CAPÍTULO CINCO

Domingo 19 de mayo de 2019

A veces hay que morir para volver a nacer. Había leído aquello varias veces, pero solo lo comprendió después del accidente aéreo. Clara no sufrió ni un rasguño, pero tuvo la sensación de haber traspasado alguna puerta invisible que la había transformado por dentro. «Eso sí que es aterrizar a lo grande», le bromeó el director de La Voz de América al contactar con ella. Fue a él a quien informó primero sobre sus planes: la reunión con Nora Rizzo estaba prevista para el martes y, por ello, aquel lunes había decidido volar a Barcelona por asuntos personales. No quiso decir nada más. Incluso a ella misma le era difícil explicar el impulso irracional que la empujaba hacia su pasado. Sin embargo, su mente parecía una gran avenida de sentimientos olvidados, con grandes rótulos deslumbrantes que le recordaban a su madre, como si el regresar a Castelldefels fuese un almíbar de soledad y culpas atascado en su garganta. Un amasijo de emociones que necesitaba digerir.

Aquel lunes a primera hora voló hacia Barcelona, alquiló un coche en el aeropuerto de El Prat y condujo hacia el sur por la autovía. En un principio barajó ir en taxi, pero su padre le advirtió que el barrio estaba lejos de todo. «¿Pero qué mosca te picó? ¿Para qué querés volver ahí?», le preguntó cuando Clara le comentó sus intenciones. «¿Me vas a decir la dirección o no?». Su padre no parecía comprender los motivos de todo aquello, e incluso ella tuvo la ligera percepción de que había llegado a molestarle: «¿No viajabas para entrevistar a Nora Rizzo?». Y Clara le contestó que iría el martes, que todavía tenía tiempo y quería volver a Castelldefels, sin más. «¿Tan raro se te hace que quiera ir a la tumba de mamá?». Él calló durante algunos segundos y dejó que la distancia fluyera a través del auricular. «Carrer Dolores Iturbi, 2», le dijo al fin. «Allí ya no hay ni recuerdos, Clara».

Casi era verdad.

Apenas sabía nada de aquel tiempo. Su vida en Castelldefels se resumía en algunas fotos en las playas de Lluminetes, en un jardín soleado con pinadas mediterráneas de fondo o sentada en el regazo de su madre en el marco de una chimenea de ladrillos. Había crecido con los rastros de una vida extinguida, como si se tratara de una película en blanco y negro que había heredado junto a libros, discos y algunos bártulos que su padre había embalado en Barcelona cuando vendió la propiedad para trasladarse a Argentina. Pero aquel vuelo la había devuelto a sus raíces. Se lo había jurado mientras el avión descendía entre gritos y silencios.

Condujo apenas doce kilómetros por la autopista y dejó que el GPS la guiara hacia Castelldefels. Como una turista despistada, se dirigió hacia el puerto recreativo de Ginesta y luego desanduvo el camino por el paseo marítimo. Playas anchas, dunas reverdecidas, palmeras y un mar azul índigo y soleado. Era casi mediodía, y se sentó en una terraza para comer divisando el arenal y el agua dormida. Bajo el sol, a veinticinco grados de temperatura y bebiendo un vino blanco para acompañar una dorada a la sal, se sintió tan relajada que pensó que el Mediterráneo era digno de un homenaje. No estaba acostumbrada a mares tan tranquilos.

Hacía ya varias horas que había dejado de hacerse preguntas. Su madre siempre había formado parte de su vida, pero nunca como entonces sintió aquel deseo de volver al lugar a donde creía que jamás había pertenecido. En el fondo de su ser, Clara pensó que se trataba de una nostalgia inventada, un exceso sentimental fruto de la terrible experiencia del accidente aéreo, pero también sentía que era el momento de explorar sus orígenes, como si fuese lo único que podía hacer para sentir a su madre de una forma inimaginable. El destino la había devuelto a España y Clara Guinzburg, sin explicárselo, percibía el grito de la sangre burbujeando por sus venas.

Regresó al coche y puso rumbo hacia el interior de Castelldefels, alejado del mar. La localidad se había ido ensanchando con unifamiliares ajardinadas, y la atravesó hasta encontrar el cementerio. Era pequeño y estaba pegado al casco urbano. Faltaban pocos minutos para las dos de la tarde, pero la oficina todavía estaba abierta. Clara preguntó al operario por los restos de Silvia Ros Mas y de sus padres, Carmen Mas Giner y Josep Ros Tardà, y él la orientó entre callejuelas bien cuidadas. Estaban en ubicaciones diferentes. Sus abuelos habían sido inhumados en el mismo nicho y su madre en uno aparte. Aquellas oquedades brillaban entre mármoles, flores e inscripciones doradas y, mientras recorría ese laberinto, percibía su quietud, una serenidad que la apenaba solo al sopesar el destino de los muertos, porque si aquel era el codiciado descanso eterno, el cementerio era una soledad insoportable.

No le costó demasiado encontrar a su madre. Más bien, el lugar donde habían depositado sus restos. Nada más. Silvia Ros no estaba allí. Llegar hasta el cementerio solo constituía un acto de respeto, el rito necesario para activar nuevamente algo dentro suyo, para elevarle aquel altar que le debía desde hacía tiempo. Reconoció a su madre en una pequeña foto incrustada sobre el mármol y sintió un escalofrío. Era una mujer joven, muy parecida a ella misma entonces, con una sonrisa seráfica, pero en modo foto carné. El tiempo se había paralizado para ella. Su nicho no tenía flores, ni siquiera marchitas, ni ningún vestigio de que alguna vez las hubiese tenido. Su madre estaba sola, muy sola. Repasó su nombre con los dedos, como si fuese una forma de mentarla en silencio. Quiso imaginarla, porque ya apenas podía recordarla. Quiso rezar, pero apenas recordaba el Padrenuestro que le habían enseñado en el San Carlos Borromeo, el colegio religioso donde la habían escolarizado en Argentina. Su padre no era creyente. Solo la había enviado a aquella escuela de Haedo por comodidad, porque le quedaba cerca de casa. A Clara le costaba rezar, incluso le costaba creer que su madre pudiese escucharla en algún momento, tal como le habían dicho desde pequeña. Los muertos no escuchan. Los muertos no hablan. Los muertos hacen silencio… y duelen. No sabía muy bien por qué había viajado hasta Barcelona, pero una profunda tristeza la cubrió con su velo oscuro. Estar allí, frente a sus huesos ocultos, lo único que provocaba era el vacío de los años, el vacío de toda una vida que nunca compartieron.

—Lo siento —le susurró en confidencia. Y no supo si se lo decía a su madre o a sí misma.

Se mantuvo allí, de pie, durante un tiempo breve, intentando que valiese la pena aquel esfuerzo inesperado de volver, pero pronto se sintió decepcionada. Ya nada más podía hacer allí. Ni siquiera llorar. Buscó la ubicación de sus abuelos y también les dedicó algunos minutos. A su abuela la recordaba vagamente, pero a su abuelo absolutamente nada. Lo había consumido el cáncer cuando Clara ni siquiera había nacido. Solo en aquel instante, frente a su tumba, comprendió lo abandonada que se habría sentido su abuela durante los últimos años de su vida, cuando el único cordón umbilical con su familia eran unas cartas a su nieta de Argentina. Clara apenas tenía dieciséis años cuando murió, y nunca llegó a tener un verdadero vínculo. Su padre podría haber hecho mucho más. Pero no lo hizo.

Una cálida brisa meció los cipreses, que parecían viejos guardianes perezosos. El cementerio se había quedado en soledad, y el aire olía a una mixtura de flores que a Clara le evocaron a la muerte. Sintió la melancolía de los huérfanos, la de aquellos que un día descubren que se han quedado solos sin poder remediarlo.

Dejó atrás el cementerio y volvió a atravesar el pueblo de Castelldefels. Lo recorrió despacio, hasta encontrar el Carrer Dolores Iturbi, el que le había indicado su padre. Se trataba de un barrio de chalés construidos en lo que había sido un bosque situado sobre una ladera montañosa frente al mar, a poco más de un kilómetro. Los pinos se elevaban como globos, hinchando sus copas verde agua sobre las calles.

Detuvo el coche frente al chalé número dos. Los recuerdos arrasaron su mente, confusos como un torbellino polvoroso. Era una casa de dos pisos, techo a dos aguas con tejas rojas y un jardín ensombrecido por un pino gigantesco. El pasado era un espejismo, pero intuyó más allá del vallado el escenario de una de las fotos que tenía con su madre. Había visto aquella casa en fotografías y, por primera vez, sintió algo semejante a lo que podría ser un regreso.

Bajó del coche y decidió husmear a través de los setos que apenas proporcionaban cierta intimidad. Observó un camino de piedra y el césped bien cortado a ambos lados, con maceteros con amapolas, tulipanes y varios arreglos con margaritas blancas. En el jardín, elevada sobre una tímida colina, había una piscina a la que se ascendía por un camino.

—Disculpa, ¿necesitas algo?

Clara se sobresaltó y, como un radar, intentó localizar aquella voz recriminatoria. Estaba muy cerca de la cancela, probablemente agachada trajinando con las plantas. Era una mujer entre los sesenta y cinco y los setenta años.

No sabía qué contestar. No esperaba nada de aquello.

—Perdone, de verdad —le dijo reculando—. No era mi intención molestarla. No se asuste, de verdad. Solo estaba intentando recordar. De pequeña esta fue mi casa.

La mujer no respondió. Simplemente abrió la cancela y se asomó con un delantal manchado de tierra, como sus manos.

—¡Dios bendito! ¡No me digas que tú eres la hija del señor Guinzburg!

Un sobrecogimiento le erizó los brazos.

—Sí, señora. Soy yo.

—¡Es increíble que estés aquí! Llevo años esperándote. Sabía que algún día llamarías a mi puerta.

Clara sintió que el mundo se tambaleaba bajo sus pies y que una fuerza invisible la había llevado hasta aquel lugar, sin entender todavía el porqué.