CAPÍTULO SIETE

Lunes 20 de mayo de 2019

Nora Rizzo la recibió en un ático situado justo sobre la Gran Vía madrileña. Desde la terraza, la ciudad era un mar de edificios blanquecinos y azoteas rojizas. El bullicio del centro de Madrid llegaba amortiguado por la altura, como el rumor incomprensible de un enjambre. Su apartamento era de una sencillez exquisita: paredes tostadas, cuadros enmarcados en blanco, sillones grises, parqué color caoba, halógenos minimalistas de acero inoxidable y muebles en hueso y de diseño. Nora Rizzo y Clara Guinzburg se sentaron en el salón junto a una enorme palma kentia que el fotógrafo aprovechó para que saliera en las fotos. A Clara le asombraba la metamorfosis de aquella mujer en tan poco tiempo, por eso La Voz de América quería una entrevista a varias páginas en la sección de Cultura.

Nora Rizzo era un caso entre mil millones con apenas cuarenta y cinco años, tal como decía ella. «A mí me tocó la lotería, y de verdad». Solo diez años atrás, daba clases de Lengua y Literatura en la Escuela Nacional N.º 2 de Venado Tuerto, un pueblo al sur de la provincia de Santa Fe. «No sé si estuviste alguna vez allí. Frío en invierno, un infierno de calor en verano y nada para hacer. Solo pasear por un campo infinito que da de comer a toda la Argentina y más allá». Su vida anodina —ni pareja le adjudicaban— le dejaba muchas horas para matar el tiempo con quimeras de escritora. Había escrito un par de novelas que habían ido a parar directamente a un cajón porque le daba vergüenza autoeditarse e ir teniendo que vender el libro de mano en mano, como hacía la mayoría de los autores que ella conocía. «A mí nunca me gustó hablar. Solo escribir. Nunca me gustó venderme. Ni entonces, ni ahora». Nora Rizzo dijo aquello con firmeza, pero sabedora de que ya no necesitaba hablar de ella misma para que se vendiesen sus libros. «Entrevistas, las justas, ya lo sabes, pero a La Voz de América se lo debía desde hace años. No quiero que en Argentina piensen que reniego de mi país».

Una novela había cambiado su historia. Entre la ambigua armonía de la desidia y la esperanza, envió Patagonia a una de las agencias literarias más importantes en castellano, en Barcelona. Ni siquiera quiso hacerlo con los sellos de Buenos Aires, sino que la adjuntó en un e-mail a Europa. «¡Pensé que en Argentina no le iba a interesar a nadie!». Tardó seis meses en recibir noticias, y para ese entonces había perdido la esperanza de que su correo hubiese sido leído.

La agencia quería colocar el libro en Global Media, el grupo editorial más importante en español. Y así fue. Estaban fascinados, y aquello fue solo la antesala de lo que vendría después. Como si de un cuento de hadas se tratase, en España llegó a vender más de ciento cincuenta mil ejemplares en tres meses. No había booktuber que no la recomendara, ni sección literaria nacional en la que no apareciera. Los referentes culturales más importantes del país, como Babelia o El Cultural, le dedicaron espacios destacados, y aquel halo de escritora invisible al estilo Elena Ferrante o Sam Savage le aportó tal encanto editorial que el libro acabó en el inesperado posado de fotos de la reina Letizia en el Palacio de Marivent, la residencia de los reyes en Mallorca. Aquello fue como dinamita para el fuego, y las ventas se multiplicaron por diez en España, y luego en Latinoamérica. «Fue la tormenta perfecta. No se puede explicar de otra manera». En solo un año se vendieron casi dos millones de ejemplares en castellano. Luego de que la editorial alemana Fischer adelantara tres millones de euros por los derechos de la obra, las traducciones llegaron una tras otra, hasta treinta lenguas en cuarenta países hasta el momento. A partir de entonces, cada novela fue un éxito, y llevaba tres. «¿Quién podría haber soñado con algo así?», y aquello Nora Rizzo lo comentó como una pregunta retórica.

Su obstinado empeño por no llamar la atención y la falta de anonimato que le provocaba su vida en una localidad relativamente pequeña del interior argentino propiciaron que se instalara temporalmente en Madrid. «Aquí estoy cerca de todo y puedo llevar una vida más tranquila. Hay mucha más gente, paso inadvertida. Me gusta Madrid, me gusta viajar y voy a Argentina al menos dos veces al año». Clara Guinzburg sentía una gran admiración por aquella mujer. Se había convertido en la escritora argentina más vendida en vida y en uno de los fenómenos literarios de los últimos años. Sin embargo, rehuía de la fama e intentaba pasar lo más desapercibida posible. «El éxito es un espejismo. Te engaña si te dejas engañar. Lo único que te proporciona el éxito es poder vivir mejor, pero hay que saber llevarlo. Lo más importante es hacer algo que te dé sentido y rodearte de gente que te quiera». En Argentina, algunos le atribuían un prestigio internacional semejante al del papa Francisco, pero Nora Rizzo se reía de ocurrencias de aquel tipo e invitaba a que leyeran sus libros, pero a que no la imitaran en absoluto. Se consideraba una persona afortunada, pero era consciente de no escribir mejor que otros que quizá lo mereciesen más. «A veces todo se reduce a una cuestión de suerte». A Clara la cautivó aquella humildad, sobre todo porque sabía muy bien que los textos de Nora Rizzo no se sustentaban solo en tramas muy trabajadas, sino también en una narrativa fluida, inteligente y con un dominio de los recursos de estilo envidiable. En la combinación de ambas cosas radicaba su éxito, estaba convencida. «A algunos les gusto más, a otros menos. Yo solo intento escribir del mismo modo que les enseñaba a mis alumnos», se limitó a comentarle. Durante aquella conversación —a veces más semejante a una charla entre amigas— Clara llegó a sentirse una gran privilegiada por haber podido entrar al sanctasantórum de una escritora tan importante y reservada, y estaba convencida de que su entrevista acabaría teniendo una gran repercusión profesional para sí misma.

Por supuesto, no quiso dejar de pedirle un consejo para los que soñaban con escribir y contar historias. Era algo que Clara venía deseando desde que era una niña, aunque nunca había tenido el valor para enfrentarse a una novela. Era periodista, pero sentía que escribir un libro era una cima demasiado elevada y que, para escalarla, debía estar segura de estar bien equipada. «Nadie puede enfrentarse a una página en blanco sin sacrificio y pasión», le aseguró Nora Rizzo. «No se puede escribir sin dejar parte de nuestra vida en ello. La experiencia me ha enseñado que es el primer paso para que suene la flauta y una editorial se fije en ti. Todo lo demás no lo dominamos. Todo lo demás son regalos de la vida», le dijo mirándola a los ojos.

—Y algo muy importante, Clara. ¡No dejar escapar una buena historia!

La joven periodista la miró a los ojos y un estremecimiento vibró bajo su piel. Una vez más, volvió a pensar en su madre.

—A veces tenemos que luchar con pico y pala para llegar hasta ella, pero otras veces aparecen en nuestras vidas por casualidad. ¡No hay que dejarlas pasar! El mejor consejo que le daría a quien quiere escribir es que, si tiene una historia, la escriba lo mejor que pueda.

Clara se la quedó mirando embelesada. Todo lo que le estaba sucediendo durante aquellos días era… inconcebible. No tenía otro término para definirlo. Aquellas palabras de Nora Rizzo retumbaron en su pecho como el aldabonazo de una campana de bronce.

—¡Yo tengo una historia, Nora! —exclamó, sin saber muy bien cómo aquello había acabado saliendo de su boca.

—Pues cuéntala, Clara. Cuéntala. Lo difícil es encontrar el modo.