Las boscosas laderas del Ettersberg se encuentran en el centro de Alemania, a escasos kilómetros al norte de Weimar. A partir del siglo XVIII, la zona sirvió de patio de recreo a duques que iban ahí a cazar, y más adelante, de reserva de poetas, que atravesaban sus accidentadas colinas contemplando las maravillas de la naturaleza. Nada menos que una eminencia como Goethe, el más grande de los poetas alemanes, viajaba a menudo a los bosques del Ettersberg, y en el curso de los años llegó a encariñarse especialmente con un roble enorme que había cerca de un claro con amplias vistas de los campos circundantes. Una luminosa mañana de otoño de 1827, se sirvió un opulento desayuno a la sombra del majestuoso árbol. Recostado contra su regio tronco, Goethe se sació de perdices asadas, bebió vino de una copa de oro y admiró el ondulante paisaje.1«Aquí —declaró—, uno se siente más grande y más libre... como debería ser siempre.»2
Tras la muerte de Goethe, al surgir un culto reverencial en torno a su figura como portaestandarte tanto del genio alemán como del humanismo europeo, se perpetuó la leyenda de su árbol local favorito, que seguía viva más de un siglo después, un día del verano de 1937. En esa fecha, un grupo de prisioneros fueron conducidos a esos mismos altos bosques del Ettersberg y se detuvo en una cresta de piedra caliza a apenas diez kilómetros de Weimar.3En penosas condiciones y con el mínimo equipamiento, aquellos hombres abrieron un claro para hacer sitio a un campo de concentración.
Mientras los prisioneros trabajaban día tras día en la construcción de su propia prisión futura, sus guardias identificaron un roble en concreto que sería indultado de la tala. Ese roble, concluyeron, debía de ser el mítico roble de Goethe.4El árbol así ungido se dejó en pie, y en los años siguientes se alzó, rodeándolo por todas partes, el campo de concentración de Buchenwald.

Para los nazis que crearon Buchenwald, ese roble representaba un nexo tangible con lo más ilustre de la historia de Alemania, una historia que demostraba la superioridad cultural del pueblo alemán y al mismo tiempo al Imperio de Mil Años de sus sueños.5Para los reclusos del campo, el árbol cobró distintos significados, como vestigio incoherente de la vieja Alemania, poderoso recordatorio de la promesa utópica de la cultura europea y testigo mudo de un crimen atroz.6En el curso de los siete años siguientes, los hombres y las mujeres del campo circundante fueron esclavizados, asesinados y explotados hasta morir reventados. Algunas de las víctimas de Hitler, según un testimonio, fueron ahorcadas de las ramas del árbol de Goethe.7El roble mismo, finalmente, dejó de producir hojas. En una fotografía tomada por un prisionero con una cámara robada, se ven sus ramas desnudas y esqueléticas alzándose hacia un cielo vacío.
Algunos prisioneros vinculaban el destino del roble con el de la Alemania nazi, que llegado al verano de 1944 se precipitaba hacia su caída. En torno al mediodía del 24 de agosto de 1944, ciento veintinueve aviones estadounidenses convergieron sobre el campo y desataron su furia sobre él, soltando mil bombas y artefactos incendiarios, acertando a destruir una fábrica de munición anexa al complejo de Buchenwald. Dicha fábrica era su objetivo principal, pero ocasionaron más pérdidas: cien miembros de las SS, casi cuatrocientos reclusos del campo... y el viejo roble, que quedó abrasado por las llamas.8La dirección del campo lo mandó derribar y cortar para hacer leña, pero un ingenioso prisionero llamado Bruno Apitz —un comunista internado en el campo el año de su apertura que había sobrevivido— se las apañó para llevarse clandestinamente un buen bloque del duramen del tronco. Con sus compañeros de cautiverio haciendo guardia, Apitz se jugó la vida para tallar en la madera un bajorrelieve en forma de máscara mortuoria. Lo llamó Das letzte Gesicht (El último semblante).9

Aquella escultura sencilla y tosca —escamoteada del campo más adelante y hoy propiedad del Museo Histórico Alemán— individualiza la enormidad de la violencia nazi a través del prisma de un único rostro. Podría considerarse uno de los primeros monumentos conmemorativos de la segunda guerra mundial y de los acontecimientos que, años más tarde, se conocerían como la Shoá o el Holocausto. La aflicción que surca ese último semblante es la aflicción por todo lo que murió en Buchenwald, para los internos, pero quizá también para lo que el roble representaba: la gran promesa europea de una cultura sublime de poesía, música y literatura, y la propia idea de un humanismo que pudiera algún día unir a todas las personas como iguales.
Mientras Apitz se aplicaba a la tarea, cincel en mano, otro monumento inspirado en el duramen de la cultura alemana tomaba cuerpo a poco menos de quinientos kilómetros. En la villa que Richard Strauss poseía en la ciudad de Garmisch, rodeada de montañas, el octogenario compositor anotó dos poemas cortos de Goethe, el primero de los cuales comenzaba con los versos «Niemand wird sich selber kennen, / Sich von seinem Selbst-Ich trennen» («Nadie llegará a conocerse a sí mismo, / ni a separarse de su íntimo ser.»). El segundo empieza diciendo: «Lo que ocurre en el mundo, nadie lo entiende en realidad». Estas reflexiones sobre los límites del autoconocimiento debieron hacer mella en Strauss, un autor que había fracasado estrepitosamente a la hora de entender sus propias acciones y el mundo en que se encontró en 1933. Durante los años del Tercer Reich, se había equivocado de medio a medio en su evaluación de las circunstancias: había permanecido en Alemania y manchado su reputación colaborando con los nazis en el ámbito de la política cultural. También fue testigo del sufrimiento de los miembros judíos de su familia (entre los que se contaban su nuera y sus nietos) y de la devastación durante el conflicto de su auténtico hogar espiritual, los teatros de la ópera de Múnich, Dresde y Viena.
Llegado agosto de 1944, un Strauss desengañado del mundo empezó a trabajar en el arreglo coral de uno de los poemas de Goethe, pero nunca llegaría a completarlo.10Prefirió descartar las ideas musicales que aún transmitían las marchitas impresiones del lenguaje de Goethe y trasvasarlas a una nueva composición: una obra de lastimera majestuosidad in crescendo que tituló Metamorphosen (Metamorfosis). Se convertiría en una elegía a la cultura alemana, una máscara mortuoria sonora, y en una de las piezas más conmovedoras de Strauss, que apela con vehemencia a las emociones, al tiempo que sella sus secretos tras el velo de belleza sin palabras de la música. En la última página de la partitura, Strauss insertó una cita de la marcha fúnebre de la sinfonía Heroica de Beethoven: escribió al pie una única y lapidaria frase: «IN MEMORIAM!».
Al contrario que el artista de la talla labrada en Buchenwald, no obstante, Strauss no especificó qué pretendía rememorar su música exactamente. La pregunta ha seguido planteándose hasta el día de hoy cada vez que se interpreta la obra. Y su autor ya no está para responderla.
De Hiroshima a Nankín, a Pearl Harbor o a los campos de la muerte del frente oriental, la segunda guerra mundial fue una catástrofe global... y un desgarro en el tejido de la humanidad. Próximo al centro de aquella oscuridad estuvo el propio Holocausto, un suceso que sigue gravitando sobre la memoria histórica de la sociedad occidental, igual que las experiencias traumáticas pueden gravitar sobre la memoria individual.11Se ha comparado con un terremoto que hizo añicos todos los instrumentos diseñados para registrarlo.12
Uno de esos instrumentos era el arte, que durante la posguerra también quedó hecho añicos. Theodor Adorno, el filósofo, crítico y erudito de la música judeoalemán, sentenció en una célebre declaración que escribir poesía después de Auschwitz sería un acto de barbarie.13Y, sin embargo, Adorno volvió muchas veces sobre la cuestión del arte en la estela de la atrocidad, y acabó revisando su opinión para honrar el poder testimonial de la expresión artística. En 1962, escribió: «La idea de una resurrección de la cultura después de Auschwitz es ilusoria y carece de sentido, y por ese motivo toda obra de arte que se materializa se ve forzada a pagar un amargo precio. Pero puesto que el mundo ha sobrevivido a su propia defunción, necesita su arte a modo de crónica inconsciente».14
La función de la música en concreto como «crónica inconsciente» —como testigo de la historia y depositaria de la memoria para el mundo posterior al Holocausto— es el tema de este libro.
Es un libro sobre historias, sonidos y lugares. Los principales protagonistas son cuatro encumbrados compositores del siglo XX: Arnold Schönberg, Richard Strauss, Benjamin Britten y Dmitri Shostakóvich. Durante los años de la guerra, todos ellos asistieron, desde atalayas muy distintas, a la misma catástrofe. Cada uno reaccionó ante la ruptura con un monumento conmemorativo sonoro cargado de intensidad: piezas que, sobre todo si se consideran en paralelo al excepcional entorno histórico de su creación y recepción, han perdurado como otros tantos manifiestos éticos y estéticos definitorios del siglo XX. Entre ellas están A Survivor from Warsaw (Un superviviente de Varsovia), de Schönberg; Metamorfosis, de Strauss; «Babi Yar», de Shostakóvich; y el War Requiem (Réquiem de guerra) de Britten. Mi objetivo aquí es explorar el pasado bélico a través de estas piezas musicales concretas, de las vidas de sus creadores y de momentos específicos de la historia social y cultural de la música.
Abordo estos monumentos musicales en sus propios términos, pero también, en un sentido más amplio, como espacios de encuentro, constelaciones cambiantes de sonido y significado que llegan hasta nosotros atravesando el tiempo.15Sus historias están relacionadas con algunos de los momentos más oscuros del siglo, de guerra, genocidio, exilio y destrucción cultural. Pero sus prehistorias, que exploraré en este libro, abren mundos de posibilidades, fantasías de emancipación y genealogías de esperanza. Tomemos, por ejemplo, los hosannas alados de la Novena sinfonía de Beethoven, o la euforia cósmica de la Octava de Mahler. Solo habiendo entendido parte del optimismo desbocado que cristalizó en estas grandes declaraciones musicales —los sueños y las plegarias del largo siglo XIX de la música— podemos tratar adecuadamente de sondear el hondísimo duelo de los réquiems de la posguerra. Este libro pretende resituar todas esas obras musicales en el contexto de historias, vidas y paisajes sobre los que pueden arrojar luz. Mi esperanza es que estos relatos —momentos escogidos de la historia de la cultura y la memoria de la música— se conviertan entonces en parte de lo que llegamos a oír en las obras mismas. En este sentido, la música puede preservar para el futuro una puerta extraordinaria al pasado, y creo que lo hace de un modo distinto que otras artes.
Desde que el mítico poeta Orfeo rescató a su amada Eurídice del infierno por el poder mágico de su canto, la música viene invocando espíritus, tendiendo puentes sobre el tiempo y reviviendo a los muertos.16El filósofo Jean-Jacques Rousseau, en su Diccionario de música de 1768, daba fe de los «profundos efectos de los sonidos en el corazón humano». Como muestra del poder brutal de algunos de ellos, ponía el ejemplo de una tonada popular suiza, la melodía del «Ranz des vaches», tan entrañable para el pueblo helvético que, según Rousseau, estaba prohibido «bajo pena de muerte» interpretarla para los soldados suizos destinados lejos de su hogar.17¿Por qué? Porque «tan grande era el deseo que [la música] despertaba en ellos de volver a su país» que era sabido que al escucharla «rompían a llorar, desertaban o morían». Tal y como lo cuenta Rousseau, puede sonar exagerado, pero la capacidad de la música para suscitar vuelos de la memoria es un fenómeno que mucha gente sigue experimentando: pensemos si no en esa canción que empieza a sonar en la radio del coche y, como la magdalena de Proust, evoca de inmediato un momento o una experiencia que vivimos años o hasta décadas antes.
Pero no solo nosotros recordamos músicas: la música también nos recuerda a nosotros. Porque es un reflejo de los individuos y de las sociedades que la crean, de forma que capta algo esencial de la época en que surge. Cuando en 1823 un compositor destila, consciente o inconscientemente, mundos de pensamiento, fantasía y emoción en una serie de notas sobre un papel, y al cabo de más de un siglo escuchamos esas mismas notas materializarse en una interpretación, estamos, literalmente, oyendo al pasado hablar en el presente. En este sentido, la música puede, de manera fugaz, reordenar ese pasado, acercarnos aquello que ya nos queda lejos y burlar la linealidad unidireccional del tiempo. De esa misma manera, la música guarda una profunda afinidad con la propia memoria. Pues la memoria, por definición, también desafía el carácter pretérito del pasado y la distancia objetiva de la historia, igual que reordena el tiempo y se ríe del transcurso de los años. El recuerdo de un hecho de hace décadas grabado a fuego en la memoria puede perseguirnos con mucha más insistencia que sucesos acaecidos ayer mismo. Y así como se decía de Mnemósine, la diosa griega de la memoria, que era la madre de todas las musas, sostengo en este libro que una de sus hijas era la primera entre iguales. La memoria resuena en las cadencias, las revelaciones, las opacidades y el patetismo de la música.
Esas mismas resonancias, sentidas con el paso del tiempo, tienen además la virtud de exponer un cierto vacío en el presente. Hoy en día, tenemos en la punta de los dedos más terabytes de información sobre el pasado que nunca, y resulta casi irreal lo fácil que es acceder a ella. Sin levantarse del sofá, cualquiera que tenga una conexión a internet puede ojear los archivos de la Geniza del Cairo o darse una vuelta por las ruinas de Pompeya. Sin embargo, mientras los flujos de datos se multiplican y nuestro acceso a ellos se hace cada vez más cómodo y rápido, hay otra cosa que parece menguar: nuestra capacidad para experimentar una conexión auténtica con el pasado, para ver nuestro propio mundo como heredero de aquel, para practicar de forma activa la memoria o la conmemoración. Como señaló en su día el filósofo Hans Meyerhoff, «las generaciones precedentes sabían del pasado mucho menos que nosotros, pero puede que tuvieran una sensación mucho mayor de identidad y continuidad con él».18Este libro, por tanto, lo inspiran dos preguntas. En primer lugar, a estas alturas, y a este lado de la ruptura moral y existencial que Auschwitz representa, en un mundo abotargado por toda suerte de distracciones digitales, y en una época en que el conocimiento de la historia se ha visto reemplazado por la información sobre la historia, ¿cómo podemos aún llegar a conocer, honrar, conmemorar y sentir una conexión con la presencia del pasado, o, más sencillamente, a convivir con ella?
La segunda pregunta tiene mucho que ver con la primera. En un mundo en que las obras de arte y la música se ven a menudo o bien marginadas o bien puestas en un pedestal, ¿cómo podemos devolver esas obras a la historia, no por ellas, sino por nosotros, para que puedan convertirse, entre otras cosas, en un prisma a través del que «recordar» lo que se perdió; en una puerta abierta a la empatía con quienes nos precedieron; en un medio para desenterrar, recuperar y, en una mínima medida, redimir viejas esperanzas y plegarias, los sueños de la Ilustración, que no por haber sido enterrados entre los escombros son menos preciosos? Más que arrojar nueva luz sobre esta o aquella partitura o sobre cualquier momento concreto de la historia, este libro aspira a ahondar en estas preguntas, a darles vida desde dentro y a representar —a encarnar— la búsqueda de respuestas por parte de cualquiera que la escuche.
Un superviviente de Varsovia, obra de Arnold Schönberg, fue una de las primerísimas piezas conmemorativas del intento de exterminar a los judíos europeos. Compuesta en Los Ángeles en 1947, la pieza es anterior no solo al conocimiento por parte del público general de los hechos que hoy identificamos como el Holocausto o la Shoá, sino también a cualquier convención establecida sobre cómo debería representarse en el arte un acontecimiento de tal calibre. En una declaración especialmente valiente, Schönberg aborda el tema de cara a escenificar, dentro de su personal monumento, un acto de recuerdo. La obra cuenta con un narrador, el «superviviente» del título, que confiesa que no puede recordarlo todo, pero procede sin rodeos a narrar lo que fue, para su tiempo, una escena escandalosa en un campo de exterminio: los prisioneros despiertan al toque de diana; un sargento alemán les manda formar, los golpea con saña y les ordena que se numeren para ir a la cámara de gas. Las palabras del narrador, afiladas como navajas, rasgan la superficie de la tormentosa orquesta, que parece recordar todo lo que el propio narrador ha olvidado. Oímos estallidos fragmentarios de fanfarrias de trompetas, y redobles de tambor y enérgicas acometidas de las cuerdas que luego se disuelven en una barahúnda. El recuento de los prisioneros escala hasta culminar en una especie de estampida desbocada y, de pronto, la pieza se estira más allá de la narración hablada para reclamar el manto mítico de una canción: entra un coro masculino y entona, desafiante, la oración central del judaísmo, el shemá Israel. «Escucha, oh, Israel, a Dios Nuestro Señor, el Señor es Uno».19La tradición dicta que esta plegaria se recite cada mañana y cada noche, pero también ha servido como últimas palabras de los creyentes antes de morir. La pieza finaliza con un estruendo orquestal, que deja un siniestro augurio sobre su suerte, que queda, no obstante, en el aire.
Para Adorno, Un superviviente de Varsovia era el máximo exponente de la música conmemorativa de la posguerra: una partitura comparable al Guernica de Picasso, porque embutía la barbarie del Holocausto de lleno en el marco de la propia obra de arte. A su modo de ver, era precisamente la incorporación a la música del horror y el sufrimiento —y su rechazo de falsos consuelos— lo que confería a la obra «autenticidad» y, desde su primera presentación al público, una fuerza feroz.20Tras muchos años en que la música de Schönberg, a menudo espinosa, provocaba en el público reacciones de aprensión o directamente de rechazo, de pronto, con Un superviviente de Varsovia, las estridentes disonancias del estilo del compositor, encuadrado en el alto modernismo, cobraban sentido para una audiencia más amplia. Y, lo que es más: la obra no solo exhibía una nueva legibilidad, sino que, retrospectivamente, confería nuevos significados al arte de Schönberg en su conjunto. Desde un principio, se argumentaba ahora, las disonancias musicales que antes se desdeñaban como puro ruido eran en realidad como rayos X que desvelaban la profunda disonancia social que resonaba bajo la superficie, los impulsos violentos latentes en la propia sociedad moderna. El Holocausto había desnudado a ojos de todo el mundo esas contradicciones criminales, y en Un superviviente de Varsovia, según Adorno, la música de Schönberg había dado al fin con el mundo que siempre había profetizado.21En la misma línea, el compositor Luigi Nono alabó la pieza de Schönberg, que consideraba «el manifiesto musical y estético de nuestra época».22El director Robert Craft dijo de su final que era «uno de los momentos más conmovedores de la música del siglo XX».23
Tal vez no sorprenda que, desde entonces, Un superviviente de Varsovia no haya dejado de ser un imán para la polémica. De entrada, su carácter provocativo fue juzgado inadecuado para el público de la posguerra temprana; más adelante, se ridiculizó su música por kitsch, y se puso en cuestión que tuviera cualquier valor artístico.24Pero al margen de su posición en el barómetro artístico, la composición destaca asimismo como profundo ejercicio de memoria, como monumento sonoro de gran hondura personal. La historia de su creación clarifica la propia identidad de Schönberg, siempre enigmática, al tiempo que conecta Europa y América, el judaísmo y la cultura alemana, el primitivo idealismo de la visión fundacional del modernismo y las tinieblas de su destierro durante la guerra. Y la historia del estreno mundial de la pieza en 1948, que tuvo lugar en el gimnasio universitario de Albuquerque, en Nuevo México, con la participación de un coro de vaqueros —uno de los estrenos más peculiares de toda la historia de la música— arroja una luz fascinante sobre la historia de la conmemoración del Holocausto en Estados Unidos y fuera de sus fronteras. Antes de que se levantara en territorio estadounidense un solo monumento de piedra al Holocausto, la música de Schönberg se convirtió en el sonido de la memoria colectiva. ¿Qué impresión causó a sus primeros oyentes? ¿Cómo varió su significado con el paso del tiempo? La pieza, de hecho, catalizaba cuestiones éticas nuevas: ¿era posible situar a las víctimas en el centro de una obra de arte conmemorativa sin violar de algún modo su memoria al estetizar sus muertes? ¿Era necesario convertir el genocidio en el tema de una velada en el Carnegie Hall?
Al profundizar en esas preguntas y buscar las esquivas verdades reveladas por estos monumentos sonoros, este libro va más allá de lo que, en un sentido reduccionista, sus compositores «quisieron decir». Parte de la premisa de que las obras musicales pueden acumular capas de significado a lo largo del tiempo, a través de la historia de sus interpretaciones, pero también mediante otros textos, otras vidas y otras historias que contribuyen a clarificar. De modo que, pese a que es una obra sobre la «música de la memoria», también se convierte necesariamente en un libro sobre la «memoria de la música» y el sentido social más profundo del arte: su capacidad de rememorar tanto las calamidades de la guerra como la promesa optimista y el brillo de épocas anteriores, o lo que el crítico Walter Benjamin llamó, con conmovedora sencillez, «la esperanza en el pasado». Este libro, de hecho, se inspira en la visión que Benjamin tenía del verdadero propósito de la historia: revisar los escombros de tiempos pasados a fin de recuperar esos fragmentos enterrados de esperanzas no materializadas, de reivindicarlos, de redimirlos. Porque son, según entendía él, los ladrillos con que puede construirse el edificio de un futuro alternativo.
Ni que decir tiene que los años de la segunda guerra mundial y el Holocausto distan mucho de ser terra incognita. La literatura sobre esos acontecimientos es lo bastante extensa como para llenar bibliotecas enteras. Pero ¿qué sentido tiene almacenar tanta información, muda, en las estanterías? El superviviente Jean Améry criticó amargamente en cierta ocasión la tendencia de su época a publicar libros sobre los horrores de la Shoá para poder olvidar esos horrores con la conciencia tranquila, para relegar un pasado traumático y moralmente inasumible al «refrigerador de la historia».25En este libro sostengo, no obstante, que el arte de la música posee el poder único y a menudo subestimado de fundir el hielo de ese congelador. Puede que dicho poder surja de la inmediatez visceral del propio sonido: el sonido nos envuelve, penetra en nuestros cuerpos, vibra en nuestro interior. El crítico John Berger dejó escrito que cuando escuchamos una canción «nos encontramos dentro de un mensaje».26Pero la potencia de la música como medio de la memoria cultural brota también de su misteriosa capacidad para tender puentes entre el intelecto y la emoción; de su facilidad para cortocircuitar los siglos aunando el «entonces» y el «ahora» en una sola interpretación; y de su evocadora forma de expresar verdades profundas pero intraducibles que trascienden las fronteras del lenguaje. Thomas Mann denominaba esta última cualidad la inefabilidad hablada, que es exclusiva de la música.27Rastrear los mensajes implícitos en estas obras musicales y reflexionar sobre el modo en que la música como tal transmite dichos mensajes son dos de los cometidos de este libro.
Por el camino, sería natural preguntarse si el significado —el recuerdo— está en la música o en nosotros, los oyentes. Las páginas siguientes sugieren que reside en la relación entre ambos. Los compositores tenían sus propias intenciones al crear estas partituras, pero aun suponiendo que las conociéramos perfectamente, en ningún caso agotarían la gama de significados contemporáneos de su música. Una vez que una obra se ha presentado al mundo, se convierte en un palimpsesto, uno de aquellos manuscritos medievales en el que cada interpretación, cada músico, cada oyente, inscribe una nueva capa de texto, otro estrato de significado. Con el tiempo, las grandes obras musicales se convierten en una suerte de vastos archivos de la memoria colectiva.
Sin embargo, como cualquier historiador admitirá, un mismo archivo puede usarse para contar muchas historias del pasado distintas, y lo mismo ocurre con cualquier obra musical específica. Esos relatos, por tanto, se suman a lo que en ciertos sentidos es un libro muy personal. No estoy tratando de deducir o asignar a esta música nuevos significados establecidos o universales. Ni ofrezco tampoco una historia enciclopédica de la conmemoración musical de la segunda guerra mundial, ni un repaso exhaustivo de las respuestas musicales al Holocausto. Este libro invoca antes bien las notables vidas de cuatro compositores fundamentales del repertorio convencional de la música clásica occidental, y sigue sus travesías por la oscuridad que envuelve el corazón del siglo XX. Los monumentos sonoros que, marcados por el espectro de la guerra, creó cada uno de ellos son extraordinarios por sus propios méritos, pero también por la considerable cantidad de luz que arrojan aun hoy, y que se proyecta tanto hacia atrás, sobre el pasado, como hacia delante, sobre nuestra propia época, y hacia los lados, presentándonos fogonazos de aquellos mundos en los que nació esa música. Este libro intenta descubrir dónde alumbró esa luz, así como recuperar, recordar y reunir algunas de esas vidas y sus legados, las pérdidas y los momentos de esperanza que las obras son capaces de iluminar.
He abordado la tarea con el oído de un crítico y las herramientas de un historiador. Además, he viajado a muchos de los principales escenarios de la historia y de la música descritos en estas páginas. Entre otros, la ubicación de la masacre de Babi Yar, en las afueras de Kiev, las ruinas de la catedral de Coventry, la señorial casa de campo de Strauss en el sur de Baviera y el tocón, surcado de grietas y castigado por los elementos, del roble de Goethe tras las verjas de Buchenwald. Puede que la música ya no suene en esos lugares, pero esos lugares resuenan para siempre en sus notas. Desenterrar las capas del pasado exige, en palabras de la artista y erudita Svetlana Boym, «una arqueología dual de la memoria y del lugar».28
Mi «excavación» para este libro recurrirá también a obras de testigos literarios, relatos de escritores que vieron sus propias vidas desgarradas —y a veces truncadas— por las contradicciones homicidas del mundo que pretendían describir. Theodor Adorno se vio forzado a exiliarse. El crítico Walter Benjamin se quitó la vida cuando intentaba huir de una Europa dominada por los nazis, y lo mismo hizo Stefan Zweig en su exilio brasileño. La poeta rusa Anna Ajmátova sufrió la guerra y la revolución. El novelista Vasili Grossman murió sin ver publicada su obra cumbre y, como lo expresó él, en «arresto» permanente por el Comité para la Seguridad del Estado (KGB, por sus siglas en ruso). El sociólogo Maurice Halbwachs, que inventó el propio concepto de memoria colectiva, pereció en Buchenwald.
Un escritor alemán posterior en cuya obra he hallado mucha inspiración es W. G. Sebald (1944-2001). En sus novelas Austerlitz, Los emigrados y Los anillos de Saturno, Sebald se destacó como el gran poeta de la memoria y consumado guía de las diversas formas en que el paisaje, el arte y la arquitectura pueden servir de puertas hacia el pasado. El Holocausto, el exilio, el colonialismo y la historia de la destrucción propiciada por el hombre son temas omnipresentes en su obra, pero su recuerdo está filtrado por su misma prosa elíptica, como a través de una serie de velos, de modo que la luz, en un principio cegadora, de aquellas catástrofes solo puede percibirse como un resplandor difuso. Y si bien Sebald apenas escribió sobre música, su enfoque de los siempre evanescentes residuos del pasado, las huellas de una pérdida anterior, reverberan hondamente en el juego fantasmal de presencias y ausencias de la música en sí, en sus fugaces momentos de contacto con las verdades mudas de otra época.
Como habrá advertido cualquiera que conozca la obra de Sebald, también me he inspirado en su convención de insertar en el cuerpo del texto fotografías sin leyenda descriptiva. En sus libros, esas imágenes incrustadas profundizan en el hechizo melancólico de su prosa, modulándolo en clave poética. En este, sirven a un propósito mucho más humilde, como una especie de contrapunto de memoria visual, que espero que contribuya de todas formas, desde su particular ángulo oblicuo, a la experiencia del lector. Cuando volvemos la mirada al pasado, escribió Sebald, «estamos mirando y apartando la vista sin parar».29
No es el enfoque con el que habitualmente se abordan estos temas. Lo acostumbrado es escribir la historia sin pararse a pensar mucho en la música, y la música se escucha a menudo como si fuera ajena a la historia. Este libro, en cambio, se plantea qué pasaría si consideráramos cada una a través del prisma de la otra; es decir, cuando el sonido se entrelaza con las historias y escuchamos el pasado con los oídos de la música.30No he adoptado este planteamiento por «rellenar algunos huecos», sino con la esperanza de iluminar y activar las posibilidades que se abren cuando tratamos de escuchar música en cuanto memoria de la cultura. Y dado que tales objetivos son en esencia generativos, porque tienen relación con cómo vivimos hoy y cómo experimentamos el arte aquí y ahora, no considero que el libro sea en esencia una obra elegiaca. Más bien se convierte, entre muchas otras cosas, en un experimento sobre el embrujo recíproco de música e historia. Experimento que solo habrá tenido éxito si cada una de ellas se hace más luminosa y plena de sentido en presencia de la otra.
Es una tentativa que llega en un momento cultural e histórico muy particular. Transcurridos más de setenta y cinco años desde el final de la guerra, la última generación que la vivió directamente y aún está en condiciones de contar sus propias vivencias está desapareciendo a gran velocidad. Pronto, nuestro contacto con aquellas obras de arte que sobrevivieron a su época será una de las pocas formas que nos queden de conocer ese pasado cada vez más distante, de lidiar con su legado, de encontrar nuevas maneras de convivir con sus fantasmas.31En ese contexto, aquellas obras musicales pueden considerarse depósitos vitales de memoria cultural, objetos en los que aún habita el pasado. Pasan a ser, tomando prestada una imagen del historiador francés Pierre Nora, «como conchas varadas en la arena al bajar la marea del mar de la memoria viva».32
En último extremo, mi esperanza es que la presente colección de vestigios, sonidos e historias pueda señalar el camino a nuevas formas de conocer el pasado y de «oír» la historia. No se trata de un proceso pasivo por parte del oyente; o, como observó una vez el compositor Paul Hindemith, «la música [...] no deja de ser ruido sin sentido a menos que llegue a una mente receptora».33En ese sentido, este libro es también, de forma implícita, un argumento a favor de lo que yo llamo escucha profunda; esto es, de escuchar la música entendiéndola como el eco del tiempo. La escucha profunda es a la memoria de la música lo que una interpretación a una partitura: sin músico que la ejecute, la partitura no es más que una colección de líneas y puntos desplegados sobre una página silente. De igual modo, sin escucha profunda no hay memoria en la historia de la música. Tan solo una transmisión de los sonidos inconexos de una sinfonía de Schubert en una habitación vacía. Tenemos «música clásica relajante». Sin escucha profunda, las voces del pasado susurran al vacío.
Es cierto que la música tiene su particular forma de enunciar esas voces, ¿y qué es la memoria, sino la representación de la presencia del pasado? En este libro, no obstante, también es determinante la convicción de que la mirada de la memoria no debe ser tan solo retrospectiva. Lo que elegimos recordar es, asimismo, lo que preservamos, y sobre lo que preservamos podemos construir. En este sentido, todo monumento conmemorativo apunta también al futuro. Hay una cita célebre del poeta Friedrich Schlegel: «El historiador es un profeta que mira hacia atrás».34En los mismos términos, el memorialista es un historiador que enfoca al futuro.
No hay que perder de vista en estos viajes a la intersección del sonido y la memoria el hecho fundamental de que la segunda guerra mundial y el Holocausto son dos sucesos de muy distinta naturaleza, por más que estén inextricablemente unidos. Si bien se superpusieron en el tiempo y en el espacio, la primera fue un conflicto geopolítico extendido por todo el globo, y el segundo, un cataclismo moral, ideológico y existencial que se desarrolló en su mayor parte en el continente europeo. Aunque la guerra se libró con brutales tecnologías modernas y un bárbaro desdén, rara vez visto antes, por la distinción entre combatientes y civiles, no dejaba de ser básicamente una competición entre naciones por poder y territorio, conforme a la tradición de guerras anteriores. El Holocausto, en cambio, supuso marcar a determinados grupos humanos como categóricamente menos que humanos, para proceder entonces a su exterminación sistemática, no como medio para lograr un fin, sino como fin en sí misma. Fue una ruptura, afirmaba el filósofo Jürgen Habermas, no solo en la historia, sino «en el nivel más profundo de la solidaridad entre todos los que lucen un rostro humano».35La música de la memoria refleja también esos solapamientos y distinciones.
En las décadas de posguerra, cada país contó la historia de aquellos tiempos catastróficos de forma distinta y, al hacerlo, dio forma a la visión de su memoria nacional de modo que se ajustara a las necesidades posbélicas del Estado. La Unión Soviética, por ejemplo, dio bombo a su propia victoria sobre el fascismo y al sacrificio colectivo de la nación en su conjunto. Esa narrativa, sin embargo, no dejaba sitio al reconocimiento del señalamiento específico de los judíos del país. De hecho, al mismo tiempo que honraba la memoria de la segunda guerra mundial, trató de borrar el recuerdo del Holocausto no solo de sucesos menores o periféricos, sino de todo él. La masacre nazi en suelo soviético más destacable tuvo lugar en Babi Yar, un barranco a las afueras de Kiev, donde identificaron y asesinaron a más de 33.000 judíos en el curso de dos días de septiembre de 1941.36Después de la guerra, el régimen soviético trabajó con una determinación brutal para eliminar cualquier recuerdo de aquella matanza. «Babi Yar», de Dmitri Shostakóvich, estrenada en 1962, era una respuesta demoledora a esa política de amnesia forzada. Además, exponía el efecto tremendamente desfigurante de una sociedad que conmemoraba una tragedia y enterraba otra.
En el Reino Unido, fue la primera guerra mundial, no la segunda, la que se erigió como el gran trauma nacional, que siguió atormentando la imaginería cultural hasta la década de 1960. El recuerdo de la Gran Guerra, como se la denominó, eclipsaba en gran medida la conmemoración del conflicto más reciente. Hasta tal punto que cuando se conmemoraba este último, se hacía de formas que a menudo minimizaban el Holocausto en favor de celebrar la determinación y el estoicismo de Gran Bretaña durante el famoso Blitz, el bombardeo alemán de poblaciones británicas, que comenzó en septiembre de 1940. En la imaginación popular, el Blitz afectó en primer término y sobre todo a Londres. Mucho menos recordado es el bombardeo de saturación de la ciudad de Coventry, que, en la noche del 14 de noviembre de 1940, fue arrasada por la aviación alemana en una operación a la que se dio el nombre en clave de Sonata Claro de Luna, por la bienamada pieza para piano de Beethoven. A la mañana siguiente, de la preciada catedral gótica del siglo XIV de la ciudad quedaban solo ruinas humeantes. No fue sino hasta 1962 cuando se completó la construcción de una nueva catedral de Coventry, ingeniosamente diseñada para incorporar los restos de su predecesora, que se conservaron. Con motivo de un festival para celebrar la consagración del nuevo templo, se encargó a Benjamin Britten, el compositor más célebre del país, que escribiera una obra de gran calado. Él respondió con su Réquiem de guerra, que es a la vez un desgarrador tributo a la experiencia bélica del país y el alegato de un pacifista en favor de un futuro sin guerras. Y, sin embargo, el conmovedor mensaje universal de la obra oculta tanto como revela.
Un oyente que se sumergió de lleno en las profundidades de la música de Britten fue Shostakóvich. Así como a Strauss y a Schönberg los unía la creación de la cultura moderna alemana; a Britten y Shostakóvich también los hermanaba un profundo vínculo en sus vidas y en su arte. Los dos se veían a sí mismos como elementos extraños, cuando el hecho es que ocupaban posiciones influyentes en el epicentro de sus respectivas culturas musicales nacionales. Durante la década de 1960, en la que ambos estaban creando sus grandes conmemoraciones musicales, Shostakóvich escribía a Britten cartas de enternecedora franqueza, despachos que cruzaban el telón de acero y parecían enlazar sus soledades contiguas. En manos de estos dos artistas, la memoria se ilumina desde dentro.
En respuesta en buena medida al Réquiem de guerra, Shostakóvich creó su Sinfonía n.º 14, que dedicó expresamente a Britten. La Decimocuarta —una sinfonía de canciones basadas en poemas de estremecedora belleza de Rilke, Lorca, Apollinaire y otros— desnuda la guerra y los conflictos humanos reduciéndolos a lo más esencial: la naturaleza íntima tanto de vivir como de morir, y pone esas verdades frente a la inmortalidad del arte. Es el último destino del periplo de este libro por los sonidos y silencios de la memoria.
En su escrito sobre los monumentos conmemorativos del Holocausto, el profesor James Young narra la sorprendente historia de la creación de un monumento... invisible.37Fue concebido por el artista conceptual alemán Jochen Gerz, e instalado en la ciudad germana de Saarbrücken. El lugar elegido fue una amplia plaza adoquinada frente al edificio municipal que durante el Tercer Reich alojó el cuartel general de la Gestapo local. Para este proyecto tan sumamente audaz, Gerz reclutó equipos de estudiantes para que entraran en la plaza de noche y, en secreto y a golpe de cincel, levantaran docenas de adoquines, que reemplazaron provisionalmente con otras piedras, a modo de referencia. El grupo se llevó entonces los adoquines originales y, en la privacidad de un taller, grabaron en ellos los nombres y localizaciones de más de doscientos cementerios judíos de Alemania que habían sido destruidos o abandonados durante el mandato de Hitler. Una vez completadas las inscripciones, los adoquines fueron devueltos a su ubicación original en la plaza.

Y aquí es donde el monumento conmemorativo de Gerz38 daba un salto conceptual: cuando sus equipos reinstalaron discretamente las piedras, colocaron cada una con el lado inscrito hacia abajo, haciendo las inscripciones mismas del todo invisibles. Al empezar a difundirse la noticia de esta acción conmemorativa clandestina, los habitantes de la ciudad acudieron a la plaza en manadas, buscando, presos de indignación, la propiedad pública profanada... solo para encontrarse unos con otros. «Esta sería una conmemoración interior —escribe Young—. Siendo las únicas formas en pie en la plaza, los visitantes se convertirían ellos mismos en los monumentos conmemorativos que buscaban».39
Inspirándonos en el tratamiento dado por Gerz a los espacios públicos de la memoria, podemos imaginar el pasado musical como si fuera otra inmensa plaza empedrada. En las páginas siguientes, aplicaremos el cincel a unos cuantos adoquines y los consideraremos en sus propios términos, pero además haremos en ellos una nueva inscripción y entonces los devolveremos a su lugar de origen. La superficie sonora de la música, naturalmente, seguirá igual, pero confío en que, sabiendo lo que pone por debajo, podamos llegar a oír de distinta manera tanto las obras mismas como la memoria cultural que reverbera entre sus notas.