaco Clásico se encuentra en la costa, excepto variedades del vaso kero de lados rectos y los cuencos abiertos de base plana, variedades que además no ocurren en Tiahuanaco mismo, donde ambas formas tienen lados acampanados...». Desde entonces se comenzó a hablar de dos estilos: Tiwanaku Boliviano y Tiwanaku de la Costa, aunque ya otros arqueólogos estaban percibiendo lo mismo.
Por cierto, el reconocimiento de esta situación no borró la imagen inicial que se tenía de Tiwanaku, de tal modo que se continuó manejando, aunque con reservas, los conceptos antiguos. Alfred Louis Kroeber (1944) decía: «Primero que todo, asumiendo que el punto de origen de esta cultura fue el clásico sitio de Tiahuanaco cerca del lago Titicaca —lo que no está probado—, es claro que llegando a la costa adoptó allí un número de nuevos rasgos. Las botellas con doble pico son un ejemplo...» (p. 65). Por esta causa se comenzó a hablar no solo ya de «Tiahuanaco de la Costa», sino de «tiahuanacoide», que quiere decir «parecido a Tiahuanaco» o «en forma de Tiahuanaco».
Esta imagen del problema no cambió sustantivamente hasta la década de 1950, pese a que Julio C. Tello, desde 1931, y Rafael Larco Hoyle, desde 1948, tenían ideas bastante claras al respecto. Tello diferenciaba al «Tiwanaku de la Costa» con el nombre de «Kollawa», e indicaba claramente que su área comprendía tanto la sierra, desde las cabeceras del río Apurímac hasta el altiplano de Pasco, como la costa, desde Camaná hasta el Santa (Tello, 1942, p. 110); y, si bien reconocía su origen tiwanakense, dejaba clara su asociación con Wari de Ayacucho.
De otro lado, Larco Hoyle (1948) estableció muy pronto también, y con mucha claridad, la naturaleza del «Tiwanaku peruano»:
La presencia de vasos con decoración y colorido similares a los de la cultura Tiahuanaco hizo pensar en una influencia cultural del Altiplano, que se hubiera extendido como horizonte en todo el Perú. Pero el estudio de estos vasos, hecho por mí, en el museo de arqueología Rafael Larco Herrera, en los museos de Lima y en las pequeñas colecciones Gálvez Durand de Huancayo, de Ayacucho, Chincheros y Huanta, me puso en evidencia que hay más afinidad con los vasos encontrados en esta región que con los vasos encontrados en el Altiplano. Por esta razón ahora señalo como centro principal de esta cerámica la región arqueológica de Huari, de donde se desbordó a la costa para extenderse por todo el territorio peruano. Las formas, el colorido y los motivos que posee esta cerámica en la costa norte, son en unos casos idénticos y en otros similares a la cerámica Huari. Si bien al principio creí que se trataba de una influencia simplemente cultural, hoy puedo afirmar que se trata más bien de una conquista; así lo acreditan los numerosos cementerios que se encuentran en esta región. (p. 37)
Y desde entonces llamó «Huari norteño» y no «Tiahuanaco» —como era el uso en su tiempo— a la cerámica con tales características.
La confusión alcanzó sus límites mayores cuando en la década de 1950 se organizó el esquema cronológico del antiguo Perú a partir del concepto «horizonte». Este concepto surgió, inicialmente, luego del reconocimiento de la expansión de determinados estilos de arte alfarero (Willey, 1948). Se comenzó a hablar del «Horizonte Chavín», el «Horizonte Blanco sobre Rojo», el «Horizonte Negativo», el «Horizonte Tiahuanaco», el «Horizonte Tricolor» y el «Horizonte Inka». Finalmente, el uso del concepto se fue restringiendo progresivamente hacia los estilos de extensión panperuana: Chavín, Tiwanaku e Inka. Claro que desde el principio surgieron problemas, dado que el concepto «Chavín» era bastante gaseoso estilísticamente y su área era difícil de precisar: el concepto «Inka» rebasaba las fronteras peruanas, y el de «Tiwanaku» encontró el problema de que su establecimiento reflejaba una época muy precisa en el Perú, pero que ella se volvía indefinible en Bolivia y alrededores, donde Tiwanaku —aparte de ser diferente— no era tanto un «horizonte» cuanto un proceso con implicaciones temporales mucho más vastas. En el afán de extender el concepto de «horizonte» a Bolivia, se pretendió que lo correspondiente al «Horizonte Tiahuanaco» era la cerámica «Decadente» de Bennett (1934), y que la fase «Clásica» era anterior. El problema se hizo aún más complejo, porque los parecidos del «tiahuanacoide» eran más bien con el Clásico que con el Decadente.
En 1946, John H. Rowe, Donald Collier y Gordon Willey (1950) hicieron una corta visita al sitio Wari, en Ayacucho, y establecieron que tenía ciertas afinidades con Tiwanaku, pero al mismo tiempo con Nazca. Si bien esto había sido anticipado por Kroeber en 1944, a partir del análisis de un grupo de fragmentos que Lila O’Neale recogió en Wari en 1931, la clasificación de Rowe, Collier y Willey en «Wari T», «Wari N» y «Wari O» (tiahuanacoide, nazcoide y orange) fue, en verdad, la primera aproximación analítica al complejo asociado a Wari, en donde se incorporaba formalmente el ingrediente «nazcoide».
La importancia del sitio Wari fue percibida entonces por Bennett, quien indudablemente era el más indicado para ello debido a su profundo dominio del problema Tiwanaku. Por eso, Bennett decidió excavar en Wari en 1950. Si no fuera porque Bennett fue al mismo tiempo el gran excavador y sistematizador de Tiwanaku, y el que desbarató el mito Tiwanaku, sus excavaciones en Wari no serían tan importantes como son y sus opiniones no tendrían el peso que tienen. El resultado de su trabajo se expresa muy bien cuando dice:
Los sitios de los Andes centrales correspondientes al Horizonte Tiahuanaco pueden ser asignados a una división peruana y una boliviana. El Tiahuanaco Boliviano es bien conocido en el gran centro ceremonial de Tiahuanaco mismo, pero es representado por numerosos otros sitios en la sierra de Bolivia y en el norte de Chile. El Tiahuanaco peruano ha sido, a su vez, bastante conocido a base de cerámica, tejidos y unos pocos otros artefactos encontrados en tumbas, en sitios de la costa peruana. Ha sido largamente reconocido que los patrones textiles de la costa estaban cercanamente relacionados con los diseños de las piedras labradas del sitio de Tiahuanaco en Bolivia, pero que la cerámica costeña difería de la boliviana en forma y categorías y combinaciones de diseño… Si en conjunto la cultura Wari es comparada con la de Tiahuanaco en Bolivia, se ve claramente que ambas comparten varios rasgos, tales como las construcciones de piedra labrada, talla de la piedra, artefactos no cerámicos y cerámica básica. De hecho, las similitudes son de suficiente magnitud como para implicar conexiones históricas directas. Al mismo tiempo, las diferencias son también lo bastante grandes como para que no podamos concluir que Wari representa una extensión norteña del Tiahuanaco Boliviano o viceversa. (Bennett, 1953, p. 114-115)
Más adelante, señala que es posible, a base de los datos existentes, establecer una hipótesis sobre las relaciones entre las dos manifestaciones:
La región de Ayacucho, y quizá toda la hoya del Mantaro, fue ocupada por un pueblo con una cultura parecida a Wari, con sus característicos tipos de cerámica, formas de vasijas y patrones decorativos, algunos con influencias de los valles costeros cercanos a cuencas serranas. EI estilo Ayacucho polícromo puede haber sido una parte integral de esta o puede representar otra cultura local. De cualquier modo, la cultura local recibió fuertes influencias del Tiahuanaco Boliviano, probablemente en la forma de una invasión directa, que introdujo construcciones de piedra labrada, un tipo de talla en piedra, y nuevos diseños de la cerámica basados principalmente en patrones de origen textil. La cultura que resultó de esta combinación de Tiahuanaco y los elementos locales está representada por el gran sitio de vivienda de Wari, que, a su vez, devino en el centro de distribución del Tiahuanaco peruano. (op. cit., 116)
Bennett llamó «Ayacucho polícromo» a la cerámica que era ya conocida como «Wari N» (nazcoide) y que, básicamente, es la misma que Dorothy Menzel (1964) bautizó después como «Chakipampa». Con los trabajos arqueológicos en Moquegua, la relación de Wari con Tiwanaku se esclareció notablemente, gracias a que esta región es parte del contexto altiplánico.
Entre 1953, año en que se editó el informe de Bennett, y el fin de la década de 1950, se avanzó poco en la dirección señalada por Bennett, hasta que a fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta se arribó a la convicción de que el «Tiwanaku peruano» (o «costeño», como preferían llamarlo algunos arqueólogos) representaba una expansión política de características muy similares a la incaica, con lo que se inició el reconocimiento de la existencia de un imperio llamado, desde entonces, Wari (Rowe, 1959; Menzel, 1959, 1964; Lumbreras, 1959, 1960), que era histórica y culturalmente distinto de Tiwanaku, como ya lo había propuesto Rafael Larco Hoyle todavía en 1948.
Wari perteneció a una formación social caracterizada por un alto nivel de desarrollo tecnológico, con base tanto en una elevada producción agropecuaria como en una vida urbana de gran aliento. Se trata de una sociedad que canalizaba su economía a partir de una planificación y organización urbanas, con habitantes mercaderes, agricultores, pastores, artesanos, arquitectos, constructores y, desde luego, sacerdotes y funcionarios. Muchos de ellos temporalmente soldados para cuidar de la seguridad y la paz de sus pobladores. Como consecuencia de esto, la ciudad se convirtió en el eje de la producción y la distribución de la riqueza agropecuaria y manufacturera de la región de sus dominios.
Este complejo proceso de organización y desarrollo no apareció, por cierto, de la noche a la mañana; ni se puede explicar simplemente como resultado de la influencia de otros pueblos sobre Ayacucho, donde se encuentra el centro urbano más grande y más complejo de la época Wari. Es una región cuya historia permite entender la forma y las condiciones de un proceso como ese; además, Wari es consecuencia de un desarrollo complejo y largo, que se inició varios miles de años antes de la fundación de la ciudad.
Los estudios arqueológicos nos han permitido reconocer las condiciones de vida que tuvieron los habitantes de Ayacucho desde cuando ocuparon por vez primera este territorio, hace quizá 16 000 años (160 siglos) o más. Se trata de los primeros habitantes de América, que emigraron desde Asia y fueron ocupando nuestro continente en un lapso de varios miles de años, finalmente llegando hasta los Andes, donde se alojaron en distintos puntos de estas tierras. Son muy pocos los restos que se conocen de aquellos tiempos, pero tenemos la suerte de que uno de ellos es la cueva de Pikimachay, que se ubica a unos 25 km de la actual ciudad de Ayacucho, ubicada casi frente a Wari.
Pikimachay fue el refugio de un grupo de cazadores que se separó de su «banda» originaria luego de que, supuestamente, uno de los miembros de ella cumpliera la edad que lo declaraba en capacidad de formar su propia banda en un territorio vecino a aquel que lo acogió en su infancia y temprana juventud. Él y las mujeres que lo acompañaron debían procrearse y abastecerse con plena autonomía. Para eso tenían como herencia todo lo aprendido en la banda originaria, y todo lo que su nueva experiencia podía incorporar.
Eso debió ocurrir hace unos 14 000 o 16 000 años, cuando el planeta estaba en la fase final del estadio conocido como Cuaternario y concluía una etapa de fríos intensos, con una extensa cobertura de nieve sobre su superficie y, por lo tanto, con estaciones climáticas y paisajes distintos a los que ahora conocemos.
A los recién llegados los identificamos con el nombre de «arqueolíticos», para no usar el de «paleolíticos», que es el que corresponde a los más antiguos habitantes de la tierra en África, Asia, Oceanía y Europa, quienes tenían formas de vida muy parecidas a las de nuestros primeros habitantes. Pero, aparte de vivir en lugares muy diferentes y ser parte de la historia evolutiva de la especie humana, estaban separados de nuestros primeros habitantes andinos por cientos de miles de años, e incluso en sus condiciones biológicas, pues mientras los nuestros eran ya Homo sapiens, es decir, iguales a nosotros, ellos eran Australopithecus y Homo erectus, especies previas a la nuestra. En efecto, los paleolíticos se desarrollaron en las antiguas edades del Pleistoceno o Cuaternario; en cambio, los arqueolíticos lo hicieron en la última etapa de esa edad.
Los recién llegados, que optaron por seguir la ruta de la cordillera andina —entre 14 000 y 16 000 años atrás, o más—, caminaban en grupos tipo «bandas» de hombres, mujeres y niños, y se quedaban en aquellos lugares donde hallaban cuevas u otro tipo de refugios, desde donde podían recolectar plantas comestibles y cazar animales para alimentarse. Apenas uno de los habitantes estaba en capacidad de procrear, salía del grupo y formaba otro, que establecía otra banda. Y así se iba poblando el territorio.
La imagen de cazadores que generalizamos adjudicando una temprana división del trabajo entre las mujeres y los hombres no corresponde a la realidad, pues, según la información etnográfica, sabemos que la actividad más propia de estos grupos es la recolección de plantas comestibles y de pequeños animales, que, en realidad, eran el sustento diario de estas gentes, ya que solo ocasionalmente consumían los restos de animales mayores. Eso también es lo que nos indican los restos arqueológicos de los pobladores de aquel tiempo, donde el consumo de un caballo, un mastodonte o un megaterio, que eran los animales de ese tiempo, debe haber sido un acontecimiento festivo en la pequeña comunidad de recolectores —como ocurre aún en las comunidades que mantienen ese tipo de vida en diversos lugares del planeta—, que, además, no tenían los instrumentos adecuados para la caza mayor.
El conocimiento cotidiano de los hábitos y las condiciones vitales de las plantas y los animales de su entorno, estar familiarizados con ellos, hizo posible el dominio de sus costumbres y ciclo vital, lo que indujo a habilitar sabiamente los recursos y medios para su aprovechamiento, generando instrumentos adecuados para el trabajo que implicaba su obtención individual o colectiva. Los instrumentos que lograron crear fueron cuchillos, raspadores, martillos y otros artefactos útiles para sus tareas cotidianas, para cortar las pieles y carnes de los animales cazados, o tallos, raíces y frutos colectados. De allí se formó una «industria» que ha sido bautizada como «Ayacucho», de piezas muy toscas encontradas entre los desechos de la cueva.
Dada la condición trashumante de su vida, no es posible que las bandas estuvieran sin vínculos constantes con otros grupos. Esto deriva en procesos transculturales y de difusión constantes, lo que hacía posible la formación de áreas donde concurren gentes con similares recursos de subsistencia, dando origen a formaciones humanas ligadas a territorios que podían sustentar su vida con los mismos recursos, lo que los antropólogos llaman «cultura».
Pero este proceso no es tan evidente durante el Arqueolítico, donde los medios para la creación de instrumentos eran pocos —piedras duras, huesos y maderas adecuadas— y las técnicas para transformarlos en lo que demandaba su uso tampoco eran abundantes. En algunas bandas se inventaron o descubrieron nuevas estrategias, y así fue avanzando —lentamente— la historia. Fueron siglos y más siglos los que se fueron sumando en la transición hacia nuevas formas de vida.
Nuestra mirada, que apenas se mantiene dentro de un siglo —o tres generaciones de gente—, no es capaz de mirar lo que puede pasar en mil o dos mil años, veinte o treinta generaciones de vida continua de un pueblo. Es el tiempo que dura el cambio entre unas y otras gentes que dejan de ser arqueolíticos para pasar a una nueva forma de vida, como la que se ha bautizado con el nombre de «Cenolítico», que se inició entre los milenos IX y X antes de nuestra era. Siguen siendo cazadores-recolectores, pero han aprendido mucho y quizá intercambiado experiencias con otros pueblos. A los arqueólogos nos resulta fácil identificarlos porque hay nuevos instrumentos y claramente nuevas formas de vida.
Hubo muchos cambios en todo ese tiempo, sobre todo en el medioambiente. Fue el tránsito del Pleistoceno al Holoceno, es decir, de la época de los hielos a la época templada nuestra. Desaparecen la flora y la fauna pleistocénicas, y aparecen otras plantas y animales. Eso va acompañado de cambios en la vida total de los seres humanos, quienes, a la par que cambiaban en sus hábitos, tuvieron que cambiar en sus relaciones con el medioambiente en su conjunto, lentamente, en varios siglos de aclimataciones y búsqueda de nuevas condiciones de vida.
Sin duda, fue una época de descubrimientos e inventos en todas las direcciones. Fueron unos veinte o más siglos de zozobra y desplazamientos de la gente en direcciones no previsibles. Debemos reconocer que el papel de los ancianos, en cada uno de los veinte o cuarenta siglos de impensados cambios, debe haber sufrido revalorizaciones y despechos numerosos. Sin embargo, era en ellos que reposaba la sabiduría del tiempo y, por eso, la mayoría de los pueblos coincidieron en reconocer sus valores en los llamados «consejos de ancianos», donde se concentraban el poder y la ley. Los cánones de la ley y su cumplimiento pasaban a formar parte de los códigos de comportamiento comunal, en donde se configuran diversos asuntos, tales como «no ser ocioso» (ama quella), porque eso perjudica a la comunidad, así como «no mentir» (ama llulla), y, finalmente, «no robar» (ama sua), por la misma razón. Esta última sentencia es seguramente la más tardía entre ellas, pues toca con el tema de la propiedad, que es un componente que requiere una discriminación entre el poseedor o dueño de un bien y su apropiación.
La propiedad es un reconocimiento de la pertenencia de algo por alguien. Ese algo puede ser múltiple; y el alguien, un individuo, varios o una comunidad. El ámbito de su reconocimiento comienza por la existencia de tal reconocimiento y, por tanto, su apoyo a las acciones que operen sobre ella. En un nivel como el que nos ocupa en este punto, probablemente todo quede en el espectro de la comunidad, y el concepto de propiedad esté progresivamente avanzando en una u otra dirección, tal como los derechos a las prioridades sobre el consumo de los bienes adquiridos en la caza o la recolección. Es una forma primaria y elemental del derecho de propiedad, que tendría su versión más definida en el reconocimiento del uso y pertenencia de los instrumentos u obras rupestres de quien las mantenía. La propiedad no era otra cosa que el reconocer que algo es una suerte de prolongación del trabajo humano que le dio existencia; es el resultado de eso, es parte de uno. Solo pasados los tiempos esa condición ha ido cambiando, de acuerdo con la progresiva tendencia de la demanda del poder por el cúmulo de pertenencias disponibles.
En el Cenolítico se dieron, pues, los primeros pasos de organización de la vida comunal, más allá del reconocimiento de las relaciones de consanguinidad que existían propiamente desde tiempos previos a la condición humana, aunque los hábitos de «robar» esposas —para multiplicar los hijos— pueden haber existido en las bandas arqueolíticas, de modo que las relaciones de afinidad pudieron extenderse.
En Ayacucho se han definido dos fases de esta época, bautizadas como «Puente» y «Jaywa», desarrolladas entre los milenios VI y IX antes de nuestra era, es decir, durante unos treinta siglos, con al menos noventa generaciones de gentes que vivían en cuevas y abrigos naturales, en bandas algo más numerosas que las de sus antepasados, lo que permite suponer que eran comunidades de recolectores que podían tener más de veinte sujetos cada una. Participaban de la misma cocina (hogar), de alimentos comunes, vestidos similares que comenzaron a producir en el seno de las bandas y que —hasta donde sabemos por hallazgos en la cueva del Guitarrero en el Callejón de Huaylas— ya estaban siendo hechas con fibras vegetales tejidas con procesos elementales de hilos o cuerdas, obtenidos de los camélidos y las plantas que estaban ingresando a un proceso de domesticación que se resolvería unos siglos después. Las primeras piezas de tejidos que se conocen eran, en realidad, bolsas o canastas para apoyar el traslado de objetos o su conservación. Los vestidos tejidos solo aparecieron varios siglos después; entretanto, el cuerpo estaba libre de coberturas, es decir, desnudo, aunque en Ica tenemos evidencias del uso de pieles para proteger el cuerpo del sol, la lluvia o el viento, sobre todo para dormir, como todavía usaban los habitantes del extremo sur de nuestro continente —en la Tierra del Fuego— hasta hace unos pocos siglos.
La población creció, de modo que casi todas las cuevas y los abrigos rocosos que eran habidos fueron ocupados y algunos de ellos habilitados con espacios de servicio comunero. Se conocen ya algunos de los primeros ensayos de pintura en las paredes de las cuevas, con retratos o mensajes del quehacer de los habitantes de las cuevas, sean estas el primer discurso de carácter religioso o mágico sobre las actividades de caza, o la primera crónica de memoria sobre lo que acontecía en el entorno de una banda.
Lo más notable es la producción de instrumentos especializados en la cacería de animales, tales como las puntas de proyectil o de lanzas, generalmente hechas en forma de hojas alargadas o engrosadas, con una proyección en la base para permitir su ligazón con un palo o algo que alargue su posibilidad de proyectar las puntas a distancia y así poder penetrar en su objeto de destino, por ejemplo, el cuerpo de un animal. Asimismo, se daban formas a los cuchillos para cortar o hendir, o a los raspadores y otros instrumentos útiles en las tareas de caza o recolección. Gracias a esas virtudes, es posible organizar a los grupos humanos por los estilos preferidos de sus instrumentos: con puntas en forma de hojas de sauce o laurel, con pedúnculos o sin ellos; y, por cierto, por su preferencia o acceso a determinado tipo de piedras, huesos o maderas para hacerlos.
Es probable que en los últimos siglos de este tiempo haya comenzado a producirse la domesticación de los camélidos, que ya estaba en pleno proceso en la pampa de Junín, donde las vicuñas fueron progresivamente incorporadas al servicio de sus cazadores, quienes se fueron convirtiendo, a su vez, en pastores de la nueva especie de camélidos que conocemos con el nombre de «alpaca».
En efecto, entre los milenios VI y II antes de nuestra era, es decir, entre unos ochenta y cuarenta siglos atrás, las cosas comenzaron a cambiar radicalmente en estas tierras, como continuación del proceso de conocimiento de nuestras condiciones naturales de vida y los muchos mecanismos descubiertos o inventados a lo largo de los siglos vividos en contacto con el mar: el curso de los ríos, los tipos de suelos, las variaciones del agua, las montañas, los ciclos de la luna y de las estrellas, sus circuitos y sus tiempos. Todo fue del dominio de los sabios amautas, que no dejaban de mirar el firmamento día por día y de registrar sus cambios y su relación con los que aquí se daban coincidentemente. Así nació la ciencia del espacio, que es el establecimiento simultáneo del quehacer de los astros con los quehaceres nuestros. Nace con esto el dominio sobre la tierra, porque gracias a ese conocimiento podemos predecir el tiempo de las lluvias y los fríos, y con eso programar oportunamente cuándo intervenir sobre el nacimiento y crecimiento de las plantas y los animales.
Esto no estaba ocurriendo solo en los Andes, sino en todas partes, unos antes y otros después, de modo que en ese tiempo se fue transitando hacia una edad de nuestra historia humana que se conoce como «Neolítico», y que no es otra que la de la domesticación de plantas y animales, que da origen a la definición clara del sedentarismo humano y el inicio de los procesos civilizatorios.
La diferencia entre unos y otros neolíticos es que, en lugares favorables a la crianza de animales y el crecimiento natural de las plantas, no fue necesario introducir cambios sustantivos en los territorios, sino simplemente manejar la producción y mantener sus condiciones de vida; en cambio, donde esto no ocurría, fue necesario alterar las condiciones naturales con reformas de distinta envergadura, para lograr un nuevo e inexistente equilibrio entre los seres vivos y su medioambiente. Era necesario domesticar, igualmente, la tierra y el manejo de las aguas para disponer de las plantas y los animales domésticos. Eso determinó que en los Andes centrales, casi simultáneamente, se domesticaran las plantas y la tierra donde ellas nacían y crecían. Una evidencia clara la encontró Ruth Shady en Supe, en los sitios en torno a Caral, en la costa central.
En Ayacucho, se han encontrado las fases Piki, Chiwa y Cachi, que se dieron entre los milenios VI y II antes de nuestra era. Suceden luego del Cenolítico, y todo indica que son cambios que se dieron de manera continua, sin ninguna forma de intervención externa. Lo que es notable es el incremento de la dieta vegetal, aunque no se advierten cambios en otros componentes de la vida humana; se sigue habitando en las mismas cuevas y abrigos, aun cuando se advierte un aumento demográfico. No hay indicios, sin embargo, de cambios en la composición de los grupos humanos, incluso cuando se supone que esta es la etapa en la cual se define la familia y que adquiere la condición de «extensa» como pie de la comunidad de aldea.
En realidad, la información accesible es aún insuficiente para esta etapa y no existen registros de formas de agrupación poblacional diferente a la que se tenía en el Cenolítico, salvo la composición de los recursos alimentarios, con las nuevas plantas domesticadas. Aparentemente, la opción de vida que afectó de modo sintomático a la población fue el pastoreo, igual como ocurría en las vecindades de todas las cuencas meridionales, incluyendo Cusco, Apurímac, Huancavelica y tal vez Junín, aun cuando allí se estaba procesando la nueva forma de vida pastoril con la domesticación del ganado vacuno, en transición hacia las alpacas.
Según parece, en Ayacucho, la agricultura no jugó un rol importante, y eso debe haber inducido al nacimiento de una tendencia creciente a depender de la actividad mercantil para obtener alimentos de origen agrícola, pero, al mismo tiempo, a promover e intensificar un mercado de productos manufacturados, especialmente textiles, con tejidos hechos con fibras multicolores de lana, con telas finas (kumbi) o toscas (awaska), con destinos según las demandas de consumo de sus clientes o los alcances de su producción. Aunque eso puede deberse a carencias de investigaciones sobre esta etapa, es claro que la historia que sigue es el desarrollo de una intensa actividad en la obtención de medios para superar las condiciones adversas a la agricultura. Realmente, tanto la ingeniería hidráulica como la alteración de la topografía, junto con la manufactura, fueron recursos afilados en este nuevo trayecto.
Luego del Arcaico, se instaló la etapa conocida como «Formativo», que en todas partes representa el triunfo de la vida sedentaria y que, de manera menos dramática, ya había aparecido en lugares donde la concentración de las especies más deseadas para el sustento de las bandas de recolectores hacía innecesario trasladarse de la vivienda estacional o casual. En el Perú, se dio la tesis que planteaba la existencia de una «civilización matriz» que daba origen autóctono al proceso histórico andino. Fue planteada por Julio C. Tello, quien advirtió, desde 1919, que la base del desarrollo andino estaba en Chavín, una formación que, según él, era el punto de enganche de pueblos de la cordillera y costa del Pacífico —sin agricultura— con los agricultores que habían aprendido a domesticar las plantas de la Amazonía, y que luego migraron hacia la cordillera en dirección al oeste, dando origen a las civilizaciones que luego crecieron en los Andes orientales, centrales y occidentales, hasta llegar al litoral del Pacífico.
Tello, en Chavín, identificó el primer centro interregional de tipo «oráculo», lugar adonde los pueblos acudían para advertir las condiciones climáticas por venir y, en consecuencia, las medidas de trabajo e instalaciones a programar en el futuro inmediato. Esta consulta era vital para los agricultores, los pescadores e incluso los pastores, dados los rotundos cambios del medio y la necesidad de estar preparados para enfrentarlos. Sin ser un imperio o un reino expansivo, las aldeas de lejanos pueblos entraron en contacto con Chavín, creando un ámbito de influencia que muchos confundieron con los modelos expansivos de los incas.
La tesis no tuvo el éxito que Tello esperaba, pues se oponía a la promovida por el alemán Max Uhle, quien sostenía que el origen de las civilizaciones andinas era el resultado de influencias llegadas de Mesoamérica —los mayas— o, finalmente, de China. En estos años, las tesis difusionistas, que acompañaban al emblema racista de la invasión europea, tenían un apoyo muy grande en todas las esferas del conocimiento, dado que se asumía que estos «nuevos pueblos», recién descubiertos, eran primitivos y, por tanto, «inferiores»; había, pues, que enseñarles a descubrir lo que los europeos ya tenían. La ciencia no les dio la razón y el difusionismo fue abandonado, aunque su sustento social, la discriminación racial, aún se mantiene.
La tesis de Tello ha sido combatida con todo tipo de fuerzas y argumentos, que disminuyeron a partir de la definición de la época arcaica, donde la agricultura y las instalaciones sedentarias se hicieron presentes tanto en la costa como en la sierra, con suficiente información como para saber que el paso hacia las sociedades complejas se había definido varios siglos antes de la etapa Formativa, o la que hasta entonces era conocida como Chavín, cuyo origen se discutía sobre si pudo ser la costa o el oriente. Ese debate persiste, aun cuando los hallazgos de Ruth Shady en la costa central, los de la Misión Japonesa en la sierra de Huánuco y los que se están haciendo en la Amazonía (en Jaén y Santiago, tributarios norteños del Amazonas) por arqueólogos ecuatorianos y peruanos (Quirino Olivera, 2014) están poniendo la cuestión en condiciones de un debate demandante de más insumos de probanza, pero obviamente en conexión con las viejas tesis de Tello.
Chavín de Huántar fue un buen punto de partida para discutir lo que ocurrió en los Andes centrales después de la maduración del Arcaico. Es probable que fuera la parte terminal de la revolución arcaica de Caral y de algún modo ligada también a lo que había ocurrido en el Huallaga medio, en Huánuco, donde la fase Mito se hizo físicamente evidente en el sitio mismo de Chavín de Huántar, con asentamientos que aparecen debajo de los restos de unidades típicas de Kotosh. Algunos pensaron incluso que podía haber existido un Imperio chavín.
Pero Chavín no era un centro político con dominio sobre otros, pese a que hay clara influencia de Chavín sobre la mayoría de los asentamientos de la época en el norte fértil. Todo indica que, en lugar de ir a todos esos lugares, las gentes de todas partes iban a Chavín en peregrinación, como se va a un oráculo a obtener información sobre el futuro. Los sacerdotes de este lugar sabían mucho sobre lo que estaba pasando e iba a pasar, gracias al observatorio que habían construido para esos fines. Por eso, en el sitio hemos encontrado cosas que se hicieron en la costa y sierra norte del Perú o en los tributarios selváticos del Amazonas. En Chavín, estaban en condición de ofrendas para el consumo de los dioses, llevadas hasta allí desde cientos de kilómetros de distancia, luego de cruzar desiertos, montañas, ríos, quebradas y posibles trayectos navegados por el mar.
Tello pudo advertir que los productos aparecidos en la «matriz andina», los animales (alpaca y llama), así como la papa (o patata), la quinua y otros productos cultivados, solo aparecían en los Andes centrales y en ningún otro proceso neolítico, incluidos los del norte del continente. Para Tello, eso era suficiente para apuntar hacia una domesticación nativa, y en eso insistió. La historia le dio la razón, aunque no alcanzó a tener suficiente información como para darse cuenta de que los productos exclusivamente andinos solo eran propios de la «matriz» en los territorios del sur árido andino, donde luego se formaron los grandes imperios, al sur del lago de Junín, en tanto que los del norte fértil, desde Áncash y Lima, y también los de la Amazonía, eran de algún modo similares a los que se hallan al norte de los Andes, en ambientes mesotérmicos.
Ayacucho está en el sur árido y sus diferencias con el norte se advierten desde el Arcaico, donde la lista de productos domesticados es algo diferente a la del norte, aunque existen algunas plantas en común, y algunas, como el maíz, pudieron haber llegado del norte, y otras, como ciertas especies de ají o el cacao, pudieron ser intercambiadas.
Una diferencia más clara se advierte en el desarrollo de los centros ceremoniales, que ya eran monumentales en los tiempos de Caral y que, en la cuenca del Huarpa, aparecen construidos como pequeñas plataformas en conexión con rasgos chavinenses. Uno de los rasgos, pero que requiere un examen más intenso, es la presencia en Chavín y en Ica de un personaje retratado de frente, con la cabeza cuadrangular y radiada, y que tiene los brazos abiertos, agarrando en cada mano un bastón donde pende una serie de elementos propios de la iconografía chavinoide, con recursos iconográficos propios de Chavín y que indujeron a ubicar la famosa Estela de Raimondi como un subestilo N, en tanto que, en la misma línea de pensamiento, se denominaba M (de Maya) al Lanzón de Chavín, y se proponía para Chavín un origen desde el estilo Nazca.
La presencia más definida como chavinoide en este proceso es la que José Ochatoma ha encontrado en la parte oriental de la ciudad de Huamanga, en el sitio llamado Jargampata, así como los tejidos pintados que se han hallado en la península de La Independencia, en Ica, en la zona conocida como Karwa. Pero ocurre que no son propiamente de Chavín, sino de un estilo que aparece como símbolo de la cultura Chavín por la presentación de la llamada Estela de Raimondi, que fue encontrada en Chavín en el siglo XIX y traída a Lima para una exposición de arte, pero que no es muy propio de Chavín en los rasgos chavinenses conocidos.
Lo que ha encontrado Ochatoma es un conjunto de restos que parecen ser de intercambio, de neta filiación cupisnique, en tanto que los de Ica corresponden a una tradición de arte propio de la costa sur y que, si bien no son conocidos sus antecedentes, esta tendencia estilística continúa en Paracas y Nazca, y se traslada al Altiplano del sur como parte del estilo Pukara, y luego a Tiwanaku con la reproducción del personaje frontal con la cabeza radial y las varas cogidas en sus manos, presentadas con los brazos abiertos, que ya se conocían en Ica y Ocucaje desde años atrás.
Aunque solo sirva para confirmar que existían relaciones entre el norte fértil de la época Formativa y el sur árido, vale la pena saber que en la parte alta del río Palpa, en Nazca, existe una «cabeza clava» del mismo tipo de las encontradas en Chavín y con claros rasgos chavinenses, a lo que se agrega que recientemente se ha venido hallando restos afines al Formativo norteño en la cuenca del Pampas, como el de un templo muy próximo a los encontrados en el valle de Lurín y que se ubica en las cercanías de Vilcashuamán y Cangallo, en la parte media de la cuenca. Por cierto, aún no conocemos más restos chavinoides al sur de estos hallazgos.
De otro lado, en el sur árido se fue formando una «cultura matriz» propia, quizá contemporánea con Chavín, con la particular condición de la vida pastoril y la agricultura microtérmica propia de los ambientes de esta sección de los Andes centrales. En verdad, recién se está identificando, gracias al hallazgo de una cerámica conocida en Ayacucho con el nombre de Kichkapata, pero que ya corresponde a una nueva etapa de la historia de la región.