Sábado 18 de mayo de 2019
—Lo siento. —La voz del comandante sonó grave y urgente—. No lo hemos conseguido… Debemos estar preparados.
También agregó que planearían durante una hora en torno a Madrid para acabar de vaciar los tanques, y la comunión del miedo se encendió como una procesión de pólvora. Clara apenas había mantenido saludos protocolarios con los pasajeros colindantes. Los dos asientos a su derecha estaban libres y había dormido gran parte del viaje. Sin embargo, escuchó los llantos, las conjeturas trágicas y las sospechas verosímiles de que iban a morir. «Se partirá. Sucedió hace cinco años en Rusia. Sobrevivieron unos pocos», dijo un hombre que se había puesto en pie para gritar como un predicador iluminado por el Apocalipsis. «Vaciamos los tanques porque nos vamos a estrellar. Saben que el avión, además de partirse, puede convertirse en una inmensa bola de fuego», aseguró una mujer. El alboroto de la desesperación caló en el personal de a bordo, incapaz de tranquilizar a los pasajeros con sus carreras nerviosas y sus gestos graves. Clara los observaba como cobayas atrapadas, paralizadas por una descarga inesperada que no les impedía susurrar una letanía de mensajes por WhatsApp. Sus voces temblaban en la boca.
Fue la primera vez que pensó que iba a morir, y fue una sensación extraña. Había escuchado a Steve Jobs decir que aquella irremediable certeza había acabado potenciando su vida. Cada mañana se miraba al espejo y se decía «voy a morir», y aquello había disparado su voluntad para aprovechar cada instante. Clara Guinzburg, sin pretenderlo, en aquel momento también tuvo un intervalo de lucidez, y poco le importó la oportunidad profesional de entrevistar a Nora Rizzo —el último fenómeno literario mundial de origen argentino— ni que el diario La Voz de América la tuviese entre los candidatos para una corresponsalía en Europa. Sin saber explicar muy bien por qué, todo aquello se hundió en su interior como una piedra en un estanque transparente. Solo un recuerdo quedó flotando igual que un corcho solitario: su madre. ¡Cuán poco había sabido de ella! ¡Y cuánto la había echado de menos, con apenas un puñado de imágenes en su cabeza! Hacía años que se había esfumado de su vida, pero ahí estaba: emergiendo de entre los muertos.
Dejó que aquel recuerdo se apoderara de su memoria, pero también pensó en su padre, en un par de amigas incondicionales, en su trabajo en el periódico, y hasta se vio inmersa en una imperceptible decepción al pasar rápidamente por el recuerdo de Diego. Su última pareja apenas había sido un quiste prescindible en una vida incompleta —así lo sintió entonces—, y como un torbellino, todo quedó arrasado por aquel vacío que siempre había sentido desde que su madre murió sin que ella pudiese recordarlo.
Dejó pasar el tiempo con la misma ansiedad con la que se observa fijamente el avance de un reloj de arena. Miró los asientos vacíos a su derecha. En uno de ellos había dejado su mochila, una manta de cuadros azules y franjas rojas y amarillas, y un cojín granate con el logo de Iberia. La vida se va entre cosas insignificantes, pensó Clara. Sintió ganas de llorar y sus ojos se vidriaron. Sin embargo, apenas tuvo tiempo de lidiar con su dolor. La imagen de un caza de la Fuerza Aérea española cerca del ala izquierda le produjo un escalofrío. Su mirada atravesó el avión y observó un pequeño tumulto sobre las ventanas del lado opuesto. «¡A la derecha hay otro!», escuchó algunas voces por detrás. «¡Van a derribarnos!», oyó también. «¡Estamos muertos!». Clara Guinzburg estudió los movimientos descendentes del caza bombardero y comprendió que aquellos pilotos probablemente intentaban estudiar el tren de aterrizaje. Su mente se entretuvo con aquello, como si su presencia constituyese el comienzo de una nueva solución, pero pronto se alejaron como pájaros veloces y, sin dar tiempo a las dudas, volvieron a sonar los altavoces.
—Tripulación, preparados para el aterrizaje. Protocolo de emergencia —pronunció aquella voz de cabina.
Inmediatamente comenzó a sentir cómo el avión iniciaba un nuevo viraje, pero esta vez en descenso. Una azafata avanzó por el pasillo, sonámbula de miedos y con un protocolario «abróchense los cinturones y conserven el pasaporte debajo de la ropa, por favor». Soltaba aquello sin más pasión que el deseo de un último deber cumplido, y ni siquiera se detuvo un momento a responder las inquietudes de los pasajeros. «¿Para qué?»; «Los pasaportes, ¿para qué, señorita?». Pero ella avanzó decidida, sin detenerse, con ansiedad e impotencia.
Clara Guinzburg apretó los puños y, sin proponérselo, volvió a pensar en su madre. Había crecido llena de preguntas, y en aquel momento deseó haber podido conocer a sus abuelos. Su padre había sido el responsable de tanta distancia. Había perdido el contacto con ellos siendo todavía una niña, y su relación se había limitado a un puñado de cartas y algunos esporádicos llamados telefónicos a larga distancia. Su abuela nunca había viajado a Argentina para verla y, cuando murió, Clara sintió una incipiente culpa por haber sabido tan poco de ella. Renunciaste a tu pasado, se dijo a sí misma. Y como si se tratara de un último intento por hacer las paces con su vida, se juró ir a verlos al cementerio en caso de sobrevivir. No estaba muy segura de a quién se lo prometía, pero en aquel momento necesitó aferrarse a la supervivencia. Nada de eso había estado en sus planes, pero mientras el Airbus de Iberia perdía altura, Clara repitió igual que un chamán recita un conjuro: Viajaré a Barcelona, viajaré a Barcelona, viajaré a Barcelona.
El tiempo se detuvo y aquel vuelo se convirtió en un silencio de súplica. Envidiaba a la gente que tenía a quien rezar. Clara no lo tenía. Solo a su madre. Por eso le hizo aquella promesa: iría. Y el avión descendió lanzado y los campos yermos se convirtieron en un tapiz amarillento y montañoso.
—Preparados para el impacto. —La voz de cabina irradiaba adrenalina.
El rugido de los motores absorbía llantos y susurros ahogados de oraciones olvidadas. Clara hubiese agradecido tener a alguien a quien darle la mano y se aferró a los antebrazos del asiento como si en cualquier momento fuese a ser disparada hacia el vacío. El temblor del fuselaje fue el prolegómeno de la tragedia, y Clara presintió el final. Cerró los ojos con fuerza y se abandonó a las sacudidas. Fue un seísmo que lo convulsionó todo y su vida fue una nave a la deriva, flotando en medio de una inesperada tempestad. Sabía que iba a morir. Lo sabía, y por eso se colocó el pasaporte dentro del sujetador. Iban a reconocerla. «Esta es Clara Guinzburg: joven, muy joven, una verdadera pena». El avión estaba a punto de estrellarse sobre el asfalto de una pista impregnada de espuma para retardar el incendio, pero no el impacto, ese estallido de asientos, cuerpos y maletas como esquirlas de un afilador involuntario. Aquello nadie podría evitarlo, y Clara pensó en su madre, en Barcelona, y en todo lo que no podía recordar, todo lo que nunca fue para ella, como una última revelación, el estertor final de una vida a medias, en lo mejor de su carrera profesional, y esperó el impacto, que aquel pequeño mundo de hierro y plástico se derrumbara con ella en su vientre.
Sin embargo, el avión se posó sobre la pista igual que planea un pájaro: primero suavemente la cola, después el vientre. Clara abrió los ojos porque sabía que todavía estaba viva, con aquel ruido ensordecedor y monstruoso y un infierno de humo y fuego en las turbinas destrozándose sobre la pista, con el fuselaje escupiendo chispas y metal y dejando una alargada estela de humo que Clara reconstruyó más tarde, cuando el avión se detuvo tras dos kilómetros en una pista desierta, y saltó por los toboganes de evacuación.
En el Aeropuerto Adolfo Suárez solo quedaban la euforia, los aplausos y los camiones de bomberos con su lluvia sobre el ave herida.