Se despierta con la sensación de que el cubo negro sigue ahí, listo para ahogarlo. El corazón le late desbocado. Las manos crispadas. La mente confusa. Necesita un rato largo para calmarse y espantar los peores pensamientos, y recién cuando lo logra se anima a abrir los ojos. Se encuentra con otra oscuridad, más porosa, poblada de sombras que, a medida que parpadea, se hacen más nítidas y reconocibles: el ventilador, la mancha de humedad, la cómoda, el televisor y algo envuelto en papel madera que asoma por encima del ropero. Piensa en Rayo, qué será de él en ese momento, y sabe que no va a dormir más. Los números fluorescentes del reloj avisan que la noche será larga. Se siente intranquilo y, en algún punto, manchado.
Prende el velador. Se levanta y va al baño sin calzarse. El dolor en la cadera le explota al segundo paso rengo. Es como un martillazo que disemina su efecto devastador desde el costado derecho hacia todos lados. Le duele cuando gira de golpe, cuando sube una escalera, cuando levanta peso, cuando tose. El médico del Penna le dijo que no existe otra solución que reemplazar el hueso hecho polvo por una prótesis. Tres meses en muletas y, después, a rodar de nuevo sin problemas. Le habló como si se tratara de sacar un aguijón de abeja con una pincita de depilar, le contó historias de viejas de su edad que habían estado peor que él y que ahora bailaban el tango como María Nieves. Pero Zafe desconfía. No le entra en la cabeza la idea de que vayan a aserrarlo y a ponerle un pedazo de plástico dentro del cuerpo sin pagar más sufrimiento del que paga ahora. La mayoría de las veces es un dolor persistente pero plano, en algún punto tolerable, el recordatorio de su defecto de nacimiento. Pero cuando camina sin la zapatilla ortopédica se vuelve agudo y desgarrador, se ramifica como un delta de brazos infinitos y le toma hasta la rodilla.
Sí, algo va a hacer, pero no en el Penna. La gente que entra ahí con un problema grave sale con los pies para adelante. Se acuerda de Urtaín. Cuando se lo llevaron, estaba todo roto pero consciente: contestaba con los párpados las preguntas que él le hacía y hasta insinuó una mueca triste cuando le dijo que tenía que ponerse bien rápido para pelear en el Luna Park. Pero en el hospital agonizó tres días y murió. A Zafe le quedó la sensación de que nadie hizo gran cosa para salvarlo, como si no valiera la pena y hubiera que dejar que el contrasentido de esa vida extraña se apagara de una vez por todas. Porque nada es tan absurdo ni tan cruel como desear lo que uno no puede. Y empeñarse en eso, y mentirse, y esquivar la realidad que te muestra sin la menor compasión que tu sueño, más que una mentira, es una trampa.
Urtaín fue un caso. Apareció por el gimnasio diciendo que era el primo argentino del Urtaín famoso, ese vasco que había sido campeón europeo de los pesados. Se hacía llamar como él, aunque su nombre verdadero —lo supieron el día en que, para joderlo, le robaron el documento— era Adolfo Peñaranda. Quería aprender a boxear y hacer un par de peleas antes de viajar a España y lanzar su carrera profesional al amparo del Urtaín verdadero, que en un cruce de cartas —seguramente cuentos de él— le había prometido protección y contactos. A primera vista, asustaba: medía un metro noventa y tenía el físico de Charles Atlas. Pero en el envase estaba el engaño. Urtaín era lento, torpe, y al primer piñazo se paralizaba como una liebre ante un foco de luz y no había forma de hacerlo reaccionar. Pudo haberlo echado a las patadas, pero Zafe, por alguna razón, sintió lástima y lo puso bajo su ala. Trataba de que los demás no lo cargaran demasiado y hasta le daba unos pesos para que atendiera el vestuario y barriera el gimnasio. A veces lo usaba para probar en el ring a los gallitos que venían de afuera cacareando alto. Era un test que no todos pasaban porque, bobo y todo, Urtaín tenía manos pesadas y las hacía sentir. Había visto a muchos matones de lechería cagarse encima apenas el grandote armaba la guardia y se les acercaba en cámara lenta como una momia. Pero nunca había visto a nadie que reaccionara como Rayo, con la decisión y la fiereza que solo alcanzan los desesperados.
La imagen lo llena de amargura. Por Urtaín, que se tiró del techo del gimnasio cuando leyó en el diario que su primo se había suicidado arrojándose de un décimo piso de Madrid. Por Rayo, que había sido su gran ilusión, la revancha tardía, ahora convertido en un pobre diablo a rescatar.
Vuelve a la cama. Se acuesta. Mejor boca arriba. Sabe que no debe girar sobre la pierna mala porque el dolor será peor. Apaga la luz. Piensa en la pesadilla del cubo negro y tiene miedo de que haya sido una premonición, la inminencia de la oscuridad cerrada de la muerte. Él, con esos ojos de pescado dejándose comer por una angustia más arrolladora que la puntada en la cadera. Y aquella voz misteriosa, con su «dele, Zafe, dele», mintiéndole esperanza. Se le ocurre, de pronto, que es la voz de Rayo, el primero, el pendejo de bolsito al hombro que lo entusiasmó con un remolino de trompadas.
El reloj marca las tres menos cuarto. ¿Cómo le habrá ido?