BAJOFONDO

¿Qué cosa, mamá?

«La luna, fijate cómo está de vidriosa, a que trae lluvia. Y la lluvia purifica, Juan, se lleva lo malo, siempre, aunque inunde todo y el agua se meta en el rancho y a veces lo tape. La lluvia, algo bendito que lava, un perdón líquido que baja del cielo y te hace mejor».

Si va a llover, el pensamiento de Rayo toma su propia voz, no la de su madre, que sea pronto. Que un chaparrón me limpie la sangre, el barro y la mugre de adentro, la peor de todas. Agua a baldazos para que desborden los riachos y las lagunas, para que los charcos estancados de la inundación anterior se vuelvan un mar espumoso y aneguen las calles e invadan las casas y la gente se olvide de la carnicería en el ring, de los cadáveres en la ruta, se olvide de mí, se olvide de ella, pobrecita, quién sabe a dónde se la llevará la corriente, dónde se pudrirá al sol cuando esto termine.

Juan Rayo se empuja con las piernas para acomodar mejor la espalda contra el árbol. No puede usar las manos. Las manos tienen que seguir tapando el cráter del que se le escapa un torrente de sangre negra y espesa. Patina, trata de ayudarse con los codos, le cuesta aunque solo trate de encontrar una posición algo más recta. Hace un rato, cuando le dolía, pensó en las fechas que habrán de pintar en su cruz, porque será de madera, simple, barata, nadie pondrá plata para algo mejor.

1961-1996.

Nacimiento, muerte: los momentos que resumen toda una existencia.

Va a faltar otro año: 1984, porque su muerte en realidad empezó ahí, en esa esquina mal doblada, la vez de la traición. «En el pecado habita el castigo». Alguna vez se lo escuchó a Hermosilla o lo leyó por ahí, y es cierto. Si existe una verdad, es esa. Nada sale gratis. Todo se paga.

Ahora no le duele. Donde antes latía el dolor solo queda una especie de vacío. Aprieta un poco para sentir, para sentirse, el sufrimiento como prueba de vida, y lo único que consigue es una puntada tibia, corta, que se extingue en el frío que le come el cuerpo. De aquel fuego ya no queda nada.

Acaso deba hacer un último esfuerzo antes de que la hemorragia lo lleve. Clavar los talones en el barro, revolverse hasta ponerse de pie, salir a la ruta y llegar a un hospital, decir «soy Juan Rayo» y rogar que el médico que lo atienda no tenga que hacer mucha memoria para recordarlo, y que le crea la mentira, «un robo, vea, en medio de la noche, me cagaron a palos, me dieron un cuetazo y ni sé cómo llegué acá», que no llame la atención que esté en cueros y en pantaloncitos de campeón, que mientras lo lleven en camilla al quirófano, mientras alguien le tape ese agujero de mierda con algo más eficaz que dos manos deformadas, tenga tiempo de contar la historia de cuando le ganó a Harris, de las putas que se garchó en Las Vegas, de que alguna vez fue capaz de reconocer un billete de cien dólares con los ojos cerrados, apenas por el olor, «le juro, doctor, que es cierto», ojalá tenga tiempo y aliento para hablar como nunca lo hizo y que el médico no piense, no sospeche, y la roña escandalosa de la verdad no lo ensucie todavía más. Pero seguramente llamarán a la policía, porque siempre lo hacen cuando hay una bala en un cuerpo, y entonces empezarán las preguntas y las pericias y será tapa de los diarios y dirán de él lo que no es. Porque casi todo será cierto menos una cosa: que no fue por la plata que lo hizo. Lo hizo por amor a Patricia, por odio a Vicente y por él mismo. Por esa furia en el pecho que lo volvió insensato y le calentó el alma y le anestesió el dolor, una furia que ahora se le ha ido, quizás con la sangre negra y espesa, para siempre.

La noche es tanta y el frío inmenso, pero extrañamente no está triste. Sin la furia aparece la resignación, la idea de que llegó la hora, de que acaso morir no sea tan terrible. El cuerpo le pesa menos, el pensamiento flota entre recuerdos y voces olvidadas que se abren paso en su mente desde el bajofondo de la vida. La luna desaparece del todo. El beso húmedo de una gota sobre su cara machucada.

La lluvia, mamá.