El mundo sigue su curso en la plaza. Centenares de puestos rodean la fuente de oro, coronada con la efigie de nuestra difunta reina Galicia. El agua cristalina fluye de sus manos unidas para recordarnos su predisposición innata a curar heridas y enfermedades. A los lugareños les encanta tirar monedas a la fuente o incluso meter los pies. La superstición dice que, al hacerlo, alejas a la mala suerte.
Al otro lado de la fuente, un grupo conocido de Hélianthe (ahora más numeroso que la última vez) deambula por un camino. Cada año, el Gran Mercado recibe a cierto número de manifestantes que se posicionan en contra del Tratado Galicia. Es el momento idóneo para que los oradores de la oposición se hagan escuchar y muestren su desaprobación de manera pacífica. Se conforman con caminar pregonando su disconformidad y con sermonear a los ciudadanos, subidos a una tarima.
La encargada de la taberna decía la verdad. Es imposible que todo el mundo esté de acuerdo con las decisiones del rey. Soy consciente de ello, y no tengo nada en contra de este tipo de iniciativas, pero estas manifestaciones jamás tienen el efecto esperado. Nada cambia, y mucho menos la resolución del rey. Así que siempre están aquí, con algunos adeptos nuevos, poniendo en práctica su derecho a la libertad de expresión.
Delante de mí, la guardia real se encarga de disipar con calma las procesiones inofensivas y un poco molestas en días como los de hoy, con tantísima afluencia.
—¡No te pases de la raya, Octave! —se ríe uno de los guardias, dándole un golpecito amistoso al manifestante.
En respuesta, él alza todavía más la pancarta, en la que se puede leer «Acabemos con la Opresión».
Yo vuelvo a mis cosas, que son bastante más emocionantes. Es momento de fiesta, no de política. Paseo entre los escaparates, saboreando los olores, disfrutando de los colores iridiscentes que chispean en mis retinas y saludando por aquí y por allá. Los comerciantes alaban la calidad de su mercancía a voz en grito, provocando una cacofonía alegre. Hacen demasiado ruido; a veces es agradable, otras me llega a resultar molesto. La Gaceta de Helios va viajando de mano en mano. Un trovador toca un instrumento. Los vendedores ambulantes ofrecen pruebas gratuitas. Las monedas tintinean. Los ancianos les dan de comer semillas de girasol a los pájaros. Los transeúntes se quedan extasiados ante los expositores, rebosantes de especias (la «polvorosa» me hace sonreír), de telas, de frutas exóticas… Me entretengo con tesoros enigmáticos tales como unas lámparas de Föry, que no me atrevo a frotar, y hasta con jaulas que contienen animales poco comunes. Se me escapa un «¡oh!» de fascinación cuando reconozco una especie rara con la que me crucé una vez en uno de mis glosarios: un astrión. Esta graciosa criatura es medio gato y medio conejo; tiene unas orejas enormes y puntiagudas, los ojos almendrados y una joya en la frente. Su pelaje color pastel puede cambiar y su cola se divide en múltiples extremidades.
—¿Se le antoja un astrión de la suerte, señorita de los ojos violeta? ¿O tal vez uno del amor? No, usted no parece ese tipo de chica.
El vendedor saca de una jaula otro espécimen cuyo pelaje es de color azul celeste.
—Lo que usted necesita es un astrión de los sueños.
—Mi madre no me deja adoptar animales, no soporta los pelos.
—Los humanos no adoptamos a los astriones, son ellos quienes eligen a su dueño, y no lo abandonan hasta su muerte, momento en el que se convierten en una constelación —me explica el ganadero con una voz trágica.
Como si su intención fuese apoyar su discurso, el astrión hace un sonido fluido y melodioso. El cartel que indica cuánto cuesta es motivo suficiente para desanimar mis ganas de llevármelo.
Para no dejarme caer en este abismo de placeres o, más bien, para no fundirme todo mi dinero, me obligo a pasar los puestos sin fijarme demasiado en ellos. La mayoría de estas fantasías cuestan una fortuna y me enorgullezco de mí misma por tener tanta fuerza de voluntad. En ocasiones, la razón se apodera de mí. Me prometo escribir un Glifo al respecto.
Giro de forma aleatoria y paso por delante de varios carteles fijados en las fachadas. Uno de ellos es una orden de búsqueda de un hombre sombrío, cubierto por un turbante; solo se le ven sus profundos ojos. Cosa que hace que me burle: ¿cómo se supone que alguien podría ser capaz de encontrarlo si no se le ve la cara? Su captura ofrece a los mercenarios una suma de dinero exorbitante. Me pregunto qué tipo de crimen ha podido cometer.
Deambulo por el camino dedicado a los inventores. El ambiente por aquí es totalmente distinto. Más culto, más singular. La galería de máquinas de escribir hace que me olvide del hombre de mirada penetrante. Columnas de humo caliente que salen disparadas de complejas maquinarias, barriles enteros llenos de chatarra, ruidos mecánicos que parecen hipidos… Absolutamente todo me llama la atención: desde los inventores excéntricos hasta sus obras dementes. ¡Esto es el bazar de lo estrambótico! Me molesta no ser capaz de bosquejar esta escena y no poder inmortalizar a estas personas que pronto regresarán a sus hogares. Espero que mi memoria sea suficiente.
—¿Les gustaría probar mi colador de ideas?
—¡Vengan a descubrir la máquina de fallecimiento! ¡Un modelo único y certificado por los liches que sirve para enviar al limbo a esos fantasmas que merodean sus fincas! ¡No dejen que sus abuelos los sigan asustando!
—¿Quién se atreve a probar estos extraordinarios tragones de secretos? ¡Son ideales para aquellas personas que son incapaces de guardarlos! ¡Buena forma para no perder a sus amigos!
Doy una vuelta tranquilamente, mientras escucho comentarios y explicaciones. Pero el tiempo vuela y, a regañadientes, decido tomar el camino de regreso, justo cuando una comerciante viejísima y andrajosa me para y se aferra a mí como si quisiese impedir que me escapase. En su rostro arrugado, el único rastro de juventud que queda son sus iris verdes, de una belleza inusual.
—Acepte esto, bella flor.
Su mano demacrada se acerca y deja una bolsa roja en la palma de la mía. Le pregunto con interés:
—¿Qué es?
—Son piedras de energía.
Separo las cuerdecillas con cuidado. Dentro, yacen unos resplandecientes guijarros de ópalo. Nada más. Solo son piedras sin ningún valor ni utilidad. ¿Me estará intentando engañar o robar? La capital despierta la codicia e inspira a los estafadores. Aun así, trato de no dejarme llevar por las primeras impresiones. Juzgar tan rápido a alguien no es propio de mí.
—¿Para qué sirven?
—Para canalizar el exceso de energía mágica o, al contrario, para recargarla cuando agotamos sus propios recursos —explica la anciana con una voz mejor conservada que su apariencia—. La magia que se refrena siempre busca un modo de manifestarse, de una forma o de otra.
Le replico, un poco contrariada:
—No practico ningún tipo de magia. Gracias por el regalo, pero jamás me será de utilidad.
Ella entrecierra mis dedos sobre la bolsa.
—¡Insisto! Acepte este regalo y tache la palabra «jamás» de su vocabulario. Esa palabra ahuyenta a los sueños y pone barreras a su propio destino. ¡Da mala suerte!
—No les temo a las palabras.
La comerciante recula sin quitarme los ojos de encima y desaparece, absorbida por la muchedumbre. Las piedras terminan en el bolsillo de mi delantal. Perdida en mis pensamientos, choco con alguien y me disculpo sin levantar la cabeza, antes de reunirme con mi madre. Caminando de un lado a otro, pasamos la gigantesca estatua del dios Helios: la Fortaleza de Luz se yergue ante mí, intimidante. Un apodo que se propaga a través de las fronteras desde hace décadas, y que forja la leyenda de nuestro reino, bendito por el propio astro de fuego. Una pura demostración de poder, capaz de disuadir, con solo un vistazo, a cualquier visitante con intenciones bélicas. El exceso convertido en un entorno de luz. Hélianthe y su edad de oro. Algo que nos haga doblegarnos.
Caminamos por una pasarela y atravesamos el cuerpo de guardia: gigantes con armaduras negras como la noche que nos analizan a través de sus viseras, tan inmóviles como si de estatuas de hierro se tratase. Mis ojos se posan sobre las lanzas de punta afilada, después en el escudo de oro que llevan pegado al pecho: un cuervo dentro de una corona de espino y un girasol cuyos pétalos forman parte de la extensión de su ala. El emblema de la familia. Me siento pequeñita, casi sucia y fuera de lugar.
En el interior del castillo, nos volvemos invisibles. En el patio, algunos nobles y cortesanos discuten entre los floridos arbustos aromáticos. Varios cuervos se dan un festín de bayas. Las fuentes, coronadas con esculturas, lanzan chorros de agua sobre los transeúntes, y los bancos de piedra blanca con patas en forma de garras invitan a la vagancia.
—¡Arya, date prisa en vez de ponerte a fantasear!
Como buen soldado, cumplo con las órdenes. Ocupamos la alborotada cocina. Los hornos trabajan a toda velocidad. Antes de ponerme manos a la obra, saludo a todo el personal. Una vez en territorio enemigo, mi madre se dedica a lo suyo y me deja a mi suerte. Conozco mi parte del contrato. Empiezo a sacar los entremeses mientras silbo y los coloco en platos de oro, tan brillantes que puedo ver mi reflejo en ellos. Nuestras delicias terminan en una bandeja junto a un servicio de té, antes de que mi madre me pida que lo lleve al saloncito.
Con los brazos bien cargados, salgo de la cocina y paso por la escalera de servicio que da a uno de los pasillos principales del castillo. Sería capaz de recorrerlos con los ojos cerrados. Después de tanto tiempo, he aprendido a hacer dos cosas a la vez: soñar despierta y trabajar.
La señora de la limpieza personal del príncipe Priam se cruza en mi camino. Su rostro, escondido detrás de una pila de sábanas perfumadas con un olor embriagador a lavanda fresca, se inclina para esbozar una sonrisa. Sin pararme, paso la galería donde está expuesta la colección de arte y después giro para llegar al salón de las damas. La ausencia de sirvientes me indica que todavía no se han despertado.
Esta es una de las habitaciones que más me gusta. Está amueblada con sofás dispuestos en un círculo alrededor de una mesa baja, tallada con una marquetería de espléndidos girasoles: una de las obras más logradas de mi padre. Los ventanales acristalados están cubiertos por largas cortinas y unas velas perfumadas reconfortan el lugar, que ya está bañado por una luz matinal tenue y dulce.
Al contrario de lo que la mayoría de los hombres piensan, las damas no pierden el tiempo con charlas vacías. Aunque se quejen de las niñeras, hablen sobre las últimas tendencias en vestimenta, tejan mientras se imaginan en los brazos de un príncipe o en las sábanas de tenientes guapos, lo cierto es que la mayoría del tiempo lo pasan leyendo, debatiendo, contando sus viajes y dando la vuelta al mundo, mientras les soplan ideas a sus maridos influyentes —aunque claro, ellas se esfuerzan en que parezca que surgen de ellos mismos—. A veces, me imagino sentada sobre estos sofás, rodeada de toda esta élite femenina, pero, por el momento, no hago otra cosa más que servir a estas damas mientras me invento sus vidas, dignas de las protagonistas de mis novelas. Envenenadoras, espías a sueldo de un gran duque, conspiradoras, enamoradas de estetas atormentados…
Me apresuro a colocar los pasteles sobre la mesa, al lado de un tablero de ajedrez, para que todo esté perfecto antes de su reunión diaria. Cuando voy a cerrar la puerta que hay detrás de mí, me asustan unas voces que provienen de un pasillo contiguo. Primero, una voz grave. Luego, una más joven y apagada. La conversación no tiene nada de amistosa o de cortesía. Más bien al contrario…