CAPÍTULO OCHO

Martes 21 de mayo de 2019

En varias fotos aparecía un muchacho con barba rala y una sonrisa traviesa y canalla a la vez —al menos así le pareció a Clara Guinzburg—. Su madre y él eran jóvenes. Veintipocos años, pensó. En una de las fotografías se distinguía un ancho paseo junto a la playa, la misma que en una postal de Cullera datada en junio de 1988. Adjunta a ella, con un clip, había una servilleta ya amarillenta con una dirección de Valencia y un texto: «Siempre nos quedará nuestro verano. Te quiero. Sergi». En otra foto, su madre posaba con dos muchachos y una joven, también en la playa. Junto a aquella mujer aparecía en dos fotos más: en una con bañador y camiseta y en el fondo un cartel que ponía «Aquopolis»; en otra, vestidas con vaqueros y tops ajustados en la puerta de lo que parecía un pub. Detrás de cada imagen y escrito en bolígrafo se podía leer: «Silvia y Mónica. 1988». Lo mismo que en una postal de Río de Janeiro, en la que aparecía otra vez Mónica. «Solo faltas tú», tenía escrito detrás. También encontró un sobre con una brevísima carta firmada por ella. Le hablaba de su nueva oficina, de cómo había tenido que organizar una mudanza en dos semanas y poco más. «Te llamo pronto. Esta es mi nueva dirección y mi número de teléfono. Mónica Vert. Calle Balleneros, 5, 1º A. San Sebastián. 94 348 1304».

El apartado más extenso era el de las cartas de Sergi Agulló: cuatro de 1988, cinco de 1989 y una de enero de 1991. Era evidente que su madre había mantenido una relación sentimental con aquel hombre. Leyéndolas podía reconstruir que durante el verano de 1988 se habían conocido en la playa de Cullera cuando Silvia Ros estuvo allí con Mónica, y que habían intentado mantener la relación a distancia durante tres años, aproximadamente. Había constancia de que, al menos una vez, se habían reencontrado en Barcelona. Aquellas cartas estaban plagadas de «no quiero perderte», «vamos a intentarlo», «no puedo vivir sin ti», o simplemente de «te quiero» muy recurrentes en todas ellas. Era evidente también que aquella relación se había desarrollado al mismo tiempo que su madre estaba de noviazgo con su padre, y casados también. Sergi Agulló nunca lo mencionaba, solo se refería a un «él» más de una vez. Aquella certeza era incuestionable. El 30 de septiembre de 1988 escribía: «Sentí mucho que te hubieses casado», pero también «me ha hecho feliz saber de ti» y un dramático «no pierdo la esperanza de volver a verte».

Sin embargo, toda aquella información venía envenenada por el suicidio de Sergi Agulló. Todas aquellas cartas se enturbiaban con un simple y espeluznante spoiler: su madre había mantenido un vínculo amoroso con un desequilibrado que mató a su hija por despecho a su mujer y, por algún motivo, Silvia había decidido guardar aquellos recortes entre recuerdos importantes para ella. ¿Demencial? ¿Sorprendente? Clara simplemente lo estaba digiriendo.

Aquella carpeta contenía tres recortes de periódico de junio de 1991. Los titulares eran demoledores: «El parricidio de Valencia conmueve a la opinión pública». «Se suicida después de esconder el cadáver de su hija en la montaña». «La Guardia Civil continúa la búsqueda de la niña presuntamente asesinada por su padre». Su madre había subrayado: «El equipo de criminalística encontró más sangre en el maletero del presunto parricida y una pala con restos de tierra». Había sucedido en la localidad de Carcaixent y adquirido gran trascendencia a nivel nacional, algo que Clara Guinzburg pudo constatar en una rápida búsqueda online en los medios de entonces. Así supo que el cadáver de la niña jamás había aparecido, y que todas las investigaciones apuntaban a un enterramiento en algún paraje alejado poco antes de que su padre se quitara la vida.

De su madre sabía muy pocas cosas, y toda aquella información desordenó por completo las piezas que había encajado hasta el momento. De hecho, prácticamente todo lo que sabía de su pasado era a través de su padre, quien jamás le había mencionado nada cercano a lo que Clara estaba vislumbrando en aquella carpeta azul.

Y esa información estaba a punto de poner su vida patas arriba.

Entonces volvió a meditarlo con calma.

No podía esconderlo. Era inevitablemente cierto: tenía una historia. Y de esas que merecían ser contadas, tal como le había recordado Nora Rizzo.