PERDÓN

Dos, tres gotas. Insuficientes, aisladas. Después, nada. La ilusión del diluvio se le esfuma, como tantas otras antes. A veces ve mal la realidad. Le cuesta entenderla, como si estuviera escrita en un idioma que cree que sabe, pero no. Como cuando se le ocurrió volver, esa idea patética de reivindicarse, de limpiar su nombre. Y de que tenía que ser con Zafe, el viejo maestro. Una locura de borracho que fue tomando forma en las melancólicas resacas de alcohol barato y soledad.

Gastó demasiado en el pasaje de avión. Anduvo de aquí para allá un mes entero, evaluando si le daba la cara y el alma para aparecer de golpe, doce años más tarde, en busca de una soga, la última y desesperada soga de su vida. Se escondió en la pensión del Turco Ahmed y rondó el Glorias de Pompeya como un espía, agazapado en la vergüenza y la culpa. Sabía que se exponía a una puteada o a algo peor y reculaba. Hasta que tomó coraje, alentado por Matilde.

Entró, pidió verlo, lo miró a los ojos. Zafe estaba casi igual, un poco consumido tal vez, la espalda más estrecha y encorvada, la renquera más pronunciada, el pelo blanco raleado, la nariz aplastada vuelta un forúnculo violeta, la actitud recelosa de un zorro con mal carácter. El rengo ni se molestó en darle la mano. Fue al punto con preguntas cortas y directas, «qué hace acá, qué quiere», y sin el menor reproche le dijo «vaya y demuestre», como aquella primera vez, pero no lo metió en el ring con un grandote boludo, sino con un pendejo más escurridizo que una cucaracha, el nuevo crédito del barrio, el Monito Galarza.

El entusiasmo de Rayo duró poco. Necesitó un round para darse cuenta de que el cuerpo no le respondía, y al tercero ya estaba sufriendo. Era como si las piernas, los brazos, la cintura, se le hubieran oxidado o directamente fueran de otro.

Las piñas del Monito le entraban limpias. Las veía, claro que las veía, pero no llegaba a bloquearlas. Algo le empezó a resbalar por la cara. Concentrate, la concha de tu madre, que este pendejo no te puede cagar a trompadas. Metele rigor, dale. Hamacate y buscá el hueco para el gancho. Arrialo hacia una esquina y ahí descargale la artillería. Pero el Monito, insolente, le bailoteaba alrededor con los brazos caídos, a lo Clay, a veces más cerca, a veces más lejos, y cuando parecía que ya había caído en la trampa, escapaba dando saltitos.

No se trataba de un problema técnico, sino de rapidez. Rayo sabía muy bien —porque se lo había enseñado Zafe— cómo manejar los desplazamientos de un rival marcándole el paso con el pie izquierdo adelantado. Cómo cerrarle todos los caminos y dejarle libre uno solo, justamente el que a él le convenía. Pero el Monito parecía un muñeco con pilas nuevas. Un saltimbanqui incansable, elástico, que siempre encontraba el hueco para salir limpio y con una sonrisa sobradora.

Pensó en cebarlo. Recibir un par de golpes con los pies quietos en la lona. No avancés más, frenate. La boca abierta, el protector flojo, así, bien, la guardia baja, el cuerpo erguido. Si vos no lo perseguís, el otro ya no debe escapar. Y el que no escapa, se agranda. Dale, dale Monito, animate. Un jab liviano, otro, otro. Caricias. Seguí, ¿no ves que no doy más, que el aire no me alcanza, que quiero vistear y me como todas? Un directo seco en la frente, bien, así, lo tengo plantado y pegando. El que pega se descuida. El que pega, recibe.

Rayo se hamacó, avanzó un paso, otro, punteó con un jab débil mientras retraía la línea de los hombros como si se tratara de la corredera de una pistola y sacó un derechazo a fondo. El puño hambriento y, detrás de este, el brazo, el cuerpo, el odio. Todo sintetizado en ese cañonazo furibundo. Pero el Monito se echó atrás y barrió el golpe con la zurda, como si estuviera espantando una mosca o corriendo una cortina. Encauzó el envión hacia el vacío y el viejo campeón siguió de largo hasta quedar de cara a las sogas, humillado, ridículo. La chicharra anunciando el fin del round fue una estridente forma de piedad.

Rayo le pegó un guantazo a la cuerda superior, y de la bronca no supo ni para dónde ir. No es el cuerpo el que me traiciona, pensó. Es el mundo, el destino. Todo dado vuelta, irreconocible, fatalmente incómodo. Y pensar que en ese mismo ring, cuando era un boyerito recién llegado del campo, había destrozado en tres minutos a la bestia de Urtaín.

—¡Basta, terminamos acá! —gritó Zafe.

—Uno más —dijo Rayo, masticando el protector.

—¡Uno más las pelotas! ¡Venga para acá!

Quiso insistir, decirle que no, que podía seguir, que andaba un poco lento y le faltaba distancia, sí, pero que en cuanto lo agarrara al Monito ese lo iba a dejar mirando el techo como a Giresse en París. Pero enseguida advirtió que sería inútil: no existían palabras que ablandaran a un Zafe cabreado, lo conocía bien y no quería por nada del mundo, justo en ese momento, hacerlo calentar.

Fue hacia el rincón arrastrando los pies. Se agarró de las sogas, dejó caer la cabeza como si fuera de plomo. Zafe le exprimió una esponja en la nuca.

—Respire, Rayo, tranquilo…

—¿Y? ¿Cómo me vio? —La voz se le perdió entre los pies.

—Con los ojos.

—No me boludee.

El viejo le levantó la cabeza y le pasó, casi por la fuerza, una toalla por la cara.

—Lo cortó un poco arriba de la ceja izquierda. Usted siempre fue flojito de piel.

—La verdad.

Zafe se quedó callado mientras le sacaba los guantes. Cuando volvió a hablar, casi que susurró:

—Vaya a bañarse, que lo espero en la oficina.

—Hace rato que no peleo, ¿sabe? A lo mejor fue eso…

—Después.

Sonó la chicharra. Bajó del ring rumbo al vestuario. Caminó entre negritos que saltaban la soga o le daban a la bolsa como si un asesino a sueldo les estuviera apuntando con una pistola en la nuca. Alguien lo seguía con la mirada desde la otra punta del gimnasio. Una silueta en sombras que se recortaba contra la claridad que venía del patio. Acaso lo hubiera visto cobrar contra el Monito, supiera quién era él y estuviera relamiéndose con el papelón: «Vean a Juan Rayo, Rayito, el excampeón del mundo, el que le ganó a Harris en el Madison, vean qué quedó de la Tromba del Sur, un monigote que no encuentra la manera de que las piernas y los puños se le pongan de acuerdo».

Rayo apuró el paso y se metió en el vestuario. Azulejos cuarteados, mosaicos descoloridos, olor a pozo ciego tapado, bancos largos de madera despintada. Nada había cambiado. Un tipo que no era Urtaín le dio el bolso y un toallón rotoso, y eso fue lo único diferente. Se dejó caer sobre un banco. Se quitó las vendas. Se desnudó. La ropa quedó hecha un bollo en el piso. Buscó en el bolso el jabón, el sobrecito de champú. Caminó hasta las duchas. Los caños no tenían roseta. Abrió una canilla y salió un chorro grueso de agua fría. Abrió otra y lo mismo. Apareció el Monito Galarza. Se metió bajo uno de los chorros y empezó a enjabonarse.

—Agua caliente no hay —soltó el pendejo sin mirarlo—. Esto no es Las Vegas.

Rayo se comió las ganas de mandarlo a la puta que lo parió. No era el momento. Había regresado para pedir perdón y una oportunidad, y aún no tenía ninguna de las dos cosas. Se duchó conteniendo los escalofríos para no dar impresión de flojo, se cambió rápido y fue a la oficina. Que ahí también todo estuviera tal como lo recordaba (trofeos con el bronce comido por el moho, un póster de Bonavena, afiches de peleas antiguas, olor a cuero podrido y humedad) lo puso peor. A fin de cuentas, el único detalle discordante era él, con su cuerpo pesado y duro, los nudillos agarrotados y pulmones con aire para dos rounds y gracias.

Zafe tomaba mate sentado a una mesa de fórmica que imitaba al mármol y escuchaba tangos en una radio de antes del diluvio. Le hizo un gesto con la cabeza para que se acomodara en una banqueta delante de él. Apagó la radio, se levantó y caminó hasta un armario de metal de donde sacó un frasquito, algodón, apósitos y una botella de alcohol, y puso todo sobre la mesa.

—¿Está parando cerca? —Se acercó a Rayo, le levantó la cara y le pasó un algodón con alcohol por el cortecito que tenía arriba de la ceja izquierda.

—En lo del Turco Ahmed.

—¿Usted todavía estaba acá cuando lo mataron?

—No. Me enteré ahora, me lo contó Matilde.

Zafe le puso un polvo en la herida y, enseguida, el apósito. Volvió a su silla, sirvió un mate y le convidó.

—Lo ensartó un boliviano que no levantaba el metro y medio —siguió el rengo, mientras Rayo chupaba—. Un cuchillazo en la garganta. Quién lo hubiera dicho, con lo bravo que era el Turco Ahmed…

—Diga, Zafe, ¿cómo me vio? —Y le devolvió el mate.

—Mal, lento. ¿Cuánto hace que no pelea?

—Menos de un año.

—¿Dónde?

—En Ecuador, contra un invicto de allá. En mediano.

—¿Fue limpia?

Rayo sintió que la pregunta lo hacía flamear como si lo hubiera sorprendido un ciclón de frente.

—¿Limpia? —repitió él, para fingir que no entendía.

—Sí, limpia.

—Perdí por puntos. Pareja.

—¿Y tiene guita ahorrada?

—Nada.

—El boxeo es como el casino. A la corta o a la larga, te caga. Yo pensaba que a esta edad iba a estar hecho. Y fijesé: tengo que seguir al pie del cañón porque si no, me comen los piojos. Como no aporté nunca, ni jubilación cobro. El Facha Weiss dice que tiene una cuña en el Gobierno y que me va a conseguir una pensión o algo así. Yo con la mínima me conformo, aunque sea una miseria. A caballo regalado no se le miran los dientes, ¿no? A veces sueño con agarrar la lotería. Guita, mucha guita que me caiga de arriba. Me compraría una casita frente al mar y me llevaría a vivir conmigo a una pendeja. Jovencita, cuanto mucho treinta años. Le diría: «Cuidame, quereme, que cuando me muera todo esto será para vos». La llenaría de regalos para tenerla contenta. —Zafe se sirvió un mate y lo tomó de un tirón hasta que hizo ruido—. Y aquí me ve, con ochenta y galgueando. Bueno, qué anda queriendo exactamente.

—Pedirle perdón.

—Perdón piden las minas y los maricones.

—Era pibe, entiéndame, tenía la cabeza llena de pajaritos.

—Para tangos tengo la radio. Dígame ya lo que quiere o me deja de romper las pelotas y se va.

—Volver.

—Un par de peleítas para juntar unos mangos.

—No, no. Volver. A lo grande. Ser campeón argentino. Nunca fui campeón argentino.

—El tren ya le pasó por encima, Rayo.

—Le juro que puedo. Olvídese de lo de hoy. Hace mucho que no entreno, que no me cuido.

—Yo ya estoy grande, ¿qué puedo ofrecerle? Vaya con otro, pregunte en la Federación.

—Solo confío en usted.

Zafe se sirvió otro mate. Lo tomó despacio.

—Venga a entrenar, si quiere —dijo—. Mal no le va a hacer. A lo mejor le sirve para sacarse los pajaritos que todavía tiene en la cabeza.

Prendió la radio y le hizo un gesto seco con la mano para que se fuera. Rayo respondió con un «chau» inaudible (no le dio para más), se colgó el bolso al hombro y salió, muerto de sed y de ganas de pensar.