II. ¿Qué es una universidad?

Si me pidieran que describiera del modo más asequible y breve posible qué es una universidad, utilizaría su antigua denominación de studium generale o «escuela de aprendizaje universal». Esta descripción supone la congregación de desconocidos procedentes de todas partes en un lugar. De todas partes: si no, ¿cómo se van a encontrar profesores y estudiantes para todas las ramas del saber? Y en un lugar: si no, ¿cómo va a poder constituirse una escuela? Así pues, dicho de forma simple y rudimentaria, es una escuela de todo tipo de saberes formada por docentes y discentes procedentes de todos lados. Muchos otros requisitos deben completar de manera satisfactoria la idea contenida en esta descripción; pero parece que, en esencia, una universidad es una cosa así: un lugar para que se comunique y fluya el conocimiento, mediante la relación entre personas procedentes de un extenso territorio.

No hay nada de rocambolesco o poco razonable en la idea que aquí se nos presenta. Y si una universidad es eso, entonces una universidad no hace más que responder a una necesidad de nuestra naturaleza; y no es sino una forma concreta de cubrir, en un contexto determinado —entre muchas otras formas que podrían plantearse en otros tantos contextos—, esa necesidad. La educación mutua, en un sentido amplio de la palabra, es una de las grandes e incesantes ocupaciones de la sociedad humana, que, en parte, tiene un objetivo y, en parte, no. Una generación forma a la otra; y cada generación actúa sobre sí misma a través de las personas individuales que la constituyen. Excuso decir que, en este proceso, los libros, es decir, la litera scripta, son un instrumento especial. Esto es verdad, y lo es muy particularmente en nuestra época. Si consideramos el prodigioso poder de la imprenta y cómo este se manifiesta en nuestros días mediante la incesante producción de periódicos, tractos, panfletos, obras seriadas y literatura menor, debemos conceder que nunca antes se había cumplido en tal medida la promesa de facilitar todo tipo de medios de información e instrucción. ¿Qué más se puede pedir —dirán algunos— para la formación intelectual, en todo y para todos, que tan abundante, diversa y persistente difusión de todo tipo de conocimiento? ¿Por qué —preguntarán otros— tenemos que acercarnos al conocimiento cuando es el conocimiento el que se acerca a nosotros? La sibila escribía sus profecías en las hojas del bosque, y las derrochaba; pero aquí nos podríamos permitir hasta cierto punto tan inconsciente dispendio sin que se diera pérdida, debido a la fabulosa fecundidad del instrumento inventado en los últimos tiempos. Tenemos sermones en las piedras y libros en los arroyos9; obras más vastas y completas que aquellas que hicieron inmortales a los antiguos se imprimen cada mañana y se envían a los confines de la tierra a una velocidad de cientos de millas al día. Multitud de pequeños tratados llenan nuestras casas y se esparcen por nuestras calles; y hasta los muros de la ciudad predican la sabiduría, al informarnos mediante carteles de dónde podemos comprarla.

Admito todo esto y mucho más: así se da nuestra educación popular con resultados notables. Sin embargo, al final, incluso en nuestro tiempo, cuando alguno se plantea seriamente conseguir lo que en el habla comercial se denomina «buen género», cuando busca algo preciso, refinado, realmente esplendoroso, algo de un gran tamaño, algo exquisito, va a otro mercado; se sirve, de un modo u otro, del método rival: del antiguo método de instrucción oral, de la comunicación directa entre hombre y hombre, de profesores en vez de aprendizaje, de la personal influencia de un maestro y la humilde iniciación de un discípulo y, en consecuencia, de esos grandes centros de peregrinaje y reunión que tal método de educación necesariamente requiere. Pienso que esto es aplicable a todos esos ámbitos o aspectos de la sociedad que tienen suficiente interés como para mantener a los hombres unidos o constituir lo que se denomina «un mundo». Es aplicable al mundo político, al mundo de las clases altas y al mundo religioso; y es aplicable también al mundo literario y científico.

Si las acciones de los hombres pueden tomarse como la medida de sus convicciones, entonces hay motivos para decir lo siguiente: que la función y la inestimable aportación de la litera scripta es la de ser un registro de la verdad, una autoridad de apelación y un instrumento de enseñanza en las manos de un maestro; pero que, si queremos ser precisos y estar convenientemente instruidos en cualquier rama del saber que esté diversificada y sea complicada, debemos consultar a personas vivas y escucharlas viva voz. No estoy obligado a investigar cuál sea la causa de esto, y soy consciente de que las cosas que diga no estarán respaldadas por un análisis completo, pero quizás podríamos sugerir que ningún libro puede responder a la gran cantidad de minuciosas preguntas que pueden formularse sobre cualquier tema amplio, ni puede plantear todas las dudas que podrían tener los sucesivos lectores. Y ningún libro puede expresar el especial espíritu y las delicadas peculiaridades de la materia de la que trata con la rapidez y la certidumbre que acompañan a la afinidad entre espíritus que se produce a través de los ojos, la mirada, el acento y el gesto, en expresiones coloquiales que se utilizan sobre la marcha y en los imprevisibles derroteros por los que discurre a veces la conversación informal. Pero me estoy entreteniendo demasiado con una cuestión que no deja de ser un aspecto secundario de mi tema principal. Sea cual sea la causa, el hecho es innegable. Los principios generales de cualquier disciplina puede aprenderlos uno mediante libros en casa; pero el detalle, el color, el tono, el espíritu, la vida que hace que esa disciplina viva en nosotros…, todo eso debe uno recibirlo de aquellos en los que ya vive. Uno debe imitar al estudiante de francés o de alemán que no se contenta con saber la gramática, sino que va a París o a Dresde; uno debe tomar ejemplo del joven artista que aspira a visitar a los grandes maestros en Florencia y Roma. Hasta que no se descubra una especie de daguerrotipo intelectual que capte el discurrir del pensamiento y la forma, características y peculiaridades de la verdad, tan completa y minuciosamente como el instrumento óptico reproduce el objeto sensible, deberemos acudir a quienes enseñan sabiduría para aprender sabiduría, deberemos acudir a la fuente y beber allí. Parte de esa sabiduría puede llegar desde allí hasta los confines de la tierra a través de los libros, pero la plenitud solo está en un sitio. Es en tal congregación y comunidad del intelecto donde se escriben los libros —las obras maestras del ingenio humano—, o, al menos, donde se originan.

El principio sobre el que vengo insistiendo es tan obvio, y hay tal cantidad de ejemplos pertinentes, que consideraría tedioso continuar con este asunto, de no ser porque un par de esos ejemplos puede contribuir a clarificar mis palabras sobre el tema, las cuales pueden no haber hecho justicia a la doctrina que mediante ellas he querido hacer valer.

Por ejemplo, las formas refinadas y ese saber estar que da la educación —cualidades tan difíciles de conseguir y tan estrictamente personales cuando se consiguen— son muy admiradas por la sociedad y de la sociedad se adquieren. Todo eso es lo que conforma al caballero: el porte, el modo de andar, la manera de hablar, los gestos, la voz; la serenidad, el dominio de sí, la cortesía, la facilidad para conversar, la capacidad de no ofender; los nobles principios, la exquisitez de pensamiento, la felicidad del semblante, el gusto y la oportunidad, la generosidad de espíritu y la tolerancia, la franqueza y la consideración, la munificencia. De todas estas cualidades, unas se dan por naturaleza, otras pueden encontrarse en cualquier clase social y otras son un mandato directo del cristianismo, pero el conjunto de todas ellas, su reunión en la unidad de un carácter individual, ¿cree alguien que puede aprenderse en los libros?, ¿acaso no se adquieren, necesariamente, en ese mismo sitio donde se encuentran: en la alta sociedad? La misma naturaleza del caso nos lleva a decir esto: nadie puede practicar la esgrima, si no tiene un contrincante, ni puede debatir con nadie, si no sostiene una tesis; y del mismo modo, es evidente que uno no puede aprender a conversar, si no tiene con quien conversar; uno no puede despojarse de su natural timidez, torpeza, frialdad o cualquier otro defecto dominante hasta que no pase un tiempo en algún tipo de escuela de buenos modales. Pero bueno, ¿acaso no es esa la realidad? La metrópoli, la corte y las grandes mansiones del campo son centros a los que el pueblo acude en los tiempos establecidos como a santuarios del refinamiento y el buen gusto; y cuando llega el momento, el pueblo vuelve a su casa, enriquecido con parte de esas virtudes sociales que las propias visitas contribuyen a mostrar y realzar en quienes gentilmente las dispensan. No se nos ocurre de qué otra forma podría mantenerse la «caballerosidad»; y de hecho, así es como se mantiene.

Y ahora un segundo ejemplo, en el que también voy a hablar sin una experiencia personal del asunto que presento. Admito que no he estado en el Parlamento, como tampoco me he movido en el beau monde; y aun así, no puedo sino pensar que el arte de gobernar —lo mismo que la educación de alta cuna— no se aprende en los libros, sino en ciertos centros de educación. No me parece aventurado decir que el Parlamento pone al hombre inteligente au courant de la política y de los asuntos de Estado de una forma que le resulta sorprendente. Un miembro de la asamblea legislativa, si es medianamente perspicaz, empieza a ver las cosas con nuevos ojos, aun cuando sus opiniones no experimenten ningún cambio. Las palabras tienen ahora un significado, y las ideas una realidad, que no tenían antes. Esa persona escucha muchísimas cosas, en discursos públicos y en conversaciones privadas, que nunca se van a poner por escrito. Los intríngulis de las medidas y sucesos, la acción de los partidos y el modo de ser de amigos y enemigos se presentan ante quien está ahí metido con una nitidez que jamás podría conseguir con un concienzudo examen de lo que recogen los periódicos. El arte de gobernar se consigue mediante el acceso a los manantiales de donde brota la sabiduría y la experiencia política, el trato diario, de todo tipo, con la multitud de personas que se acercan a ellos, la familiaridad con su desempeño y las contribuciones de hecho y opinión que le facilitan innumerables testigos procedentes de todas partes. Pero no es necesario que explique algo que se puede constatar: las Casas del Parlamento y el ambiente que las rodea son una especie de universidad de la política.

Por lo que respecta al mundo de la ciencia, encontramos un notable ejemplo del principio que estoy ilustrando en las periódicas reuniones que se dan para su progreso, las cuales se han multiplicado en los últimos veinte años, como es el caso de la British Association. A muchos, puede que tales encuentros les parezcan, a primera vista, simplemente ridículos. Más que ninguna otra materia de estudio, la ciencia se transmite, se difunde, mediante libros o mediante la enseñanza personal; los experimentos y las investigaciones se desarrollan en silencio; los descubrimientos se producen en soledad. ¿Qué tienen que ver los filósofos con las celebraciones festivas y las solemnidades panegíricas con la verdad matemática o física? Sin embargo, si examinamos el asunto más atentamente, descubrimos que ni siquiera el pensamiento científico puede prescindir de las sugerencias, la instrucción, el estímulo, el apoyo y la relación con muchísimas personas que esas reuniones garantizan. Se escoge una buena época del año, en la que los días sean largos, los cielos claros, sonría la tierra y la naturaleza exulte; se eligen por turno ciudades o pueblos de nombre antiguo o moderna opulencia, donde haya amplios edificios y la acogida sea cordial. Lo novedoso del sitio y las circunstancias, la emoción de ver caras nuevas o de reencontrarse con las muy conocidas, la majestuosidad del rango o del genio, los amables cumplidos de hombres satisfechos consigo mismos y con los demás; los elevados espíritus, el flujo de pensamiento, la curiosidad; las secciones matutinas, el ejercicio al aire libre, la mesa con un abundante y bien merecido almuerzo, la hilaridad fina, la tertulia vespertina; la conferencia brillante, los debates, disensos y coincidencias de grandes hombres entre sí, las explicaciones de procesos científicos, esperanzas, decepciones, conflictos y éxitos, los espléndidos discursos encomiásticos. Se considera que estos y otros elementos similares que constituyen la celebración anual consiguen algo real que contribuye al progreso del conocimiento y que no puede conseguirse de ningún otro modo. Por supuesto, se trata de celebraciones que solo pueden darse de vez en cuando, y que se corresponden, en las universidades, con las anuales defensas para la obtención de grados, el acto de inauguración del curso o los actos conmemorativos, no con su actividad ordinaria; pero son de naturaleza universitaria y no me cabe duda de su utilidad. Contribuyen a la promoción de un cierto modo de vida y, por así decirlo, a una comunicación física del conocimiento entre unos y otros, a un intercambio general de ideas, a la comparación y el ajuste de una ciencia con otra ciencia, a la ampliación de horizontes, intelectuales y sociales, a un ardiente amor por la materia de estudio que cada persona elige y a una noble devoción por los intereses de aquella.

Tales encuentros, lo repito, solo se dan de tiempo en tiempo y solo representan parcialmente la idea de universidad. El bullicio y el ajetreo que normalmente los acompañan no se compadecen con el orden y la seriedad que requiere la auténtica formación intelectual. Anhelamos un modo de instrucción que no conlleve la interrupción de nuestros ordinarios hábitos; pero tampoco necesitamos afanarnos mucho, porque el natural discurrir de las cosas lo trae consigo, mientras debatimos sobre ello. En todo gran país, la metrópoli se convierte en una especie de necesaria universidad, nos guste o no nos guste. Como ciudad principal, es la sede de los tribunales, la alta sociedad, la política y la ley, y también, de hecho, es la sede de las letras; y en nuestro tiempo —y así ha sido durante muchísimos años—, Londres y París son, de facto y en cuanto al funcionamiento, universidades; aunque en París su famosa universidad ya no existe10 y, en Londres, la universidad se reduce a un consejo de administración. Los periódicos, revistas, gacetas, diarios y publicaciones de todo tipo, el negocio editorial, las bibliotecas, los museos y las academias que allí se encuentran, las sociedades culturales y científicas…, todo ello, necesariamente, confiere a la metrópoli una función universitaria. Y ese ambiente de intelectualidad —que en tiempos pretéritos impregnaba Oxford, Bolonia o Salamanca— se ha trasladado, al cambiar los tiempos, al centro de gobierno civil. Allí llegan jóvenes provenientes de todos los rincones del país: estudiantes de leyes, medicina y las bellas artes, y los employés y attachés de la literatura. Su vida allí depende de lo que el azar les depare, pero están satisfechos con su temporal hogar, porque encuentran todo lo que se les prometió. No han ido en vano, por lo que respecta al objetivo que perseguían al ir allí. No han aprendido religión, pero han aprendido bien su profesión concreta. Y además, se han familiarizado con los hábitos, modos y opiniones del sitio que los acoge, y han contribuido a que esas tradiciones se mantengan. No podemos, por tanto, prescindir de las universidades virtuales; y una metrópoli es eso. La sencilla cuestión que se sigue es si la educación que se busca y que se imparte debe basarse en principios, formarse mediante reglas y dirigirse a los más elevados fines o si debe dejarse en manos de una aleatoria sucesión de maestros y escuelas, unos detrás de otros, con un triste derroche de intelecto y un elevado peligro para la verdad.

La propia enseñanza de la religión nos proporciona, en cierto modo, una ilustración de la materia que nos ocupa. Efectivamente, no se encuentra únicamente en los centros neurálgicos del mundo; esto es imposible, por la misma naturaleza del caso. Se dirige a muchos, no a unos pocos; su objeto de estudio es la verdad necesaria para nosotros, no la verdad recóndita y poco común; pero concurre con el principio de la universidad en tanto en cuanto su gran instrumento —o más bien órgano— ha sido siempre aquel que la naturaleza prescribe para toda educación: la presencia personal del profesor o, dicho en lenguaje teológico, la tradición oral. La voz viva, el aliento del otro y la expresión de su semblante son los que predican, los que catequizan. La verdad —ese principio sutil, invisible y de tipos muy diversos— se vierte en el espíritu del discente por sus ojos y oídos, a través de sus afectos, su imaginación y su entendimiento; se vierte en su espíritu y se sella allí a perpetuidad a base de proponerla, repetirla, a base de preguntar y volver a preguntar, de corregir y explicar, de avanzar y recurrir entonces a los primeros principios, a base de emplear todos esos modos que lleva implícitos la palabra «catequizar». En la primera época, esta tarea requería mucho tiempo; se dedicaban meses, a veces años, a la ardua labor de liberar de los errores paganos el espíritu de los cristianos incipientes y modelarlo según la fe cristiana. El estudio de las Escrituras estaba ciertamente a disposición de todo el que pudiera servirse de ellas; pero san Ireneo11 no duda en hablar de razas enteras que se habrían convertido al cristianismo sin saber leerlas. No saber leer ni escribir, en aquellos tiempos, no era sinónimo de falta de conocimiento: los eremitas del desierto eran, en este sentido de la palabra, iletrados; y sin embargo, el gran san Antonio12, aunque no sabía leer, estaba en las controversias al nivel de los sabios filósofos que acudían a él para probarle. Lo mismo Dídimo, el gran teólogo alejandrino, que era ciego. La disciplina antigua, llamada Disciplina Arcani, se basaba en el mismo principio. Las doctrinas más sagradas de la Revelación no se consignaban en libros, sino que se transmitían mediante una tradición sucesiva. Parece que la enseñanza sobre la Santísima Trinidad y la eucaristía se transmitió así durante varios cientos de años; y cuando por fin se puso por escrito, ha ocupado muchos volúmenes, que, sin embargo, no han agotado el tema.

Pero ya he dicho más que suficiente para ilustrar lo que nos ocupa. Acabo como empecé: una universidad es un lugar de encuentro al que acuden estudiantes de todas partes para adquirir todo tipo de conocimientos. Uno no puede tener lo mejor de cada tipo de cosa en todas partes; hay que acudir a grandes ciudades y emporios para conseguirlo. Ahí se encuentran juntos los productos más selectos de la naturaleza y el arte, que, por separado, se encuentran en otros sitios. Todas las riquezas del campo y del mundo se llevan hasta allí; allí están los mejores mercados y los mejores trabajadores. Es el centro del comercio, la corte suprema de la moda, el árbitro de los talentos rivales y la medida de las cosas singulares y preciosas. Es el lugar para ver galerías con pinturas de primer orden y escuchar voces maravillosas e intérpretes con un talento sin límites. Es el lugar de los grandes predicadores, los grandes oradores, los grandes aristócratas, los grandes estadistas. En la naturaleza de las cosas, la grandeza y la unidad van juntas: la excelencia presupone un centro. Y eso es —por tercera o cuarta vez lo digo— una universidad; espero no aburrir al lector con mi insistencia. Es un lugar en el que un millar de escuelas hacen sus contribuciones; en el que el intelecto puede vagar y especular seguro, con la certeza de que encontrará a su igual en alguna actividad antagonista y a su juez en el tribunal de la verdad. Es un lugar donde se promueve la investigación y los descubrimientos se verifican y desarrollan hasta el final, donde la precipitación resulta inocua y se evidencia el error, al confrontarse espíritu con espíritu y conocimiento con conocimiento. Es el lugar donde el profesor se torna elocuente, donde es misionero y predicador, donde muestra su ciencia de forma más completa y atractiva, donde la entrega con el celo que da el entusiasmo y enciende los pechos de los que lo escuchan con el amor que siente por ella. Es el lugar donde el catequista hace buena la tierra que pisa al avanzar, engendrando día a día la verdad en la memoria dispuesta e introduciéndola y afirmándola en la razón que se expande. Es un lugar que se gana la admiración de los jóvenes por su celebridad, enciende los afectos de los hombres de mediana edad por su belleza y afianza la fidelidad de los ancianos por los recuerdos. Es asiento de la sabiduría, luz del mundo, ministro de la fe y alma mater13 de la generación que se está formando. Es todo esto y mucho más, y requiere una cabeza y una mano algo mejores que las mías para describirla bien.

Tal es una universidad en su idea y en su fin; tal fue de hecho, en gran medida, en tiempos pretéritos. ¿Volverá a serlo de nuevo? Nos disponemos a intentar que lo sea, con la fuerza de la Cruz, bajo el patrocinio de la Santísima Virgen y en el nombre de san Patricio.