Domingo 19 de mayo de 2019
–Todo esto era de tu madre —le dijo al mismo tiempo que dejaba una carpeta azul sobre su regazo—. Estaba detrás de uno de los armarios que nos dejaron al vendernos la casa. Parecía como si estuviese escondida. Cuando lo movimos para pintar la primera vez, apareció.
La mujer la había invitado a entrar al chalé, y Clara se sentó en el salón mientras la propietaria se tomaba su tiempo para encontrar aquella carpeta de cartón y gomas negras. Frente a una rinconera color beige se abría un gran ventanal orientado al jardín y a la piscina. Justo detrás de ellos, la chimenea donde al menos veinticinco años atrás se había sacado una foto con su madre. La reconoció de inmediato. Era evidente que aquella estancia había sido reformada recientemente, lo que dificultaba aún más la posibilidad de evocar recuerdos que ya eran, para Clara, como una aguja en un pajar. Estaba tan confusa que su cabeza no era capaz de hacer conexión con lo que le estaba sucediendo.
—Disculpe, señora, ¿cómo dice que se llama?
—¡Vaya! ¡Qué tonta soy! ¡Que no te lo he dicho! Llámame Rosa, bonita.
—Yo soy Clara, Clara Guinzburg.
—¡Un gusto, guapa! Se nota que has vivido en Argentina. Tienes mucho acento.
Clara simplemente le devolvió una mueca de cortesía. Mucho tiempo significaba prácticamente toda su vida, hasta hacía unas pocas horas.
—¿Cómo sabe que era de mi madre?
—¡Ábrela y lo verás! Está llena de… —Se detuvo un instante, llevándose la mano a la boca para cubrirla con un gesto de arrepentimiento semejante al de un niño sorprendido in fraganti—. Es decir, entiéndeme. No quiero que pienses que soy una fisgona, pero era necesario abrirla para saber de qué se trataba, ¿me entiendes? ¡Estuvo conmigo casi toda una vida! Yo no quería…
—¡Cómo no voy a entenderla, Rosa! ¡Por supuesto! —Se adelantó condescendiente—. Si es absolutamente increíble que la haya conservado todos estos años, sin la más remota posibilidad de que alguien viniese a reclamarla.
—¡Eso mismo! ¡Eso mismo me ha dicho mi marido toda la vida! Mujer, ¡que ya es hora de tirar esa carpeta al contenedor! Me lo decía cada vez que la encontraba en el trastero. Pero ¿por qué íbamos a tirarla? ¿Qué ocupa una carpeta como esta? ¿Eh? Dime, hija. ¿Qué iba a hacer yo? Además, aunque creas que estoy loca, yo siempre creí que alguien vendría alguna vez. Cuando mi Josep me rezongaba con la dichosa carpeta, yo le decía: «¡Ya verás el día que vengan a buscarla! ¡Ya verás! Pues cuando llegue hoy, se me cae muerto».
—En realidad, como se puede imaginar, todo esto es una sorpresa mayúscula para mí.
—¿Y eso qué importa? Lo que importa es que estás aquí y que estas fotos ya tienen dueño. Abre, abre y verás. Hay fotografías… —Volvió a detenerse—. Entre otras cosas. Eso sí, es una mezcolanza sin sentido, pero que ella guardó muy bien.
Apoyó la carpeta azul sobre la mesita que tenía enfrente y fue ojeando rápidamente algunas fotografías de su madre sola, pero también acompañada por amigos. Encontró además algunas cartas, una postal de la playa de Cullera y varios recortes de periódico relacionados con un parricidio y el suicidio de Sergi Agulló, titular de varios medios.
—Tenía que ser de tu madre, ¿sabes? ¡Vaya historia que debe haber detrás! Si yo fuera escritora, ahí tendría una buena. No creas que no le he pensado, pero lo mío siempre fueron los números, hija.
Clara elevó su mirada hacia la mujer. Estaba atónita.
—¡Si es que soy una bocazas, hija! Discúlpame, ¡por Dios! Que pensarás que me he leído todas las cartas por metomentodo, pero fue solo por curiosidad, y después de muchos años de tenerlas.
—¡Que no hay nada que disculpar, Rosa! ¡De verdad! Tranquilícese. Es tal cual me está diciendo. Es evidente que hay muchas cosas que yo no sabía de mi madre. Prácticamente, ni la conocí.
—¡Y no te creas que yo no intenté localizar a tu padre! —Se sentó junto a Clara—. ¡Válgame Dios! ¡Lo intenté! Pero es que ni el de la inmobiliaria sabía nada, ni los vecinos tampoco. Solo sabían que se había ido a vivir a la Argentina, de donde era él. ¡Y como no es grande Argentina ni nada!
Clara volvió a sonreírle.
—Después, con el tiempo, pensé: mejor así, a ese hombre no le habría gustado nada de esto… ¡Nada de nada! —remarcó, y miró con curiosidad a su interlocutora mientras hacía una pausa—. ¡Soy una bocazas! Ya te lo he dicho.
—Tiene razón, Rosa. Todo esto es muy extraño.
—¡Pero yo busqué a tu padre igual! ¡Te lo juro! —Hizo la señal de la cruz besándose el dedo índice.
—No se preocupe, le creo. Además, lo verdaderamente importante es que supo guardar esto hasta hoy. ¡Es un gran regalo! Gracias, de todo corazón.
—No sabes cómo me alegra escucharte decir eso. Estoy segura de que a tu madre le hubiese gustado que la tuvieses. Como siempre, el destino es el destino, hija mía.
—La verdad es que hasta hace bien poco yo no creía nada en esas cosas, Rosa.
—¡Pues yo sí! ¡Y mucho! ¿Quién me iba a decir que te volvería a ver? La única vez que te vi estabas por aquí, jugando con tus cosas. Fue cuando vinimos a ver la casa antes de comprarla. ¿En el año 1993? Sí, el noventa y tres. Me diste mucha pena, la verdad. Tan pequeñita y habías perdido a tu madre. ¡Se me rompía el corazón! Tu padre me dijo que aquí todo eran recuerdos, y que él estaba en Barcelona por tu madre, pero que sin ella prefería volver a Argentina.
—Así fue. Tal cual.
—¿Puedo preguntarte de qué murió? Nunca lo supe y después, con esta carpeta aquí tantos años, nunca dejé de darle vueltas.
—En un accidente de tráfico en Valencia.
—¡Vaya! ¡Qué pena! Siempre creí que había sido por alguna enfermedad. ¡Mira que era guapa!
—Sí que lo era. —Hubo un dejo de resignación en su voz.
—Si te fijas en esas fotos, te pareces bastante.
Clara volvió a repasarlo todo y deseó salir de allí cuanto antes. Quería leer tranquila aquellas cartas, saboreando el inesperado regalo. Era como si un túnel del tiempo se hubiese abierto de golpe frente a ella y su madre estuviese intentando decirle algo desde alguna dimensión en la que Clara no creía. Sin embargo, ¿por qué estaba allí si no? ¿Qué estaba haciendo en Castelldefels cuando debía estar en Madrid preparando una entrevista tan importante?
No sabía si llamarlo destino, pero se sobrecogía solo de pensarlo.
—No sé cómo agradecérselo, Rosa —le dijo cerrando aquella carpeta para marcharse—. Ni en mil sueños hubiese esperado algo así. Se lo juro.
Se puso en pie.
—Te daré mi teléfono por si necesitas cualquier otra cosa. Nunca se sabe.
—¡Bien lo sabe usted! —le dijo mostrándole la carpeta.
—¡Me he sacado un peso de encima, hija mía! De verdad. Ojalá que le encuentres algún significado a todo eso.
—Descuide —remarcó, y esta vez la abrazó y le dio un beso, antes de volver a alejarse del que había sido su primer hogar.
No veía la hora de regresar al aeropuerto y sentarse tranquilamente con lo que le acababa de entregar su madre.
¿Su madre?
Así lo sintió en aquel momento y no se lo diría a nadie, pero por primera vez tuvo la sensación de que era ella quien la estaba guiando hacia alguna parte.