CAPÍTULO UNO
15 de junio de 1991
El odio es un relámpago que se prolonga demasiado, una astilla de rabia que estalla en el cerebro hasta oscurecerlo todo. Solo podía imaginarlo escupiendo su ira como si fuesen guijarros, con los narcóticos de los remordimientos empujándolo hacia un torbellino —a ella le costaba reconstruir lo que pasó—. Durante aquella madrugada del viernes 15 de junio de 1991, la pinada en la montaña era como el vientre de una ballena, una lóbrega, estrecha y alargada carretera por la que conducía desde la urbanización San Blas hacia el pueblo dormido. Los análisis forenses descartaron el alcohol o los estupefacientes. Sergi fue una sombra que ladeó Carcaixent y se encaminó hacia el norte, entre herbaje y cañizares atravesados por un estrecho camino que conducía hacia los naranjales. Pero él no pasó por un túnel que conducía hacia ellos, sino que trepó el montículo por donde transcurrían las vías férreas con los demonios del remordimiento quemándole los pies —Clara Guinzburg no podía imaginarlo de otra manera—. Luego se tumbó sobre las traviesas de madera como si fuese un leño, del mismo modo en que se hubiese tumbado en el campo para contemplar las estrellas. El resto fue esperar, hasta que el tren de cercanías de las 5:55 de la mañana hizo vibrar el metal sobre el que apoyaba su cabeza. La noche parecía una cúpula cálida y oscura, y quizá Sergi sintió el tironeo del miedo, el silencio monstruoso a su alrededor y gritos magullando su cabeza. Pero no se arrepintió —ella temió teclear que tuvo valor—. Permaneció casi inerte, decidido a llevarse su recuerdo al otro mundo. Tumbado sobre la gravilla e incomodado por uno de los rieles a la altura de su cintura, quizá pensó que aquello era apenas un leve castigo en relación al que hubiera merecido y, en un primer momento, el acero apenas fue una imperceptible oscilación que lo obligó a volver su cabeza hacia la izquierda y así divisar un diminuto punto de luz lejano que acabó convirtiéndose en una vibración feroz, hasta que fue un temblor. Apenas habría tenido tiempo para razonarlo todo: la inminencia del rugido, la fuerza de gigante engullendo kilómetros lo haría sudar su locura y tal vez gritar la adrenalina con un aullido desgarrador, hasta que llegase la envestida de toneladas con una furia inaudita.
Quizá la muerte estuviese llena de lucidez.
Quizá llena de vergüenza.
Y rencor.
La investigación forense tardó varios días en identificar el cuerpo. El maquinista solo pudo frenar cuando estuvo a punto de arrollarlo. Aquel cuerpo se había convertido en un amasijo de carne irreconocible, mezclado con jirones de telas de una camiseta oscura y una bermuda vaquera. Las ruedas habían triturado el cráneo y seccionado el torso de las piernas. La Guardia Civil tuvo que rastrear alrededor de cincuenta metros para reconstruir el cuerpo al completo, y la sospecha de que podía tratarse del cadáver de Sergi Agulló tomó forma cuando Mayte Gabaldón denunció la desaparición de su marido…
Y de su hija.