Capítulo 4
Amelia
Me enteré de que iba a volver a trabajar en una cocina con Amadeus el día sábado a las diez y media de la noche. Ya me estaba preparando para ver un documental de un asesino en serie, en busca de adrenalina y, sobre todo, sentir algo, cuando sonó el teléfono. Mi tío me explicó que no había sido difícil convencerlo porque prácticamente no le había dado mucha libertad al respecto. Amadeus no tenía poder de decisión sobre el asunto. Pienso que me lo dijo con la intención de tranquilizarme, de que era algo bueno. Después me preguntó si estaba cómoda en su departamento y que, si necesitaba algo, no dudaría ni un segundo en llamarlo a él o a mi tía. Le dije que todo estaba más que bien. La mentira me dejó un sabor agrio en la boca.
Esta mañana me desperté con un mensaje de Matilda. Exigía verme. En realidad, ella y Finn lo exigían. Y la verdad es que yo también necesitaba verlos a ambos. Los extrañaba.
Nos conocimos en una fiesta de fin de año organizada por Matilda años atrás.
Matilda viene de una familia importante con una cuenta bancaria que tenía demasiados números. Y entre familias millonarias se conocen. Así fue como Theo recibió la invitación que podía extenderse hasta cuantas personas quisiera. Y así fue como los cuatro terminamos en la fiesta de Matilda. Apenas pusimos un pie en la terraza nos quedamos pasmados por la vista que tenía de la ciudad. Era despampanante. Como también lo era la decoración. Recuerdo haberme quedado impactada con la cantidad de luces que flotaban encima de nuestras cabezas.
Era pleno invierno, pero habían tenido eso en mente cuando decidieron hacer la fiesta al aire libre, porque había unos calefactores que hacían que el clima fuera soportable. Siendo honesta, había elegido mi abrigo más lindo del ropero y no había meditado mucho el vestido porque no pensé que nadie fuera a verlo. Es como cuando te ponés una remera llena de manchas de comida, pero te da igual porque hace tanto frío que no vas a tener que sacarte el buzo. Pero llegás al lugar y hace un calor insoportable, y notás cómo la transpiración recorre tu espalda, las axilas y por debajo de tus pechos, y básicamente te estás sofocando, pero no hay chance de que te saques el buzo. Así que solo te queda cocinarte en tu propio calor corporal y rezar porque nadie note que te estás ahogando en tu propio sudor.
El vestido por suerte no era tan feo como para no mostrarlo, pero de saber que esto iba a pasar, hubiese elegido uno mucho mejor. Suspiré y me dije a mí misma que no era tan grave y tomé un vaso que no sabía muy bien qué tipo de trago era, pero me convenció porque era de color rosa. Me gusta el rosa.
¿Conocen la frase que dice que no hay que juzgar los libros por su portada? Bien, aplica lo mismo para los cócteles. No porque sean rosas y se vean lindos significa que sean inofensivos. Yo aprendí la lección ese día.
Estaba terminando de toser, debido al ardor que me provocó ese trago del infierno, cuando una voz que no conocía me dijo:
—Los azules son menos letales.
Pelo castaño, ojos azules, era mucho más alto que yo y estaba casi convencida de que hacía algún tipo de deporte.
—Amelia, un gusto —me presenté mientras dejaba el vaso en la bandeja de una mesera que justo pasaba por ahí.
—Finn. —Me tendió la mano, se la devolví y antes de soltarme, señaló con su pulgar detrás de él—. Y esa de allá que está aprovechando la barra libre es Matilda. Es la anfitriona de esta fiesta. —Mis ojos siguieron la dirección que me indicaba y se encontraron con una mujer extraordinaria. Su pelo rubio parecía infinito y caía como cascada, sus ojos no eran ni verdes ni celestes, sino una mezcla de ambos colores, y su perfil parecía tallado por un escultor. Ah, y el vestido le quedaba como un guante, como si estuviera pensando para ella.
Horas más tarde, los tres nos encontrábamos algo entonados por la cantidad de copas que nos tomamos y no podíamos parar de hablar y reír y hablar y reír otra vez. Esa noche nuestra amistad floreció cuando tuve que sostenerle el pelo a Matilda mientras vomitaba y Finn no paraba de reír a mi lado.
Levanto mis lentes de sol y los veo acercándose. Matilda me sonríe con todos sus dientes. Tiene puesto un vestido celeste y un tapado gris por encima, su pelo rubio cae como una cortina infinita sobre su espalda. Finn a su lado tiene unos jeans y un sweater negro que hace resaltar sus facciones.
—Perdón —dice ella—. El tráfico es un asco.
—No voy a mentir y decirles que extrañaba el caos constante de Nueva York. —Con un gesto llamo al mesero. No me sorprende que se quede embobado ante la belleza de mi mejor amiga. A todos nos pasa un poco.
—¿Cómo va el trabajo? —pregunto antes de que alguien me haga una pregunta. Finn me sonríe como si fuera consciente de lo que estoy intentando hacer. Pero decide responder.
—Creo que por ahora es la boda que más disfruté de organizar. Ellas son adorables y divertidas, y su amor es tan hermoso que duele mirarlo.
—Y en esta ocasión me toca confeccionar dos vestidos de novia en vez de uno —dice Matilda, con una felicidad palpable.
Cuando conocí a Matilda todavía estaba intentando descubrir en lo que era buena. Contaba con un privilegio que muy pocas personas tienen y era que nadie la apuraba. Podía experimentar y explorar todo lo que ella quisiera porque no tenía un alquiler que pagar. Así que eso hizo. Viajó muchísimo, hizo distintos cursos y se sumergió en todas las actividades existentes. Y un día, caminando por el Central Park, me comentó que le apasionaba la moda y su sueño era diseñar vestidos de boda. Quería ver esa expresión que ponían las mujeres cuando encontraban el vestido ideal para uno de los días más importantes de su vida. Así que eso hizo. Matilda no quería la ayuda de sus padres, quería lograrlo por sus propios medios. Ahorró durante años antes de que pudiera abrir su primer local. Era chiquito, pero servía. Era lo que ella siempre había soñado.
Finn, por otro lado, era planificador de bodas. Era de los buenos, de esos que tienen la agenda explotada y conseguir una cita con él es casi un milagro. Mi amigo tenía un don para hacer realidad los sueños. Las parejas solían decir que era como un hada madrina. Él fue de gran ayuda para que Matilda tuviera sus primeros clientes.
El mesero nos trae nuestros pedidos y estoy a punto de darle un bocado a mi sándwich cuando Matilda carraspea. La miro.
—¿Sí?
—¿Qué está pasando que no nos estás diciendo?
—¿Nada?
—¿Eso fue una pregunta? —dice Finn.
—¿No?
—Amelia —exige Matilda. Apoyó el sándwich en el plato.
—Conseguí trabajo.
Ambos sonríen con emoción.
—Es una muy buena noticia, Amelia, felicitaciones.
—Gracias, Finn, pero…
—Amelia, me preocupás.
Miro a los ojos a Matilda, luego a Finn. Dejo salir un suspiro y les cuento todo. Les cuento que Amadeus es el chef de la cocina, que no quiero volver a verlo y que no existe ni una posibilidad de que esto salga bien. Una vez que vomité cada una de mis preocupaciones sobre la mesa, mi mejor amigo rompe el silencio con una voz calma.
—Calmate —me dice Finn mientras pincha un tomate de su ensalada. Se lo lleva a la boca y me señala con el tenedor—. No sabés qué va a pasar. Te estás adelantando a los hechos.
—¡Exacto! —El entusiasmo de mis mejores amigos no es contagioso. Para nada. Siento que tengo una nube negra encima de mi cabeza y ellos tienen un sol radiante y pájaros felices y hasta un arco iris encima de sus cabezas.
Si bien conocen a Amadeus, no lo llegaron a conocer de la misma forma que yo. Amadeus no se lleva muy bien con los imprevistos. Tampoco con las sorpresas. Un cumpleaños sorpresa debe estar en el top uno de las peores cosas que le podés a hacer. Es un obsesivo del control y de la perfección. Discutimos muchas veces porque yo soy todo lo opuesto, me gusta salirme de las estructuras e improvisar y simplemente ir viendo en el camino. Pero existe un detalle enorme que no podemos hacer como si no existiera. En esas discusiones, Amadeus y yo éramos los mejores amigos. Ahora no estamos en los mejores términos, por no decir que ni siquiera estamos en un término.
Y estoy segura de que me odia.
Para él soy algo abrupto y repentino que no puede controlar y que le dijeron que tiene que aceptar sí o sí. Soy como una bomba que se enteró demasiado tarde que va a caerle. Para ser más específica, se enteró de la existencia de la bomba una vez que ya había explotado.
Tarde. Muy tarde.
Me llevo el sándwich de atún a la boca con la intención de que mi silencio indique lo poco que quiero hablar del tema. De él en particular. Hay tantos temas interesantes. ¿Por qué el almuerzo tiene que girar en torno a este tema nada más? Lo veo un tanto injusto.
—Me parece que no estamos viendo lo positivo de la situación —señala Matilda—. Vas a volver a poner los pies en una cocina. Hace un par de días te habías rendido y estabas buscando trabajo de cualquier cosa.
Tiene razón. Después de que me rechazaran una y otra vez, me puse a pensar en otras opciones de trabajo que no incluyeran una cocina. Ese fue el momento en que una tristeza abrumadora me invadió.
Estaba dejando mi sueño atrás. Estaba tirando a la basura años de trabajo y sacrificio. Llegué a ser la chef de uno de los restaurantes más reconocidos de París. Yo había logrado que le den la primera, la segunda y la tercera estrella. Dejé mi sudor, mis lágrimas, mi sangre. Todo. Le había dado todo lo que tenía, y más.
Los recuerdos llegan sin pedir permiso y me acuerdo de esa noche, cuando nos convertimos en un restaurante de tres estrellas y las críticas nos besaban el culo. Estábamos en la cima.
Sebastiano se acercó por atrás y me abrazó la cintura.
—Lo logramos. Lo lograste. —Su voz estaba llena de orgullo. De amor.
Me relajé ante su cuerpo. Su calor. Su olor. Cerré los ojos y lo disfruté. Me sentía tan bien con él a mi lado. Tan segura. No necesitaba nada más.
—Amelia. —Mi nombre me trae al presente de golpe. Matilda tiene los ojos clavados en mí—. No podés esconderte para siempre de tu pasado.
Finn a su lado asiente lentamente. Odio cuando se complotan para ponerse en mi contra.
—No estoy escondiéndome. Solo no quiero volver a verlo.
Matilda frunce un poco el ceño, como siempre hace cuando la novia le describe con detalle cómo quiere que sea su vestido.
—Eso es esconderse, Amelia. No podés perderte la oportunidad de volver a trabajar de lo que te apasiona solo por un hombre.
Puedo notar el leve tono acusatorio que está usando en su pequeño discurso.
—Pero no es cualquier hombre.
—Es tu mejor amigo —agrega Finn.
—Ex. Ex mejor amigo —lo corrijo antes de que siga con la oración.
—Espero que no estés pensando realmente en no aceptar la oferta de tu tío solo porque implica compartir una cocina con Amadeus. Entiendo que no quieras volver a verlo y estoy segura de que preferirías no tener que cruzar ni media palabra con él. Sé que no te querés enfrentar a lo que dejaste atrás cuando te fuiste. Pero a lo mejor esta es una forma rebuscada de que tengan una oportunidad para enmendar lo que sucedió años atrás.
Sé que Matilda tiene razón. Ambos la tienen. Tengo terror de lo que pueda llegar a pasar cuando el martes pase por las puertas de la cocina de Amadeus. Pero no solo por lo que puede llegar a ser su reacción, sino por ese monstruo que creí matar. Nuestras últimas palabras resuenan en mi cabeza.
—A lo mejor pueden volver a ser amigos…
Levanto la mano interrumpiendo a mi amigo.
—Simplemente voy a ir a hacer mi trabajo, no tengo intención de que mi relación con Amadeus sea parecida a la que tenía antes de irme del país. Voy, trabajo y me voy. Eso es todo.
Me miran como si dijera que por la noche me crecieron unas alas y que ahora mismo las voy a desplegar y salir volando de acá. A decir verdad, me vendría genial un par de alas para escaparme de este almuerzo y no tener que hablar un segundo más sobre Amadeus.
—Amiga, te amo, ¿lo sabías? Pero creo que ni vos pensás que eso realmente es una posibilidad.
—¿Por qué no? —digo un poco a la defensiva—. Que hayamos sido amigos en su momento no significa que tengamos que retomar la relación desde donde la dejamos. Además, no hablamos hace casi cuatro años. —Agarro el vaso de limonada y me lo llevo a los labios. Cuando lo apoyo de vuelta en la mesa los miro fijo—. La verdad, prefiero cambiar de tema.
Ambos asienten con la cabeza y empiezan a hablar sobre la boda de octubre. Realmente intento seguir el hilo de la conversación, pero mi mente se desvía al día que vi por primera vez a Amadeus, en la Academia de Chefs de Nueva York.
La primera clase a la que asistí era sobre preparación de postres. La profesora nos pidió que nos pongamos en parejas. Lo primero que íbamos a tener que realizar era un merengue italiano. La idea era que mientras uno batía las claras, el otro hiciera el almíbar. Supongo que también la idea de hacer grupos de a dos era para romper un poco el hielo y que nos empezáramos a conocer entre nosotros.
Entré un poco en pánico porque a mi alrededor mis compañeros ya se estaban poniendo de a dos. Con mi mirada intentaba localizar a alguien que estuviera solo, pero en el instante en el que iba a preguntarle si quería que estuviéramos juntos, alguien se acercaba con más rapidez y se lo pedía antes que yo. Tardaba en juntar el valor para acercarme y hacer la pregunta, por eso me ganaban siempre. En esa época me costaba ir y hablarle a un completo desconocido. Hoy en día no es que ame hablar con desconocidos, pero me cuesta mucho menos.
Me iba a quedar sola, en el primer día. Díganme un comienzo peor que ese. Encima no tenía la menor idea de cómo iba a arreglarme para hacer la receta yo sola, porque por algo había que ponerse de a dos, ¿no? Tiempo después iba a poder hacer merengue italiano mientras dormía, pero en ese momento no contaba con esa habilidad y estaba entrando en pánico. No solamente iba a pasar una vergüenza enorme por haberme quedado sola, sino que también por hacer un desastre. Genial.
En eso se abrió la puerta y entraron tres chicos. El primero era rubio, un color parecido a la arena, y sus ojos eran azules. No celestes, azules. Lo primero que pensé cuando lo vi fue “wow”. Y claramente no fui la única porque mientras hacía su camino hasta la mesa, se llevó varias miradas. El segundo tenía el pelo del color del cobre, la cara salpicada de pecas y unos ojos marrones como el tronco de los árboles. También llamó la atención cuando hizo su entrada al salón. Pero todo realmente se petrificó cuando a este último alguien lo agarró del brazo. Y ese alguien me pareció el chico más hermoso que vi en mi vida. Minutos después, cuando se puso a mi lado y se ofreció a ser mi compañero, también descubrí que no solamente era una cara bonita, sino que además era increíblemente gracioso.
Lamentablemente me hizo reír en un momento bastante crítico de la preparación. Tenía que incorporar el almíbar de a poco y lento; tenía que parecer un hilo denso. Pero en ese momento, Amadeus cerró los ojos y emitió un ronquido, como si se hubiera quedado dormido del aburrimiento. Y no pude controlarme, empecé a reírme a carcajadas. Mi cuerpo temblaba a causa de la risa y por unos segundos me olvidé de que tenía en mis manos una sartén caliente, con almíbar aún más caliente. Amadeus no llegó a sacar la mano del bol donde estaban las claras y la sustancia dulce, densa y pegajosa, que además estaba hirviendo, cayó en su piel, casi como si fuera lava.
La peor parte fue que ninguno de los dos sabía qué hacer. Se sostenía la muñeca derecha con su mano izquierda y me miraba con la misma cara de pánico que tenía yo al inicio de la clase cuando pensaba que me iba a quedar sola. Repetía que le quemaba y yo le gritaba, un poco nerviosa, que ya lo sabía y buscaba con los ojos algo que pudiera ayudarlo. Le tiré agua fría sobre la piel y el contraste de las temperaturas hizo que una mueca de dolor se instalará en su cara, los ojos cerrados, la mandíbula tensa.
No podía parar de pedirle perdón.
—Dejá de pedirme perdón —siseó con los dientes apretados por el dolor.
Puede ser que haya pedido perdón cinco veces más de los nervios que tenía.
Ya entonces teníamos a la profesora y a toda la clase mirándonos. No estábamos siendo tan silenciosos como pensaba. La profesora se acercó a nosotros preocupada y nos dijo que lo mejor era que fuéramos a un hospital para que un médico le viera la mano. Y eso hicimos. Y cuando digo “hicimos”, me refiero a que nos acompañaron sus amigos, Theo y Dante. Me dijeron sus nombres de camino al hospital.
El médico le dijo que hizo bien en ir. Le limpió la zona hasta que no quedó ningún rastro de almíbar, después le puso una crema que tenía analgésicos, para que le calmara un poco el dolor, y para finalizar le vendó la mano para cubrir la zona expuesta y que no se le infectara. Iba a tener que repetir ese procedimiento dos veces al día para que se le curara la herida. Theo prestaba mucha atención a cada palabra que salía de la boca del médico, parecía estar a punto de sacar un anotador y empezar a escribir palabra por palabra.
—Bueno —dijo Amadeus una vez que salimos del hospital—, pudo haber sido mucho peor.
Yo no creía eso, para mí había sido una tortura. No dejaba de sentirme culpable y encima le tenía que agregar cierto grado de incomodidad porque no conocía a esas personas de nada y estábamos en el medio de la calle en un momento claramente vergonzoso porque no sabía qué hacer y… ya estaba hiperventilando.
Debería haberme ido. Estaba lejos de mi casa. Me acerqué a la calle con la intención de pedir un taxi. Pero en el instante en que tomé esa decisión, sonó el teléfono de uno de los chicos. De Amadeus.
—Hanna. —No le vi la cara porque estaba de espaldas, pero su voz sonaba animada—. Sí, estamos en camino. Tuvimos un pequeño percance. —Se dio vuelta para mirarme. Entendido, yo fui el percance.
Terminó la conversación y guardó el teléfono en el bolsillo trasero del jean. Entonces se dio vuelta y me preguntó:
—Con Theo y Dante solemos ir a este café que está a un par de cuadras y estás más que invitada a acompañarnos. —Al ver mi cara de desconcierto, agregó—: Si querés, sin presiones.
Una hora después estábamos los cinco sentados en una mesa. Sí, cinco. Amadeus, Theo, Dante, Hanna, quien descubrí era la novia de Amadeus, y yo. Al principio me costó integrarme en la conversación, en parte por mi forma de ser y porque era un grupo de personas que se conocían desde hacía mucho tiempo y la confianza sobraba entre ellos. Pero poco a poco empecé a soltarme y debo decir que ellos me la hicieron fácil también. Me hacían preguntas de todo tipo y si estaban hablando de cierto tema, pedían mi opinión al respecto para que pudiera participar.
Descubrí que Theo tenía una personalidad exorbitante, y con el paso del tiempo lo confirmaría más de una vez. Dante era un poco más introvertido. Iba a descubrir que en realidad no era tímido ni nada por el estilo, solo era una persona que hacía uso justo de las palabras, no hablaba por hablar. Hanna era simpática pero no hablaba demasiado. Nunca tuve la oportunidad de afianzar nuestra relación, ni de conocerla un poco mejor. Y Amadeus…
En ese momento no podía encontrar palabras para describirlo. Pero después de años de amistad, me di cuenta de que Amadeus era reconfortante. Estar a su lado me daba un nivel de comodidad que pocas veces había experimentado. Podía sentir cómo su presencia generaba una sensación de tranquilidad. Todo estaba un poco mejor cuando lo tenía a él cerca.
Ese café se convirtió en nuestro lugar. Íbamos siempre después de clases porque nos quedaba medianamente cerca. Pero pronto dejamos de ser cinco y empezamos a ser cuatro. A los pocos meses de mi llegada al grupo, Hanna y Amadeus cortaron. Fue un tema del que nunca hablamos. Recuerdo haberle preguntado a Amadeus la razón por la cual decidieron terminar la relación y me hizo prometer que no le volvería a preguntar al respecto. Me dije que lo mejor era dejarlo estar, seguramente le dolía lo suficiente como para no querer hablar del tema. En ese momento no sabía que estábamos empezando una lista de cosas de las que nunca íbamos a hablar. Y que esa lista iba a crecer cada vez más y más.
Poco a poco fuimos convirtiéndonos en un grupo de amigos. Theo, Dante, Amadeus y yo. Sucedió bastante rápido y natural. Llegamos a un punto en el que hacíamos todo juntos. El hecho de que Theo y Dante fueran novios no suponía un inconveniente para el grupo, con Amadeus nunca nos sentimos un estorbo. Y lo hacíamos funcionar.
Eso hasta el día que les dije que me iba a ir a París con Sebastiano. Theo lloró tanto que terminó con los ojos hinchados y un dolor de cabeza importante, del cual me enteré al otro día. Dante no paraba de repetirme lo mucho que me iba a extrañar y que ahora no sabía quién iba a estar ahí para ayudarlo a frenar las discusiones estúpidas que tenían Amadeus y Theo. Lo entendía, discutían bastante. Pobre Dante, siempre admiré su paciencia y resistencia. Ante su comentario, rompí en una risa mezclada con lágrimas. No era algo muy lindo de ver. Creo que también me salía moco por la nariz.
Y después estaba Amadeus.
Estaba sentado en frente de mí, en silencio. Jugaba con las manos y tenía la cabeza agachada. Quería mirarle la cara, pero me la escondía. Se escondía de mí. A veces tenía la sensación de que lo hacía porque tenía miedo de que, si lo miraba el tiempo suficiente, podría descubrir algo. No sé qué, pero algo. En ese momento, hubiera preferido que no levantara la cabeza, pero lo hizo. Estaba llorando. Era un llanto secreto. Se lo estaba guardando solo para él.
Una lágrima caía en cámara lenta por su rostro y se perdió en su cuello debajo de la remera. Era lentamente doloroso su llanto. Como si cada lágrima quisiera tomarse su tiempo, como si quisieran que yo las viera sí o sí.
Nos miramos con los ojos rojos y con la boca fruncida. Todo su rostro emanaba dolor y era una tortura mirarlo. Me angustiaba saber que era la culpable. Necesitaba pasar mis dedos por su cara y sacarle las lágrimas, aplastarlas y desplazarlas para que se secaran.
No las aguantaba más sobre Amadeus.
Antes de sacarle la mirada de encima, me di cuenta de que había algo más que no me estaba diciendo. A simple vista era obvio que sus emociones eran porque me iba, pero me estaba ocultando algo. Él sí podía hacerlo, ocultarme lo que pensaba, lo que le pasaba. Y a diferencia de él, yo no tenía tan desarrollada la habilidad de poder leer a las personas. Así que se aprovechaba de que yo no tenía ese recurso para guardarse lo que fuera que le pasaba.
Quise examinar más su mirada, quería descifrarla, quería entenderla.
Amadeus se levantó con la excusa de que tenía que ir al baño y nos quedamos los tres en el living viéndolo marcharse. Al segundo, Theo y Dante estaban hablando de fechas para ir a visitarme, pero yo me quedé viendo hacia dónde se había ido Amadeus con una pregunta impregnada en mi cabeza: ¿alguna vez Amadeus había sentido por mí lo que yo había sentido por él?
Tomé valor, me paré y lo seguí por el pasillo.
—Amadeus —susurré sobre la puerta del baño.
—Amelia, por favor —suplicó. Eso fue todo lo que dijo en ese momento.
—¿Puedo entrar?
—No.
—Voy a entrar igual.
Amadeus estaba sentado en el borde de la bañera con los codos sobre los muslos. Me miraba serio mientras me acercaba.
—Te dije que no.
—Y yo te dije que iba a entrar igual.
Hay días en los que me arrepiento de haber entrado a ese baño. De haber dicho ciertas palabras. Pero en ese momento no me preocupaban las consecuencias. O, a lo mejor, el problema estaba en que nunca imaginé que íbamos a discutir de la forma en la que lo hicimos.
* * *
Saludo con un abrazo a Finn y Matilda. Los veo mientras se alejan y mi corazón se infla de amor agradecida de tenerlos. Todos estos años que estuve en Francia fueron las únicas personas que permití que estuvieran para mí. Fueron los únicos que no alejé de mí.
Saco el celular para ver la hora. Son las tres de la tarde y hoy es mi último día sin trabajo. Mañana es martes y tengo que estar a las ocho de la mañana en la cocina. Si bien el restaurante no abre hasta la noche, mi tío me dijo que Amadeus me va a hacer una especie de tour y me va a dar una explicación de cómo funciona la cocina.
Aunque soy una chef que logró convertir un restaurante simple en uno de tres estrellas, no sé cómo funciona su cocina en particular. Cada chef tiene sus métodos a la hora de trabajar. Hay ciertas reglas únicas y particulares. Somos bastantes quisquillosos, para qué voy a mentir.
Si bien el día está un poco fresco, hay sol. Así que decido volver caminando a casa. Son unas veinte calles, pero me digo que me va a hacer bien para intentar despejar un poco mi mente y acomodar mis ideas. Después de haber caminado un rato, me doy cuenta de que las personas me dirigen una mirada un poco rara. Yo frunzo el ceño y se las devuelvo. ¿No saben que es de mala educación mirar así a las personas? Cuando una anciana me acaricia delicadamente el brazo, me freno. La mujer me tiende una servilleta de papel y su mirada grita lástima.
Entonces me doy cuenta. Estoy llorando. Me toco con la yema de mis dedos la cara y al instante se humedecen. ¿Hace cuánto estoy llorando? No sé cuándo ni por qué comencé a llorar, pero últimamente parece que es lo único que hago. Llorar y llorar y llorar.
Lo bueno es que nunca antes había llorado en el medio de la calle. Acabo de sumar un nuevo lugar en la lista de “lugares donde lloré”. A estas alturas puedo decir con mucha convicción de que la ducha encabeza el puesto número uno. No sé en qué puesto iría llorar en medio de la calle a plena luz del día. Tal vez en el puesto seis.
Le agradezco a la señora y apuro el paso mientras me sueno los mocos y me seco las lágrimas con un poco de violencia. Quiero llegar a casa y tirarme en el sillón y esconderme bajo una pila de mantas. Estoy tan, pero tan cansada.
Algo que se olvidan de decirte es que, cuando estás triste, el hecho de tener que seguir funcionando, porque el mundo no frena por nada ni por nadie, es casi una tortura. Porque lo que yo quiero es poder seguir encerrada en el departamento de mi tío, sintiendo pena por mi situación, acostada en el sillón, ver películas de terror, documentales de asesinos y tener una alimentación defectuosa que no sería una fuente de nutrientes. Quiero poder olvidarme de que soy adulta, de que tengo responsabilidades. Lo que se olvidan de decirte es que cuando la tristeza es lo primero que te ataca cuando te despertás y es lo último que te abraza cuando te vas a dormir, es insoportable vivir al ritmo que los demás esperan de vos.
Pienso en eso mientras entro al departamento, mientras me pongo el pijama, me lavo los dientes y me acuesto en el sillón. Y lo sigo pensando cuando la primera lágrima rebelde se me escapa, y me digo que ya no quiero ser una persona triste.