CAPÍTULO TRES

15 de junio de 1991

Mayte Gabaldón supo lo que había sucedido antes de que pudiese razonarlo. Pero se negó al miedo. Aquel día lo llamó varias veces y cada silencio fue una bala perdida chiflando en su conciencia. Mantuvo la calma y condujo hacia Carcaixent por la tarde, inquieta, pero incapaz de imaginar lo inimaginable. Volvió a negarse al miedo. Encontró la verja del huerto abierta y, durante los seiscientos metros de camino flanqueados de naranjos, esperó encontrarlos debajo de una gran higuera frente a la casa, donde a Sergi le gustaba sentarse a beber agua limón y leer la prensa deportiva. Pero no estaban.

Fue la tercera vez que se negó al miedo.

Vio el Ford Sierra Ranchera aparcado al sol, con las ventanillas bajadas, y la puerta abierta de la vivienda. El eco de su voz retumbó en la casona igual que en una sima oscura. No obtuvo respuesta. Caminó hacia la balsa, el cielo limpio se reflejaba en el agua como un espejo, y por cuarta vez intentó dominarse. Desanduvo sus pasos y subió a las habitaciones nombrando a la niña en voz alta. Sintió que su corazón era un puño golpeándola desde dentro, pero contuvo su preocupación como si extinguiera el calor de unas ascuas. Abrió puerta tras puerta, un vistazo al cuarto de Marta y luego al de Sergi para llamar por teléfono a su suegra, pero ella tampoco sabía nada de él.

Respiró hondo y se volvió a reprimir, nerviosa.

Esta vez fue diferente. Descendió acelerada las escaleras revestidas en cerámicas y, en el último peldaño, distinguió una discreta corona de sangre sobre el color terracota del suelo. Entonces un zumbido extraño la descolocó, pero ni siquiera en aquel momento se atrevió a atar cabos. Aguzó su mirada por los mosaicos del mismo modo en que se buscan los detalles más ínfimos y, solo cuatro escalones más arriba, volvió a ver el imperceptible rastro de la sangre sobre el suelo rústico. Entonces ya fue imposible mantener la calma. El miedo reventó dentro, y los añicos rompieron su serenidad como si fuese un frágil cristal. Volvió a subir, pero esta vez sus pasos fueron confusos hasta volver a la habitación de Marta. Solo entonces reparó en que su camita estaba deshecha, y en varias máculas de sangre, casi imperceptibles, entre el lecho y la ventana.

No se atrevió a imaginar lo que había sucedido. Ni siquiera quiso hacerlo horas después, cuando criminalística encontró más sangre en el maletero del coche y una pala con restos de tierra.

El destino estaba escrito, pero Mayte Gabaldón tardó en comprenderlo.